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Jorge Basadre

Lecaros, Fernando. Historia del Perú y del Mundo siglo XX. Prólogo de Jorge Basadre. Décima edición. Lima: Ediciones Rikchay Perú, 1981.

Carta a Fernando Lecaros

La historia, disciplina por algunos llamada auxiliar y, en realidad, fundamental, otorga a las ciencias del hombre aquella interiorización en el tiempo que, cuando está verdaderamente comprendida, constituye el sustituto más seguro de una experimentación imposible.

La certidumbre de que la trayectoria humana en relación con los datos generalmente aceptados hasta hace poco está hundida más en lo profundo de la antigüedad que lo imaginado en los años anteriores, lleve en sí la idea de que la inteligencia, la voluntad y la perseverancia, cuyo uso tenaz hizo cambiar la vida en los pantanos, la selva y las cavernas por el dominio sobre la naturaleza, el desarrollo cultural, social y jurídico, la exploración de los transportes y las comunicaciones, se han sucedido en un plazo comparativamente breve. Ello no implica, por ciento, aceptar la idea simple y optimista del progreso. Al lado de su capacidad para entender la vida y de estimular las cualidades invívitas en el intelecto, el hombre ha demostrado, y sigue demostrando, excepcionales aptitudes para la iniquidad, la estupidez y la locura.

Debemos considerar a la historia como un proceso motivado por fuerzas humanas al que hay que entender a través de términos puramente humanos. Ella no debe ocuparse sino de la verdad de nuestros semejantes en su calidad de seres que vivieron a lo largo y a lo ancho del ámbito que nos interesa. Su destino alberga causas diversas, coyunturas, estructuras, desenvolvimientos y hechos con elementos eventuales de sorpresa. Si hay una utilidad en estudiarla es la de ahondar la experiencia y lograr que, de algún modo, seamos más lúcidos en relación con nosotros mismos y con la sociedad que nos circunda. Debemos investigar con la humildad, la lucidez, la paciencia y la honestidad posibles los factores auténticos en el acontecer histórico que hemos escogido como campo de trabajo. Se trata de una labor primaria pero no sencilla, ya que la complejidad de las fuerzas desencadenadas en el acontecer es intrincada y su dilucidación resulta una tarea nunca fácil.

El deber del historiador está en hallar, dentro de lo que sus facultades lo permiten y sin desconocer la verdad de que otros han de superarlo más tarde, las complejidades de la conducta, el pensamiento, la sensibilidad y las obras de la existencia humana en las distintas etapas del tiempo enfocadas en los marcos específicos de su interés profesional. Ello implica buscar las interrelaciones sutiles entre las luces y las sombras del pasado; ser leal a este y no distorsionarlo; y tener siempre presentes las difíciles y largas tareas que aún faltan por cumplir a nuestro oficio. Es necesario evitar que la historia proporcione auxilios e instrumentos para el dominio del poder o de la autoridad política o económica establecida, cualquiera que ella sea. Es también un deber adoptar como norma que en la razón (siempre y cuando esté controlada por los hechos mismos y por la experiencia viva) e, igualmente, que en la capacidad para pensar acerca de los hombres mismos, encuéntranse, pese a todos sus defectos, errores o miserias, los atributos que les otorgan una calidad única dentro del universo todo.

(pp. VIII-IX)


Jorge Basadre

Historiador e historiógrafo peruano, nacido en Tacna el 12 de febrero de 1903. También conocido como crítico y estudioso de la literatura. Se le reconoce por su excelente labor en ordenar la información histórica del Perú desde el nacimiento de la República hasta 1980. Inició su carrera como catedrático en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y posteriormente llegó a ser Ministro de Educación en dos oportunidades (1945 y 1956). Realizó estudios en Estados Unidos, Alemania y España. Estuvo casado con Isabel Ayulo La-Croix. Fue fundador de la tercera Biblioteca Nacional del Perú. Años después se dedicó enteramente a la investigación con financiamiento de promotores nacionales y extranjeros. Escribió una variada cantidad de obras entre ellas Literatura Inca en 1938. Murió en Lima el 19 de junio de 1980.

María Wiesse

El niño, ese desconocido. Lima: Compañía de Impresiones y Publicidad Enrique Bustamante y Ballivián, 1949.

El niño en la literatura

Si la psicología y la pedagogía se han apoderado de la personalidad infantil para analizarla, estudiarla, adentrarse en todos sus aspectos y modalidades y raptar el secreto del “desconocido”, la literatura —poesía, cuento, novela— también ha tomado al niño como sugerente motivo para tejer bellas páginas, estancias de melodioso acento, capítulos claros y graciosos, con qué potencia fluye la inspiración de los artistas del verbo, al tratar de ese ser que “con su pequeñez llena todo el universo”.

