Kitabı oku: «Nuestro universo», sayfa 2
Esa capacidad es un don increíble: nos permite ver partes del espacio, de nuestro universo, tal como eran muchos años atrás. Cuanto más lejano es el lugar desde donde nos llega la luz, más atrás en el tiempo podemos ver. Cuando miramos la brillante estrella Betelgeuse, situada en la constelación de Orión, retrocedemos más de seis siglos. Su brillo rojizo comenzó a viajar hacia la Tierra durante la Edad Media. Las estrellas del cinturón de Orión están más lejos todavía, y su luz, conocida por generaciones de seres humanos, viajó por lo menos 1000 años hasta alcanzarnos. Eso significa que tenemos la oportunidad de entender la historia del universo porque podemos ver sus partes más distantes tal como eran en el pasado, hace miles, millones o miles de millones de años. La posibilidad de observar el pasado existe desde que la humanidad miró las estrellas por primera vez, pero solo se convirtió en una característica distintiva de la astronomía durante el último siglo, desde que logramos ver más allá de la Vía Láctea.
La enorme extensión del universo, tanto en espacio como en tiempo, puede hacer que la astronomía moderna nos resulte abrumadora. El espacio es tan inmenso que los números que indican distancia parecen perder sentido, porque los números con demasiados ceros son difíciles de procesar. Para resolver el problema, inventamos maneras de explicar las escalas del espacio, simplificamos lo complejo y dejamos de lado algunos detalles. Nos concentramos en conocer muy bien una parte del espacio, sobre todo nuestro Sistema Solar, y en aplicar lo que aprendemos a otras áreas cuando nos parece relevante. Nos conformamos con no conocer tan bien la mayor parte del espacio. Sin embargo, algunas de sus regiones más lejanas son particularmente interesantes y vale la pena conocerlas a fondo; por ejemplo, las estrellas rodeadas de planetas que podrían parecerse a la Tierra y las galaxias donde colisionan agujeros negros o estallan antiguas estrellas.
Este libro trata sobre nuestro universo, que es el nombre que le damos a la totalidad del espacio conocido, tanto el que vemos con telescopios como el que pensamos que está relacionado físicamente con las partes que podemos ver. El libro explica qué pensamos que es el universo y qué significa pensar en la totalidad del espacio y todo lo que contiene. Intenta dar una idea del lugar de la Tierra en ese lugar tanto más grande. También cuenta a grandes rasgos la historia de cómo llegó hasta aquí la Tierra y qué le podría deparar el futuro en el contexto de un universo tan grande.
Figura 0.1 Estrellas de la constelación de Orión: su luz viaja cientos de años hasta alcanzarnos.
Pero no vamos a empezar esta historia en el momento en que comenzó el universo, porque ese punto es bastante extraño. Lo que haremos es empezar en el aquí y ahora, desde nuestra perspectiva terrestre. En el capítulo 1, vamos a ordenar el espacio. Al observar en profundidad el cielo nocturno, nos damos cuenta de que los objetos espaciales no están diseminados al azar, sino que siguen un patrón definido, una distribución que combina desde los objetos más pequeños hasta los más grandes. Podemos pasar de las lunas que giran alrededor de planetas a los planetas y asteroides que giran alrededor de las estrellas; de allí, a conjuntos de estrellas reunidas en galaxias, y luego a cúmulos de galaxias, que quizá sean los objetos más grandes del universo. Descubriremos dónde encaja la Tierra dentro de ese patrón cósmico e intentaremos dar una idea general sobre la escala del espacio.
El segundo capítulo cuenta la historia de las estrellas y cómo transcurre su vida. Algunas son como nuestro Sol, pero muchas otras tienen historias de vida distintas. Descubriremos cómo producen luz y hallaremos las guarderías estelares donde nacen. Exploraremos la vida y el destino de nuestro Sol y la intensa vida de las estrellas más grandes, que llegan a su fin con violentas explosiones. Muchas de ellas terminan en forma de densos agujeros negros que jamás dejarán escapar la luz. También aprenderemos sobre la extraordinaria diversidad de los nuevos mundos que se están descubriendo alrededor de estrellas que no pertenecen a nuestro sistema solar.
