Kitabı oku: «La vida jugada»

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JIMMY GIMÉNEZ-ARNAU

Si preguntan por ahí, los que me conocen les dirán que vine al mundo hace 76 años en medio del océano, que fui un niño itinerante y feliz y que una juventud desenfadada no hizo otra cosa que afianzarme el desparpajo infantil, al tiempo que sembraba en mí el amor por las palabras, que siempre respeté, y por las letras en general. Creativo y audaz en grado sumo, contraje la enfermedad del matrimonio con total inconsciencia en la treintena y ello me emparentó, durante poco tiempo afortunadamente, con una tribu histórica de la que ya no guardo ni el recuerdo. Sin rastro de hipocresía, porque es vicio que desconozco, afirmo que saqué partido de espectáculos propios y ajenos cuando las circunstancias lo toleraron. Di a la imprenta 14 libros, viajé por el mundo y me empeñé también en cuanta exploración capaz de abrir la mente se me puso a tiro. Ejercí el periodismo en modalidades diversas, pero siempre con la condición de divertirme, que el humor es, sin duda, lo más notable de mi carácter.

Soy constante solo cuando escribo y mi coherencia la reservo únicamente para el amor de Sandra y para los amigos. Les confieso, además, que hace tiempo que no siento la necesidad de irme a ninguna parte.

Irreverente y provocador, porque no entiendo otra forma de estar vivo, añado a los requisitos esenciales de la condición humana el rechazo absoluto a permitir que la rutina y la ordinariez de la costumbre se asomen a mis días. Salvaguardar el asombro, mantener alerta la curiosidad, explorar sin limitación todo cuanto aparezca ante los ojos y, si no se dan las circunstancias, salir corriendo y no mirar atrás han sido las motivaciones de mi viaje por el mundo. Así lo cuento para ustedes en estas páginas que hilvanan episodios y memoria; con ellas espero despertarles, al menos, la sonrisa. Porque el buen humor es siempre bálsamo adecuado para todo contratiempo y garantía de supervivencia cuando vienen mal dadas. Sin arrepentimientos ni innecesarias disculpas, verán que sigo apostando doble o nada por seguir vivo. Si gano, lo celebro; la otra opción queda descartada, pues siempre pensé que el que no arriesga es porque ya está muerto. Así que recuerden conmigo si lo desean, no renuncien a nada y deseen cuanto esté a su alcance. El truco está en no aburrirse nunca, que la vida es placer.

La vida jugada


La vida jugada

© 2020, Jimmy Giménez-Arnau

© 2020, Arzalia Ediciones, S.L.

Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid

Diseño y fotografía de la cubierta: Luis Brea

Diseño del interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-17241-61-2

Producción del ebook: booqlab.com

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

www.arzalia.com

Índice

Prólogo, por PILAR EYRE

Nota del autor

Cuando me aburro, me voy

PRIMERA PARTE

I. Primeros pasos por el mundo

INTRO: Un recuerdo

1. Dilemas de un feto en altamar

2. El hijo del diplomático

3. Si alguna vez me pierdo…

4. De Madrid al cielo inglés

5. Los Rosales

6. Segunda estancia en Uruguay

7. Las cenizas familiares

II. Licenciado por partida doble

8. Verano en el trópico

9. Desembarco en la universidad

10. Balance de un primer año

11. Hombres con lengua de insomnio

12. Adiós a las armas

13. De docentes y mujeres

III. De la universidad a Yo, Jimmy

14. Ganarse la vida

15. Escribir

16. Amar

IV. Aquel Jimmy

17. Algo que nace

18. «Me enamoraré de ti algún día»

19. La tribu

20. Como Dios mandaba

21. La vida en común

22. La muerte silenciosa del amor

23. Respirar de nuevo

xxs

SEGUNDA PARTE

I. Segunda juventud

24. Puerto Vaguedad

25. Ibiza: diez barras y un privée

26. Entre las islas, Londres

II. La fama de un personaje

27. Las malas compañías y Neón en vena

28. Las nupcias que nunca existieron

29. Adiós, Leticia, adiós

III. La audiencia se dispara

30. Pantallas, micrófonos y algunos libros más

31. La caja lista

32. Al otro lado de las cámaras: Sandra

Apéndice viajero

I. Viajero empedernido

II. Los otros viajes

Breve apunte histórico:

Enrique Giménez-Arnau en Hendaya

A mis mejores amigos. A Sandra, mi mujer, y a mi perra Beltza.

