Kitabı oku: «El cine actual, confines temáticos», sayfa 6

Yazı tipi:

El visionarismo deportivo

El juego de la fortuna (Moneyball)

Estados Unidos, 2011

De Bennett Miller

Con Brad Pitt, Jonah Hill, Philip Seymour Hoffman

En El juego de la fortuna, tercer largometraje del neoyorquino de 45 años Bennett Miller (tras su guía turística docuficcional La travesía, 1998, y su ficción al estilo neodocumental Capote, 2005), con guion de los archipremiados adaptadores de moda Aaron Serkin (Red social) y Steven Zaillian (Gánster americano, 2007) basándose en el libro biográfico Moneyball: rompiendo las reglas de Michael Lewis, el cuarentón exbeisbolista frustradazo vuelto regenteador del paupérrimo equipo de los Atléticos de Oakland en pavoroso declive Billy Beane (Brad Pitt sorprendente) descubre un buen día al arrinconado geniecito de la estadística deportiva por computadora Peter Brand (Jonah Hill brillante), adopta sus lineamientos para enfrentar la falta (y pérdida) de estrellas beisboleras y, lanzándose contra los criterios rutinarios de los dueños del equipo y asesores e incluso del disciplinado entrenador al rape escéptico Art Howe (Philip Seymour Capote Hoffman relegado), contrata jugadores desdeñados (pero expertos en el embase y en la base por bolas) para ponerlos en sitios clave, primero con pésimos resultados y luego entrando en una racha de 20 triunfos invictos que rompe con todos los récords de la Liga Americana en su historia, pero fracasando en el decisivo juego final. El visionarismo deportivo hace el elogio de un nuevo héroe, el guerrero solitario al interior de la jungla capitalista, sólo fielmente auxiliado por algún apocado duende bofogordazo y con la estirpe del arquitecto maldito Frank Lloyd Wright / Gary Cooper de Uno contra todos (King Vidor, 1949) o del artífice de Facebook Mark Zuckerberg / Jesse Eisenberg de Red social (David Fincher, 2010), que jamás asiste a los juegos y evita mezclarse con los indisciplinados / irresponsables / vapuleados jugadores, divorciado y sin otra vida afectiva que una hija púber incipiente cantorcita de guitarrita (Kerris Dorsey), azotadísimo aún en la victoria o en el rechazo a un contrato millonario con las Medias Rojas de Boston, todavía hoy a la ilusoria búsqueda de un absoluto imposible. El visionarismo deportivo apuesta por un cine de inacción, mediante un régimen de intensas escenas heteróclitas, emblematizadas por el frenético canje vía telefónica de jugadores-peleles vendibles al mejor postor, las elipsis de sonido a la mitad del partido de la temporada ¡y del siglo!, o ese irremisible sentimiento de irrecuperable derrota personal al término de la gran hazaña omnirreivindicadora (“Busco ganar, no récords”). Y el visionarismo deportivo ha hecho una hábil defensa, en apariencia encogida y sinuosa, pero decidida y frontal, a una actividad muy específica aunque sintomática y generalizable por contagio que ve más adelante que las demás, de vanguardia, rebosante de momentos muertos (¿no será la cinta en su polifémico conjunto un cacofónico colosal Momento Muerto?), rompedora de hábitos, herética, que permite lo insólito inimaginable: que el abominable deporte establecido yanqui (incluso el Rey de los Deportes) vuelva a ser deportivo, eminentemente deportivo, por excelencia, operando más allá de los millones invertidos y los prejuicios, a modo de una crítica tácita al capitalismo brutal, al culto al rendimiento y al omnipotente capital en sí, de una manera estoica, pragmática, lipovetskyana (¡la era del vacío!) y estrictamente hipermoderna, ya que hiperindividualista (por encima incluso del estrellismo), hipermediática (por encima de la dictadura de los medios) e hipercompleja (en contra de la falsa complejidad de los expertos obtusos), profundamente neohumanística.

