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La ñerez insatisfecha

En La prima (Producciones Circe - Promotora de Espectáculos Cinematográficos - Expendables 435 - Barandal Post - Inbursa, 94 minutos, 2016), ambicioso si bien vulgarcísimo e inenarrable duodécimo largometraje acaso testamentario del abogado michoacano excuequero y otrora funcionario fílmico oficial en el forzoso semirretiro aunque vuelto duro polemista experto en legislación cinematográfica y aspectos culturales del Tratado de Libre Comercio de 63 años Víctor Ugalde (de La Lechería, 1987, y Para que dure no se apure, 1989, o Mi compadre Capulina / Poninas dijo popochas, 1989, a Hoy no circula, 1993, y ¿Me permites matarte?, 1994; guion de la ficción política de retaguardia aunque muy excepcional en su época Intriga contra México / ¿Nos traicionará el Presidente? de Fernando Pérez Gavilán, 1988; cortometraje: Un día sin auto, 1994), con libreto póstumo del magnífico novelista-dramaturgo católico pero sobrevaloradísimo guionista fílmico de encargo buenoparatodo Vicente Leñero (1933-2012) basado en la magistral novela realista portuguesa El primo Basilio (1878) de José María Eça de Queirós (1845-1900) ya adaptada con seriedad infructuosa por el cine mexicano en 1934 (bajo la dirección del efímero Carlos de Nájera y con estelar de Andrea Palma entre el joven Ramón Pereda y el viejo Joaquín Busquets), la joven rica y bonita dama guanajuatense Luisa (Natasha Esca) vive no obstante en el pavor de la más completa insatisfacción sexual y amorosa, bien casada por conveniencia con el arribista viejo arquitecto bizco de bisoñé coqueto Jorge Carballo (Jesús Ochoa), cómplice cerdesco de su homólogo aún más cerdesco el Cacique Gordo del atrasado lugar (Ernesto Gómez Cruz), imposibilitada para tener hijos con esa pareja dispareja y autogrillándose (“Me sentía la mujer más feliz de Guanajuato”), aunque envidiando en vano las libertades y los aventureros descubrimientos eróticos de sus amigas mayores, una despampanante Leonora León o Leo (Isabel Madow) que le pone los cuernos con medio mundo a su ridículo marido calvo a escondidas vengativo jefe de sicarios Pepín (José Carlos Rodríguez) y cierta ajada solterona Encarnación Encarna (Leticia Huijara) apenas en trance de atrapar nupcialmente al lúbrico ruco millonario Don Acadio (Sergio Kleiner), pero aun así la linda Luisa tendrá que enfrentar “la peor tormenta que cambiaría mi vida”, cuando en su regia mansión deba alojar como respondona auxiliar desafiante a la resentida sirvienta sexagenaria heredada de una tía beata del marido Juliana (María Rojo), cuando por las tardes se vea obligada a tomar clases de computación para su obsequiada laptop con el otoñal amigo pianista de bar siempre secretamente enamorado de ella Sebastián (Julio Bracho), cuando durante dos meses sea abandonada por su marido que ha partido a Barcelona para montar un pabellón cultural de feria (en realidad para darse la gran vida mujeriega en Europa) y, sobre todo, cuando hasta su casa llegue a visitarla su desenfadado primo lejano chilango Basilio (Mark Tacher), quien ipso facto se desentiende con gusto de sus ligues al lado de insípidas gringas güeras y le tiende a la suculenta parienta (“Primita de mi corazón”) un cerco de disímbolos recuerdos infantiles jugando a tirarse a la alberca y de actuales rosas rojas para seducirla, algo que logrará con un poco de tiempo y sin dificultad, venciendo sus escasas resistencias morales y haciéndola que cambie en seguida su look por uno superatractivo de cabello planchado con fleco, atropellando su pudibundería provinciana y el miedo a transgredir sus ya laxos principios religiosos (“Me gustas aunque sea pecado” / “Ardamos juntos”), y pese a las dificultades para copular a gusto (“¡Ya soy una adúltera!”) fuera del ámbito doméstico, en donde reina la feroz Julieta, la cual, malaconsejada por su hipócrita amiga recoleta Virginia (Angélica Aragón), ha conseguido ganarse los favores de su ingenua patrona y que ahora, aprovechando unas cintas rocambolescamente grabadas (“Aquí hay un video de usted con su primo”) de la tórrida pareja fajando y una copia de sus chateos íntimos (“Están todos los correos electrónicos, leyéndolos uno se calienta”) le exige como chantaje por su silencio veinte mil dólares a su ama, quien, de pronto rechazada amatoriamente por el veleidoso Basilio que se regresa a la capital, queda presa de la criada en su propia casa, invirtiendo sus roles, debiendo ocuparse de las rudas labores manuales como limpiar el piso o planchar la ropa, y siendo incapaz de prostituirse provechosamente con el de inmediato entusiasmado Cacique Gordo dispuesto a pagar la grosera suma por una chupadita (vuelta mordida y fuga en calzoncillos), se verá también a merced como único auxilio del leal Sebastián, capaz de cualquier canallada para obtener los favores de Luisa, como entrar por fractura a la mansión de los esposos Carballo para intimidar a la vieja bruja Juliana, haciéndola perecer desnucada cuando se le pase la mano a un sicario por él contratado, y saliéndose con la suya, por mero azar, luego de que, en la rumbosa boda de Encarna y Don Acadio, el histérico marido infiel de regreso Jorge muera baleado accidentalmente por el provecto literato Ernesto Neto (Alejandro Camacho), el vetarro amante hipermadreado de Leonora, permitiendo que sea por fin providencialmente conjurada la ñerez insatisfecha.

La ñerez insatisfecha intenta con nula sutileza hacer una adaptación / reaclimatación con cambio de género de la inmortal obra de Eça de Queirós, en general y en detalle, en todos sus aspectos y enfoques, pues no se trata de hacer una versión fiel al espíritu del original de esta historia de seducción y chantaje, como lo fue la anterior versión mexicana arriba mencionada, así como la clásica versión silente del portugués Georges Pallu (El primo Basilio, 1922), del argentino Carlos Schliepper (El deseo, 1944) o las más recientes del brasileño Daniel Filho (El primo Basilio para televisión, 1988, y para cine, 2007), sino de usarlo como pretexto para bordar libremente sobre su amarga pesadumbre, mediante la aplicación de una lógica distorsionada, subvertida y disparatada, o séase, no se trata de un retrato realista social llevado al extremo naturalista, sino de una jocunda farsa de gruesos hilos y expuestos resortes toscos, cínica, ensimismada, autocomplaciente y satisfecha / autosatisfecha a rabiar; no se trata de poner en evidencia la miseria moral de la sociedad dominante al igual que la dominada, sino de gozar con las sangronadas límite de todo lo existente; no se trata de volcar ninguna aguda acritud crítica contra la cerrazón de un mundo provinciano al ser detonado por un hombre de mundo llegado de Lisboa, sino de complacerse con la equivalencia de antemano corrupta de ambas; no se trata de emular la ponderada aclimatación anticlerical inspirada por Eça de Queirós al mismo Leñero y a Carlos Carrera en El crimen del padre Amaro (2002), sino de competir en desigualdad de circunstancias y talento irónico con las situaciones retrógradas hasta el absurdo autohiriente que se daban en el Cuévano / Guanajuato del humorista Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) siempre jugando feliz con el papel socarrón de hacerse el bobo (mejor evocado en Estas ruinas que ves de Julián Pastor, 1978, y sobre todo en Dos crímenes de Roberto Sneider, 1994); no se trata de la solidaridad con una desdichada mujer insatisfecha, sino del producto de una concepción contrahecha, insatisfactoria y desviada; no se trata de una infeliz atrapada entre el oscurantismo de la iglesia católica y el mundo de las roñosas apariencias hipócritas, sino de una babieca irresponsable deseosa de adulterio; no se trata de una Madame Bovary de Gustave Flaubert vuelta lusitana universal con ribetes de La Regenta de Leopoldo Alas Clarín o de la Effi Briest de Theodor Fontane y hasta de la Anna Karenina de León Tolstoi, sino de una hembrita ganosa sin cálculo ni sentido; más que de la defensa del adulterio contra el prejuicio y la tediosa asfixia del encierro, sino de la banalización de la visceral volición rebelde femenina; no se trata de un virulento cuadro de costumbres, sino de una enjundia burda que sólo reconoce como incentivos vitales posibles o sostenibles a la codicia desmedida y al sexo culpable; no se trata de la confusión de sentimientos que debería romper con la monotonía del ámbito rural si bien consiguiendo sólo un sórdido cuartucho en vez de los soñados-imaginados lujos sensuales, sino de colmar envidias amistosas en la king size matrimonial y coitos jocosamente interruptus quitándose las pajas en una caballeriza de emergencia; no se trata del antiguo novio y examante juvenil, sino de un canallesco padrotillo pelele fachoso Basilio sin rango ni capacidad de remoción ni crueldad jactanciosa; no se trata del rencor vivo de una amargada resentida Juliana odiadora de clase y vigilante de la virtud pacata, sino de una terminal arrastrada innata con ayudantas y auxiliar técnico para compensar su carencia de cerebro; no se trata de una alevosa inversión de roles que confirma la altiva dialéctica esencial del amo y el esclavo de Georg Friedrich Hegel, sino de un descabellado conato de seudothriller fallido por inepto; no se trata de simplemente interceptar correspondencia, sino de urdir maquinaciones que den pie a situaciones insostenibles, más una atropellada cadena de muertes accidentales, y así sucesivamente.

La ñerez insatisfecha se satisface fácilmente con ensartar y exponer amplificadamente un pelotón de actores sobreactuadísimos, al máximo que admiten, hasta lo caricaturesco / autocaricaturesco, lo impracticable, lo indecible y lo impensablemente voluntario / involuntario, trátese de la veterana Rojo, del higadazo impertérritamente fiel a sí mismo Ochoa, de los debutantes posTVaztecos Esca y Tacher o Madow encarnando su mediática idea de la pasión voyerizable, y lo que queda de lo que quedaba de una cauda patética de enfáticos intérpretes caídos en desuso y en el desfiguro inclemente (Camacho, Aragón, Huijara, Kleiner, Rodríguez, Gómez Cruz aún rumiando El infierno del Luis Estrada de 2010) como irremediables venenos contra el mal de amores, al interior de un archisubrayado lenguaje narrativo comercial a la antigüita de los años noventa y a la deriva, para plantear en conjunto una épica fársica del reduccionismo senil que se limita a la codicia y al sexo como únicos, insuperables y desorbitados intereses e impulsos vitales, bordeando la psicopatología y la esencia aberrante del catolicismo provinciano que permite entrar por una vía majestuosamente mezquina en el inconsciente del difunto Leñero (“Llega al cine el Vicente Leñero divertido”, intitulaba una gran nota promocional encubierta Reforma el 2 de febrero de 2018) y su arruinada teología culposa (“Ave María, yo no quería; Padre Nuestro, que rico está esto y demás”) con exabrupto contra un cura “buitre” al mismo nivel que algunas invectivas contra un corruptazo doctor Julián (Fernando Vega) que firma “por infarto masivo” el acta de defunción de la ejecutada Juliana, o contra el mismísimo Dios de la Lluvia precortesiano (“No mames, pinche Tláloc”).

La ñerez insatisfecha disfraza su conservadurismo sustancial (por decir lo menos) de comedia de situaciones en modelo antiguo, travesura picaresca, exvoto bromista que se cree cínico, en una película reveladora, película-develación, película profanación, película-cochambre mental, para agigantar la presunta irreverencia de anacronismos que casi serían encantadores si no fueran tan conservadores y retardatarios: anacronismo de continuas referencias al pecado debido (“Si te llega a ver el padre Rubio, te excomulga”), anacronismo de celuloide rancio que sólo usa la cabeza para embestir en contra de sí mismo, anacronismo de un infame churrazo estancado en la mentalidad del género fílmico de ficheras de los años setenta y del duraderamente posterior cine llamado de albures con nalguita, anacronismo de una incontenible putería sin puntería disfrazada de picardía femenina (“Menos de dos no me quita la sed, deberías intentarlo”), anacronismo de obviedades de toda obviedad (la desatada Leo sempiternamente ataviada como leoparda ninfómana), anacronismo de una autocomplaciente denuncia farisea a la doble moral ajena, anacronismo de una concepción de la comedia de situaciones demostrativas de que todas las mujeres son putas predispuestas por sólo ejercer con mínima libertad su sexualidad y todos los varones tienen complejo de galanes guácala aunque ya sean rucos asquerosos, anacronismo de la envidia a los clandestinos amores pinches con la ampulosa vigencia de cartuchos quemados, anacronismo dizque erotómano a propósito de esos remoloneos sensualosos de Luisa luciendo su lencería negra sobre el enorme lecho conyugal a solas, anacronismo de la admiración acomplejada y compartida ante los personajes engrandecidos por la supuesta preeminencia asumida de género y raza y clasismo (“¿Y es guapo ese primo?” / “Es guapísimo, parece artista de cine”), anacronismo de la ignorancia tecnológica agravada por la estupidez ante una simple laptop encendida (“Mire Juliana, dejaron encendida la televisión” / “Ésa no es televisión, pendeja”), anacronismo de la aullante mujer-objeto ahuyentando cualquier probabilidad de manifestación de una mujer-sujeto, anacronismo de la mujer como metáfora malvada de la sujeción, anacronismo que nunca ve por encima ni va más allá del dicho “a la prima se le arrima”, en rigor, anacronismo de los valores de una mentalidad social que pese a todo y pese a quien le pese está cambiando.

La ñerez insatisfecha quiere por último ocultar sus estrechos alcances, trascender sus limitaciones y dar la impresión de aggiornarse y ser muy moderna gracias a una inútil y más bien patética diversificación forzada de sus recursos expresivos: comentarios sonoros o cantados exacto a raíz de un corte (“Hipócritaaa”), monólogos interiores en voz en off en boca de personajes principales (“Mira nada más lo que voy a comerme”) o archisecundarios, albures encubiertos como punto y seguido antes del cambio de secuencia (“Cal-culo”), tandas de flashbacks en blanco / negro de los niños Luisita y Basilito para remarcar lo ya proferido y evidente (“¿Te acuerdas de aquella promesa?” / “Somos primos, y soy una mujer casada”), partida del marido en taxi al aeropuerto de golpe plásticamente sustituida por montaje con la llegada del primo en un aerodinámico auto de carreras, insertos recurrentes de selfis con descarado photoshop baratón para desmentir al marido flanqueado por monumentales rorras en cada ciudad europea visitada, husmeo de sábanas que hace reptar como víbora por el suelo a la sirvienta chantajista, instalación en la lámpara del techo y decepcionante visionado de los contenidos por sorpresa de una oculta cámara espía, suntuosos top shots todoabarcadores del fotógrafo de Arturo de la Rosa como preámbulo a diálogos en rutinario campo-contracampo, chateos anticuados pero con laptop última generación y verbalizados en voz off cual arcaicas llamadas telefónicas (“En todo momento no he dejado de pensar en nuestro reencuentro, primita, estás preciosa”), algún vislumbre de Lubitsch touch por parte de la protagonista (“Lo bailado nadie te lo quita”) o por parte de la maldita Juliana tras el desplome de Basilio desde un sofá por sentirse vigilado cuando fajaba con su primota (“¡Ay, se despeinó señor Basilio!”), dos insertos ilustrativos-comparativos de los ideales de la patrona romántica y su aviesa sirvienta viendo por TV sendos fragmentos de El último cuplé (Juan de Orduña, 1957) y de El vampiro (Fernando Méndez, 1957), y un par de guiños cultistas por completo fuera de lugar: Luisa leyendo la novela Arráncame la vida de Ángeles Mastretta para identificarse admirativamente con su heroína (“Tan segura y dueña de sí misma”) y las célebres Redondillas de Sor Juana Inés de la Cruz (“Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón”) malmusicalizadas por el compositor infraefectista Gerardo Rosado Colmenares en la introducción y en la desinflada despedida del relato exánime.

Y la ñerez insatisfecha no arriba dolorosamente a un final infeliz realista cualquiera, sino a un todosublimador pero forzadamente sonrosado y sonriente final feliz, puesto que un año después de lo narrado, puede por fin desplegarse viento en popa el opulento romance arbitrario y arbitrado entre la viuda alegre Luisa y su impune pretendiente pianista Sebastián en el bar del suntuoso hotel guanajuatense San Diego, celebrando así el triunfo del capulinazo / neocapulinazo, la primaria comicidad verde picante blanqueada con alma de urinario y chistes de pedos, la mediocridad de la vida provinciana y la incapacidad vencida para disfrutar del instante, tras una tiránica ronda de estereotipos intragables.

La ñerez sospechosista

En Me gusta pero me asusta, antes Mi padrino (Wetzer Films, 100 minutos, 2017), enjundioso sexto largometraje del cada día más desenfadado culiacanense heterodoxo en Boston y Vancouver fílmicamente formado de sólo 48 años Beto Gómez (El agujero, 1997; El sueño del caimán, 2001; Puños rosas, 2004; Salvando al soldado Pérez, 2011 y Volando bajo, 2014), con guion suyo y de Aurora Jáuregui y Alfonso Suárez a partir de una idea original del actor protagónico Alex Speitzer, la afeada y tímida exniña disfuncional chilanga víctima de temprano bullying Claudia (Minnie West con gafotas y perpetuas mechas de pizza) ahora nini sin rumbo existencial y sospechosa de negociante inútil al verse forzada a trabajar en la agencia inmobiliaria de su architolerante padre Don Gerardo Aguilar (Hernán Mendoza bonachón hasta la mansedumbre) a raíz de haber sido asaltada por un envidiable ligue ocasional llamado Eric (Renato López guapísimo: “De que era encantador era encantador”) en el depto que comparte con la argentina ojiverde María Belén La Boluda (Camila Selser sobreactuando más que En la sangre de Jimena Montemayor) y el joven gay desinhibido Serge (Jorge Caballero amanerado a la antigüita), es de pronto contactada mediante celular como primer cliente, interesado en una mansión de seis alcobas con jardín y piscina donde vivió Pedro Infante, por su perfecto homólogo ranchero, el delicadito y tímido exniño disfuncional sinaloense Brayan Rodríguez (el mencionado barbilindo de botas y bigotito Alex Speitzer) desde siempre sospechoso de inversión sexual, por rechazar de cuajo los valores hipermachistas del Clan Rodríguez que lo cobija y sojuzga, por disfrutar cual alucinado postulante a chef con la esmerada preparación personal de sabrosos platillos en lugar de sobresalir en peligrosas actividades viriles como su carnal apenas mayor ya practicando con suprema habilidad la suerte ecuestre de El Paso de la Muerte en los jaripeos Júnior (Carlos Speitzer casi idéntico a su hermano en la vida real), y por no atreverse a arrasar con las rancheritas guapas, sólo habiendo bailado a saltitos una vez en brazos de su edipizante madre sabia Martina Zazueta (Lisette Morelos dulcísima), quien lo educaba para “hacer lo que usted quiera”, pero falleció muy pronto en un sospechoso avionazo, quedando el infeliz ingenuazo Brayan a merced de los atrabiliarios caprichos de su recio padre viudo apenas tolerante a regañadientes Don Gumaro Rodríguez (Joaquín Cosío tan atravesado y Cochiloco carotón como de costumbre), de su ruda abuela abofeteadora Silvana (un Roberto Espejo transgénero no obstante dentro de la tradición de la mandona Sara García de Los tres García del inimitable Ismael Rodríguez, 1946), y last but not least el empistolado tío padrino recién llegado del norte con impecable atuendo negro Norris Zazueta (Héctor Kotsifakis de sombrero feroz hasta en la sopa para robarse la película), a quien ha sido encomendada la regeneración del muchacho virilmente descarriado, ahora que el infatigable pariente desea extender sus dominios hasta la capital del país, conquistarla y apoderarse de ella en secreto, a bordo de una imponente camioneta-tanque oscura y flanqueado por dos folclóricos guaruras ensombrerados de torva mirada y greñas largas (Rodrigo Oviedo y el también realizador Agustín El Oso Tapia), aunque el exquisito sobrino tutoreado se conducirá bastante bien solo y acompañado, y con suficiente audacia ligadora, a la hora de enamorarse a primera vista y a primer fajo de billetes, de la impresionada-shockeada Claudita, para volver a verla con el propósito de rentarle una bodega gigantesca, enviarle con sus secotes guaruras milusos un aparatoso ramo de rosas coloradas, ser invitado por ella a tomar café en un mamoncísimo lugar hípster Le Chic, llevarle serenata cantándole él mismo su más bello bolero desafiante bajo la lluvia (“Si nos dejan”), penetrar gracias a las propinas del padrino bragado en una disco superexclusiva con cadenero cancerbero discriminador a la puerta (Gerardo Albarrán), robarle un apasionado beso muy bien correspondido a la chica de sus sueños, amanecer antes que ella con tal de prepararle un suculento despertar (“Ay, ¿estaba incluido el desayuno?”), provocándole una sorpresiva envidia a los dos roomies de Claudia, así como la terrible sospecha, que todo simula confirmar con creces, de que su queridísima amiga cándida se ha enamorado y caído en las garras de un narcogalán que amenaza su seguridad y la de todos ellos, intentando que se aleje de él en mil formas, dificultando el arribo del final feliz en este portentoso y potentado despliegue dispendioso del más jugoso despliegue de ñerez sospechosista.

La ñerez sospechosista consigue sin dificultad aparente que su comedia ranchera sofisticada sea sometida y se acoja a una diestra estilización superelaborada, por el humor autoirrisorio del Beto Gómez de Puños Rosas y Volando bajo a lo máximo que ha alcanzado, para dar una constante impresión de frescura y espontaneidad extremas, a un extemporáneo nivel recuperador de la clásica screwball-comedy hollywoodense de beisbolero efecto tirabuzón, la siempre recuperable comedia boba con chavo bobo y chava aún más babas con sus insolentes cabellos escarlata colgantes, en una obra maestra de ingenio y falsa inocencia y lozana agudeza que parte de los estereotipos y lugares comunes de un supuesto género actual de narcocine, con El infierno de Luis Estrada (2010) y Miss Bala de Gerardo Naranjo (2011) o el mismísimo Heli de Amat Escalante (2013) a la cabeza, para volverlo del revés, hacer escarnio de él, y poco a poco después, sin alarde añorante alguno, venir a entroncar con el viejo cine mexicano, vuelto consciente, deliberado, placentero e inmarcesible, pues aquí nuestro aspirante-sucedáneo de Pedro Infante cantor, en efecto ocupando la mansión alocada de Escuela de vagabundos y de la rica heredera de El inocente (Rogelio González hijo, 1954 y 1955, respectivamente), ya ha logrado deslumbrar, seducir y conquistar el corazón a la güerita oxigenada Marga López de Los tres García con apariencia de espantapájaros multicolor de Corre Lola corre (Tom Tykwer, 1998) para que ella pueda exclamarles por celular a sus cuates “Estoy en Un rincón cerca del cielo”, sintiéndose en efecto tan arrobada como la misma Marga López con su misma pareja en el film romántico del mismo título (del mismo Rogelio González hijo, 1952), y entonces ya puede nuestro Alex Speitzer dejar de apuntar juguetonamente su pistolita hacia el espejo a lo Robert de Niro de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), para irse a rebelar in situ contra el untuoso émulo del Marlon Brando en El padrino (Francis Ford Coppola, 1972) que le tocó en suerte, al interior de este Idilio roto de Tillie (Mack Sennet, 1913) vuelto como calcetín desde que vio a su Cameron Díaz forzada a desafinar en el antro karaoke de La boda de mi mejor amigo (P. J. Hogan, 1997), y ponerse a perseguir sobre su caballo a la indecisa rejega timidísima dueña de su corazón que huye de sí misma por el camino de terracería a bordo de un taxi manejado con sonrientes dudas, pues aquí lo lúdicro cinefílico se ha convertido en inteligencia adicional, supraconciencia suplementaria del relato o haz de microrrelatos, reelaboración de la experiencia grupal, asunción estilizada de lo conocido (incluso los resortes cómicos a base de malentendidos saineteros: no sabiendo Brayan las razones del repentino rechazo de Claudia, tenaz labor de zapa de los apanicados roomies a sabiendas de que “A los narcos no puedes decirles que no”), referencia cultural que religa casi religiosamente con la comunidad (“En mi familia cada día se vive como el último”), entroncamiento con la producción de las fantasías compartidas, a su modo liberado y liberando una suprema deriva imaginaria de los grandes sueños neofeéricos colectivos (“¡Caray, hasta parece película de Pedro Infante, verdá de Dios!”, exclama sin poder reprimirse más el taxista antes perseguido).

La ñerez sospechosista concibe su enorme eficacia plurinarrativa-estética gracias a su etéreo tono ligero y fingidamente iluso y elegantemente jocoso, a las imágenes sutiles del habitual fotógrafo gomeciano Daniel Jacobs, a la capacidad para urdir brillantes síntesis secuenciales (en el antro karaoke rojizo, en la fiesta tequilera con el sorpresivo ligue de Claudia, en los paseos durante el cortejo urbano, en los jaripeos et al.) del editor Nacho Ruiz Capillas y sus intempestivos insertos desplazados-gag de un perrito comiéndose el supuesto manjar bajo la mesa del comedor o un venadito para desmentir o irradiar afirmaciones, a la música folclorosa y burlona de Mark Mothersbaugh, a la impecable dirección de arte de Sandro Valdez y a un hilarante vestuario de astracán y excelso mal gusto propositivo de Adriana Olivera, enmarcando a ese trabajadísimo conjunto irrepetible de personajes de parodia / autoparodia delirante, refinándose en cada contrastante actitud o diálogo chispeante (“No se agüite m’hijo” / “No sea maleducado m’hijo, páguele a la señorita todo el año” / “Oiga, ¿y qué tal si el Don Uber ése está ocupado?” / “¿Sabes por qué nos dejaron pasar así de volada? Pues por nuestra elegancia, estos trajes nunca pasan de moda”), en todo momento sospechosos de ser sublime sublimada caricatura de sí mismos y de alguien y algo más, trátese de los héroes centrales o bien de ese tío de pistolón pronto contra un asaltante callejero, esa Boluda que boludea a medio mundo en cada frase (“¡Apúrate, boludo!”) sin suspender las libaciones de su inseparable mate, o ese taxista pueblerino individualizado nada menos que como un tal Menchaca entrañable (Silverio Palacios jocundo como de entrometida costumbre), cual amasijo de riquezas quasi distanciadas.

La ñerez sospechosista se ha puesto también los guantes de seda rosa para constituirse en fuente de reflexión y para intentar ver más allá de los clichés prefijados, sin dejar de jugar en la liga de los conceptos gloriosos y gozosos menos dolorosos, como la lucha contra las apariencias engañosas, los estereotipos discriminadores y el hurgamiento en la naturaleza de los prejuicios inconscientes que conducen a la estigmatización apresurada y gratuita, pero todo ello enfocado, descrito y desarrollado desde una perspectiva vivencial y politicosocialmente incorrecta, pues la bien dosificada y laboriosa diseminación de falsas pistas insinuantes, con una ambigüedad malvada (“Ya no se puede mover la mercancía como antes”), al parecer bajo el punto de vista de los valores estragados y los códigos que tienden a confundir a todo ranchero próspero con un malviviente y a cualquier ganadero con un narcotraficante de opereta, sin duda hermanados en su mal gusto vestimentario y léxico estridentes, apela ante todo a los prejuicios antirregionales-antirrurales del espectador, para ponerlos escandalosamente en irrisión cuando el padre de la heroína descubre que la gigantesca bodega alquilada por los Rodríguez-Zazueta ya está sirviendo para almacenar reses abiertas en canal para comercializar carne norteña de la mejor calidad, porque la parrillada sinaloense nada tiene que envidiarle a la argentina y porque para cualquier chilango cualquier ranchero para él inculto es un sicario latente o virulento.

La ñerez sospechosista retoma al final el doble monólogo interior off screen que en el prólogo del film entonaban Claudia y Brayan con sus traumas infantiles como seres diferentes, y va a continuarlo mediante otro monólogo a dos voces de ellos mismos, pero esta vez satisfechos, asumidos como felices criaturas distintas a los demás, ya montando juntos y lazando potros, conjurando el paradigma ingenuidad / siniestrez como dispositivo bufo y planeando a dúo un restaurante chic de carnes norteñas para gourmets, puesto que la alianza amorosa rancho-capital se ha consumado por fin en el maridaje perfecto de esas criaturas desprejuiciadas y honestas y excepcionales y con profundo cariño y respeto por sus inadecuadas familias, que ahora pueden incluir tanto al coqueteo del homosexual Serge con un galano chavo sombrerudo, como la poderosa atracción exitosa de la gauchita veloz con el tío resbaloso, en la apoteosis esplendente de una fiesta al parecer perpetua donde los hábitos no hacen al monje, pero los buenos modales y la voluntad abierta sí hacen al ente sexodiverso y omnipermisivo, al ciudadano fuera y por encima de toda sospecha, única trascendencia a la que esta deliciosa comedia aspiraba a afirmar.

La ñerez sospechosista consagra así a la comedia-homenaje autoconsciente, al nivel del bronco humanista social (pese a su atuendo de Señor de los Cielos del Cártel del Pacífico) que le avienta un rollito de billetes al recién atrapado raterillo callejero para que no vuelva a arriesgarse a delinquir, o a imagen y semejanza de un no menos espléndido corderito (pese a su íntimo look de travieso Harry Langdon culiche) entre los lobos (“Demasiado sensible para ser narco”), su nobilissima visione.

Y la ñerez sospechosista no era en primera y en última instancias más que la plasmación de un cúmulo de divertidas fantasías fílmicas de un desfachatado gozador regional cinenardecido (“Me hice cineasta porque desde niño siempre quise llevar alegría y hacer películas para que la gente se la pasara bien”: Beto Gómez promocionalmente entrevistado por Fabián Orantes en Reforma el 29 de septiembre de 2017 para celebrar el éxito comercial de Me gusta pero me asusta pese a haberse estrenado sólo tres días después del terremoto del 19-S) y la dinámica de un exorbitante romance entre dos encantadoras criaturas privilegiadamente inadaptadas: el chavo ranchero por encima de la familia concentrada en acometer ocultos negocios riesgosos y la chava fresa que sólo quería demostrarse a sí misma que era capaz de acometer (como el cineasta con ella identificado) algo valioso.

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