El éxito es la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo.

SIR WINSTON CHURCHILL

Prólogo, por Pilar Eyre

Golfo. Crápula. Niño mal de casa bien. Canalla. Mujeriego. Vividor. Playboy. Gamberro y desalmado. Durante cincuenta años, la leyenda en torno a Jimmy Giménez Arnau no ha hecho más que acrecentarse en un caso único de supervivencia: ¡ser golfo en los años setenta y seguir pareciéndolo en 2020 es algo digno de estudio! Aunque el propio Jimmy reconozca que hay mucha exageración en las historias que se le atribuyen, confiese que «la fama se hace de verdades y mentiras, y a mí me importa poco separar unas de otras», lo cierto es que estas memorias tan atípicas están llenas de aventuras extravagantes, algunas peligrosas, casi todas divertidas, como si de un personaje de Conrad se tratara. Descarnado, cínico y al mismo tiempo tierno, con mucho sentido del humor, escritor elegante y con muy pocas ganas de pintar de héroe, Jimmy consigue conmovernos hasta el tuétano con su prodigiosa manera de manejar el lenguaje y contar su vida extraordinaria.

Conocí a Jimmy un frío día de octubre de 1982. Él quizás no lo recuerde, pero la noche en que Felipe González ganó las elecciones se subió al coche en el que yo iba con el fotógrafo Fernando Abizanda, viejo amigo suyo —¿quién no es amigo de Jimmy?—, y, circulando por ese Madrid hecho bosque de puños alzados, me fui quedando prendada de sus palabras, de su sonrisa —¡yo no había visto a nadie sonreír como él!—, de la bondad innata de su corazón, de esa mezcla irresistible de estricta educación de internado inglés y chulería simpática y maliciosa de chicuelo de barrio, de esa camaradería cómplice que tiene con las mujeres. ¡Era el hermano que hubiera querido tener! ¡Chispeaban, como ahora, sus ojos vivísimos!

Todos lo conocíamos porque había sido el marido de una nieta de Franco, pero, es curioso, de eso me olvidé enseguida porque Jimmy era como el flautista de Hamelin, capaz de llevarte al infierno prendida de sus palabras, y su boda con Merry no dejaba de ser una anécdota más de una biografía deslumbrante. Que no se preocupen los lectores porque habla de ese matrimonio, detalla lo que jamás ha contado con precisión quirúrgica, menciona a su hija con descarnada lucidez, también relata la verdad de su detención por drogas en las puertas de televisión, cómo afectó eso a su carrera, y sus tormentosas relaciones familiares, sus parejas y sus amores contingentes… Todo está aquí, porque Jimmy se abre en canal con una sinceridad apabullante. Escribe de viajes, de los reales y de los otros, de grupos musicales, de libros, de artistas —deliciosa la anécdota de Carmen Maura—, del joven periodista que fue, del animal televisivo que sigue siendo. De dinero y de ruina. Pero es también el retrato de un joven inteligente y culto, cosmopolita y sofisticado en un país que no lo era en absoluto. Es un canto a la amistad, que atañe a perros y seres humanos, una lección de urbanidad y cortesía del último dandi de España…, y también un poema de amor a Sandra, sobrio, viril y auténtico.

Lo cursi, lo mediocre, el tópico, lo banal están ausentes de este libro. Que funciona, asimismo, como gran crónica social de una época, porque por estas páginas se pasean desde Tippi Hedren a Sara Montiel, de Norma Duval a Polanski, incluyendo a todos los miembros de la familia del Caudillo. La vida jugada nos ofrece tanto y de una forma tan arrebatadora que, para mí, ha sido un auténtico placer leerlo y un honor escribir este prólogo. No esperen los lectores un libro nostálgico, está cargado de futuro porque, como bien dices, querido Jimmy, los mejores años son los que nos quedan por delante.

