Kitabı oku: «El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay», sayfa 2

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LA GÉNESIS DEL PERSONAJE

El niño que nace en un entorno ordinario dispone de alrededor de tres o cuatro años para ser él mismo sin que nadie interfiera en su expresión. En estos primeros años todas sus manifestaciones son una clara muestra de su yo genérico; es evidente que es un ser inteligente que busca el contacto con su entorno y se complace en experimentar lo que le rodea. El niño vive sus capacidades de una forma prácticamente instintiva, no condicionada, y se experimenta a sí mismo como algo real, aunque dependiente de un entorno que le proporciona cuanto necesita. Sus manifestaciones espontáneas cuentan con el beneplácito y la aprobación de las personas que le rodean y que reciben con alborozo todo lo que el niño dice y hace en esos primeros años. Son las mismas personas que después se van a ocupar de su educación.

Por lo general, estas personas se identifican a sí mismas a través de la tercera alternativa. Es decir, están alienadas y se consideran en función del bienestar material y el prestigio social que han alcanzado y de la jerarquía que ocupan en su entorno grupal. Si están en un lugar secundario, lo más probable es que no dispongan de todo aquello que ansían tener y hayan visto frustrados muchos de sus proyectos vitales. En consecuencia, aspirar a que sus hijos disfruten en el futuro de lo que está fuera de su alcance es una forma de vivirlo en carne propia. También quieren que sus hijos se desarrollen como personas inteligentes, moralmente íntegras y autosuficientes; pero el plano subjetivo y el objetivo se suele confundir: se presupone que cuanto más modélico sea el niño, más holgadamente vivirá y viceversa. En cualquier caso, todos los padres aspiran a contar con hijos modélicos.

No obstante, durante estos tres o cuatro primeros años, el niño todavía no tiene que ser de ninguna manera y puede ser él mismo. Esta etapa del niño permite a los padres revivir un poco la identidad genérica que han olvidado. Por eso, gente que se queja constantemente de las condiciones en las que se desarrolla su existencia, vive con tanta alegría la llegada de un nuevo ser. Si fueran coherentes con lo que piensan, no colaborarían en traerlo al mundo; pero, en este momento, captan otro nivel de la realidad que resuena en su fondo porque la vivieron de niños. Por desgracia no la reconocen como identidad; consideran que el niño todavía no tiene identidad y que ellos son los encargados de desarrollarla; apreciación que es, en parte, cierta si nos referimos al yo-experiencia. Sin embargo, dado que ignoran al yo genérico, no se les puede pedir que se preocupen de él. En el fondo, todo es un problema de ignorancia que se transmite de generación en generación y desvirtúa la naturaleza del ser humano. Si no es el “pecado original” se le parece mucho.

La desconexión del yo genérico

Cuando el niño alcanza la edad de entre tres o cuatro años, los padres empiezan a preocuparse de su educación y se disponen a hacer de él una persona modélica, es decir: lo más cercana posible al modelo social vigente. Con esto está todo dicho: lo importante es el modelo de referencia; el niño deberá adecuarse a él lo máximo posible y será valorado en función de la aproximación que consiga. A partir de este momento, la referencia del entorno se traslada de la realidad genérica del niño al conjunto de ideas, sentimientos y conductas que el modelo prescribe y que el niño deberá encarnar. Desde este instante, a los ojos de los educadores, el niño deja de ser él mismo y pasa a ser un proyecto. El niño todavía no se ha enterado.

Se empieza a enterar cuando percibe que su conducta habitual deja de contar con la aprobación incondicional y acostumbrada del entorno y constata que, a menudo, sus manifestaciones obtienen todo lo contrario: reprobación y rechazo. Aquí empieza la educación básica: “esto no se dice”, “esto no se toca”, “eso no se hace”… Hay toda una serie de comportamientos espontáneos del niño que no resultan bienvenidos por el exterior, porque no se adecuan al modelo que quieren inculcar. Por desgracia, como se presupone que el niño es incapaz de entenderlo, nadie se molesta en explicarle que existe una forma de pensar, sentir y hacer que socialmente se considera recomendable seguir. Lo que hacen es, simplemente, imponérsela; y encima, acusan al niño de portarse “mal” si no adapta su comportamiento a estas directrices.

