Kitabı oku: «Paisaje de la mañana», sayfa 9
Ventura García Calderón
Literatura Inca. Selección de Jorge Basadre, Introducción general, Biblioteca de Cultura Peruana, Primera serie, n.° 1. París: Descleé, De Brouwer, 1938.
Nota preliminar
No uno, varios libros, hubiera sido preciso consagrar a esta literatura inca que va saliendo de su envoltura polvorienta para asombrarnos, imprevista y luminosa como ese peto de colibrí que llevaban las momias en las huacas. Por muchos siglos no se la toma en cuenta. El mismo Garcilaso traduce a porfía el latín de León Hebreo, pero no se decide a revelarnos sino de paso los primores de aquella literatura escrita o cantada en el lenguaje de su madre. En el siglo de la conquista, algunos seglares, algunos frailes recogieron fragmentos literarios que atestiguan, ya un tono de exaltación en los himnos de triunfo; ya, la más veces, un lirismo peculiar de tierna y mansa cadencia en que el poeta está siempre a tono con su quena sollozante y con la melancolía aterida de su paisaje.
Lo que nos resta permite adivinar lo que se perdió. Perdido más que por incuria, por deliberada intención de los nuevos amos. Poco o nada quisieron conservar estos de una lengua que sonaba a herejía. Se destruyeron los quipus; se opuso a tantas deliciosas fábulas la mitología cristiana, si así puede decirse; se pretendió abolir con el lenguaje todo fermento de insubordinación. «Habla en castilla», solían decir iracundamente al indio que tartajeaba frases de extraña sintaxis. No incurriremos en la cómoda injusticia de culpar a nuestros abuelos que siquiera fundaban en la Universidad de Lima la indispensable cátedra de quechua, suprimida más tarde. Nosotros todos tuvimos la culpa de ese abandono. El que esto escribe recorría hace un lustro los Andes del Perú en busca de minas de plata; y muchas veces en un tambo del camino quiso enterarse de la significación de esa canturria que exhalaba un indio acurrucado, con las manos cruzadas sobre el pecho, en la rigurosa actitud de las momias. «No haga caso, doctorcito, son tonterías de estos bárbaros», respondían invariablemente los compañeros de viaje, mestizos de la Sierra que se consideraban ya de casta superior por haberse doctorado en la Universidad. Cuando insistí en que me tradujeran, maravillóme esa poesía de alborada, llena de cosas estelares y de copos de algodón y de «palomitas».
[…]
Parece, pues, llegada la hora de proceder al cabal inventario del pasado literario inca. No debe ocultarse que tal investigación es dificilísima, por lo mismo que no quedaron sino testimonios orales o las narraciones de los cronistas, a menudo inconexas, singularmente en lo que se refiere al acervo literario. «Con frecuencia –apunta Burga– hay notables discrepancias entre ellos, discrepancias que a veces son sólo de redacción y otras de fondo». Primero es necesario desentrañar en las mencionadas crónicas de conquista, en los itinerarios para párrocos de indios, en las primeras gramáticas quechuas, toda una serie de himnos, leyendas míticas, cantos de triunfo o hayllis, primeras fábulas o cuentos y, en fin, la admirable poesía elegíaca, el yaraví o haraui, queja amorosa, estridencia solitaria y nocturna que parece surgir del hondón de la raza. El investigador, el folklorista tiene que ir en seguida a las fuentes vivientes de tal poesía, así estén adulteradas por la larga convivencia con otro idioma (a tal punto que es corriente en la Sierra el canto híbrido en ambas lenguas, quechua y castellana). Afortunadamente el canto y la música han conservado muchas de estas canciones antiquísimas. A los esfuerzos precursores de Alomía Robles y de los esposos d’Harcourt se debe mucho en tal sentido. Con todo puede decirse comparativamente, si recordamos lo hecho en otros países de América –en el Brasil, por ejemplo– que nuestro folklore está en mantillas.