PILAR EYRE

Nota del autor

Dios y Zeus nos libren de que estas páginas sean confundidas con unas memorias al uso. Pues más bien son un resumen de estímulos. Desde que el mal de Alzheimer se puso tristemente de moda, supe que dos maravillosas cualidades que regían mi mente, exactitud y prontitud, empezaban a derrapar. Pero mi editor, Ricardo Artola, atento al ruinoso estado mental que me consumía y viendo que mis huesos también protestaban, me presentó a una suerte de lazarillo entrenado en aguantar achaques, capaz también, cuando la ocasión lo ha requerido, de enderezar el rumbo de mis recuerdos —que a menudo derivan por la pendiente amable de la divagación— y de recuperar con ellos ya disciplinados el hilo de una historia. Ni que decir tiene lo agradecido que estoy a tan nobles y valientes amigos, editor y capataz de firme fusta, porque hay que tener mucho valor para seguir apostando por mí.

Cuando me aburro, me voy

Empiezo este libro de igual forma que, en 1981, empecé aquel mamotreto sobre la tribu de los Franco titulado Yo, Jimmy. Entonces dije que lo crucial para mí era vivir. Por ello, esté con quien esté, o donde quiera que esté, cuando me aburro, me voy. Sin retorno. Hoy, 2020, casi cuarenta años más tarde, sigo en mis trece: no aguanto el aburrimiento. Así que prepárense a leer unas páginas que nacen con la pretensión de ser divertidas y en las que me he propuesto ir hilvanando recuerdos y algo de imaginación. Supongo que no pretenderán que lo cuente todo ni que todo sea como lo viví; me quedo con las palabras de Molière cuando afirmó que quien lo cuenta todo aburre.

Antes de dictar, pues no merecía ser escrito, lo que pasé con aquella tribu, yo ya había publicado mis dos libros de poemas: Cuya selva (bendecidapor el genial Carlos Edmundo de Ory) y La Soledad Distinta (apadrinada por el no menos fabuloso Rafael Alberti). Y mi primera novela Las islas transparentes, finalista del Premio Nadal, me introdujo en las letras por la puerta grande. Quien domina la métrica, como yo lo hago, siempre será bienvenido en el mundo de la literatura.

A lo que iba: inicié Yo, Jimmy —best seller que alcanzó 36 ediciones— con una anécdota que manifiesta de lo que soy capaz cuando quiero largarme de un entorno soporífero. Lean y verán que no miento.

Otoño en Taipéi. La capital de Taiwán, la antigua Formosa, me abrumaba con su tedio y su calor. Era la hora en que se maquillan las chinas y los espías nazis se duermen en los cafés, cuando el sol asume esa roja tonalidad con la que se apaga la tarde en Oriente.

El taxista que me condujo al aeropuerto olía a sudor mezclado con aceite de soja. Constantemente, como un poseso, cambiaba la radio de frecuencia. El ruido de las ondas sonaba a masacre en un gallinero. Los efluvios del conductor, más su estúpida manía por desequilibrar la red de emisoras, hacían crecer mi aburrimiento, el cual, para sosegarse, necesitaba que alcanzásemos el avión.

Salir de Asia resulta tan difícil como salir de África negra. A última hora, siempre surge un requisito raro, extrañas barricadas que levanta ante ti la burocracia oriental. Aquel tórrido viernes de otoño no iba a ser menos. El aduanero, con un acento inglés hamacado en bambúes, fue explícito:

—No puede abandonar Taiwán. En su pasaporte no figura el sello de salida de la Oficina de Emigración de Taipéi.

Bastaba ver al agente para saber que era insobornable; no había nada que hacer. Hube de recomponer mi actitud. Le cambié las constantes y, sin responder a su código, le dije que quería hablar con el jefe de aduanas con toda urgencia, pues no podía perder el vuelo. El aduanero no se opuso a mi petición. Con la ironía del que manda a alguien a no conseguir nada, me indicó el modo de llegar a las oficinas del edificio.

