Kitabı oku: «Escultura»
Escultura
Algunas observaciones
sobre la forma y la figura
a partir del sueño plástico
de Pigmalión
Introducción, traducción y notas de Vicente Jarque
Johann Gottfried Herder
Colección estètica & crítica
Director de la colección:
Romà de la Calle
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. |
La edición de este volumen ha contado con la colaboración de Jesús Martínez Guerricabeitia
© De la introducción, traducción y notas: Vicente Jarque, 2006
© De esta edición: Universitat de València, 2006
Producción editorial: Maite Simón
Realización de ePub: produccioneditorial.com
Corrección: Pau Viciano
Diseño de la cubierta: Manuel Lecuona
ISBN: 84-370-6346-9
INTRODUCCIÓN
UN PENSAMIENTO EN TRÁNSITO
Uno de los rasgos más patentes e iluminadores de cara a una comprensión preliminar del pensamiento de Herder viene dado, sin lugar a dudas, por su peculiar ubicación histórica entre el universo de la Ilustración y el de quienes pronto se erigirían en sus críticos más radicales –aunque no necesariamente los más lúcidos–, es decir, el universo de los románticos. Ya Nietzsche le veía en esa peculiar encrucijada en El viajero y su sombra. Según Nietzsche, Herder no fue «ni un gran pensador ni un gran inventor», pero, en cambio,
poseía en alto grado el olfato de lo que estaba por venir, veía y cosechaba las primicias de las estaciones más pronto que los demás, y éstos creían entonces que él era en efecto el que las había hecho nacer [...]; la inquietud de la primavera le agitaba –¡pero él no era la primavera!1
Es curioso, pero típico en lo que respecta a Herder, que ochenta y cinco años después Isaiah Berlin, el gran liberal inglés, le describiese en términos análogos, pero exactamente opuestos: «Herder es en algún sentido un síntoma premonitorio, el albatros de antes de la tormenta que se avecina».2 ¿Era la próxima primavera, acaso el advenimiento del romanticismo, lo que le inquietaba y a su manera preconizaba? ¿O más bien lo que se husmeaba era una tempestad, y por cierto que de una clase muy distinta a la que se evocaba en el nombre del Sturm und Drang, el movimiento precursor del que fue protagonista principal? ¿O tal vez se trataba, en el fondo, de las dos cosas?
En cualquier caso, tanto Nietzsche como Berlin nos hablan de un filósofo, por así decir, esencialmente intempestivo, una figura crítica cuya singularidad no podía sino conducir a un pensamiento de especial complejidad que, unida a su resistencia a la formulación sistemática, le hizo vulnerable a toda clase de malentendidos, sobre todo los que, derivados de su asimilación al movimiento del Sturm und Drang, y sobre la base de sus apelaciones a la cultura del Volk como único ámbito de autenticidad, y sus invectivas contra la teoría del progreso, condujeron con el tiempo, cuando se le releyó a finales del siglo xix, a una precipitada, simplificadora y básicamente injusta atribución de una perspectiva nacionalista e irracionalista, fácilmente manipulable por intereses espurios que, en realidad, poco tenían que ver con el verdadero sentido de sus ideas.3
Nacido en 1744 en Mohrungen, Prusia Oriental, hijo de un sacristán, de familia piadosa, por tanto, Herder inició su formación universitaria estudiando teología y filosofía en Königsberg. Allí tuvo la ocasión de asistir a las lecciones de Kant, con cuyo pensamiento mantendría unas complejas relaciones que le llevarían finalmente a un agrio debate.4 Por otro lado, entre sus tempranos y más o menos permanentes influjos, es también inevitable citar el del exaltado Hamann, con toda su carga de misticismo y de radical oposición al racionalismo ilustrado.5 Entre 1764 y 1776, este último el año en que, por mediación de Goethe (la tercera gran figura intelectual de entre las que marcaron su trayectoria), fue llamado a Weimar en calidad de Generalsuperintendent, ocupó diversos puestos de profesor en Riga y Bückenburg, y de preceptor privado al servicio de nobles alemanes. Es cierto que, una vez instalado en Weimar, sus lazos con Goethe terminaron por enfriarse, pero ello no fue óbice para que permaneciese allí hasta su muerte en 1803.6