Por lo que tenemos –transcrito de los cronistas o perdurado en la Sierra– puede juzgarse ya del tono y de la calidad de esta poesía. Con su cabal comprensión de todo lo que atañe al pasado peruano, José de la Riva Agüero la describe así: «Cantinelas frescas y melancólicas como un paisaje de madrugada andino. Poesía blanda, casta y dolorida, de candoroso hechizo y bucólica suavidad, ensombrecida de pronto por arranques de la más trágica desesperación. Esquiva y tradicional, esta raza, más que ninguna otra, posee el don de lágrimas y el culto de los recuerdos. Guardiana de tumbas misteriosas, eterna plañidera entre sus ruinas ciclópeas, su afición predilecta y su consuelo acerbo consisten en cantar las desventuras de su historia y las íntimas penas de su propio corazón. Todavía cerca de Jauja, en el baile popular de los Incas las indias que representan el coro de princesas (ñustas) entonan, inclinándose con exquisita piedad sobre Huáscar, el monarca vencido: «Enjuguémosle las lágrimas; –y para aliviar su aflicción, llevémosle al campo–, a que aspire la fragancia de las flores»: Huaytaninta musquichipahuay…
De los más antiguos y hermosos yaravíes (haraui en quechua) es el que comienza: Purum pampapi piscucunata …
«A la llanura solitaria –íbamos los dos– a oír el trinar de los pájaros»…
[…]
«La misma suavidad lírica, la misma incomparable mansedumbre mezclada a ratos con intenciones satíricas y burlas caracterizan las fábulas y consejas en prosa. En ellas no solo hablan los animales sino los árboles, las cuevas y los cerros: toda la Naturaleza se anima y personaliza. En su intuitiva inocencia, el quechua concibió la fraternidad del Universo. Las aguas sagradas de los manantiales (puquios) infunden el cariño o el olvido. Las rocas y las pampas se conduelen de los desgraciados; y las clementes y misteriosas palabras con que dialogan, solo pueden oírse en sueños. El venado que huye anhelante por los riscos fue un rico cruel transformado en animal medroso y siempre perseguido, porque despreciaba a su hermano pobre; en las nubes multiformes que encubren las cimas, ven los genios benéficos de los Andes; y en las aisladas peñas que se elevan sobre los pajonales, pastores petrificados en castigo de sus faltas. En las noches de luna nueva, por las lejanías lucientes o bajo las recortadas sombras del arbolado escaso, una joven hermosísima y atribulada, hija de un cacique, a la que raptó el Diablo. En las grutas tenebrosas, creen que duermen tranquilos con sus tesoros los curacas de la Conquista que no quisieron sobrevivir a sus legítimos soberanos».
(pp. 24-27)
Ventura García Calderón
Escritor, editor, diplomático y crítico peruano. Nació en París el 23 de febrero de 1886. Estudió en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde también siguió las carreras de Ciencias Políticas y Administrativas y Derecho, pero no llegó a culminar sus estudios porque a la muerte de su padre, en 1906, su familia decidió establecerse en Francia. Fue canciller del consulado en París y Londres pero renunció como acto de protesta tras el encarcelamiento de José de la Riva-Agüero. Gran parte de su vida residió en Francia, motivo por el cual muchas de sus obras están escritas en francés. Se dedicó a la redacción en diarios y editoriales. Destacó en variados géneros literarios, especialmente en el cuento, siendo su obra más representativa la colección titulada La venganza del cóndor (1924). Además de cuentos, Ventura escribió teatro, poesía, novelas, crónicas y crítica literaria. Murió en París en 1959.
José Carlos Mariátegui
7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 2007.
La literatura de la Colonia
Materia primaria de unidad de toda literatura es el idioma. La literatura española, como la italiana y la francesa, comienzan con los primeros cantos y relatos escritos en esas lenguas. Sólo a partir de la producción de obras propiamente artísticas, de méritos perdurables, en español, italiano y francés, aparecen respectivamente las literaturas española, italiana y francesa. La diferenciación de estas lenguas del latín no estaba aún acabada, y del latín se derivaban directamente todas ellas, consideradas por mucho tiempo como lenguaje popular. Pero la literatura nacional de dichos pueblos latinos nace, históricamente, con el idioma nacional, que es el primer elemento de demarcación de los confines generales de una literatura.
El florecimiento de las literaturas nacionales coincide, en la historia de Occidente, con la afirmación política de la idea nacional. Forma parte del movimiento que, a través de la Reforma y el Renacimiento, creó los factores ideológicos y espirituales de la revolución liberal y del orden capitalista. La unidad de la cultura europea, mantenida durante el Medioevo por el latín y el Papado, se rompió a causa de la corriente nacionalista, que tuvo una de sus expresiones en la individualización nacional de las literaturas. El “nacionalismo” en la historiografía literaria es por tanto un fenómeno de la más pura raigambre política, extraño a la concepción estética del arte. Tiene su más vigorosa definición en Alemania, desde la obra de los Schlegel, que renueva profundamente la crítica y la historiografía literarias. Francesco de Sanctis –autor de la justamente célebre Storia della letteratura italiana, de la cual Brunetiére escribía con fervorosa admiración “esta historia de la literatura italiana que yo no me canso de citar y que no se cansan en Francia de no leer”, considera característico de la crítica ochocentista “quel pregio de la nazionalitá, tanto stimato dai critici moderni e pel cuale lo Schlegel esalta il Calderón, nazionalissimo spagnuolo e deprime il Metastasio non punto italiano”(1)”.