La bitácora globalizada

Contagio (Contagion)

Estados Unidos, 2011

De Steven Soderbergh

Con Gwyneth Paltrow, Matt Damon, Kate Winslet

En Contagio, vigésimo primer largometraje del gran director más desigual del mundo de apenas 48 años Steven Soderbergh (Sexo, mentiras y video, 1989; Vengar la sangre, 1999), con calibrado guion de Scott Z. Burns (Bourne: el ultimátum de Greengrass, 2007; El informante ya de Soderbergh, 2009), la adúltera chicaguense en viaje promiscuo por el antes lejano oriente Beth Emholf (Gwyneth Paltrow) importa de Hong Kong una peste porcina aún no identificada que va a contagiar en pocas horas a su marido buenaonda Mitch (Matt Damon), quien sin embargo quedará inmune al padecimiento que provocará, en monstruoso contraste, entre fiebres, súbitas convulsiones y espuma por la boca, el pronto deceso de la infeliz esposa, así como el de su pequeño hijo y el de numerosas otras personas de las más diversas nacionalidades con las que tuvo contacto en la populosa ciudad china y en el avión del retorno a casa, para extenderse prácticamente como una infección mortal por todo el planeta en unos cuantos días, pese a las precauciones de las autoridades sanitarias, la feroz cuarentena in situ de la sacrificada investigadora viajera Dra. Mears (Kate Winslet), las airadas denuncias antivoracidad farmacéutica a través de internet del bloguero alarmista aprehendido por la policía Alan Krumwiede (Jude Law) y los discretos esfuerzos al cabo exitosos de una doctora casi anónima (Marion Cotillard) por aislar la cepa del nuevo virus MEV-1 que algunos pavorosos meses después redundará en la elaboración de una vacuna para distribuirse por sorteo de fechas de nacimiento, aunque no habrá podido evitar pánicos masivos, estallidos y una mortandad de millones. La bitácora globalizada narra la rigurosa crónica día a día de una pandemia verdadera a nivel mundial, en contraposición a la manipulada falsa alarma internacional de la A / H1N1 pero muy semejante a ella (al grado de que mucho de lo narrado en el film ya nos parece conocido / vivido / asimilado / esquemático / subliminal), aplicando con una maestría ya absoluta, opacamente brillante y antienfática, el método de alternaciones y simultaneidades al infinito que su realizador ha venido perfeccionando de Tráfico (2000) a su díptico épico / antiépico sobre Che, el argentino (2008), mediante una miríada de microanécdotas con personajes reveladores, más que representativos, de toda la escala humana (y del firmamento multiestelar poshollywoodense), desde el ínfimo intendente alterado (John Hawkes) hasta el alto directivo afroamericano de salud pública (Laurence Fishburne), ambos simétricamente capaces de hundir al mundo entero con tal de salvar a uno de sus familiares, trátese del hijo tempranamente infectado o de la galana llamada a cruzar la Unión Americana de manera riesgosamente clandestina. La bitácora globalizada se sitúa con doloso gozo medio masoquista medio sádico y a tambor batiente, entre la magna sinfonía coral, una especie de todoabarcador mural puntillista y el hiperhíbrido genérico, a la vez thriller diseminado de suspenso bola de nieve, catastrofista ciencia-ficción preapocalíptica y película de horror con zombies potenciales, balanceando en igualdad intimistas escenas-indicio y motines con cristalazo a farmacias o repartos de comida preparada. Y la bitácora globalizada va saltando acezante del Día 2 al Día 131, dejando para el final la explicación matriz del Día 1 como un as bajo la manga, tan irónico e implacable como el drama planetario de la colectiva ficción hipotética que consagrará el triunfo de la más sensata racionalidad científica sobre la paranoia y el miedo al contacto.

El bullying abismal

En un mundo mejor (Haevnen)