Desde sus primeros escritos, y a pesar de sus colaboraciones tempranas con el círculo ilustrado de Nicolai,7 Herder se distinguió por su distancia frente a la versión más ortodoxa y racionalista de la Aufklärung. En realidad, sus postulados de orden epistemológico tenían que ver más con los del empirismo de Locke,8 y hasta con el sensualismo de Condillac,9 que con las derivaciones sistemáticas del racionalismo al estilo de Wolff.10 Por lo demás, esto no significa que Herder llegase a elaborar propiamente una teoría del conocimiento rigurosa y consistente. Lo que más se aproximaría a ello fue su tardía Metakritik, en donde se embarcaba (en alianza con Hamann) en una desigual polémica contra la Crítica de la Razón Pura, que Kant había publicado en 1781, y que, al fin y al cabo, no haría sino poner en evidencia las insuficiencias y los anacronismos que por entonces lastraban la epistemología de Herder.11
De hecho, sus ideas sobre el conocimiento humano no las desarrollaría sino de una manera concreta, en función de contextos relacionados con la praxis, más que con la teoría pura. Por ejemplo, en el marco del programa pedagógico que formuló en el Diario de mi viaje del año 1769.12 En este hermoso texto, que no llega a constituir propiamente un diario, sino un conjunto de penetrantes reflexiones característicamente deslavazadas, Herder introduce un cuidadoso diseño de todo un plan de estudios fundado en el despertar de los sentidos del niño, en su experiencia inmediata, y en la estimulación de su innata capacidad de intervención en el mundo exterior y de intercomunicación con el entorno de la naturaleza. Propone enseñar «conocimientos vivos» en lugar de «meras explicaciones académicas muertas».13 Por otro lado, los diversos aspectos del saber habrían de ser presentados en términos interdisciplinares, es decir, abordando cada uno desde el otro, conectándolos entre sí al mismo tiempo que se los distingue, y siempre contemplando el plano de la teoría en conjunción con el de la práctica.
En análoga dirección, y partiendo de la suposición de una correspondencia entre el desarrollo de las edades del individuo y las de la humanidad, discurriría su Ensayo sobre el origen del lenguaje (1770-1771), texto premiado por la Academia de Berlín, en donde, frente a las principales doctrinas por entonces vigentes,14 así como frente a las teorías tendentes a diseccionar al ser humano señalando en él la existencia de facultades separadas, ponía todo el énfasis en los fundamentos pragmáticos y pulsionales del lenguaje, en su necesario despliegue en forma de una «invención» derivada de la disposición «reflexiva» del «alma entera indivisa», y libre, del ser humano.15 Para Herder, el lenguaje es la más perspicua expresión de la constitución humana en todas sus dimensiones, de su «sensorio común» bien articulado.16 No separa el lenguaje del pensamiento, pero tampoco de la praxis (privilegia como originarios los verbos, antes que los nombres, haciendo de la acción la fuente de la denominación); lo identifica como la sustancia del saber intelectual, pero también como lugar de la expresión, los sentimientos y las emociones. De ahí su consideración de la «primera lengua» como «una colección de elementos de poesía», posible sólo, en rigor, en aquellos tempranos tiempos en los que todavía
la naturaleza entera resonaba ante el hombre, y el canto de éste era un concierto formado por todas las voces que el entendimiento necesitaba, que su sensibilidad captaba, que sus órganos eran capaces de expresar.17
FILOSOFÍA DE LA HISTORIA
Este humanismo radical, que Herder haría valer incluso en sus escritos de tema teológico, encontró una derivación particularmente decisiva en sus ideas sobre la historia. La pieza clave a este respecto es, sin duda, su Otra filosofía de la historia para la educación de la humanidad,18 escrita en 1774 en respuesta a los postulados que Voltaire había divulgado años antes en favor de una teoría lineal del progreso. Siguiendo una orientación que ya había sugerido en sus tempranos Fragmentos sobre la reciente literatura alemana (que fue publicando en sucesivas entregas a partir de 1767), en donde insistía en la importancia del «carácter nacional» de los pueblos, es decir, su irreemplazable singularidad de cara a la estimación de su cultura y de su ubicación histórica, en el ensayo de 1774 ofrecía una crítica radical del optimismo histórico ilustrado, el cual tendía a interpretar el desarrollo de las culturas y las sociedades como una especie de marcha imparable en pos de un horizonte (en el fondo inalcanzable) de una infinita perfectibilidad del ser humano.