En el capítulo 3, descubriremos la abundante materia invisible de nuestro universo que no podemos ver ni a simple vista ni con telescopios, ni siquiera con los que miden distintos tipos de luz. Este hallazgo tiene menos de un siglo, pero ya cambió por completo lo que entendemos por universo y lo que creemos que lo compone. Hoy nos empeñamos por entender en qué consiste, porque eso influye enormemente en todos los objetos que sí tienen luz y porque, al parecer, es una de las piezas fundamentales de la naturaleza.
En el cuarto capítulo, averiguaremos cómo cambió el espacio a través de los años. Existen numerosas galaxias más allá de la Vía Láctea y casi todas parecen estar alejándose de nosotros. Eso nos lleva a la inevitable conclusión de que el espacio crece y de que, en algún momento del pasado, probablemente haya tenido algún tipo de comienzo, al que llamamos Big Bang. Hoy podemos seguir la evolución del universo, remontarnos casi hasta aquel momento y deducir cuándo tuvo lugar. También nos encontraremos con la idea de que el espacio tiene forma propia y con la posibilidad de averiguar si el universo es infinito.
El último capítulo es una historia abreviadísima del universo, un recorrido por toda su vida, desde los primeros instantes hasta donde estamos hoy. Tras el paso de miles de millones de años, minúsculos elementos formados cuando comenzó el universo se convierten en galaxias repletas de estrellas, entre ellas la Vía Láctea, hogar de nuestro Sistema Solar. Gran parte de nuestra comprensión sobre lo que sucedió viene de combinar la observación con simulaciones por computadora que buscan recrear la posible evolución del universo. Nuestro Sol y nuestra Tierra se formaron cuando el universo tenía unos dos tercios de su edad actual, y antes que nosotros, se formó la Vía Láctea. Luego echaremos un vistazo a lo que podría pasar en el futuro en nuestra región del universo y en todo el espacio.
Vivimos en una era repleta de posibilidades tecnológicas sin precedentes, tanto en el desarrollo de telescopios como de computadoras, por eso tenemos la esperanza de que, en el transcurso de nuestra vida, avanzaremos a pasos agigantados hacia la solución de muchos de los misterios de la astronomía que siguen sin resolverse. Quizá podamos encontrar nuevos planetas que den señales de albergar vida, descubrir de qué está hecha la parte invisible del universo y echar luz sobre cómo empezó a desarrollarse. Quizá también nos encontremos con algo totalmente inesperado que vuelva a cambiar el curso de la astronomía una vez más.
1 Jo Dunkley es mujer. En inglés, astronomer no indica género, pero en castellano el genérico masculino puede inducir a error [N. de la T.].
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Nuestro lugar en el espacio
Aquí en la Tierra, podemos señalar nuestra ubicación en un edificio, una calle, un pueblo o una ciudad, en un país, un continente y un hemisferio. Por supuesto, también formamos parte de algo más grande, y podemos seguir extendiendo el horizonte para entender cómo encajamos en este lugar tan vasto que es nuestro universo. En este capítulo, seguiremos avanzando en ese sentido, alejándonos hasta alcanzar los límites físicos de lo que nos es posible ver, y descubriremos que la Tierra no es más que uno de los muchos lugares del universo donde se pudo haber originado vida como la nuestra.
Nuestro planeta Tierra da un giro completo sobre sí mismo una vez por día y recorre una órbita completa alrededor del Sol una vez por año. El Polo Norte del planeta está inclinado de manera tal que la superficie del hemisferio norte recibe los rayos del Sol de frente (o casi) los días de verano. Durante esa parte del año, los rayos del Sol se concentran mucho más en la superficie de ese hemisferio que en el sur, por eso el norte recibe la luz solar más intensa. Seis meses después, es el hemisferio sur el que se inclina hacia el Sol, mientras el norte queda alejado del calor y de la luz, sumido en la oscuridad.
El diámetro de la Tierra es de casi 13 000 kilómetros, medida que calculó por primera vez hace más de 2000 años el erudito griego Eratóstenes en el antiguo Egipto. La Tierra es curva como una naranja, por eso la sombra que proyectamos sobre el suelo depende de dónde estemos, ya sea en dirección norte o sur. Eratóstenes notó que, en la ciudad de Siena (hoy Asuán), al mediodía, el Sol caía en vertical durante el solsticio de verano, entonces fue hasta Alejandría —era sabido que esa ciudad estaba a casi mil kilómetros hacia el norte— para medir las sombras del mediodía el mismo día del año. Como conocía la distancia entre las dos ciudades y la altura del objeto que proyectaba la sombra, la longitud de la sombra alejandrina solo dependería del tamaño de la Tierra. Cuanto más pequeño fuese nuestro planeta, más se curvaría entre las dos ciudades, y eso haría que la sombra fuese más larga. Esa sencilla deducción llevó a Eratóstenes a calcular el tamaño de la Tierra con un margen de error de alrededor del diez por ciento, un logro monumental para la época.