Es en el siglo diez y nueve que poetas, escritores, novelistas comienzan a ocuparse del niño con amorosa atención —a la par que se inician los estudios de pedagogos y psicólogos— y acucioso interés. En épocas anteriores a este siglo el niño no era objeto de tan afectuosa solicitud. Si nos remontamos a los tiempos de la antigua Grecia encontramos raras veces la figura del niño, en la poesía. En el mito los griegos tomaron al niño para encarnar al dios del sentimiento amoroso. Travieso y juguetón, Eros, el dios niño, corre en compañía de las ninfas, persigue una mariposa —siempre armado de su carcaj y de sus flechas— alado, inconsciente, con los ojos vendados. El amor, para los antiguos, era un niño porque tenía la inconsciencia, la volubilidad, la ternura —a veces candorosa, otras un poco cruel— del chiquillo que solo obedece a sus instintos.

En sus “Confesiones” San Agustín se estudia a sí mismo, niño que aborrece el estudio de la gramática griega —“Homero fue, en mi niñez, muy desabrido para mí”— y que “se contentaba sobremanera con las letras latinas”. Agustín analiza minuciosamente sus instintitos y complejos infantiles. “Tenía —dice el gran escritor cristiano— la pasión del juego y el amor precoz de la gloria”. Y humildemente se acusa de haber pecado, a muy temprana edad.

Muchos de los protagonistas de los cuentos de Perrault, de Grimm, de Andersen son niños; la Caperucita Roja, Pulgarcito, Hansel y su hermanita Gretel, la pequeña vendedora de fósforos; creaciones encantadoras, mitos deliciosos, que hemos llegado a considerar como personajes reales por lo que tienen de semejanza con el niño. Allí en esas fábulas creadas por la fantasía de un poeta encontramos la ingenuidad, la dulzura, la gracia, la curiosidad —curiosidad que lleva a la desobediencia— la generosidad y también el egoísmo del niño, esa criatura que reúne tan encontrados sentimientos.

Es en la literatura moderna que se hallará muy frecuentemente al niño. Ya en el cuento, ya en la poesía, en la novela, en la autobiografía —diarios y memorias— en el relato.

Chateaubriand, en sus “Memorias de Ultratumba”, narrará en espléndida prosa —prosa que se mueve al igual de la poesía— episodios de su infancia. De su vida de colegial Chateaubriand recuerda —entre otros— aquel suceso que revela su orgullo y su altivez. Había cometido una falta, y el regente —el abate Egault— del colegio lo llevó a su habitación para someterlo a un castigo corporal. El niño se subleva, siente que en su alma se levanta —cual tempestad— un soplo de ira y sale al encuentro del maestro —después de lanzarle una patada— pronunciando palabras latinas, que desarmarán a su enemigo; ¡resultaba tan cómica la erudición de un muchacho!

Pierre Loti, morboso, melancólico, sencillo, complicado y a la vez profundamente sentimental escribirá el “Diario de un niño”, en el que todas las emociones e impresiones de su infancia son expuestas en un lenguaje transparente y musical, con un penetrante acento de tristeza, con un anhelo de ensueño y de ilusión.

Escéptico, desencantado, irrespetuoso, sin ideal místico y pleno de ironía, Anatole France palpita de amor y de ternura cuando recuerda su niñez, cuando evoca a su madre. Y en sus libros, “El libro de mi amigo”, “Pedrín” y “La vida en flor” el maestro del desencanto y de la ironía compondrá páginas de maravillosa poesía como aquella que se titula “Te doy esta rosa”. “Un día —reproduzco el último párrafo de ese capítulo— estábamos en el saloncito y dejando su labor —France se refiere a su madre— me tomó en sus brazos, luego enseñándome una de las flores del papel me dijo: —Te doy esta rosa. Y para reconocerla la señaló, haciendo en ella una cruz con su punzón de bordar. Ningún regalo me hizo nunca tan feliz”.

¡Con que admirable lucidez, con que delicadeza de sentimiento había comprendido Anatole France el espíritu del niño, a quien una frase, un gesto, una mirada de su madre puede hacer perfectamente dichoso!