El modelo que ha de imitar es relativo al lugar y tiempo en el que ha nacido; distinto para cada cultura e incluso para los diferentes niveles sociales que se dan en la misma. Está básicamente constituido por una manera de pensar, unos patrones morales y unos códigos de conducta que tienen un contenido pragmático destinado a mantener y reproducir una forma estructurada de sociedad. Ciertamente esta manera de pensar y estos patrones morales y conductuales son un lenguaje indispensable que el niño debe conocer y manejar, pero el problema es que se le trasmiten ignorando por completo su identidad: como si el niño no la tuviera y hubiera que confeccionársela. En vez de enseñarle a manejarse en el mundo que le ha tocado, tratarán de imponerle una identidad orientada exclusivamente a la imagen que ha de presentar ante los demás.

A partir de este momento, el niño experimenta reiteradamente que su espontaneidad resulta contraproducente para sí mismo, porque genera problemas con el entorno. Problemas graves para él porque, de repente, su existencia se convierte en algo inseguro e inestable. En consecuencia, poco a poco, el niño se va desconectando de esta espontaneidad para poner toda su atención en adivinar qué conducta esperan los demás de él; lo cual complace especialmente al entorno. Deja de confiar en su intuición y empieza a buscar en su mente el registro de lo que se considera “adecuado” en cada momento. Y empieza a juzgarse a sí mismo en función del éxito o el fracaso de su elección. Es decir: empieza a pensar; y su pensamiento se basa en la información que el entorno le devuelve: elogios, rechazos, premios, castigos, etc. .

La espontaneidad es precisamente el nexo de unión entre el exterior y la identidad genérica del niño; es lo que le permite atribuirse el protagonismo de sus actos. Pero como su iniciativa personal provoca dificultades en un medio que el niño necesita para sobrevivir, su propia inteligencia le recomienda pensar, sentir y actuar como el entorno desea. No sin un período de resistencia, típico de los tres años, en el que el niño se comporta de una forma especialmente rebelde y genera la zozobra de unos padres temerosos de que “no les salga bien”. Cuando esto ocurre, y para que “les salga bien”, acostumbran a desarrollar diferentes prácticas de chantaje destinadas a conseguir que el niño obedezca. Blay decía que la manera de constatar que un niño ha perdido el contacto con su identidad es que obedece sistemáticamente. A esto se le llama también “uso de razón”; es decir, la operación mental consistente en imaginar los posibles resultados de diferentes respuestas y elegir aquella que resulta más acorde para determinados objetivos.

Durante un tiempo, el niño oscila entre su razón y su intuición, mantiene una cierta conciencia de su identidad genérica. Pero el aprendizaje se complica cada vez más y pasa del “no se dice”, “no se toca”, no se hace”, al: “se hace aunque no te guste”, “no se dice aunque lo pienses”, “se dice aunque no lo creas”, “no se toca aunque te guste”, etc., etc.; todo ello agravado por el hecho de que el entorno no cumple, a menudo, las reglas que promulga. Llegado a este punto, la supuesta educación se convierte en una pura casuística, carente de coherencia, que sólo se puede aplicar si se aprende de memoria. Esta situación obliga al niño a poner toda su atención en el exterior para saber cómo ha de comportarse en cada momento, según las diversas personas con las que interactúa y las circunstancias en las que se encuentra. Entonces se desconecta definitivamente de su capacidad de ver, sentir y hacer y pasa a poner la inteligencia, el amor y la energía que es al servicio del modelo exterior y sus demandas. El niño que, por causa de su edad, ya es de por sí dependiente del entorno, pasa ahora a someterse absolutamente al mismo: intelectualmente, afectivamente y energéticamente.

La configuración de la mente infantil

Conviene prestar atención a las primeras ideas que se imprimen en la mente del niño, porque estas ideas funcionarán como axiomas de su pensamiento durante el resto de la existencia:

La primera idea se refiere a su naturaleza genérica y es una idea que la oculta por completo, aunque no pueda anularla. Esta idea dice textualmente que una persona no tiene capacidad de comprender la realidad y actuar en ella de forma adecuada si se deja llevar por la actividad espontánea de su ser. Presupone que la expresión espontánea es básicamente incorrecta, inmoral e inadecuada; lo cual refrenda y justifica el atropello que se comete con el niño. En estos casos se suele poner como ejemplo a los animales, como si éstos fueran capaces de hacer las barbaridades que comete el hombre en nombre de la civilización. El caso es que se le induce al niño la idea de que la naturaleza humana es algo negativo de por sí, especialmente en el ámbito instintivo; idea que tiene por objetivo promover una desconfianza básica hacia sus propias apreciaciones, cuando no un sentimiento de culpabilidad por el hecho de tenerlas.

