Kitabı oku: «¿A dónde van las estrellas cuando mueren?», sayfa 2

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CUARTA NOCHE
La historia de la Osa Mayor

Estoy empezando a entrar en rutina. No sé qué decir; la verdad es que estoy un poco decepcionado. Yo me imaginaba que esta iba a ser mi gran aventura pirata, pero cuando no estoy ayudando a Silva en la cocina o echándome la siesta, no hago más que deambular de aquí para allá. Solo escribo por las noches, a la luz de una pequeña lámpara de gas que me prestó Carla. El resto del tiempo es… aburrido.

Casi nadie me dirige una sola palabra, a excepción de Silva, que habla por los codos y por los de todos en el barco, mascando tomates secos al compás mientras yo friego platos y otros utensilios. Al menos, parece que a él le caigo bien. En la cocina me cuenta todo tipo de cosas extrañas; desde cómo hacer un buen pan de marinero o cómo desalar migas de bacalao con la menor cantidad de agua dulce, hasta sus fechorías antes de convertirse en pirata y cocinero… Hoy me ha contado que hace tiempo fue un magnífico cazador, que habría sido capaz de extinguir a todas las especies de la Tierra él solito; «si me hubieran dejado», ha agregado con un tono de demencia que me perturba.

—Mira, You —me dice descubriéndose su pierna derecha—. A esto lo llamo «el recordatorio».

Se trata de dos pequeñas marcas circulares a media pierna, como si le hubiera mordido un vampiro; y a mí me ha dado tanto repelús que no he querido preguntar más.

Por cierto, esto de You merece una explicación, y es que en este barco las pocas personas que me hablan me llaman cada una de una manera distinta: para Carla soy bribón; para Boon soy polizón; para Seisdedos soy simplemente amigo; y para Silva soy You, así, pronunciado en español, tal y como está escrito; o no sé si debiera escribirlo con doble ele. Da igual; no tiene ningún sentido.

Después de enseñarme la pierna se ha reído en voz alta, me ha ofrecido uno de sus tomates secos híper-chiclosos y ha cambiado de exterminador de las especies a su salvador, contándome la vez que liberó a una tortuga marina que se había quedado atrapada en las redes de unos pescadores. Todo esto, eso sí, siempre con un aire de simpática locura y entre gritos de «¡Ahí va!» por todos lados que ni vienen a cuento. Al final, reconozco que me alegra un poco mi tiempo aquí.

—¡Ahí va! Y cuando la tortuga estaba libre no se separaba de mí, ¡y tuve que empujarla con mis pies pa que se fuera la condená!

También me habla de Carla, o la Sable, como él la llama:

—Habría sío la pirata más respetá en este lao del mundo. ¡Te lo digo yo!

Dice que ella pertenece a otra época, o a otro lugar; que tendría que haber nacido en el siglo XVIII, en plena edad de oro de la piratería.

—¡Pero ahora cuéntame tú algo, You! A ver, esa cosa que estás escribiendo, ¿de qué carajo va?

¡Vamos! ¡Le da por preguntarme sobre mi libro! Y yo, pues no sé bien qué decirle.

—Venga, You —me ha dicho en un alarde de lucidez mientras me ofrecía más de sus tomates secos híper-chiclosos—. ¿Cuál es tu constelación favorita?

Tírate ochocientos años estudiando una carrera universitaria para que te pregunten por tu constelación favorita…

—Pues, depende.

—¡Ahí va! ¿Depende de qué?

—¿Mi constelación favorita por la forma que tiene? ¿O por la historia que hay detrás?

—Veo que tienes ganas de hablar, ¿eh? En tal caso…

—La Osa Mayor.

—¡Ahí va!, ¡donde la Polar!

—Bueno, no exactamente, pero puedes trazar una línea…

—¿A quién carajo le importa, You? ¡Venga esa historia!

Así que, algo confundido, hoy he acabado contándole la leyenda de la Osa Mayor.

Hay una buena historia de estrellas detrás de cada constelación, y sé que luego se cabrean las de ahí arriba, empiezan a gritar como locas y no me dejan dormir; pero es que a mí me encantan estas cosas…

La historia comienza, pues, como muchas otras, hace mucho tiempo; en un poblado iroqués que vivía en paz en la región de los grandes lagos, al sureste de Canadá. Un día, una partida de caza encontró unas enormes huellas de oso que rodeaban el poblado. Las noches se comenzaron a envolver con temibles rugidos que asustaban a niños y adultos; después comenzaron a morir los animales del bosque y aparecieron destrozados los cultivos. En poco tiempo no quedaron animales que cazar, ni nada que cosechar; y llegaron el miedo, el hambre y las enfermedades. Por supuesto que habían enviado ya muchas partidas de caza a por el oso, pero los que se aventuraban no regresaban jamás.

Una noche, el jefe de la tribu tuvo un sueño en el que sus tres hijas expulsaban al oso del bosque para siempre, pero nunca regresaban al poblado. Al día siguiente le contó el sueño a su esposa, pero no a sus hijas, por miedo a que compartieran la fortuna de ya tantos valientes guerreros. Sin embargo, una de ellas lo escuchó a escondidas y las tres juntas decidieron salir a la caza. Partieron esa misma noche.