Ascendí por unos escalones, atravesé un corredor abandonado a grasientos anuncios de aviación y apareció, al fondo, un despacho cuyas puertas permanecían abiertas. Con más prisa que seguridad, penetré en aquella estancia de aire agrio. Una vieja pegaba sellos o pólizas, no sé, no tuve tiempo para fijarme en su vicio. Los ojos de un gran sapo de unos ochenta kilos se habían posado en los míos como lapas. Era el jefe de aduanas, no le cabía otro aspecto. Antes de que pudiera cerrar su abanico, me incliné sobre su mesa y le dije en tono casi secreto:

—He de hablar con usted, a solas. Se trata de un asunto personal y privado.

Un gesto suyo mandó salir a la vieja, que lo hizo al instante.

Para empezar, había logrado crear un ambiente. El misterio que cautiva a los chinos. Compartir situaciones confusas les da placer. Dicho cacique, empanado en rutina, parecía interesarse por lo que le pudiera contar. Solo faltaba involucrarle en mi drama. Y eso fue lo que hice. De nuevo, me adelanté a sus pensamientos. Esta vez, perforando su intimidad, le solté:

—¿Está usted casado?

—Sí, desde hace diez años, ¿por qué le interesa?

Sin responder a su pregunta, volví a preguntar:

—¿Su mujer le es fiel?

—¡Por supuesto que sí! ¡Siempre lo ha sido! —dijo, poniéndose de pie y subrayando con una gota de histeria su afirmación.

Aquella fidelidad confesada resultaba perfecta a mis planes. El chino empezaba a transpirar incertidumbre, no iba a costar mucho llevarle al huerto. Bastaba con que yo improvisase una historia de infidelidad que pudiera sucederle a él en cualquier momento, algo que contuviera los elementos de un drama, para que, sin dudarlo, se desdoblase y participara en mi caso como un solo hombre. Le dije, como quien se confiesa a un hermano:

—Tengo que ir a Tokio, esta noche, sin falta. Sospecho que mi mujer está teniendo un asunto con mi mejor amigo. Quiero cogerlos juntos. Según he sido informado, ahora están en el hotel Okura, dale que dale.

Al jefe de aduanas se le retorcieron las tripas. Vivía mis cuernos como si fueran suyos. Su desdoblamiento, de manual psiquiátrico, mostraba comprensión hacia mí y una terrible indignación ante el suceso que deshacía mi vida. El chino ya se había entregado. Sin ocultar su ira por la cabronada que mi mujer y el fraternal amigo me estaban brindando en Tokio, hizo la siguiente pregunta:

—Si los sorprende juntos, ¿qué les hará?

Como era menester, no le repuse y volví a trasladarle la pregunta:

—¿Qué haría usted?

—¡Matarlos! ¡Hay que matarlos! —repuso con voz de ansiedad, abanicándose fuerte.

—Yo no sé si llegaría a tanto, pero quiero cogerlos juntos, ¿usted me comprende?

—¡Claro que le comprendo! ¡Usted no puede esperar!

—Pero existe un problema. Hoy es viernes, me falta un sello y… la Oficina de Información de Taipéi no abre hasta el lunes.

—¡No se preocupe y venga conmigo! —terminó, adquiriendo una velocidad al andar que no correspondía a su peso de morsa. Él ya era yo, había asumido mi tragedia y quería vengarla.

Me acompañó hasta la puerta de embarque, deseando suerte a mi misión de rescate y castigo. Nos estrechamos las manos, tan fuerte que todavía me duelen los dedos. De haberse enterado de que yo por entonces era soltero, no sé qué me habría ocurrido. La que debió armarle a su china esa noche tuvo que ser de marca mayor, pues hablamos de un energúmeno.

Cuando me sofoca un entorno, invento lo que sea con tal de poder seguir disfrutando de la vida. Por eso, cuando me aburro, me voy.

Primera parte

I
Primeros pasos por el mundo
INTRO
Un recuerdo

Principios de los cincuenta, Seaford. Un pueblo pequeño entre Eastbourn y Brighton, condado de Sussex, Inglaterra. En el gimnasio del colegio Ladycross, donde llevo interno ya unos meses, los mismos que hace que no la veo, mi madre espera con aire cohibido y las piernas muy juntas. Viste con clase, lo propio en una mujer de su condición; esposa de diplomático, de profesión: sus caprichos. No sabe una palabra de inglés. En realidad, más que mostrar timidez, se diría que es la viva imagen de la inseguridad y el terror. Salta a la luz —así lo imagino— que no domina la situación. Una presencia diminuta perdida entre los más de cincuenta metros de longitud de aquella sala cuyas paredes se cubren de espalderas. Aquí y allá, barras asimétricas, colchonetas, anillas, plintos y cuerdas de nudos que cuelgan del techo y por las que ascendemos como macacos en celo en nuestra clase diaria de educación física.