La vecina más cercana a la Tierra en el espacio es la Luna. Todos los meses, la Luna recorre una órbita a nuestro alrededor y se acerca lo suficiente como para atraer un poco a nuestros océanos, lo que hace que las mareas suban, generalmente dos veces por día, mientras el planeta gira. Nuestra Luna está a algo más de 300 000 kilómetros de nosotros, mucho más cerca que cualquiera de los planetas de nuestro Sistema Solar. Si la Tierra se encogiera hasta alcanzar el tamaño de una pelota de básquetbol, la Luna tendría el tamaño de una naranja que recorrería una ruta más o menos circular alrededor de la pelota. Ese recorrido cabría ajustadamente en una cancha de básquetbol. Por pura casualidad, la Luna tiene el tamaño justo y recorre una distancia tal que, cuando pasa entre la Tierra y el Sol, por un momento puede bloquear por completo la luz del astro, lo que produce eclipses asombrosos. Se trata de una coincidencia notable, porque la Luna tiene un diámetro 400 veces menor que el del Sol, pero también está 400 veces más cerca de nosotros, por eso los dos cuerpos parecen tener el mismo tamaño en el cielo. Sin embargo, los eclipses no son fenómenos habituales, porque la órbita de la Luna alrededor de la Tierra no coincide con la que recorre la Tierra alrededor del Sol. Si las órbitas coincidieran, habría eclipses todos los meses.
Figura 1.1 Una persona proyecta una sombra más larga en un planeta más pequeño y por ende más curvo. Eratóstenes se valió de ese patrón para calcular el tamaño de la Tierra hace más de dos mil años.
Por supuesto, la Luna está tan cerca que la humanidad ya logró llegar hasta ella, aunque lleva medio siglo sin repetir la hazaña. Apenas poco más de veinte personas han realizado la travesía en la legendaria nave espacial Apolo, y solo la mitad pisó la superficie foránea del satélite. Es probable que la experiencia de caminar sobre la Luna sea radicalmente distinta de la de caminar sobre la Tierra. La Luna es tan pequeña que su atracción gravitatoria es seis veces más débil que la de la Tierra; por eso, si el traje espacial no lo obstaculizara, seguramente podríamos saltar por encima de otra persona. Incluso con su voluminoso equipo, los astronautas de la misión Apolo aparecen en las filmaciones recorriendo el paisaje lunar a saltos mínimos y gigantescos por igual.
La Luna tiene una cara lejana que está siempre oculta a nuestra vista. Durante el mes que tarda en completar su órbita alrededor de la Tierra, gira sobre sí misma una sola vez y mantiene siempre la misma cara de frente hacia nuestro planeta. En eso se diferencia mucho de la Tierra, que gira sobre sí misma todos los días de su órbita anual alrededor del Sol. La Luna tiene casi la misma edad que la Tierra: unos 5 mil millones de años. La teoría más aceptada y difundida es que se formó a partir de restos rocosos, producto de una violenta colisión entre la Tierra, recién formada, y otro objeto del tamaño de un planeta. Los astrónomos no están seguros de que haya sucedido así, pero si ese fue el caso, entonces la Luna empezó su existencia mucho más cerca de la Tierra de lo que está hoy y, en ese entonces, se habría visto mucho más grande en el cielo. Durante sus primeros millones de años, la joven Luna habría girado muy rápidamente alrededor de la Tierra y habría mostrado primero un lado y después otro.
Figura 1.2 A medida que la Luna gira alrededor de la Tierra, el sol ilumina la mitad de su superficie. Cuánto podemos ver de esa mitad depende de la posición de la Luna.