En efecto, en lugar de considerar la historia como una vía de dirección única y obligatoria, un camino recto y luminoso, trazado por ciertos europeos, al que se irían adhiriendo poco a poco todas las naciones y pueblos de la Tierra, que de variadamente salvajes pasarían a quedar uniformemente civilizados, Herder propone un modelo explícitamente alternativo, un modelo pluralista en base al cual, según su célebre formulación, «al igual que cada esfera posee su centro de gravedad, cada nación tiene su centro de felicidad en sí misma».19 Lo que Herder combate es ese «tono general, filosófico y filantrópico» de su siglo, que «concede gustosamente a toda nación alejada, a toda época del mundo, aun la más remota, nuestro propio ideal de virtud y felicidad», erigiéndose en «juez único» de las costumbres de todas las naciones y momentos históricos; sin embargo, añade Herder:
¿No está diseminado el bien sobre la Tierra? Como una sola forma de humanidad y una sola región de la Tierra era incapaz de abarcarlo, se dispersó en mil formas de humanidad y recorre ahora –eterno Proteo– todos los continentes y todas las épocas; sea cual sea el modo según el cual se mueva y avance, no es mayor la virtud ni la felicidad a la que aspira el individuo; la humanidad sigue siendo simple humanidad.20
La idea de un «progreso general del mundo», que Kant, sobre la base de la suposición de un oculto «plan» de la naturaleza, consideraría como un postulado ineludible de cara a una comprensión sistemática de la historia, la ve Herder como una mera «novela», como una ficción falsamente consoladora.21
Es obvio que esta concepción pluralista de la historia, y tanto más cuanto que reposa sobre la acción y la expresión de los distintos Völker o naciones, cada una de las cuales poseería «en sí misma el centro de su felicidad», tiene que construirse sobre ambigüedades y prestarse a malentendidos. De hecho, Herder no niega la existencia de alguna suerte de desarrollo a lo largo del curso histórico, como tampoco deja de estimar los avances en materia de ciencia y técnica, ni sus fundamentos racionales. Lo que no está dispuesto a asumir es la unicidad de ese desarrollo en cuanto que producto de una determinada forma de entender (y dominar) el mundo, es decir, la del racionalismo ilustrado en cuanto que encarnación de la gran civilización europea. Por el contrario, todavía en sus Cartas para el fomento de la humanidad (1793-1797) no sólo se reafirma en su crítica, sino que la convierte en amargo denuesto:
¿Puede mencionarse un país donde los europeos hayan entrado sin deshonrarse ellos mismos para siempre ante una humanidad indefensa y confiada, mediante la palabra injusta, el codicioso engaño, la aplastante opresión, las enfermedades, los dones fatales que han llevado consigo? Nuestra parte de la Tierra debería ser llamada no la más sabia, sino la más arrogante, agresiva, ávida de dinero: lo que ha dado este pueblo no es civilización, sino la destrucción de los rudimentos de sus propias culturas allí donde han podido lograrlo.22
Su crítica de la teoría del progreso, más allá de sus implicaciones colectivistas y eventualmente irracionalistas, y en clara oposición a toda forma de chauvinismo nacionalista, se revela así como una reivindicación de la alteridad y de los derechos de la diferencia.
En sus Ideas para la filosofía de la historia de la humanidad, que fueron publicándose entre 1784 y 1791, esos desarrollos históricos diversos –que no progreso unilineal– los presentaba en explícita analogía con los propios del crecimiento orgánico, de una planta o un árbol (o más bien de muchos naturalmente concertados):
La felicidad de los humanos es por doquier un bien individual: en consecuencia, es por doquier climática y orgánica, hija del ejercicio, de la tradición y de la costumbre.23
Es desde ese marco específico desde donde habría que interpretar el sentido de cada una culturas, y el problema que se plantea es saber si el fruto de ese «bien individual» que sería la felicidad lo goza el individuo singular o más bien la comunidad entendida como una singularidad individual y como ámbito de obligada pertenencia para el sujeto humano. Está claro que la primera opción, compatible con una perspectiva liberal, nos aproximaría a una saludable crítica del progreso como hipóstasis metafísica, mientras que la segunda posibilidad correría el peligro de conducir demasiado fácilmente (en cuanto la comunidad popular se presenta como una instancia de poder, un instrumento de cohesión nacional frente a la amenaza del enemigo exterior) al nacionalismo político que impulsaron algunas de las versiones más irracionalistas del Romanticismo.