La literatura nacional es en el Perú, como la nacionalidad misma, de irrenunciable filiación española. Es una literatura escrita, pensada y sentida en español, aunque en los tonos, y aun en la sintaxis y prosodia del idioma, la influencia indígena sea en algunos casos más o menos palmaria e intensa. La civilización autóctona no llegó a la escritura y, por ende, no llegó propia y estrictamente a la literatura, o más bien, esta se detuvo en la etapa de los aedas, de las leyendas y de las representaciones coreográfico-teatrales. La escritura y la gramática quechuas son en su origen obra española y los escritos quechuas pertenecen totalmente a literatos bilingües como El Lunarejo, hasta la aparición de Inocencio Mamani, el joven autor de Tucuípac Munashcan13. La lengua castellana, más o menos americanizada, es el lenguaje literario y el instrumento intelectual de esta nacionalidad cuyo trabajo de definición aún no ha concluido.
En la historiografía literaria, el concepto de literatura nacional del mismo modo que no es intemporal, tampoco es demasiado concreto. No traduce una realidad mensurable e idéntica. Como toda sistematización, no aprehende sino aproximadamente la movilidad de los hechos (la nación misma es una abstracción, una alegoría, un mito, que no corresponde a una realidad constante y precisa, científicamente determinable). Remarcando el carácter de excepción de la literatura hebrea, De Sanctis constata lo siguiente: “Verdaderamente una literatura del todo nacional es una quimera. Tendría ella por condición un pueblo perfectamente aislado como se dice que es la China (aunque también en la China han penetrado hoy los ingleses). Aquella imaginación y aquel estilo que se llama hoy orientalismo, no es nada de particular al Oriente, sino más bien es del septentrión y de todas las literaturas barbáricas y nacientes. La poesía griega tenía de la asiática, y la latina de la griega y la italiana de la griega y la latina”(2).
El dualismo quechua-español del Perú, no resuelto aún, hace de la literatura nacional un caso de excepción que no es posible estudiar con el método válido para las literaturas orgánicamente nacionales, nacidas y crecidas sin la intervención de una conquista. Nuestro caso es diverso del de aquellos pueblos de América, donde la misma dualidad no existe, o existe en términos inocuos. La individualidad de la literatura argentina, por ejemplo, está en estricto acuerdo con una definición vigorosa de la personalidad nacional.
La primera etapa de la literatura peruana no podía eludir la suerte que le imponía su origen. La literatura de los españoles de la Colonia no es peruana; es española. Claro está que no por estar escrita en idioma español, sino por haber sido concebida con espíritu y sentimiento españoles. A este respecto, me parece que no hay discrepancia. Gálvez, hierofante del culto al Virreinato en su literatura, reconoce como crítico que “la época de la Colonia no produjo sino imitadores serviles e inferiores de la literatura española y especialmente la gongórica de la que tomaron solo lo hinchado y lo malo y que no tuvieron la comprensión ni el sentimiento del medio, exceptuando a Garcilaso, que sintió la naturaleza y a Caviedes que fue personalísimo en sus agudezas y que en ciertos aspectos de la vida nacional, en la malicia criolla, puede y debe ser considerado como el lejano antepasado de Segura, de Pardo, de Palma y de Paz Soldán”(3).
Las dos excepciones, mucho más la primera que la segunda, son incontestables. Garcilaso, sobre todo, es una figura solitaria en la literatura de la Colonia. En Garcilaso se dan la mano dos edades, dos culturas. Pero Garcilaso es más inka que conquistador, más quechua que español.
Es, también, un caso de excepción. Y en esto residen precisamente su individualidad y su grandeza.
Garcilaso nació del primer abrazo, del primer amplexo fecundo de las dos razas, la conquistadora y la indígena. Es, históricamente, el primer “peruano”, si entendemos la “peruanidad” como una formación social, determinada por la conquista y la colonización españolas. Garcilaso llena con su nombre y su obra una etapa entera de la literatura peruana. Es el primer peruano, sin dejar de ser español. Su obra, bajo su aspecto histórico-estético, pertenece a la épica española. Es inseparable de la máxima epopeya de España: el descubrimiento y Conquista de América.