El niño que sufre de la injusticia social, que ha de trabajar —desde temprano— para ganarse su pan, en cuya sensibilidad repercute intensamente el espectáculo de la miseria y de la tristeza humana es el niño Alexei Maximovicht, que más tarde escribirá con el seudónimo de Máximo Gorki y que en su libro “Mi vida de niño”, relata todos sus sufrimientos, su choque con los hombres, su formación dolorosa y austera. “Mi vida de niño” es un libro de tremenda angustia; es la tragedia de un niño. No es —como en las obras de Anatole France— la historia del chiquillo mimado, a quien su madre dirá con acento de dulcísima ternura: “Te doy esta rosa”. Es el pequeño proletario que ya siente en su corazón todos los dolores de su pueblo y de su casta.

En el alma de otro niño —El Juan Cristóbal, niño de Romain Rolland— asistimos a la eclosión de una personalidad de artista y al desenvolvimiento de una infancia atormentada y oscurecida por toda suerte de privaciones. Juan Cristóbal se internará en el bosque de los sonidos y sentirá, alrededor suyo, “millares de fuerzas desconocidas que lo aguardan para acariciarlo o devorarlo”. Y —seguimos al niño Juan Cristóbal—: “abre el piano, acerca una silla, se yergue sobre ella, sus hombros llegan a la altura del teclado. El corazón le late al apoyar el dedo sobre una tecla”…

Para Romain Rolland no hay espectáculo más sugerente y emocionante que el de asistir al primer contacto de un niño con la música; “la música que abre los abismos del alma”.

Hay otro libro de un escritor francés, Gilbert des Voisins, impregnado del dolor de un niño. Es este libro, “El niño que tuvo miedo”. El niño tuvo miedo porque presenció la culpa de su madre, su madre, a quien el creía tan pura, tan noble, tan leal. El niño había revestido a su madre de todas las virtudes y perfecciones y vio como traicionaba la fe jurada al padre. Y aunque no pudo comprender claramente el sentido de esa traición, sintió que la vida era fea, que la vida era mala, y que su madre no era el símbolo de pureza y de claridad que él había soñado. Y el chiquillo no pudiendo resistir a su desilusión, no pudiendo soportar su desengaño, no sintiéndose fuerte para enfrentarse a la maldad de la vida, se quitó la existencia. Esa es la historia que relata Gilbert des Voisins, en su novela “El niño que tuvo miedo”.

Collete evoca en “La casa de Claudine” —al igual que Loti y que France— su niñez. Claudine es la chiquilla que ama los animales —amor que conservará toda su vida, escribiendo sobre ellos páginas encantadoras— y, que en la perra Toutouque, bull-dog feroz y agresivo, encontrará la más dulce y sumisa de las criaturas. Claudine educada, crecida en un rincón de provincia pintará su casa con toques de fresca musicalidad y delicado lirismo. Y con intuición en inteligencia describe Colette todo el proceso del alma infantil; intuición e inteligencia de artista y de poeta.

Si Claudine es la provincianita que mima y quiere a su perra, María Bashkirsteff es la niña de las ciudades, precoz, inquieta, cosmopolita, que a los doce años piensa en el duque H. Ya tocada por las tuberculosis, María Bashkirsteff piensa y siente casi como un adulto y la atormentan preocupaciones que no son infantiles.

Un poeta nuestro —Luis Valle Goicochea— encerrará en sus estrofas, “Las canciones de Rinono y Papagil”, todos los recuerdos de su infancia trascurrida en un humilde pueblo serrano y ¡qué candor, que sencillez en la evocación, toda llena del aroma de las retamas y de la hierba buena del huerto de la aldea!

Y Rabindranath Tagore, el gran lírico hindú, en su libro “La Luna nueva”, hace dialogar al niño y a la madre, canta el ensueño del chiquillo, en imágenes radiantes, en metáforas magníficas y surge del cantar del poeta, la voz del chiquillo diciendo: “Figúrate tú, madre, que me voy a viajar por países desconocidos y que tú tienes que quedarte en casa. Imagina que ya mi barco, cargado, me aguarda en el muelle. Ahora, piénsalo tú bien, madre; ¿qué quieres que te traiga cuando vuelva?”.

El niño —lo ha comprendido el poeta— vive en la quimera y sueña conquistar, “para su madre, el tesoro y el arca que constaron los reinos a siete reyes”.

(pp. 55-61)


María Wiesse

Escritora, periodista y pionera de la crítica de cine en el Perú. Nació en Lima el 19 de noviembre de 1894. Está considerada como una de las escritoras más importantes de la primera mitad del siglo XX. Inició su actividad periodística entre los años 1916 y 1917, haciendo crítica literaria y musical en los periódicos limeños La Crónica, El Perú, El Día y en Radio Nacional. Fundó y dirigió la revista mensual Familia desde la cual criticaba la militancia política de las mujeres, lo cual la diferenció de otras feministas de su época. Exploró la poesía, el cuento, la novela, el teatro y el ensayo. Escribió cuatro novelas: La huachafita y Rosario (1927), Historia de una niña (1929), Diario sin fechas (1948) y Tríptico (1953). Trébol de cuatro hojas (1932), Canciones (1934) y Jabirú (1951) son algunos de sus poemarios. Falleció en Lima el 29 de julio de 1964.