Dinamarca-Suecia, 2010

De Susanne Bier

Con Mikael Persbrabdt, Markus Rygaard, Trine Dyrholm

En En un mundo mejor, emotivo largometraje 12 de la quincuagenaria sociopsicologista judeodanesa alguna vez adherente al Dogma ‘95 Susanne Bier (A corazón abierto, 2002; Verdades ocultas / Insostenible, 2004; Después de la boda, 2006), con guion escrito en compañía de su habitual colaborador Anders Thomas Jensen luego de su poco exitosa experiencia hollywoodense conjunta (Lo que perdimos en el camino, 2007), el apacible cirujano cuarentón danés Anton (Mikael Persbrabdt) se ve obligado por mero sentido del deber a atender a un cruel cabecilla guerrillero armado hasta los dientes gratuitamente mortíferos en un campamento de refugiados en África negra tras intentar la reconquista por mero vacío existencial de su dolida exesposa Marianne (Trine Dyrholm) en Dinamarca, mientras aflictivamente el acobardado hijo chavo con frenillos de ellos Elias (Markus Rygaard) es hostilizado por la brutal mafia escolar dominante, es defendido por su sobrecompensador nuevo amigo inteligentísimo pero violento sin límite Christian (William Johnk Nielsen), es cimbrado por el desazonante espectáculo de su padre abofeteado en varias ocasiones por un mecánico salvaje a quien pretendía darle una absurda lección de civilidad pacífica y finalmente es arrastrado por su admirado cuate protector a perpetrar un justiciero atentado dinamitero, siguiendo la viciada lógica de la venganza, quedando él mismo malherido y dejando a su amigo al borde del suicidio desde una torre portuaria. El bullying abismal extrapola con plausible diafanidad narrativa, cierta habilidad casuística y definitiva eficacia (sospechosamente oscareada), lo micro y lo macro, al interior de las características relaciones cotidianas de fuerza en el desalmado mundo contemporáneo, para localizar en ambas instancias el germen de las guerras, invariablemente basadas en la irredimible dialéctica abuso / defensa. El bullying abismal sólo plantea dilemas morales y problemas éticos fundamentales, como cuál es la sutil diferencia imposible de ser deslindada entre tundir a tubazos amenazando con navaja a un bravero escolar y tajar a cuchillo el vientre de preñadas en la apuesta de adivinar el sexo de feto, pero también entre abstenerse de participar en el vindicatorio bombazo al auto del atrabiliario golpeador paterno y abstenerse de intervenir en el linchamiento del hostilizador patas arriba. El bullying abismal abre y cierra en anillo con las parvadas de niños africanos gritándole sin remedio “How are you?” al médico sin fronteras que les avienta balones de regalo desde una camioneta, contrasta con las colas interminables de pacientes diarios con las llantas de la bici infantil deliberadamente desinfladas cada día, estructura en paralelo el velorio materno y la falsa comprensión paterna, mezcla los desolados planos abiertos de paisajes exóticos con severos planos cerrados conteniendo perpetuos backgrounds desenfocados, desliza sin énfasis los insertos simbólicos de una telaraña o una cucaracha, contrapone el drama de la valentía / cobardía (“Odio a los que se dan por vencidos”) con el gusto por las situaciones límite y confronta la extrañeza del comportamiento con la necesaria responsabilidad acuciante que salvará in extremis al chavo suicida. Y el bullying abismal se da el lujo de implicar temas nobles en sí como la pérdida, el rechazo, la degradación, la rabia impotente y la humillación consentida, siempre con esa blanda dureza que acabará por convertir la ficción en una edificante parábola médica ilustrada más que una obra vigorosa y reciamente ambigua.

El amor apaciguante

El chico de la bicicleta (Le gamin au vélo)

Bélgica-Francia-Italia, 2010

De Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne

Con Thomas Doref, Cécile de France

Jérémie Renier

En El chico de la bicicleta, octavo largometraje de la muy apreciada dupla de calculadores autores totales belgas de habla francesa Jean-Pierre Dardenne y Luc Dardenne ya con 60 y 57 años respectivamente (Rosetta, 1999; El hijo, 2002; El niño, 2005), el rubio niño indomable de aldeana beneficencia pública con sólo doce precoces años Cyril (Thomas Doref) realiza una irracional fuga-incursión temeraria tras otra, al negarse tenazmente a reconocer que ha sido abandonado por su desaprensivo padre cocinero Guy Catoul (Jérémie Renier), pero conoce por azar a la generosa peluquera Samantha (Cécile de France) que acepta adoptarlo por un fin de semana, y acaso para siempre, pese a los problemas que le causa el infante con su agresiva presencia, intentado socializarlo a como dé lugar, al grado incluso de romper con el novio hipertolerante, pero la amorosa y apaciguadora mujer no podrá evitar que el rebelde muchachito sufra la hostilidad de los malosos mayores del lugar y entable amistad con un nefasto superseductor Wes El Dealer (Egon di Mateo) que lo protege de los demás para enseñarle su oficio de ladrón y orillarlo a que se inicie en un atraco de gasolinera en el que le parte la cabeza a un librero (Fabrizio Rongione) y a su hijo, obteniendo como botín un inútil fajo de billetes que el progenitor ojete rechazará, sin importarle la fatalidad de su vástago. El amor apaciguante contempla y se debate ante la indescifrable angustia impotente de un niño en el desamparo y repudiando todo el amparo que inconscientemente desea, a ráfagas de cámara hipernerviosa en la mano firme del fotógrafo Alain Marchen, irigote tras irigote, entre un ataque de furia y una simbólica perpetua carrera kilométrica por todas partes al estilo de Los cuatrocientos golpes del primer Truffaut (1959), en pos de satisfacer las igualmente inexpresables demandas afectivas de la peluquera-hada madrina y del pilluelo que abre una y otra vez el grifo de agua que le cierran, en giros vertiginosos que regresan siempre al mismo sitio, pedaleando y pedaleando sobre una especie de bicicleta metafísica, como en haz de círculos concéntricos que sólo al final se convertirán en espiral. El amor apaciguante inmuniza sin saberlo ni temerlo de los malvados embates del mundo, porque es algo a lo que se accede con dificultad y con los pies sangrantes en la punta del cerebro, tras demandar perdón y obtener una dispensa legal ante un tribunal mínimo, aunque sólo para que el infante delictuoso esté a punto de morir en el bosque cercano, cayendo de un árbol al ser apedreado por el vengativo hijo de su antigua víctima. El amor apaciguante hace que una música celestial, a modo de henchidos compases del mismo adagio del Concierto Emperador de Beethoven, sólo se le aparezcan feérica / antifeéricamente al pequeño héroe, cual recurrente ave de mal agüero, en sus momentos clave de mayor desespero, desazón y desarraigo existencial, cuando Cyril llora a solas al aceptar por fin la evidencia del rechazo paterno o deja el dinero tirado en un solar, o sea, cada vez que el niño se contrae y parece decidido a marchitarse con el rabo entre las piernas. Y el amor apaciguante culmina en el anticlímax de la resurrección punitiva y boscosa de ese Rosetto sucedáneo que quiso ser conmovedora Mouchette bressoniana y se quedó en lección de psicología infantil para el auxilio imberbe.