La segunda idea se refiere a la manifestación existencial del niño: a su yo-experiencia que, a esta edad, es todavía incipiente y se basa fundamentalmente en su código genético. En cualquier caso, el niño manifiesta unas determinadas inclinaciones que son la base de una manera de ser personal. Lógicamente, es imposible que esta inclinación coincida con el modelo; por lo tanto, la mera existencia del modelo supone una desautorización de esta forma de ser personal.

Puede resultar paradójico que todos los padres de un determinado ámbito cultural pretendan educar a sus hijos siguiendo exactamente el mismo patrón porque, en teoría, eso debería desembocar en una serie de personalidades clónicas; pero este obstáculo se resuelve atendiendo a la cantidad no a la cualidad. Parodiando a Orwell se puede afirmar que se pretende hacer a todos los niños iguales pero que unos conseguirán ser más iguales que otros; es decir: conseguirán aproximarse más al modelo. Si la identidad la confiere la imitación del modelo, cuanto más exacta sea esta imitación, más identidad se tendrá. De esta forma, la identidad se convierte en algo susceptible de ser cuantificado y medido: hay gente que “no son nadie” y hay gente que son “alguien”. Obviamente, el niño, de entrada no es “nadie”. Esta es la segunda idea.

La tercera es su corolario: la identidad es algo que se desarrolla, pero este desarrollo pasa por imitar, en el grado más elevado posible, una forma de pensar, sentir y hacer. Aquí no hay componenda posible: no vale adaptar el modelo a las propias inclinaciones individuales, hay que reproducirlo de una manera exacta; lo contrario conlleva un riesgo evidente de fracaso personal y una condena al ostracismo. El niño vive muy pronto en sus carnes este ostracismo por parte de sus padres y maestros, que lo rechazan y relegan cada vez que incumple las instrucciones. Esta práctica acaba con cualquier clase de rebeldía: el niño termina por asumir como propio el proyecto que el entorno ha diseñado para él. Entre otras cosas, porque confía en recuperar así la seguridad interna, la confianza en sí mismo y la claridad mental que ha perdido.

Y esta es la cuarta y última idea que se le transmite: la sociedad le proporcionará esta seguridad, confianza y claridad en la medida en que cumpla el modelo; y se la denegará en caso contrario. Su capacidad genérica de ver se sustituye por una información a la que tendrá más o menos acceso en función de su capacidad de memorizar y repetir los contenidos académicos que se le suministren. Su capacidad genérica de amar se sustituye por el cariño y la atención que recibirá de las personas de su entorno inmediato y por el éxito y la consideración de la sociedad que obtendrá si es una persona ejemplar que sigue los dictados de la ética y la moral. Y su seguridad interior se sustituye por el éxito material y el poder vicario que la sociedad le otorgará para que cumpla una función de control en la estructura colectiva. Todo ello en mayor cuantía cuanto mayor sea su proximidad al modelo.

Tenemos pues un niño que desconfía de sí mismo y de su manera espontánea de ser y que se apresta a luchar por encarnar una manera de ser que el exterior le impone y que supuestamente le facultará para llegar a experimentar lo que es su naturaleza genérica. En definitiva, un niño totalmente alienado a una manera de pensar y totalmente dependiente del exterior. Así que, a la postre, el genio maligno de Descartes ha resultado ser la propia sociedad.

El buen salvaje y el niño mimado

Conviene dejar claro que este diagnóstico no pretende reivindicar la figura del buen salvaje de Rousseau. Para ver lo inadecuado que resulta esta figura no tenemos más que contemplar los resultados de generaciones que han sufrido la dimisión de sus padres en la tarea de educar. Esta permisividad resulta más contraproducente que la tradicional severidad, porque inhibe por completo la actualización de las capacidades genéricas. En este caso, la idea que el niño recibe por parte de su familia es la de ser lo más importante, el centro del mundo; no tiene más que pedir por su boca y se le complace de la forma más inmediata posible. Habitualmente, no porque merezca una especial consideración por parte de sus padres, sino porque es la manera de que les deje en paz.