Sebastián Salazar Bondy

Cuentos infantiles peruanos. Selección, comentarios y notas de Sebastián Salazar Bondy. Lima: Editorial Nuevos Rumbos, 1958.

Prólogo para el niño

Leer no es sólo pronunciar correctamente las sílabas agrupadas en palabras y las palabras agrupadas en oraciones y frases. Es algo más. Todo escrito debe proporcionarte dos bienes: un placer y una lección. El placer que brinda la belleza del estilo y la lección que representan las verdades que aprendes de su contenido. Los doce relatos que reúne este libro han sido escogidos, pues, para que te entretengan y te aprovechen.

Leer es soñar despierto. Al abrir un libro inicias un viaje por paisajes distintos a los de todos los días. Y casi sin darte cuenta, te llenas de saber. Los escritores describen personajes, lugares y sucesos para expresar alguna novedad profunda sobre el hombre y la vida, que es imposible descubrir mientras se trabaja, se conversa o se juega. Para ello inventan historias. Estas historias te ayudan a comprender el mundo y a enterarte de cómo hay que estar en él.

Algunas de las historias que figuran en este libro son tomadas de la antigüedad y parecen, gracias a la habilidad del autor, el relato de alguien que las vivió o que las vio vivir. Son las leyendas. Otras ocurren entre animales y plantas, que se comportan como seres humanos, pero animales y plantas son en ellas el disfraz que oculta a cierta clase de personas. Son las fábulas. Por último, hay historias que son aparentemente reales, con personajes del presente, iguales a nosotros. Son los cuentos. En todos hay símbolos, es decir, bellas mentiras que reflejan una verdad, gracias a lo cual no son propiamente mentiras.

Los escritores, para dar más interés y encanto a sus invenciones, emplean imágenes. Las imágenes son los milagros de la palabra. Gracias a la imaginación (así se llama al poder de crear imágenes) pueden hablar el zorro y el cuy, el sol se convierte en un hombre gordo y rubio, el clavel se enamora de la rosa, y la montaña marcha a grandes trancos. En estas maravillas del arte debemos creer los lectores como creemos en esos seres extraños que parecen habitar nuestra mente cuando pensamos, cuando recordamos, cuando dormimos. Tales prodigios son obra de la inteligencia, esa fuerza capaz de transformarlo todo.

Admira lo que tienen de hermoso e instructivo estos cuentos. Si no los comprendes, pide que te los expliquen. Si hay una palabra que no entiendes o una idea que te resulta oscura, absurda o tonta, indaga por su significado ante tus padres o tus maestros. Consulta, si ellos no te satisfacen, los diccionarios (pide que te compren uno, si no lo posees). No te quedes nunca con una duda. Pregunta siempre, porque preguntar es tu derecho. Recuerda que no hay nada en el universo que no esté al alcance de tu inteligencia. Estás en la edad en que te preparas para ser adulto y es preciso que lo sepas todo.

El conocimiento que se adquiere en los libros, es más valioso que el dinero, las joyas o los metales preciosos, pues hace rico el espíritu, esa parte invisible y real del hombre que nunca muere. Cuando cierres la última página de este libro es probable que seas dueño de verdades que antes ignorabas. Además, el placer que estas leyendas, fábulas y cuentos te hayan proporcionado acrecentará tu afición a la lectura. Pide, entonces, más libros, tal como pides más dulces, más juguetes, más caricias.

(pp. 5-6)


Sebastián Salazar Bondy

Escritor peruano de la generación del cincuenta. Nació en Lima el 4 de febrero de 1924. Su obra gira en torno a los problemas del mundo urbano, y sus personajes y lugares manifiestan aspectos de la idiosincrasia local. Su primer poema fue publicado en la revista Palabra cuando tenía trece años y a los diecinueve publicó su primer poemario titulado Rótulo de la esfinge en colaboración con Antenor Samaniego. En 1941, ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Sus mayores éxitos los alcanzó como dramaturgo. Entre sus piezas escénicas destacan Rodil (1951), No hay isla feliz (1954), Flora Tristán (1956), Como vienen, se van (1959) y El fabricante de deudas (1962). Lo mejor de su poesía está en Confidencia en alta voz (1960) y El tacto de la araña (1965). Murió el 4 de julio de 1965.