En cualquier caso, y aunque el principio de la pertenencia comunitaria, la idea de que el individuo carece de sentido escindido de su «pueblo» o nación, forma parte indudable de los presupuestos básicos de su pensamiento, es preciso insistir en que el punto de vista de Herder era inequívoca y fundamentalmente cosmopolita. Su defensa de las culturas nacionales no tenía nada de excluyente, sino que se orientaba en una dirección abiertamente pluralista cuyo punto débil estribaba justamente en el relativismo radical que implicaba, y que en general ha de comportar, de uno u otro modo, toda crítica de la concepción absolutista del progreso humano. Su perspectiva no fue nunca la de un nacionalismo político en el que interviniesen los poderes del Estado, sino la de una especie de eterno fluir e infinita floración de culturas vernáculas, autóctonas, esencialmente dispares aunque intercomunicadas, de tal modo que ninguna de las ellas tendría, en principio, por qué considerarse superior ni inferior a otra, aun cuando no fuese sino porque, al fin y al cabo, todas ellas serían rigurosamente singulares y, por tanto, inconmensurables.
Finalmente, hay un aspecto de su filosofía de la historia que nos interesa especialmente desde el punto de vista estético. Tiene que ver con lo antedicho, pero muy en particular con el desasosiego que Herder sentía ante el dualismo que impregnaba la antropología de Kant, según el cual el ser humano se hallaría dominado, por una parte, por la razón; y, por otra, por unos instintos animales que habría que reprimir justamente por mor del progreso. De hecho, lo que subyace a esta posición es la resignada defensa de la necesidad del sacrificio: del sacrificio del individuo en favor de la especie, y de cada generación a favor de las sucesivas, con vistas a la consecución de un supuesto estado final de libertad y felicidad universales que, como es obvio, habría sido previamente negado a todos y cada uno de los seres humanos que hasta ese mismo momento hubieran habitado en esta Tierra.
Escribe Herder:
¿Qué podría significar, por ejemplo, la hipótesis que destina al hombre tal como lo conocemos aquí a un crecimiento indefinido de sus facultades, a una extensión continua de sus sensaciones y de sus acciones, y hasta al Estado en tanto que meta de su especie, todas cuyas generaciones no habrían sido hechas en el fondo más que para la última, la cual se entronizaría sobre el catafalco ruinoso de la felicidad de todas las precedentes?24
Herder no sólo rechaza esa lógica despiadadamente sacrificial, sino que la considera una presunción injusta por parte de la víctima: es la propia naturaleza humana la que determina que «ningún individuo tiene derecho a creer que existe en función de otro o de la posteridad», puesto que
no es más que una ensoñación vacía esperar que por todas partes donde habitan los hombres habitarán un día también hombres razonables, equitativos y felices: felices no gracias a su razón particular, sino gracias a la razón común de la especie entera de sus hermanos.25
CRÍTICA, POESÍA Y MITOLOGÍA
Cabe pensar que esta clase de posiciones tiene mucho que ver con la derivación estética de su pensamiento. En efecto, una vez se reconoce la pobreza de la experiencia histórica propiciada por la teoría del progreso, parece lógico pensar en la experiencia estética (así lo verían también los románticos) como la mejor candidatura para articular la compensación de esa pobreza y dotar de alguna plenitud al presente. De hecho, la filosofía de Herder no puede ser entendida sin esa referencia estética, siempre determinante en su obra desde los comienzos, en sus Fragmentos sobre literatura alemana (1767), hasta sus últimos años de vida, en el marco de su proyecto de revista, Adrastea, en donde concentró sus perdurables esfuerzos, de los que también los románticos tomaron buena nota, en torno a la propuesta de una «nueva mitología».