Las mareas se producen porque la Luna, durante su órbita, atrae con más fuerza a los océanos terrestres más próximos a ella que al centro de nuestro planeta. En otras palabras, el nivel del agua sube en el lado de la Tierra que está más cerca de la Luna. Los océanos más lejanos, los que están del lado opuesto de la Tierra, también suben, pero porque son atraídos con menos fuerza que el centro planetario. En consecuencia, en la mayoría de los lugares se producen dos mareas cada vez que la Tierra completa una rotación sobre sí misma. Y aunque la Luna no tiene mares, la fuerza gravitatoria de la Tierra produce el mismo efecto sobre ella, porque hace que se estire ligeramente hacia nuestro planeta. En sus primeros años de vida, la Luna rotaba a mayor velocidad que ahora, pero, poco a poco, la fuerza gravitatoria de la Tierra fue atrayendo hacia sí la parte estirada del satélite; su rotación se fue desacelerando durante millones de años hasta que la cara que tan bien conocemos quedó fija, orientada hacia nosotros, y su cara lejana no se pudo ver más.
La atracción gravitatoria de la Luna también afecta la rotación de la Tierra de esa manera, es decir, la va desacelerando a un ritmo de unos quince segundos cada millón de años. Durante los primeros años de vida de la Tierra, los días posiblemente duraran unas horas, y en el futuro lejano, la rotación del planeta probablemente pierda velocidad a un punto tal que uno de sus lados quede de cara a la Luna para siempre. Además, como la Tierra rota sobre su propio eje a una velocidad mayor que la que le lleva a la Luna trazar una órbita a nuestro alrededor, las mareas altas se adelantan ligeramente al paso de la Luna. Eso acelera su giro y la obliga a ampliar su órbita, lo que significa que la Luna se aleja de nosotros algunos centímetros por año.
La Luna brilla con tanta intensidad sobre el firmamento que es fácil olvidar que no emite luz propia. Su luz proviene más que nada del Sol, pero este solo puede iluminar una cara por vez. Esa cara no siempre es la que presenta ante nosotros: cuando la Luna está del lado opuesto de la Tierra respecto del Sol, la vemos llena, como un círculo completo y brillante. Durante el resto de su recorrido mensual alrededor de nuestro planeta, solo podemos ver una porción de la cara iluminada por el Sol y, durante un tiempo breve, no vemos absolutamente nada.
Como siempre tuvimos una sola luna, nos parece de lo más normal. Sin embargo, en nuestro Sistema Solar no lo es para nada: Júpiter y Saturno tienen más de sesenta cada uno; Marte tiene dos, y Venus y Mercurio, nuestros vecinos interiores, no tienen ninguna. La presencia de nuestro único satélite natural determina la vida tal como la conocemos: sin la Luna, no habría mareas, los días serían mucho más cortos y, probablemente, la regularidad de las estaciones se habría alterado en gran medida. El motivo es que su fuerza gravitatoria es lo que ayuda a que la Tierra siga rotando con una inclinación fija con respecto al plano de su órbita alrededor del Sol. En un futuro lejano, cuando la Luna se haya alejado mucho más de nosotros, probablemente nuestro planeta se tambalee en bastante mayor medida y se incline en direcciones impredecibles mientras se desplaza alrededor del Sol.
Dejemos por un momento la relación entre la Tierra y la Luna y demos un paso más en el espacio: veremos el Sistema Solar, esa colección más bien indefinida de objetos centrados en nuestra estrella, el Sol. Por supuesto, al Sol lo conocemos muy bien, y la mayor parte de la gente también conoce los planetas que giran a su alrededor, o por lo menos sabe sus nombres. También están las rocas de asteroides, los cometas, los planetas enanos y gran cantidad de desechos espaciales atraídos por el Sol y que giran alrededor de él.
A pesar de todos los objetos que contiene, es sorprendente lo vacío que está el Sistema Solar. Quizá nos cueste hacernos una idea acabada al respecto porque la verdadera escala del sistema es bastante difícil de reflejar en las ilustraciones de un libro. Una manera práctica de visualizar las magnitudes correspondientes es imaginar que la Tierra tiene el tamaño de un grano de pimienta, es decir, un par de milímetros de diámetro. Si la Tierra es de ese tamaño, entonces el Sol es como una pelota de básquetbol, cien veces más grande. Si ahora dejamos en el suelo la pelota-Sol y calculamos dónde debería estar la Tierra, quizá creamos que está bastante cerca, pero en realidad, habría que dar veintiséis pasos largos para llegar hasta la Tierra-grano-de-pimienta, es decir, habría que cubrir la longitud entera de una cancha de tenis. Entre la Tierra y el Sol del mundo real solamente hay dos planetas pequeñísimos, Venus y Mercurio. Según nuestro modelo, Mercurio quedaría a diez pasos del Sol, y Venus, que tendría el tamaño de un grano de pimienta, a diecinueve.