Colonial, española, aparece la literatura peruana, en su origen, hasta por los géneros y asuntos de su primera época. La infancia de toda literatura, normalmente desarrollada, es la lírica(4). La literatura oral indígena obedeció, como todas, esta ley. La Conquista trasplantó al Perú, con el idioma español, una literatura ya evolucionada, que continuó en la Colonia su propia trayectoria. Los españoles trajeron un género narrativo bien desarrollado que del poema épico avanzaba ya a la novela. Y la novela caracteriza la etapa literaria que empieza con la Reforma y el Renacimiento. La novela es, en buena cuenta, la historia del individuo de la sociedad burguesa; y desde este punto de vista no está muy desprovisto de razón Ortega y Gasset cuando registra la decadencia de la novela14. La novela renacerá, sin duda, como arte realista, en la sociedad proletaria; pero, por ahora, el relato proletario, en cuanto expresión de la epopeya revolucionaria, tiene más de épica que de novela propiamente dicha. La épica medioeval, que decaía en Europa en la época de la Conquista, encontraba aquí los elementos y estímulos de un renacimiento. El conquistador podía sentir y expresar épicamente la Conquista. La obra de Garcilaso está, sin duda, entre la épica y la historia. La épica, como observa muy bien De Sanctis, pertenece a los tiempos de lo maravilloso(5). La mejor prueba de la irremediable mediocridad de la literatura de la Colonia la tenemos en que, después de Garcilaso, no ofrece ninguna original creación épica. La temática de los literatos de la Colonia es, generalmente, la misma de los literatos de España, y siendo repetición o continuación de esta, se manifiesta siempre en retardo, por la distancia. El repertorio colonial se compone casi exclusivamente de títulos que a leguas acusan el eruditismo, el escolasticismo, el clasicismo trasnochado de los autores. Es un repertorio de rapsodias y ecos, si no de plagios. El acento más personal es, en efecto, el de Caviedes15, que anuncia el gusto limeño por el tono festivo y burlón. El Lunarejo, no obstante su sangre indígena, sobresalió solo como gongorista, esto es en una actitud característica de una literatura vieja que, agotado ya el renacimiento, llegó al barroquismo y al culteranismo. El Apologético en favor de Góngora, desde este punto de vista, está dentro de la literatura española.
(pp. 195-199)
José Carlos Mariátegui
Escritor, periodista y pensador político marxista peruano, nacido en Moquegua el 14 de junio de 1894. El Amauta fue fundador del Partido Socialista Peruano y de la Confederación General de Trabajadores del Perú, en 1929. Llegó a formarse en periodismo sin haber culminado sus estudios escolares, trabajando en diferentes diarios y revistas. Volcó sus intereses hacia los problemas sociales y fundó la revista Nuestra Época, el diario La Razón y la revista Amauta. Se casó con Ana Chiappe y tuvo cinco hijos. En su estancia en Europa, asumió el marxismo como método de estudio. Fundó la editorial Minerva en Lima y publicó obras suyas y de otros autores nacionales. Fue encarcelado en 1927 y luego puesto bajo arresto domiciliario al ser acusado de conspirar contra el gobierno de Leguía. En 1928 publicó 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana, obra que toca distintos temas de la realidad nacional. Es considerado hasta hoy uno de los pensadores más influyentes del Perú. Falleció el 30 de abril de 1930.
Luis Alberto Sánchez
Panorama de la literatura del Perú. Desde sus orígenes hasta nuestros días. Lima: Editorial Milla Batres, 1974.