Ya sus primeros escritos de finales de la década de los sesenta estuvieron claramente determinados por intereses vinculados al arte y a la experiencia estética. En los citados Fragmentos encontramos significativos argumentos de orden metodológico o programático, ideas de cuya guía habría de servirse hasta el final. Allí sostenía, por ejemplo, sobre la crítica literaria, que «la mejor crítica es la que sigue los pasos del original y siente en conformidad con él»; propugna que el crítico «se transfiera a los pensamientos del autor y lo lea con el espíritu con que escribió»; defiende una lectura como «emulación, heurística», incluso como «adivinación del alma del autor». De modo que, en coherencia con esta concepción abiertamente empática, sostiene que «la crítica sin genio no es nada», pues «sólo un genio puede juzgar y enseñar a otro».26
Desde luego, estas ideas no admiten lugar a dudas sobre su carácter precursor del Romanticismo, particularmente en la versión de Friedrich Schlegel. En cualquier caso, no debemos olvidar que esa autoría genial a la que Herder remite, y en la que, en efecto, había de quedar implicada la entera personalidad indivisible del creador, el conjunto de sus «fuerzas» intelectuales, sensibles y morales, esa autoría debe ser entendida a la vez como una expresión de la colectividad a la que el artista pertenece por necesidad. Al tiempo que, como era de rigor en el contexto del Sturm und Drang, rechaza la inautenticidad del neoclasicismo francés a la manera de Racine, Herder celebra la poesía de las naciones «bárbaras», como la supuestamente transmitida en el Ossian o en las sagas nórdicas, pero también la literatura hebrea, hindú o persa, además de, obviamente, la griega. Ya en el marco de su proyecto de una «nueva mitología», a título de pensamiento poético, su interés por la genialidad de lo originario le llevó al rescate y a la libre reescritura (en forma de Nachdichtungen o paramitos) de poesías, relatos, leyendas, fábulas y cuentos populares que fue reuniendo entre 1785 y 1793 en sus Hojas dispersas y, antes de ello, en su famosa antología de Canciones populares, de 1777-1778.
De hecho, la posición de Herder a este respecto quedaría ya manifiesta con la mayor claridad en sus Cartas sobre Ossian, de 1773:
Ya sabe usted [...] que cuanto más primitivo, esto es, cuanto más activo sea un pueblo –pues no otra cosa significa la palabra–, tanto más primitivas, es decir, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones, en caso de tenerlas. Cuanto más alejado esté el pueblo del pensamiento, el lenguaje y los modos literarios artificiosos, científicos, tanto menos estarán sus canciones hechas para el papel y tanto menos serán sus versos letra muerta.27
El problema, por cierto, es cómo conjugar la idea de lo «primitivo» con la necesidad de poner en valor la herencia cultural de la antigua Grecia, que no podía ser comprendida en esos términos. Pues ésta, desde luego, puede ser estimada como el lugar privilegiado de un determinado «origen», como patria del genio y de un arte «ingenuo» en el sentido de Schiller, pero no tanto como expresión de barbarie o de lejanía respecto al pensamiento.
Un caso especial, y claramente definitorio en cuanto que punto de mediación, es el que Herder nos ofrece en su Shakespeare de 1773. Aquí encontramos un clarificador parangón entre el mundo antiguo y el moderno concebido desde una perspectiva desde la que se revela superada la querelle de las «reglas».