Antonio Cornejo Polar

La formación de la tradición literaria en el Perú. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones (CEP), 1989.

La literatura peruana: totalidad contradictoria

En los últimos años las ciencias sociales y las ideologías políticas han retomado como objeto de reflexión el problema de lo nacional en el Perú, y lo han hecho con énfasis, con brillo y con pasión; en cambio, la crítica e historia literarias hace mucho tiempo que abandonaron el examen orgánico de tal asunto, pese al carácter prioritario que tuvo en las décadas de los años 20 y 30, cuando se fundó la tradición que aún rige el desarrollo de estas disciplinas entre nosotros.

Es una despreocupación perjudicial no sólo porque contribuye al aislamiento de los estudios literarios en el momento en que precisamente las ciencias sociales y humanas asocian con mayor consistencia y provecho sus tareas, sino, sobre todo, porque significa la pervivencia de un modo inactual de entender lo que es (o no es) la literatura peruana. De aquí que se maneje consensualmente una imagen de nuestra literatura que deriva de una teoría literaria en gran parte superada por la evolución de la misma disciplina e incompatible en grado decisivo con otras teorías conexas, como las que son propias de la lingüística, la antropología, la historia o la sociología actuales; depende de una experiencia del quehacer literario que obviamente no puede consultar los últimos tramos del vivaz proceso de nuestra literatura, con lo que se cancela la enriquecedora opción de reinterpretar la tradición con las luces de la contemporaneidad; presupone un conjunto de alternativas ideológicas que deben ser materia de discusión siquiera porque su data las remite a contextos de realidad y cultura en buena parte ya inexistentes; y está condicionada; en última instancia, por factores sociales que se han transformado de manera sustancial con posterioridad al tiempo en que esa imagen de nuestra literatura fue modelada y asumida como verdad.

Es urgente repensar, pues, esta materia. Y puesto que las condiciones de producción y el carácter mismo del discurso críticohistórico han variado decisivamente, no basta con propiciar una tarea de modernización rectificatoria: es necesario, más bien, proyectar el debate hacia las bases del asunto y discutir cuál es el campo y cómo se constituye el objeto de una reflexión científica sobre la literatura nacional peruana. Ciertamente se trata de un problema que no puede desligarse ni de un sistema teórico general ni de la particularidad del proceso de nuestra literatura; tampoco, como es obvio, de la circunstancia histórico-social desde la que se plantea. Es precisamente a partir de esta inserción concreta que tiene que repensarse el carácter de la operación literaria y de los espacios —como espacio nacional— en los que se produce. Sería incongruente suponer el descondicionamiento de un trabajo intelectual cuyo sentido preciso es justamente el de reinterpretar desde y para este tiempo un proceso que aunque antiguo se acumula en la conciencia contemporánea.

Interesa entonces adoptar una perspectiva y articular categorías teóricas con conocimientos históricos. Se burlan así los riesgos de la falsa neutralidad, pues asumir un tiempo es asumir también su conflictividad social, a la par que se alejan los peligros del idealismo y del empirismo, peligros que, tratándose del estudio de una literatura nacional, implican en el primer caso la esencialización de sus dos términos, como si la literatura no fuera cambiante y la nación una fluencia continua, y en el segundo la simple recopilación de datos sin sentido orgánico ni procesal. Es en el espacio formado por la relación dialéctica entre teoría donde debe fundarse una nueva concepción de la literatura peruana. A colaborar en este esfuerzo, que sin duda tendrá que ser colectivo, están destinadas las siguientes reflexiones.

(pp. 175-177)


Antonio Cornejo Polar

Profesor universitario y crítico literario peruano. Nació en Lima en 1936. Acudió a la Universidad de San Agustín de Arequipa y obtuvo los grados de Bachiller (1958) y Doctor en Letras (1960). Se desempeñó como profesor principal y posteriormente rector de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Tuvo a su cargo la dirección de los programas académicos de Lingüística, Filología y Literatura Hispánica de 1976 a 1978, y también la jefatura del Instituto Nacional de Cultura. Trabajó junto a su esposa María Elvira Cristina Soto Ramos en la conducción de Latinoamericana Editores. Además, fue el fundador y editor de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Entre sus obras se encuentran: Los universos narrativos de José María Arguedas (1997), La novela peruana: siete estudios (1978), Literatura y sociedad en el Perú: la novela indigenista (1980), entre otras. Murió el 18 de mayo de 1997 en Lima.

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