Mi familia me ha enviado a este precioso rincón del litoral inglés para que me eduquen, porque he sido considerado, con total acierto, como el lector tendrá oportunidad de apreciar en breve, un salvaje. Lo soy. Lo era y, en cierta medida, lo sigo siendo hoy, aunque esa es otra historia. Volvamos a aquella mañana brumosa y feliz como casi todas las de aquellos días, porque he de aclarar que yo fui muy feliz entre los muros de aquella prestigiosa institución académica destinada a desbrozarme en idioma ajeno, idioma que, si en principio me resultó extraño, en poco tiempo llegué a considerar tan mío como el castellano. Gracias a que de pequeño viví siempre contento y libre, aún hoy es muy raro verme triste.

Mi madre me aguarda. Ya me han avisado de su visita. Han ido a buscarme al campo de rugby donde mis compañeros y yo practicamos el arte de atizarnos golpes una y otra vez, con constancia aprendida y eficacia indudablemente británica. Miss Elsey trata de llamar mi atención, quiere decirme algo; la he visto de reojo, pero no va a resultarle fácil arrancarme de allí. Aún soy muy pequeño, pero el deporte es mi pasión. Estoy disfrutando y quiero seguir haciéndolo. Finalmente, logra que me acerque y me anuncia la llegada de mi madre. Ahora sí, lo dejo todo y camino dócil y emocionado de su mano hacia el dormitorio. Van a prepararme de arriba abajo para el encuentro: ducha completa y frotando a fondo para quitarme el barro, ropa de domingo y el peine que penetra sin piedad en una maraña rebelde donde aún queda algún que otro pegote de tierra. Me han acicalado con esmero antes de mandarme a presencia materna.

Puedo imaginarme ese tiempo de espera al detalle. Truchy —Inés es su nombre, pero todo el mundo que conozco se dirige a mi madre por su apodo— fuma de manera compulsiva. Como siempre. Cada vez está más nerviosa, se levanta, pasea, se vuelve a sentar porque es consciente de que conviene esconder su completa falta de seguridad, la vergüenza que le genera su incapacidad para manejarse con soltura en según qué circunstancias. Pero no sabe cómo disimular el pánico que siente: a lo mejor nadie ha ido a llamar al pequeño salvaje, quizá se han olvidado de ella en el gym. Tal vez le han dado alguna indicación que, por supuesto, no ha comprendido. ¡Mierda de idioma!

El reloj sigue corriendo, hace ya casi una hora que está allí, en aquel gimnasio que ha recorrido a pie y con la imaginación al menos en una docena de ocasiones. Podría encender el siguiente Chester con el resto aún ardiente del anterior, si no fuera porque el ademán le impediría accionar, con el fin de alumbrar el pitillo de estreno, esa joya de mechero que es su Dunhill, regalo de mi padre, cuyo sonido todavía hoy escucho si cierro los ojos. El mechero de mi madre: elegante, sofisticado y frío al tacto. Como ella.

Se arregla el peinado, se coloca el lazo de la blusa, abre el bolso y extrae por enésima vez un espejo de carey. Se mira, se retoca, lo guarda… Los nervios destrozados.

Finalmente, la puerta de aquel gimnasio inmenso de mi infancia se abre. Veo a mi madre. Mi madre me ve. Se levanta. Me lanzo corriendo hacia ella. Mientras me aproximo sin parar de correr, casi soy capaz de saborear por adelantado el placer del abrazo inminente. Un segundo antes de llegar a tocarla siento el impacto de una tremenda bofetada sobre mi rostro. Me paro en seco. Tengo apenas siete años y el mundo se me acaba de caer encima. En ese mismo momento decido que esa señora ha dejado de ser mi madre. Ya no la quiero.

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ISBN:
9788417241612
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