El drama nació en Grecia como no podía nacer en el Norte. En Grecia existía lo que no puede haber en el Norte. No hay, pues, ni debe haber en el Norte lo que hubo en Grecia.28
Por supuesto, Herder está pensando ante todo en el carácter determinante del «clima», es decir, del mundo exterior y, en particular, de las condiciones naturales que actúan de humus sobre el que crece la obra del artista. Pero también piensa en la historia por ellas condicionada, en la génesis sin la cual no se explica ningún producto del espíritu humano. Tras explicar los orígenes ditirámbicos de la tragedia, sostiene que «lo artificioso de sus reglas no constituía un arte», sino que «era naturaleza». Así, no le cuesta mucho exonerar a Aristóteles de toda pretensión dogmática, y niega a «Voltaire y los franceses» su clasicismo ficticio en obras en las que no habría sino «un sentimiento de tercera mano», y «nunca, o pocas veces, las emociones inmediatas, primarias, sin afeites, que buscan la palabra y la encuentran al fin».29
Ahora bien, prosigue Herder: «Supongamos, pues, un pueblo que [...] prefiriese inventar su propio drama»... y,
si en época tan distinta [y bajo un cielo tan distinto del de Grecia] hubiese alguien como los antiguos, un genio, que de modo tan natural, grandioso y original extrajera de su propia cosecha una creación dramática, igual que los griegos la extrajeron de la suya; si tal creación alcanzase por el camino más diferente el mismo sentido, o fuese al menos en sí una sencillez muy compleja y una complejidad muy sencilla; es decir [...], si fuese un todo perfecto...
He aquí a Shakespeare, el «bardo del Norte», presentado como un nuevo Sófocles,30 como expresión genial, a la vez singular y colectiva (pero, en todo caso, de alcance universal) de un mundo, un tiempo y un pueblo concretos.
Cuando leo al autor británico desaparecen para mí teatro, actor y bastidores. No veo más que hojas sueltas del libro de los acontecimientos, de la providencia, del mundo, volando en la tempestad de los siglos...,
la verdad misma, por tanto, como producto de un autor grandioso, capaz de «incluir en un acontecimiento todo un mundo formado por los fenómenos más distintos».31
Consideradas desde este punto de vista, las cosas parecen estar bastante claras: el «genio» no sería finalmente patrimonio exclusivo de los «primitivos» –ni tampoco inaccesible a los «modernos»–, sino algo al alcance más o menos inmediato de todo «pueblo» o «nación» de todo tiempo que se resuelva a expresar en términos poéticos su específica conexión con el universo natural y humano, y tenga la buena suerte de contar con el gran «bardo» (acaso una singularidad portentosa, como la que representaba Shakespeare, o incluso alguien eventualmente anónimo) que se encargue de ello. En efecto, así habría sucedido en la Inglaterra isabelina, como también en el medievo del osiánico Fingal, en los viejos tiempos del Ramayana y el Mahabharata y del Antiguo Testamento, o en la Grecia de la época de Homero o de Sófocles.
Si ahora intentamos cerrar el círculo, podremos volver a hablar de la teoría herderiana del lenguaje originario y de su proximidad con la poesía misma en su más auténtico sentido:
¡Imitación de una naturaleza que soñaba, que obraba, que se conmovía! ¡Una lengua tomada de las interjecciones de todos los seres y vivificada por las interjecciones de la sensibilidad humana! ¡El lenguaje natural de todas las criaturas recreado por el entendimiento en voces, imágenes de acción, de pasión, de actos vivos! ¡Un diccionario del alma que es mitología a la vez que admirable epopeya de las obras y discursos de todos los seres! Es decir, permanente fabulación con pasión e interés: ¿qué otra cosa es la poesía?32
Aquí encontramos reunidos buena parte de los motivos en los que se basó su pensamiento estético. Primeramente, desde luego, el que vin-culaba la poesía a la lengua originaria, y ésta al fundamento inmediato del ser humano en cuanto que intérprete del universo. En segundo lugar, su condición activa, su imbricación en el marco de lo «vivo», y ello incluso en sus dimensiones más intelectuales o contemplativas. En tercer lugar, su capacidad innata para construir mundos, para configurar visiones del mismo activamente creadoras, abiertamente interventivas, emparentadas con las que se podrían colegir de las diferentes mitologías antiguas (que la modernidad habría de actualizar o recrear de maneras que el propio Herder no acertaría a definir en general, pero que se esforzó en llevar a cabo en lo particular). Y, en cuarto lugar, su convicción de que la experiencia estética no podía entenderse al modo kantiano, es decir, como un placer «desinteresado» y desapasionado, por parte de un sujeto supuestamente distante respecto de la realidad de su representación y del sentido del objeto, tal como sostendría Herder en su polémica con la Crítica del Juicio, en su tardía Kaligone.33