Indios, españoles y los demás
Insisto, acaso en demasía, sobre este punto, porque a él se halla ligado el proceso completo de la “literatura peruana” o “del Perú”, tal como yo la entiendo. No se trata sólo de averiguar los hechos simultáneos que rodean a cada fenómeno, escuela o personalidad, literarios. Mi empeño es más ambicioso: trátase de la imposibilidad de analizar cualquier personalidad u obra literaria sin rastrear sus afluentes, orígenes, resonancias y apetencias de índole social. En el fondo, hasta los artistas más aparentemente desligados de la vida de sus pueblos, encierran por reacción, fiero individualismo, trémula evasión, desdén —que no resulta de una voluntad individual, sino de condiciones objetivas que le dan vida— o arrogancia. José María Eguren, el primer poeta simbolista del Perú, que nunca escribiera una página anecdótica, que nunca se refirió a una efemérides, el poeta intemporal y hasta inespacial en su obra y en su figura de mago niño, responde sin quererlo y sin saberlo a un momento determinado de la vida del Perú: al cansancio de la alusión, al anhelo de espiritualidad una vida harto filistea, al ansia de fantasear en un país sin fantasía, al entusiasmo por la nueva literatura francesa. Eguren contesta a múltiples anhelos, y ello corresponde al deportismo greguerista de Ramón Gómez de la Serna, a los funambulismos intrascendentes de Valdelomar, coetáneo y lanzador de Eguren, de ese Eguren que fue a modo de cohete lírico en alcoba acolchada, juglar sin mucha audiencia, para niños mayores de edad.
Esta manera de considerar la literatura riñe con la ritual forma de mirar las belles-lettres. No se trata ya de esas “bellas letras”, sino de “las letras”, que siempre son bellas, porque rezuman vitalidad. Todo lo que expresa vida contiene, en su fondo, una belleza poderosa. Si a veces el gusto ambiente la pospone, no tardará en readquirir su señorío. La multiplicidad de los modelos clásicos de la vida impone en pro de todo el que la interpretó fielmente un día, cualquiera que sea la forma de expresión que adopte. Y si la vida, en cuanto asoma, crea belleza, la nueva forma de considerar la literatura —expresión superestructural según el dogma marxista— es ya una disciplina nueva, es ya una faceta inédita de la sociología, (también embrionaria disciplina en gestación constante); es una ciencia o un método que debe adoptar un nombre adecuado e intransferible: por ejemplo, el de socioliteratura. Múltiple expresión como es la forma escrita, en sí, viénenle estrechos ya los términos de “bellas letras” y de “literatura” a secas.
[…]
Pero, antes se impone un distingo fundamental: “literatura peruana” no es exactamente lo mismo que “literatura del Perú”. Esta última expresión comprende todo lo escrito por literatos nacidos en mi país, y, también, por literatos residentes largo tiempo en él: casos análogos serían los de Groussac, en Argentina, Bello, en Chile, y tantos más. La primera de estas clasificaciones, “literatura peruana”, se refiere a la expresión literaria típicamente, esencialmente peruana, saturada de ingredientes peruanos, con mayor concavidad nativa —sin incurrir en el nativismo sistemático—, más consonante y acordada con la emoción, la psicología, el panorama y el anhelo de la nacionalidad. Ser “literato del Perú”, puede no pasar de una mera casualidad geográfica. Ser literato “peruano” implica, además, una identificación con el medio ambiente. Una consustanciación con el paisaje y el hombre. No se trata ya de un simple hecho topográfico, sino de una interpretación cabal, por encima de la costumbre —que puede ocupar la imaginación de cualquier turista a lo Morand—, en los adentros de la idiosincrasia nacional.
Admitido el distingo, me atrevería a enunciar una primera herejía crítica o socioliteraria: hubo “literatura peruana” solo hasta entrados los primeros cincuenta años de la Conquista española, (pese a la duda sobre existencia de “litterae”, de la letra, antes de la llegada de Pizarro al Perú, con quien por lo demás no advino la letra sino la iletralidad). Entonces sobrepusiéronse elementos importados, ajenos al genio del país, en una ola de imitación postiza, epidérmica, que ha durado, con raras pausas, hasta hace menos de treinta años. A partir de 1916, la inquietud vuelve a crear una “literatura peruana”.
Existe un hecho, común a todas las literaturas indoamericanas, sobre el cual conviene insistir. No se puede hablar de un acento uniforme en la literatura del Perú. Ocurre con ella lo que con el idioma español del tiempo de la conquista, por ser ambas —la literatura del Perú hasta hoy y el idioma español entonces— procesos en marcha, incompletos, enderezados hacia un objetivo. Cada región tenía entonces su dialecto, su jerga peculiar. Y América está salpicada de provincias dialécticas o regionales, lingüísticamente hablando, a causa del origen extremeño, andaluz, castellano, vascuence, gallego o catalán, que aquellas tuvieron. Cada zona de influencia poseía su fisonomía propia, sin que pudiera hablarse aún de comunidad de aspiraciones hispánicas. Bajo el aluvión de provincialismos pugnantes entre sí, la masa indígena tendió su resignación como el mejor estadio para realizar el mestizaje. Ella infundió unidad a las discrepancias comarcanas. Ella dio vida al idioma unitario soñado por Nebrija, en virtud de una profunda mescolanza de los parroquialismos peninsulares con la lengua general del indio atento y receptivo.