También en este caso el niño se acostumbra a depender del exterior; pero en un grado tal que le incapacita para soportar la más leve contrariedad. Y también ignora, porque no parece hacerle ninguna falta, su propia capacidad de comprender, amar y hacer. Se lo dan todo hecho y, por tanto, su yo-experiencia se desarrolla menos todavía que en el primer caso. Se contempla a sí mismo como un ser que no tiene que hacer ningún esfuerzo. Percepción que se desmoronará a las primeras de cambio, cuando salga del ámbito protector de la familia.

Esto demuestra que el problema no reside en el tipo de información que se le comunica al niño sino en el hecho de ignorar su identidad genérica y de no tener en cuenta su individualidad. Da igual que se le transmita al niño una imagen negativa o positiva; la cuestión es que se le lleva a confundirse con esta idea. Y el niño no es ninguna idea.

El desarrollo natural del niño pasa por actualizar sus potencialidades de una forma consciente y el primer objetivo de la educación debería ser que tomara plena conciencia de su identidad genérica como ser humano: su capacidad de comprender, amar y transformar el mundo. Es cierto que estas capacidades se desenvuelven mejor cuanto más rico es el entorno en conocimientos, relaciones y actividades; pero es él quien tiene que protagonizar sus descubrimientos, elaborar sus relaciones y vivir sus experiencias. Nadie puede hacerlo por su cuenta; ninguna pedagogía puede sustituir este protagonismo personal.

LAS BASES DEL PERSONAJE

El personaje es un proyecto: el proyecto mental de llegar a ser reconocido por el entorno. Se le supone al individuo una inteligencia racional, unas necesidades emocionales y materiales y una capacidad de esforzarse. La inteligencia sirve para “saber lo que le conviene”; es decir, para seguir rigurosamente las instrucciones del modelo; la capacidad de esforzarse sirve para memorizar los conocimientos necesarios y para ser una persona productiva. En cuanto a las necesidades emocionales y materiales se presupone que correrán a cargo del entorno: es la recompensa que recibirá. El entorno le proporcionará lo necesario para satisfacerle en la medida que cumpla con las condiciones del modelo; primero en la escuela y más tarde en el ámbito laboral. Así que el personaje construye una perspectiva de la realidad absolutamente egocentrada y totalmente alienada: todos los esfuerzos dependen de uno mismo y todos los resultados dependen de los demás.

Este individuo parte de una idea de subdesarrollo personal porque “no es nadie” ni es “como debe ser”. Tiene que agradecer que, provisionalmente y mientras pone todo su empeño en reproducir el modelo, lo cuiden, lo quieran y lo protejan; y ha de demostrar que merece la inversión que en él se realiza. Inicialmente, sólo se le exige aquiescencia y el compromiso explícito de intentar llegar a ser lo más perfecto posible, entendiendo por perfección la imitación exacta del modelo. Si en sus primeros pasos encuentra dificultades, estas dificultades se consideran inherentes al proceso; pero si reaparecen una y otra vez, el sujeto pasa inmediatamente a ser considerado como problemático: sale del anonimato para verse clasificado como anómalo. Curiosamente, esta anomalía se refiere siempre a las capacidades genéricas: inteligencia, amor y energía; porque su dificultad para aplicarlas de conformidad al modelo se interpreta como ausencia de las mismas. Así se ve calificado de tonto, egoísta, perezoso o cualquier sinónimo que señala la presunta deficiencia del sujeto.

Aunque parezca mentira, todo ser humano ha de demostrar que lo es; ha de probar que es capaz de entender, amar y hacer y ha de probarlo cumpliendo rigurosamente el modelo que se le impone. Un modelo utópico que las propias personas que le rodean sólo han conseguido imitar de forma deficiente. No es de extrañar que un niño rodeado de personas que se tienen a sí mismas por defectuosas, se vea rápidamente desalentado y definido como problema.

Entonces, este problema hecho carne, visto que no es capaz de cumplir su compromiso inicial de ser perfecto, ha de aceptar su imperfección e intentar disimularla. Vivirá toda su vida sabiéndose defectuoso, aunque no tiene cerradas todas las vías: es cuestión de ver “para qué sirve” y de encaminarlo en esta dirección, una dirección en la que pueda destacar en algo por encima de los demás. Afortunadamente, la moderna división del trabajo favorece esta posibilidad: uno puede ser una nulidad en un determinado ámbito de la existencia y sobresalir en otro. De hecho, se da por descontado que todo aquel que sobresale lo hace poniendo toda la atención en un aspecto determinado de la realidad, a costa de desatender todos los demás: es la “especialización”. Se supone que si uno destaca en un ámbito concreto el entorno la va a suplir en todos los demás. En consecuencia, el proyecto de llegar a ser alguien se reformula y se hace más unilateral, aunque ello comporte arrastrar de por vida un complejo de inferioridad.