Para llegar hasta los planetas vecinos exteriores, haría falta caminar bastante más. Para ir hasta Marte, cuyo tamaño sería el de medio grano de pimienta, igual que el de Mercurio, habría que caminar catorce pasos tras alcanzar la Tierra. Júpiter, el planeta más grande, tendría el tamaño de una uva grande y estaría a 100 pasos más de distancia. La distancia entre Júpiter y el Sol es cinco veces mayor que la que hay entre el Sol y la Tierra, es decir, la longitud de cinco canchas de tenis, cada una al final de la otra. A poco más de 100 pasos desde ahí encontramos a Saturno, que tendría el tamaño de una bellota y cuya separación del Sol equivale a diez veces la distancia entre este y la Tierra. Urano está a veinte veces esa distancia y Neptuno, a treinta. El diminuto Neptuno, que, al igual que Urano, tendría el tamaño de una pasa de uva, ahora estaría a casi un kilómetro de la pelota-Sol, es decir, a casi 800 pasos o a unos diez minutos a pie. Todos los planetas cabrían cómodamente en una mano; el resto del Sistema Solar está vacío casi por completo.
Figura 1.3 El tamaño de la Tierra comparado con el del Sol.
Es fácil imaginar los planetas ordenados prolijamente en fila: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno; pero, por supuesto, no lo están. Cualquiera sea el momento que elijamos para observarlos, estarán en distintos lugares, en medio de su viaje alrededor del Sol. Todos los planetas se desplazan a distintas velocidades, y cuanto más lejos están del Sol, más largos son sus años (es decir, el tiempo que tardan en completar una órbita). Un año en Mercurio dura nada más que tres meses terrestres; en Marte, dura casi el doble que en la Tierra; en Saturno, casi treinta veces más. Los cumpleaños serían toda una curiosidad en los confines del Sistema Solar.
La ubicación de los planetas en el firmamento nocturno cambia constantemente a medida que se desplazan alrededor del Sol. A simple vista, podemos ver cinco: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Urano y Neptuno están más lejos y apenas si son visibles. Todas las noches, los cinco planetas se ubican en un lugar distinto sobre el fondo estelar. A veces, aparecen extrañamente juntos, pero en realidad, así es como los vemos desde la Tierra. Júpiter está muchísimo más lejos de nosotros que Marte, incluso cuando aparecen uno junto al otro en el cielo nocturno. Dadas las diferentes velocidades a las que se desplazan los planetas, puede ocurrir que, justo antes del amanecer o del anochecer, logremos ver al mismo tiempo tanto los planetas interiores como los exteriores. En rarísimas ocasiones aparecen en el cielo los cinco al mismo tiempo.
Además de seguir los movimientos de un planeta en el cielo, por lo general podemos distinguirlo de una estrella por su parpadeo: en promedio, los planetas parpadean o titilan mucho menos que las estrellas. El parpadeo se produce porque, cuando la luz de la estrella o del planeta llega hasta la Tierra, las variaciones de temperatura de nuestra atmósfera la sacuden en todas direcciones. Las moléculas de aire curvan, o refractan, los rayos de luz que viajan a nuestro encuentro, y eso nos crea la ilusión de que la estrella se mueve ligeramente. A ese movimiento aparente lo percibimos como un parpadeo. La luz proveniente de los planetas también se desplaza de esa manera, pero como están mucho más cerca de nosotros que las estrellas, parecen más grandes sobre el cielo nocturno. La luz que llega de distintas partes de la superficie planetaria se curva en distintas direcciones, y eso reduce el parpadeo en su conjunto.
Damos por sentado el hecho de conocer el tamaño del Sistema Solar, pero fueron necesarios años de esfuerzo y una alineación de los planetas excepcional hasta que se logró medir la distancia de la Tierra al Sol y, a partir de allí, las distancias que nos separan de todos los planetas. Las primeras mediciones confiables se hicieron durante los tránsitos de Venus de 1761 y 1769, cuando Venus pasó justo entre la Tierra y el Sol. Se trata de una historia maravillosa de intrépidas aventuras y de colaboración internacional entre científicos, y le debe mucho a la admirable visión de Edmund Halley, un astrónomo de la Universidad de Oxford recordado sobre todo por el famoso cometa que lleva su nombre.