La violencia autocorrectora

Ajami (Ajami)

Israel-Alemania, 2010

De Yaron Shani y Scandar Copti

Con Shahir Kabaha, Ibrahim Fregel, Eran Naim

En Ajami, contundentemente fluido segundo largometraje del judío de 37 años Yaron Shani (Disphoria, 2004), codirigiendo con el debutante excortometrajista árabe de 35 años Scandar Copti (Verdad, 2003), con guion y edición de ambos, el joven árabe-israelita Omar (Shahir Kabaha) está obligado a pagar una fortuna a los extorsionadores barriales para rescatar a su familia de la vendetta provocada por un precipitado tío homicida de un sicario protegido, el palestino indocumentado Malek (Ibrahim Fregel) intenta desesperadamente conseguir dinero para sufragar la urgente operación de médula ósea de su madre, el desbocado policía judío-israelita Dando (Eran Naim) busca rescatar los restos de su hermano desertor del ejército que fue asesinado por palestinos en su territorio / guetto, el cocinero desmadrosón palestino-israelita Binj (el propio realizador Copti) muere de una voluntaria sobredosis de droga por su frustración existencial absoluta y la cristiana-israelita Hadir (Ranin Karim) es aplastada por la alevosa autoridad de su obeso padre racista Abu Elías (Youssef Sahwan) por estar enamorada del beduino Omar de la primera historia, y el hermanito púber de éste, Nasri (Fouad Habash), se erige en la lúcida conciencia testigo de todos, antes de sucumbir también él ante la violencia reinante (“Cuando cuentes hasta tres, estarás en otra parte”) que se reinventa y se corrige a cada episodio ante nuestra vista. La violencia autocorrectora adopta una compleja y originalísima estructura-laberinto en cinco capítulos concatenados, que narran prácticamente los mismos hechos brutales, pero desde distintos puntos de vista y haciendo participar a los mismos personajes, pues tal parece que, a lo posTarantino, cada capítulo modificara el sentido de los anteriores, persiguiéndolos, aumentándolos, variando casi más cómplice e inerme que perversamente los sonoros acordes disonantes de su música oscura, introduciendo nuevos protagonistas y otros elementos siempre entrañables a contracorriente en el seno de la barbarie establecida. La violencia autocorrectora logra hacer parecer novedosa, a fuerza de ágil cámara nerviosa y actores no profesionales (que nunca conocieron el libreto en su totalidad), su visión del miserable barrio bravo conflictivo-multiétnico de Ajami en Jaffa, en contraste con el cercano Tel Aviv tan próspero, tan pacífico en apariencia, tan tentador, si no hubiese tanto miedo a ceder a la cobardía, como la peor de las desgracias morales, y si bien las referencias de cada una de las tramas tremebundo-sentimentales no pudieran ser más que las retrobravísimas de los Amores perros del mexicano Alejandro González Iñárritu (2000), en menos burdo, o las brasileñas de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002), aunque menos complacientes en su crueldad, allí donde las deudas y los rescates resultan imprescindibles para la sobrevivencia de los seres queridos, de todos los demás o, antes que nada, de la propia. Y la violencia autocorrectora juega con afectuosa inteligencia al insólito cotidiano, como el repentino acribillamiento por equivocación del niño árabe que cambiaba una llanta (en expeditiva escena digna de La virgen de los sicarios de Vallejo-Schroeder, 2000), el fuego cruzado al interior de un restaurante asaltadazo en flashback, el conciliábulo de avenencia por piadosa mediación tribal-crimenorganizada, la clandestina venta callejera de armas a través del agujero de una pared carcomida, el policiaco antipoliciaco zafarrancho individual por la osamenta fraterna en descampado, el omnipotente repudio de tus comunidades minoritarias por congeniar con los judíos dominantes, el acuchillamiento de un viejo en bolita golpeadora por protestar contra unas nocturnas ovejas ruidosas y la conclusiva emboscada traidora en el estacionamiento cual nudo gordiano de afanes y amores truncados, hasta hacer perdidizas a la culpa y a la inocencia, tanto como a la condición de víctimas o verdugos y a las cruciales ideas mismas de la maldad y la salvación imposible.