A partir de aquí, el proyecto adopta una connotación compensatoria: como uno no puede destacar en todo, tiene que elegir en qué ámbito va a invertir todos sus esfuerzos. Por ejemplo es mejor ser hábil que inteligente; claro, esto lo piensa el que ha sido inducido a creerse tonto. ¿Cuántas veces hemos escuchado la historia del último de la clase que acabó haciéndose muy rico? En realidad, la inmensa mayoría de los últimos de la clase no acaban siendo ricos; si fuera así, habría bofetadas para ocupar el puesto pero, como fantasía, resulta útil para un guión de vida. Y esto permite diversos guiones a elegir: el científico despistado es el torpe que ha desarrollado su mente por encima de los demás, el cooperante que funda una ONG es el desorientado que ha optado por entregar su vida a los desamparados, etc. Son guiones que vale la pena adoptar porque presentan diferentes oportunidades de brillar en la sociedad actual; e incluso son más concretos que el modelo general. En la mayoría de los casos se materializan de una forma más modesta, pero sirven para soñar despierto y encontrar una manera de existir.

Todas estas alternativas tienen la misma estructura mental: constan de una idea de deficiencia supuestamente cierta e insuperable, como un baldón de nacimiento, y de un objetivo de conseguir una excelencia personal que se ha de realizar en el futuro y que disimulará esta deficiencia. Es lo que Blay denomina: yo-idea y yo-ideal. El yo-idea es una realidad actual: “soy torpe”; el yo-ideal es un futurible: “pero seré muy bueno”, que tiene un corolario: “y entonces todo el mundo me ayudará”. El yo-ideal no es exactamente la idea opuesta al yo-idea, porque la mente lógica observa el principio de no contradicción, pero tiene el objetivo declarado de resolver indirectamente la deficiencia que señala el yo-idea y, a ser posible, de superar a los que no muestran dificultades en este ámbito: supuestamente, al final, al último de la clase las cosas le van mejor que al primero.

Este guión de vida se utiliza como una plantilla que se sobrepone a la existencia promoviendo la interpretación sesgada de todo cuanto aparece en la conciencia del sujeto, empezando por él mismo. Las cosas y las personas tienen su propia realidad; pero en cuanto el individuo asume que tiene un proyecto, pasan inmediatamente a ser codificadas como favorables, perjudiciales o irrelevantes para este proyecto. Y si el proyecto es nada menos que llegar a disponer de una identidad social mínimamente respetable que asegure reconocimiento, consideración y estabilidad personal, todo lo demás pasa, lógicamente, a un segundo plano. Las cosas y las personas dejan de ser lo que son para pasar a ser amigas o enemigas, auxiliares o competidores, admiradores o críticos. El personaje no puede considerarlos en tanto que ellos mismos porque ni tan sólo considera el propio sujeto como una entidad real: no es más que un proyecto y los demás son factores de este proyecto. Así que el yo-idea y el yo-ideal generan un mundo idea y un mundo ideal; distorsionando toda la realidad que aparece en la conciencia y comunicando su alienación a las personas o a las situaciones, que pasan a ser consideradas objetos aprovechables o molestos.

El protagonista de esta proyección es un ser humano que intenta realizar su propia naturaleza: encontrar sentido a la existencia, sentirse integrado en la realidad que le incluye y participar de una forma consciente y voluntaria en el desarrollo de la existencia que está protagonizando. Y el hecho de no conseguirlo, según los baremos al uso, realza su idea de no ser, una negación de sí mismo que genera angustia: angustia de identidad, de soledad y de impotencia. El personaje considera al propio sujeto en estado de prueba para merecer y conseguir que el entorno le acepte. Si no consigue este reconocimiento y aceptación proyecta esta angustia en el entorno. Y antes de aceptar su nulidad, responsabiliza del fallo al entorno: él hace todo lo que puede pero no recibe a cambio lo que le prometieron de pequeño. En todas partes encuentra oposición, reproches, dificultades, pegas, etc. Sólo hay dos posibles explicaciones para este desaguisado: o él no es digno de respeto por no haber alcanzado lo que se había propuesto o los demás están incumpliendo el compromiso de recompensar el esfuerzo que hace. Es una visión del mundo en la que siempre hay un culpable.

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