Los tránsitos de Venus son muy poco frecuentes: se producen poco menos que dos veces por siglo debido a que Venus y la Tierra no giran alrededor del Sol en el mismo plano. Casi todos los años, Venus pasa entre la Tierra y el Sol por lugares que nos quedan fuera del alcance de la vista. El astrónomo Johannes Kepler fue el primero en predecir esos tránsitos; calculó que Mercurio y Venus se cruzarían frente al Sol en 1631. Sus predicciones se confirmaron, pero murió en 1630 y nunca pudo presenciar el fenómeno con sus propios ojos. En los años que siguieron, el astrónomo británico Jeremiah Horrocks dedujo que los tránsitos de Venus deberían producirse de a dos, con una diferencia de ocho años. Realizó el descubrimiento casi demasiado tarde, porque terminó de hacer sus cálculos apenas un mes antes del segundo tránsito, predicho para 1639. Por fortuna, llegó justo a tiempo y, munido de su predicción, logró observar el cruce de Venus delante del Sol desde su casa de Lancashire.
En 1677, Edmund Halley viajó hasta la isla de Santa Elena, situada en el océano Atlántico, para cartografiar las estrellas que solo se ven desde el hemisferio sur, y allí observó el tránsito de Mercurio frente al Sol. En un rapto de inspiración, se dio cuenta de que en el tránsito de Venus estaba la clave para averiguar el tamaño del Sistema Solar. El método de Halley se vale de la paralaje, un concepto fácil de entender porque también nos permite medir la longitud de nuestro propio brazo. Para llevarlo a cabo, estiramos un brazo y el dedo índice del mismo lado; después, cerramos un ojo y prestamos atención al punto donde parece quedar el dedo sobre la pared o el fondo. Luego cerramos el otro ojo: veremos que el dedo parece haberse movido hacia un costado. Ese movimiento se llama paralaje y sirve para calcular a qué distancia del ojo está el dedo sin ponerse a medir la longitud con un método tradicional.
Advertiremos que, si acercamos el brazo al cuerpo, como si lo acortáramos, el dedo parecerá desplazarse mucho más. El patrón que surge es que, cuanto más corto es el brazo, más se desplaza el dedo hacia los costados. Conviene medir ese movimiento lateral en función del ángulo que recorrió el dedo: si hiciera un giro completo de una sola vez, recorrería un ángulo de 360 grados. Pero en este experimento, deberíamos encontrarnos con que parece moverse una distancia de muy pocos «anchos de dedo» cuando cambiamos de ojo. A modo de referencia, un dedo sostenido con el brazo estirado recorrerá un ángulo de unos 2 grados de un lado al otro.
Si sabemos cuál es la distancia que separa nuestros dos ojos, que debería ser de pocos centímetros, podemos calcular la longitud exacta del brazo valiéndonos de la trigonometría de triángulos. Si sabemos cuánto mide uno de los lados de un triángulo rectángulo y uno de sus ángulos, podemos descubrir cuánto miden los otros dos lados. En este caso, tenemos dos triángulos rectángulos sobre el puente nasal, uno pegado al otro, con un lado en común. El lado más corto de cada triángulo medirá unos 4 centímetros (que es la distancia aproximada entre un ojo y el puente de la nariz). Ahora midamos el ángulo que recorre el dedo entre que cerramos un ojo y otro: será del doble que el ángulo formado en la punta de cada triángulo rectángulo. Por lo tanto, si, por ejemplo, el dedo recorre 8 grados, podemos calcular que el brazo mide casi 60 centímetros.
Por supuesto, el método no es demasiado práctico a la hora de medir brazos porque hay maneras mucho más fáciles de hacerlo. Sin embargo, nos permite estimar la distancia entre la Tierra y Venus, y en ese aspecto es invaluable. Para emplear así la paralaje, nuestros ojos ahora vienen a ser dos posiciones específicas en los hemisferios norte y sur de la Tierra, tan separadas como sea posible. Nuestro dedo índice ahora viene a ser el planeta Venus, cuya distancia respecto de la Tierra es lo que queremos calcular. Por último, la pared o el fondo a donde apuntaba el dedo índice ahora es el Sol. Al igual que en un sinnúmero de mediciones espaciales, los triángulos de los que nos ocupamos son inmensos: sus lados cortos miden la mitad de la distancia entre las dos posiciones terrestres elegidas para hacer las veces de ojos.