El belicismo enclaustrado

Líbano (Lebanon)

Israel-Alemania-Francia-Líbano, 2009

De Samuel Maoz

Con Oshri Cohen, Yoau Donat, Itay Tiran

En Líbano, debut como autor total del israelita de 47 años reelaborando experiencias vividas a sus 20 Samuel Maoz (documental previo: Eclipse total, 2000), un comando de inexpertos soldaditos israelíes integrado por el rebelde verbal Hertzal (Oshri Cohen), el aterrado conductor hiperdependiente de sus padres viejos Yigal (Michael Moshonov) y el artillerito que no se atreve a disparar Shmuli (Yoau Donat), guiados por el improvisado comandante sin don de mando Assi (Itay Tiran) y supervisados en clave de Cenicienta por el desentendido supervisor autoritario Jamil (Zohar Shtrauss), ha sido enviado dentro del tanque Rinoceronte el primer día de la primera guerra de Líbano (6 de julio de 1982), a una aldea islámica libanesa supuestamente diezmada por la fuerza aérea Águila y por ende en paz, mas no tardarán en ocurrir en torno suyo enfrentamientos y exterminios inesperados, la captura de un resistente musulmán que será atrozmente amenazado por un falangista católico libanés, y ataques arteros por callejuelas laberínticas que poco a poco volverán inservible al solitario tanque y orillarán a su comandante al enloquecimiento. El belicismo enclaustrado evoca los horrores de la guerra desde el encierro sin salida, adoptando el pesadillesco punto de vista extremo del más inhumano no-grupo humano imaginable, aunque con mirillas y teratológicos movimientos sincopados de periscopio tipo El submarino de Petersen (1981), y a partir de su dinámica lastrada en las hostiles aldeas de ocupación y el fracaso por el fracaso de una misión inicial que debía encadenarse con otras a cumplir de la manera más burocrática, pero que naufraga en una forma tan inepta cuan inmisericorde. El belicismo enclaustrado incursiona en una suerte de poesía / antipoesía de la crueldad de la guerra vivida, proclive a los abismados abismos docuficcionales de Armadillo (Januz Metz, 2010), o los límites de la fantasía culposa del Vals con Bashir (Ari Folman, 2008), dentro de un subgénero fílmico satirizado por los chocarreros críticos israelitas como de “balea y llora” (Ariel Schweltzer dixit en Cahiers du cinéma num. 640, octubre de 2009, que se extienden sin término posible, hasta incurrir en una especie de masoquista pornografía del exterminio, tanto en lo físico más inminente (esa aldeana desnudada en su demencial búsqueda callejera de la hijita sacrificada), como en lo moral, donde los reclutas invasores resultan blancas palomitas junto a sus sádicos aliados locales, y como en lo simbólico, donde las efigies de los jóvenes reclutas traumatizados se reflejan precursora pero definitoriamente en los charcos de orines acumulados en el fondo del tanque, entre el predominio gozoso de los acribillamientos inasibles por el ojo, la sanguinolencia omnipresente, la tortura psicológica, la delirante afeitada antes del avance suicida y la eterna crisis de rostros convulsos en planos cerradísimos cual cristalizaciones constantes de una única pulsión de muerte. El belicismo enclaustrado arranca y concluye con la misma imagen de una pradería de girasoles, que son los únicos momentos en que la cámara se permite abandonar el interior del tanque, pero la primera enseña un campo vacío en tono inaugural, engañosamente idílico, y la última muestra al tanque varado, sembrado en la profundidad del campo, ilustrando sin piedad la inscripción humanística límite que figuraba dentro del carro mortífero ahora por completo fuera de servicio, inutilizado, ya chatarra prematura: “El hombre es de acero, el tanque es sólo un trozo de hierro”, de modo contrastante, irónico, incólume en la quietud y el silencio, inmaculado como al principio.

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
931 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9786073009225
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок