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Sodio

JORGE CONSIGLIO

De golpe, me acordé de la vez que participé en la copa “Mar del Plata-Miramar”. Era un día brumoso y el agua estaba revuelta. No distinguía las boyas ni el faro. Me perdí mar adentro y me tuvieron que rescatar. El pasado nunca prescribe, pensé, se proyecta.

Hay experiencias de la infancia que irradian sus consecuencias durante toda una vida, a veces incluso imperceptiblemente. Ese pareciera ser el caso del protagonista de esta historia, cuando a los diez años conoce a Leonardo Del Vecchio, su primer profesor de natación, y el agua se convierte en su nuevo hábitat, un refugio para los momentos en los que la existencia en tierra firme se vuelve demasiado frágil.

Y después, el derrotero de una vida hecha de pequeñas rutinas como una suerte de conjuro contra la incertidumbre: una adolescencia tranquila en Mar del Plata; una carrera de Odontología en Buenos Aires; un viejo amor de la juventud que reaparece en la adultez; un prometedor trabajo en Brasil.

Jorge Consiglio construye una novela cautivante, como solo puede hacerlo quien sabe fijar la mirada en lo ínfimo, en el detalle, para luego pasar, en apenas unos segundos, al avistamiento de lo imposible.

Sodio

JORGE CONSIGLIO


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  Sodio

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Para Orloff

La belleza figura en la categoría decimosexta; es un pez vivíparo, oblongo.

JLB

Es como si caminara por un pasillo largo que alguna vez estuvo cubierto de espejos. Aún hay fragmentos colgados. Cuando llego al final del pasillo no hay nada más que oscuridad. Sé que cuando entre en la oscuridad moriré. Siempre regreso antes de alcanzar el final. Salvo una vez.

John “Scottie” Ferguson, Vértigo, ALFRED HITCHCOCK

Tenía una ceja más gruesa que la otra. Y cuando el asunto era grave, la arqueaba. Con ese gesto –distinguido a primera vista– subrayaba su inteligencia y, casi sin proponérselo, su autoridad. Amanda, mi madre, era imbatible. Se plantaba rígida, con la frente en alto, y miraba desde su torre. Entonces, nosotros, para esquivar su terrible atención, nos ocupábamos de cualquier asunto; mi padre, por ejemplo, tosía, se mordía una uña o se frotaba los ojos como si de golpe tuviera sueño. Improvisábamos estrategias con cierta resignación: por anticipado, nos sabíamos vencidos.

Amanda era dentista –odiaba la palabra odontóloga– y trabajaba en dos dispensarios. En uno atendía a chicos, pero su interés estaba en otro lado. Le apasionaba la Segunda Guerra Mundial. Y cuando tenía tiempo –por lo general, en verano, en las larguísimas tardes de verano−, pintaba bastidores con acuarela. Como todos, era contradictoria: amaba la cultura física, pero no movía un músculo. Valoraba más el esfuerzo que el talento. Por nada del mundo admitía la posibilidad del error. Se enojaba todos los días, rigurosamente. No gritaba ni hacía escándalo. Clavaba la mirada con esas cejas desparejas que tenía. Era un gesto severísimo. Daba a entender que no era ella la que desaprobaba, sino algo anterior a su juicio, que no aceptaba réplica.

*

Construyeron una muralla a nuestro alrededor. Afuera, el mundo era imprevisible, hostil. Con Emi, mi hermana, no nos quedó otra alternativa que organizar una vida puertas adentro, y creímos en eso con resolución. La palabra clave era autonomía. Nos divertíamos como locos con juguetes simples –cada uno tenía los suyos− y compartíamos el espacio; de esta manera, esquivábamos la soledad. Así, sin proyecto, casi sin darnos cuenta, nos volvimos dueños de casa. Teo nos cuidaba. Era angosta de hombros y se reía de todo. La recuerdo feliz, y esa particularidad −su aire despreocupado− también nos formó. Mi hermana y yo somos lo que somos por nuestros padres, pero también por Teo. Preparaba tartas de verdura: zapallo y espinaca. Después, nos servía un bol de arroz con leche. Mi hermana lo rechazaba siempre. A mí me daba lo mismo comer una cosa que otra. Teo jamás nos retó. Era la persona más buena que conocí en mi vida. Su actitud clásica: beso en la cabeza. A veces, mirábamos televisión con ella, programas infantiles. Teo se reía a carcajadas. No le gustaban las bebidas calientes. Las tardes de invierno, se paraba frente a la ventana de la cocina −la mirada fija en un punto− y soplaba con delicadeza su té digestivo.

Un verano –yo tendría unos 10 años– mis padres nos anotaron en un club a mi hermana y a mí. Nos resistimos, pero fue en vano: nos dejaban a la mañana y nos pasaban a buscar a la noche. Exhaustos, muertos de hambre. Cambio radical: ahora el mundo –el intercambio con el mundo− era clave para nuestro desarrollo físico e intelectual. ¿A quién discutirle? Las palabras de los mayores suelen funcionar como mandatos. Hagan caso, gritaron. Las clases de natación las daba un hombre parecido a un buey. Se llamaba Leonardo Del Vecchio, como el millonario italiano. Andaba en una Gilera 200 y se ponía cascos con visera y camperas de cuero.

Los fines de semana, Del Vecchio solía irse en moto a la costa con algún amigo. Una vez él y uno de sus acompañantes pararon en Dolores. Comieron asado a la sombra de un sauce. Después, metieron la nuca bajo un chorro de agua. Tomaron aire y siguieron camino. En el kilómetro 249 empezó a fallar una de las motos. El desperfecto fue insalvable, se interrumpió el viaje. Pasaron la noche a campo abierto. El repuesto llegó a las 10 de la mañana del día siguiente. Del Vecchio era meticuloso con sus relatos. Y ese exceso, la abundancia de detalles, los hacía inolvidables. Escucharlo era una experiencia única. Lo cotidiano, para él, era excepcional. En eso radicaba su secreto. Del Vecchio: narigón, patilludo, cara de prócer, San Martín en los billetes de cinco pesos.

Mi padre hablaba poco. La competencia mueve el mundo, decía. Idea rústica pero verdadera: la rivalidad −y el beneficio− como eje del dinamismo. La competencia, la competencia, repetía. Procesé esa idea y ahora la reformulo: los vínculos humanos son transaccionales, sin excepción. Lo pienso. Soy adulto. ¿Tengo alternativa? Varias veces, la experiencia, con su barbarie, me corrigió el punto de vista. Un golpe, un golpecito en la mano, como castigo por tocar algo indebido. Así se marca la falta, el lapsus. Olvidé por completo la maquinaria de la infancia. Los años se acomodaron unos sobre otros como la grasa en el abdomen. Dobleces. Fuelle. Durante la adolescencia, el espíritu gregario −no el mío, el de los otros− me mantuvo con vida.

*

Durante años no pasa nada y de golpe, en un mismo día, las cosas se encadenan y todo se viene abajo. Un jueves, mi madre llegó distinta del dispensario, con algo en la cara, como un asombro, que le agrandaba los ojos. La piel de los párpados, tensa, tensísima, daba la impresión de que en cualquier momento iba a ceder. Entró decidida y se acomodó el pelo con una mano. Después hizo un gesto insólito: dobló los labios como si la gravedad los venciera. Y esa tontería, esa nada, la convirtió, de un momento a otro, en una vieja. Como era enormemente perceptiva, descubrió el cambio en el reflejo de nuestros ojos –estábamos mi hermana y yo; mi padre, siempre ausente−. El terror le heló la sangre, pero como no se entregaba fácil, activó enseguida un descomunal sistema. Neutralizó la rigidez y detuvo en segundos el declive. Después endureció la mirada, sacudió la cabeza: con ella no iban a poder. Una tragedia de las mínimas. Duró lo que un estornudo.

Su malestar tenía dos razones. La primera, una discusión con la jefa más odiada; la segunda, haber sido testigo de un accidente, alguien había caído de un quinto piso. En la cena, contó estos hechos, pero, en realidad, lo que hizo fue enumerar sus actividades del día. Puntualmente. Así era ella. Mi madre: Mejor ignorar lo que nos afecta. Pensar lo indispensable. Variar de rumbo. A esto se abocó con cuerpo y alma. Tenía una destreza única: les cambiaba el sentido a las palabras. Las frases que armaba, como es obvio, tenían otro significado. Y esta noción, este nuevo concepto, era inestable; su definición variaba con las circunstancias. Interpretar a mi madre resultaba imposible. Aquella vez, por ejemplo, nos dijo sin decirnos que había decido cambiar de ciudad. ¿Nos mudamos?, preguntó Emi convencida de haber entendido mal. Ya mismo. Lo antes posible, respondió mi padre. Nos va a venir bien a todos cambiar de aire.

Mi padre trabajaba en un banco. A la semana de aquel episodio, pidió el traslado e, insólitamente, le salió enseguida. Antes del año, estábamos en Mar del Plata, en un chalet a diez minutos del puerto. La realidad no se predice, le gustaba decir a mi viejo. Yo tenía 11 años y estaba desesperado: cambiaba de escuela. Repito: cambiaba de escuela. Además, los pies me habían crecido una barbaridad –ahora calzaba 43− y mi hermana Emi no hacía más que hablar de las cosas que se perdía de vivir.

En la costa, mi viejo fue otro. Se dejó una barba que le enmarcaba la boca y le resaltaba los ojos. Era un Conrad de cabotaje. Nos llevaba a la escuela en auto. A primera hora. Todas las mañanas. Yo viajaba adelante; mi hermana, callada, ausente, en el asiento de atrás. Teníamos una rural bordó con paragolpes de metal. A mi derecha, indefectiblemente, se abría el mar con su inmensidad. Durante aquellos viajes, escuchábamos la radio como si fuera un rito. Del parlante salía una mezcla de música, voces y ruido. Siempre pasaban las mismas canciones. Era una de las pocas felicidades del día: el consuelo de la repetición. Con sus compromisos comerciales, las emisoras certificaban nuestra estabilidad emocional.

*

Iba a una escuela que de afuera parecía una fábrica. Miraba a mis compañeros desde una enorme distancia; desde una nube. Yo estaba fijo en el pasado, en un pasado a mi medida, diseñado con todo lo necesario para perdurar. Me entusiasmaba la idea de la reedición de mis mejores momentos. ¿Por qué no podría suceder? Hay un modelo cosmológico: el universo es cíclico; mi vida no sería una excepción. Pensaba: Todo es cuestión de tiempo. Uno se entusiasma con lo que puede. Me decía: Hay que estar a la altura de las circunstancias. La cabeza se me iba en todas las clases; en particular, en la de matemática y en la de física. Las mañanas corrían lánguidas y yo pensaba en cualquier cosa. Mi rescate era el recuerdo de ese tiempo en el que, ahora me enteraba, había sido feliz.

Teníamos gimnasia los martes a las tres. Íbamos a un club del centro. La escuela terminaba a la una y yo me refugiaba en uno de los bares de la ciudad que se llamaba “El pasillo”. Estaba frente al Hotel Provincial. El mozo, un tal Nelson, había sido doce años guardavidas de La Perla. Un día se compadeció –mi cara de desolación habrá sido evidente– y me invitó a entrenar. Venite al natatorio, dijo. Usó esa palabra: “natatorio”. A la semana, empecé: lunes, miércoles y viernes de 16 a 18.

Nadaba crol y espalda. También, trabajé la patada de mariposa. De un día para otro, me transformé en deportista, que es igual de absurdo que convertirse en astronauta. Lo sentía al caminar, cuando movía los brazos o giraba la cabeza. La pileta me dio más de lo que esperaba. Salía con la sensación de haber visitado el paraíso. El agua era algo difícil de entender. Se presentaba como una irrealidad.

Nelson me miraba cuando yo pataleaba. Decía que tener los pies grandes me daba velocidad. Antes de que terminara el año, me había anotado en tres torneos; dos los gané y en el tercero salí segundo. Mi madre, en esa época, se teñía el pelo de rubio platinado. En las carreras, cuando sacaba la cabeza para tomar aire, distinguía su melena blanca en medio del público. Era un faro. Me distraía y orientaba al mismo tiempo.

Un día falté a la escuela. Me compré unas pastillas Halls de menta, un paquete de Derby y un encendedor. No había fumado en mi vida, pero creí distinguir en los que lo hacían una resolución absoluta y pensé que si los imitaba podría alcanzarla. Los fumadores sabían qué era lo que querían. Y, sobre todo, cómo lograrlo. Había una destreza en el movimiento de sus manos. Era un acto que expresaba manejo del placer: distinción, gracia, administración del tiempo, resolución o, más precisamente, autonomía.

Prendí mi primer cigarro frente al mar. Dos pitadas y lo tiré. Me pareció espantoso. Sentí gusto a metal y a tierra al mismo tiempo. La frustración fue tan grande que descarté el paquete y pensé que lo que acababa de sufrir era una muestra de mis limitaciones; al fin y al cabo, un rasgo de personalidad. Soy flojo, me dije. Lamenté el hallazgo profundamente.

*

Con desesperación, volví a nadar. Tuve la certeza de que esa actividad me iba a hacer bien o, mejor dicho, que era la única ocupación que podía ofrecerme algún beneficio. Nelson habló con mis viejos y me anotó en una competencia provincial. Entrené todos los días. Me sentía más grande que el mundo que me contenía. Yo, con mis discretas habilidades, manejaba las cosas a mi antojo, y esa experiencia me confirmó en un rumbo. Incierto, es verdad, pero rumbo al fin.

El segundo martes de junio, Abel Kreimer, un compañero de colegio, accedió a explicarme trigonometría: yo estaba más perdido que nunca. Saqué fuerza de donde pude y fui a su casa, que era muy lujosa: tenía fondo y pileta. Creo que el padre trabajaba en astilleros o incluso él mismo era dueño de uno. Entré, y lo primero que vi fue una chica que tocaba el piano como los dioses en un living inmenso. Al rato, me enteré de tres cosas. Una: era la hermana menor de Kreimer. Dos: tenía un nombre excéntrico, Raisa. Tres: practicaba una Fantasía de Schumann.

Con Kreimer nos pusimos a estudiar en la mesa de la cocina. No duramos mucho, cualquier cosa nos distraía. Salimos al jardín y nos tiramos al sol. Raisa también había abandonado su tarea. Ahora fumaba sentada en el pasto. Mi amigo me convidó un Marlboro y le dije que sí. El destino me ponía a prueba y esta vez no podía fallar. Agarré el cigarrillo entre el índice y el mayor y esperé a que me lo encendiera. Disimulé el asco todo lo que pude. El humo me raspó la garganta y bajó hasta los pulmones. Supe que no quedaba otra: había que insistir. Pensé que, más allá de lo que se diga, los vicios son, definitivamente, triunfos de la voluntad.

Los años de la secundaria pasaron volando. Gracias a la mediocridad de mi entorno, egresé sin problemas. Me había acostumbrado al frío, al viento del mar y a los cigarrillos mentolados. De golpe, los cinco amigos que había hecho se iban a estudiar a otra parte. La ciudad se vaciaba y, como si reaccionara al abandono, se cerraba sobre sí misma. Las calles y las plazas eran de nadie, y ese atributo –la más pura ajenidad− las volvía impasibles.

*

Llegué a Buenos Aires y me sentí extranjero. Los edificios eran los mismos, ladrillo por ladrillo, pero también eran otros. Estuve un tiempo desconcertado. Evalué varias carreras hasta que me decidí por algo tradicional. Nunca tuve imaginación, me anoté en Odontología. Mi madre, feliz.

En esa época, ya sabía que el movimiento es vida, pero también que el tránsito debe respetar ciertos límites. Lo mío siempre tuvo que ver con los circuitos. Recorría los mismos lugares: las manzanas que rodean el Hospital de Clínicas y dos o tres cuadras de Villa Crespo, barrio en el que alquilaba un departamento. A veces, como si fuera un recuerdo de infancia, me venía a la cabeza cierta imagen de Mar del Plata: una construcción en la playa cerca del faro, semi hundida en la arena y cubierta de grafitis.

La carrera implicó algo de esfuerzo y mucha verticalidad. Un grupo de amigos me ayudó a estudiar, fui muy productivo. En aquel momento, se me había alargado la cabeza; fue el primer cambio evidente de la adultez. Para disimular esa forma medio ovalada –el mentón casi me rozaba el pecho−, me había dejado unas patillas largas que parecían branquias. Usaba camisas blancas impecablemente planchadas que, cuando empezaba a hacer un poco de calor, despedían olor a almidón.

No me costó conseguir empleo: me contrataron en el mismo instituto en el que había trabajado mi madre. El director, el doctor Lacunza, un panzón de corbata siempre llamativa, cada vez que me cruzaba, decía que jamás había conocido una persona más talentosa que ella y, aunque sus palabras aludían al plano laboral, alcancé a distinguir en el tono de su voz un esmalte de emoción que, a las claras, traducía un vínculo de otra índole. Por supuesto, empecé a pensar en otros términos nuestra abrupta ida a la costa.

En el instituto me encargaba de Ortodoncia. Quería juntar plata para instalar un consultorio con un par de colegas. Uno de ellos tenía contactos para conseguir prepagas. Nuestra idea era prosperar rápido y con el menor esfuerzo posible. En esa época, estaba asentado en una felicidad tan elemental que no me alcanzaba ningún revés: mi padre, en la costa, había condensado su pensamiento; ahora, para él, la comida, el pan concretamente, era metáfora de todo.

Buenos Aires me trataba bien. Nadaba dos veces por semana, compraba comida hecha y dormía estupendamente. Había una pileta en la calle Paraguay que me quedaba de paso. Cuando salía de entrenar, tomaba un café en un barcito de Azcuénaga y entraba relajado –con el ambo sobre el cuerpo y olor a coco en el pelo− al instituto. Todo era simple en mi existencia; la logística de los días me resultaba placentera. Cumplía ocho horas frente al sillón, pero ni lo sentía. Cada tanto, cruzaba al estacionamiento del Clínicas y fumaba como un gran señor. La brasa del cigarrillo se volvía un punto rojo y yo pensaba en lo bien que me estaba saliendo todo. Las personas, que iban de un lado a otro en la calle, parecían sensatas y metidas en sus asuntos. De alguna manera, ese automatismo las preservaba; sin embargo, la resolución que mostraban en su andar se esfumaba apenas abrían la boca en el consultorio.

Mi momento preferido del día era el atardecer. Fumaba el último cigarrillo y, no sé si porque ya me faltaba poco para irme a casa, sentía que el aire se volvía cortante y definitivo.

Un día, Raisa, la hermana de mi antiguo amigo Kreimer, se presentó en el instituto. Hacía más de una década que no la veía. Había llegado a mí por recomendación de un conocido. Ortodoncistas como vos hay pocos, me dijo. Tenía una dentadura perfecta, pero quería corregir un diastema casi imperceptible. De un momento a otro, nos sentimos cómodos. Hablamos de Mar del Plata y de Ariel, mi compañero, que ahora era dueño de un negocio en la avenida Luro. Ella, en cambio, se había dedicado al piano. Acababa de llegar de Europa. Por lo que contó, seguía la técnica de Mendelssohn: tocaba con las muñecas alzadas para lograr un sonido redondo. Conservaba la misma mirada –la atención no coincidía con el objeto enfocado por los ojos− que yo había registrado la primera vez que la vi. Al igual que los peces, casi no pestañaba. Tenía boca grande y sonrisa gingival. El turno que había tomado era el de las 12.30, el último de la mañana; después yo hacía un receso para almorzar. No pude resistirme y la invité a la cafetería, no quería interrumpir el flujo de la charla. Aceptó antes de que terminara de hacerle la propuesta.

*

Raisa –llevaba el pelo planchado y las uñas pintadas de rojo cereza– cuando hablaba, sonreía. Disfrutaba los Preludios de Chopin –dijo que era el pianista más revolucionario y el más clásico− y los paisajes tropicales. Por esa razón –porque últimamente había decidido organizar su vida de acuerdo al placer− había aceptado dar una clínica musical en dos ciudades de Brasil. Nos despedimos. Me quedó una sensación de frescura en el cuerpo. El mar, dije en voz alta. Pensé en Brasil. En mi última visita, una bahiana me había adivinado la suerte. Yo no había entendido el idioma, un portugués hermético, ni las predicciones. Oché: sangre en las venas. Usted no tiene destino, había dicho la mujer para despedirme.

Caminé hasta Pueyrredón y compré un atado de Marlboro. La humedad –eran exactamente las 14.10− hacía de Buenos Aires un pantano. En la puerta del instituto, me sumé a una rueda de fumadores, había colegas y personal administrativo. Estaban cerca de uno de esos ceniceros metálicos de pie. Con el cigarrillo entre los dedos, dije algo sobre el clima y largué una columna de humo hacia al cielo. Imaginé a Raisa frente al piano y, con algo que no sé si llamar intuición o capricho, percibí que esa mujer, a diferencia del resto del mundo, tenía un finísimo registro de sí misma y de su prójimo.

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