El equivalente de cerrar un ojo es mirar Venus desde la ubicación elegida en el hemisferio norte mientras el planeta pasa frente al Sol y tomar nota de su ubicación. Luego «cerramos el otro ojo» mirando Venus desde el hemisferio sur y volvemos a tomar nota de la ubicación del planeta, desde ese otro lado, con el Sol como fondo. Al igual que cuando acercamos el brazo al cuerpo, cuanto más se desplaza Venus con el Sol como fondo, más cerca quiere decir que está de nosotros. Entonces, para calcular la distancia que nos separa de Venus, solo nos falta conocer la distancia que hay entre los dos observadores ubicados en la Tierra.
Este plan presenta una complicación: la superficie del Sol es bastante homogénea, por eso, durante el siglo xviii, seguramente era demasiado difícil definir la ubicación exacta de Venus desde distintos lugares de la Tierra. Halley encontró una solución de lo más elegante cuando se dio cuenta de que la posición de Venus no era lo único que cambiaba según la ubicación del observador: también cambiaba el tiempo que tardaría el planeta en recorrer el diámetro del Sol. Los dos recorridos tendrían distintas longitudes. Cuanto mayor fuese la diferencia entre las dos longitudes, o entre los dos tiempos de tránsito, mayor sería la diferencia entre las posiciones de Venus con el Sol de fondo y, en consecuencia, más cerca estaría Venus de la Tierra.
Figura 1.4 El tiempo que tarda Venus en pasar frente al Sol depende del punto terrestre desde el cual se observe. A mayor variación, más cerca estará Venus de la Tierra.
Esa medición indicaría la distancia que nos separa de Venus y, a partir de ese dato, no habría más que un paso para deducir la distancia que nos separa del Sol y de los demás planetas. Johannes Kepler había hallado el patrón que relaciona la distancia entre el Sol y un planeta con el período orbital de este último, y tuvo en cuenta que a los planetas más distantes les lleva más tiempo recorrer una órbita. Hacía tiempo que los astrónomos sabían cuánto duraba un año en Venus porque habían observado sus cambios de ubicación en el cielo nocturno. Con saber cuánto duraba el año en Venus, cuánto en la Tierra y la distancia entre los dos planetas, bastó para armar la escala de todo el Sistema Solar.
Halley había calculado cómo hacer todo eso pero sabía que no viviría hasta 1761 y que no podría presenciar el siguiente tránsito de Venus con sus propios ojos. Sin embargo, no se desanimó, y dejó inspiradoras instrucciones para la siguiente generación de astrónomos en las que los exhortaba a ir a medir los tránsitos:
Recomiendo, por lo tanto, e insisto, a aquellos astrónomos curiosos que (cuando yo haya muerto) tendrán oportunidad de observar estos fenómenos, que recuerden esta exhortación mía y se aboquen con diligencia y por todos los medios a hacer esta observación, y de todo corazón les deseo el mayor éxito que pueda imaginarse. (Edmund Halley, 1716)
El mensaje de Halley dio resultado. Casi veinte años después de su muerte, astrónomos de todo el mundo se reunieron para medir los tránsitos de Venus. Fueron convocados por su colega francés Joseph-Nicolas Delisle, que alentó con vehemencia a la comunidad científica internacional a coordinar las observaciones. Venus tarda varias horas en pasar por delante del Sol, y las diferencias en los tiempos de tránsito registrados desde lugares ubicados a grandes distancias serían de varios minutos. Para poder realizar mediciones precisas, los astrónomos no solo tendrían que trasladarse a sitios remotos, en los dos hemisferios terrestres, sino que también tendrían que ser capaces de registrar con precisión la duración del tránsito y la longitud y la latitud exactas de su punto de observación, además de contar con buen tiempo para poder ver el fenómeno. No se trataba de un proyecto para un astrónomo solitario. Delisle logró inspirar a cientos de colegas del Reino Unido, de Francia, Suecia, Alemania, Rusia y los Estados Unidos para que participaran en la empresa, que requería una coordinación extraordinaria y que se convertiría en la primera acción conjunta de la comunidad astronómica mundial.