El viejo Herder, desde años atrás inmerso en sus bastante inútiles polémicas con Kant y en intempestivas especulaciones sobre la metempsícosis y la palingenesia, terminó sus días empeñado en un proyecto de revista que había concebido bajo el título de Adrastea. En realidad, en los cuadernos que se han conservado introdujo, a modo de una enciclopedia sin sistema, toda clase de cosas: ensayos, críticas, poesía, cuentos, fábulas y hasta discusiones sobre la utopía de la «Edad de Oro». De hecho, la revista la iba a llamar en un principio Aurora, la diosa «portadora de la luz», anunciadora del nuevo día. Finalmente, en la primera entrega de la revista, Herder asocia su Adrastea a la figura de la Némesis, diosa de la Justicia (y de la venganza divina), hija de la Noche, garante del orden del cosmos y protectora de la humanidad. En este marco, se diría, la concepción histórica de Herder aparecía reorientada bajo la perspectiva (utópica, si se quiere), de una renovación o rejuvenecimiento universal bajo el signo de un pensamiento poético (la «nueva mitología» como forma de una «nueva racionalidad») patentemente ubicable en los umbrales del romanticismo.34
HACIA LA ESCULTURA
Éste que acabamos de examinar en sus líneas generales es el trasfondo estético-filosófico sobre el que se recorta el texto que aquí presentamos. Su historia parece haber comenzado en el curso del viaje de Herder en 1769, pero no fue sino en 1778 cuando fue publicado (anónimamente, por cierto) en una editorial de Riga. Allí justamente se hallaba nuestro joven nueve años antes, a la edad de veinticinco, insatisfecho de su vida como maestro de escuela –una esfera que sentía «demasiado estrecha» para él–, como ciudadano –limitado a «una tranquilidad soporífera y a veces repugnante»– y como autor convertido en «un tintero de cultura sabihonda [...], un diccionario de artes y ciencias que no he visto ni entiendo [...], un estante lleno de papeles y libros, que sólo pertenece al cuarto de estudio»... «Estaba, por tanto, obligado a marcharme».35 Así pues, Herder salió de Riga a principios de junio de 1769, por vía marítima, con vistas a orearse y ver mundo, y, por lo que parece, sin otros propósitos demasiado definidos. En un principio pensó en girar una visita al poeta Klopstock, quien se hallaba en Copenhague. Durante el trayecto, sin embargo, fue convencido de seguir hasta Francia. Desembarcó en Nantes, visitó París y Versailles. Entonces fue solicitado como educador del príncipe de Holstein-Gottorp, hijo del príncipe-obispo de Lübeck, con cuyo séquito viajó hasta la ciudad de Eutin.
Entretanto, y a lo largo de dos semanas en Hamburgo, tuvo ocasión de encontrarse y discutir largamente con Lessing, de cuyo Laocoonte ya se había ocupado con detenimiento en la primera de sus Silvas críticas (1769), en donde defendía con notable ecuanimidad, a la vez que admiración, tanto los méritos y posiciones de Lessing como de Winckelmann, a quien muchos suponían que atacaba aquél.36 En realidad, como es no-torio, las referencias a Winckelmann no eran en el Laocoonte sino el motivo inductor de una reflexión de un orden muy distinto al emprendido por el historiador. De lo que se trataba, y lo que interesaba desarrollar a Herder en esa primera silva –y también en la cuarta, así como en Escultura– era de una reflexión no tanto sobre la esencia de la belleza clásica, como sobre la mutua diferenciación de las artes.
En este caso, Herder retoma la célebre frase de Winckelmann, de las Reflexiones sobre la imitación del arte griego en la pintura y la escultura, según la cual «Laocoonte sufre como el Filoctetes de Sófocles».37 Pero, en contra de lo afirmado por Lessing, que veía diferencias en la expresión del sufrimiento (entre el lamento próximo al suspiro y el grito acompañado de maldiciones), y las atribuía a la diferencia entre las propiedades y condiciones de sendos medios de expresión, escultura y tragedia, Herder da la razón a Winckelmann y ve la escena de Sófocles como «un cuadro del dolor contenido, y no del desahogado».38 Aunque por otro lado, en concordancia con su propia visión de la historia (y de la historia del arte), se la quita en lo concerniente a la identificación de esa actitud como un patrimonio específicamente griego.39