La literatura del Perú presenta hasta ahora características semejantes. El más superficial de los observadores comprueba, a poco que la examine, una afirmación fundamental: No hay un solo Perú; hay varios Perúes. Existe un Perú de la costa, un Perú de la sierra y un Perú de la “montaña” o de la selva; y, sicológica y económicamente hablando, existe un Perú del norte, un Perú del centro y un Perú del sur. Sí, en cuanto a naturaleza, los tres primeros son más determinantes, en cuanto a características sicológicas, los tres últimos tienen mayor beligerancia.
El hombre que vive en ese país no puede, pues, tampoco tener una reacción uniforme ante la vida. Su conformación étnica es tan diversa como el escenario en que se mueve. Al autóctono indígena, grave y retraído, de ingenua alegría y hábitos colectivos, se sobrepone el español ambicioso y extrovertido, de júbilo arrogante, de bronca soberbia y de hábitos individuales. Y ni siquiera es “un” español el que se sobrepone; ni había alcanzado a cuajar en “un” solo indígena, el autóctono. Son andaluces, castellanos, extremeños, los que aportan sus diversas modalidades psicosociales al Perú prehispánico. Y con esto, casi al mismo tiempo, llueve el hervor africano, el negro sensual, vistoso, decidor, plástico, aficionado a la danza, al rito, al paramento, emborrachándose con tonadas y bailes para olvidar sus cadenas, apunto tal que un historiador colombiano —Vergara y Vergara— apunta que “el español no dio alegría al negro, sino que éste se la dio a aquél, a pesar de ser esclavo”. No ha sido aún bien estudiado este aporte negro en nuestra expresión literaria, aunque ya don Ricardo Rojas suministra varias observaciones con respecto a la literatura popular argentina y a la estirpe Rubén Darío. Pero, en todo caso, sin insistir más en ello, puesto que no es este lugar oportuno para mayores reiteraciones, el negro modifica la contribución cultural española y mezcla a la gravedad de indios y españoles (ambos, razas cultivadas; ambos, expresión de dos mundos trabajados por el pensamiento y la ambición), su virginidad de selva intransitada, recién, entonces, abierta al sol.
Otros aportes más modelan sucesivamente al hombre del Perú, tanto desde el punto de vista físico como desde el espiritual. Con el español llegan algunos italianos que airean un poco más la atmósfera de las altas cumbres culturales. El andaluz se afinca en la sierra mucho menos que en la costa. El francés empieza a ejercer influencia a partir de la primera mitad del siglo XVIII en Lima, pero nada más que ahí. Después de la independencia, el sajón y, luego, aunque no es muy visible aún su afluencia espiritual, el asiático sólo en la costa. En tanto la sierra conserva su fisonomía predominantemente indohispana, más india que hispana. Cuna del “nuevo indio”, modificado por los mestizajes de sangre y de culturas, la sierra que en todo sentido constituye las tres cuartas partes del Perú, avanza poco a poco y establece sus fueros. En ese avance y en esa reivindicación de valores absurdamente pretéritos radica lo más importante del aspecto actual de la cultura peruana —“peruana”, no solo “del Perú”.
(pp. 11-21)
Luis Alberto Sánchez
Escritor, abogado, historiador, periodista, crítico literario, traductor y político peruano. Nació en Lima el 12 de octubre de 1900. Se le considera una figura central en la vida literaria peruana, habiendo generado polémica por sus posiciones políticas. Estudió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos donde obtuvo el doctorado en Letras en 1922. Dedicó muchos años de su vida a su casa de estudios tanto como maestro, decano de la Facultad de Letras (1945) y rector de la universidad (1946-1951). Asimismo fue uno de los principales animadores del Conversatorio Universitario fundado en 1919. Fue miembro de la Academia de la Historia y de la Real Academia Española. Publicó artículos y crónicas periodísticas; y llegó a escribir libros de distintos géneros: novelas históricas, monografías, crítica literaria, crónicas, ensayos. Entre sus mejores aportes destacan sus estudios sobre Manuel González Prada y José Santos Chocano. Otras de sus obras son: La literatura peruana, derrotero cultural para una historia del Perú (1928-1936), Los poetas de la Colonia, y Proceso y contenido de la novela hispanoamericana (1976). Murió en Lima el 6 de febrero de 1994.