El oso nunca volvió. Y tampoco las tres hermanas.

Se cuenta que encontraron pronto la pista del oso y que la siguieron durante muchas Lunas hasta llegar al mismísimo fin del mundo, y que, cuando llegaron, vieron cómo el oso saltaba a la oscura inmensidad del universo.

Creo yo que las hermanas debieron volver la vista durante un segundo al camino que habían recorrido durante semanas; al mundo que ahora debían dejar atrás. Habrían comprendido que ese era su destino. Y se dice que, en pos del oso, dieron juntas el salto a la inmensidad sin vacilar un instante siquiera.

Y allí siguen, en el cielo, persiguiendo al gran oso, en la constelación de la Osa Mayor, para asegurarse de que nunca regrese a maldecir nuestra Tierra. Los iroqueses dicen que, en otoño, las flechas de las tres hermanas alcanzan al oso y lo hacen sangrar, y por eso las hojas de los árboles se pintan de rojo.

Siempre me han gustado las historias de constelaciones en donde las personas se convierten en estrellas individualmente: una persona por una estrella.

Y si alguna noche me encuentro junto al fuego con un descendiente del pueblo iroqués, quizás en un momento señalará al cielo, a la constelación de la Osa Mayor, y dirá: «mira, las tres hermanas siguen persiguiendo al oso».

Ahí arriba caminan también esta noche, acechando a su eterna presa, y pareciera que en la Rasalhague nos dirigimos hacia ellas a ayudarlas en su amargo cometido. Me pregunto ahora si alguna vez las tres hermanas se arrepintieron de lo que estaban haciendo y pensaron en volver a su aldea con su gente.

La noche avanza, y mirando a un lado me doy cuenta de que ya estamos dejando atrás a Libra, con su misteriosa «estrella» roja.


QUINTA NOCHE
Lo que es y lo que no es (parte II)

Ahora sí, creo que a Silva realmente le falta un tornillo. ¿Y en serio no sabría dónde está la estrella Polar? No me lo trago.

Hoy ha empezado contándome la vez que lo capturaron unos piratas brasileños que iban a acceder a perdonarle la vida si aceptaba ser su cocinero.

—Se ve que habían oído hablar de mi famoso carpaccio de salmón, atún y bacalao con boquerones y alcaparras, You. El secreto está en rehidratar unas posidonias oceánicas con el tomate seco y machacarlo to junto para darle ese… ¡mmmm!... inconfundible sabor a mar.

La posidonia oceánica es una especie de césped submarino que cuando se seca y empieza a descomponerse desprende un olor particular, por no decir otra cosa: a mí, más que a mar, me huele a como cuando el pis y la caca se estancan en uno de esos baños químicos portátiles que hay en las fiestas de calle o en los conciertos al aire libre, para que la gente no vaya por ahí haciéndolo en cualquier lugar. Luego, reconozco que el carpaccio de Silva acaba teniendo un sabor especial.

—Hay piratas y piratas, You, y yo habría preferío morir que quedarme a cocinar pa´quellos salvajes. Mientras los desgraciaos estaban discutiendo entre si matarme o hacerme su cocinero, ahí que voy yo y me pongo a contarles el chiste de la vaca… ¡El chiste de la vaca, You! ¡Pa’berlo visto! A la mitad que creyó haberlo entendío se le soltó la risa tonta, ¡y los de la otra mitad se quedaron pensando como idiotas si el chiste tendría algún sentido! Entre tanta tontería, yo me solté las manos del mal nudo que me habían hecho, salté al agua, y nadé… Algún día te contaré el chiste, You, a ver qué clase de persona eres tú.

Y así, como quien no quiere la cosa, Silva ha seguido a lo suyo, amasando harina con el agua de una infusión hecha con sus malolientes plantas submarinas; aunque el silencio ha durado poco, porque en seguida ha empezado a hablar otra vez como si fuese lo primero que decía en la mañana:

—Ya habrás conocío a Boon… ¡Ahí va! Con esa sí que hay que llevar cuidao: está manchá de sangre, You, como esa estrella que nos viene acompañando por las noches; sí, las has visto, ¿no? Mira que cuando tenía trece años mató a una sirvienta de su mansión con un cuchillo de cocina… La condená bruja tocó la puerta de su alcoba con el cuchillo en la mano y gritó: «¡abre la puerta, que soy el diablo!» —Silva se ha empezado a reír exageradamente—. Condená bruja…

Al parecer, el padre de Boon era un ricachón que no quería a su hija ni en pintura y la madre biológica no era la esposa del padre, sino una de las criadas. También me ha contado que Boon acabó huyendo de casa y fue a buscar fortuna precisamente a las islas Canarias, que allí se casó con un marinero que frecuentaba el lugar y que al poco tiempo lo traicionó, se enamoró de un pirata que respondía al nombre de Jack, robaron un barco al que bautizaron el Invencible y abandonaron las islas juntos. La verdad es que todo esto está empezando a volverse ya un poquito espeluznante, y no sé si agradecer que Silva me confíe todas estas burradas…

En fin, creo que ya toca olvidarse de Silva; y de Boon, aunque hasta a mí me resulta difícil. Este maldito libro sobre las estrellas no va a escribirse él solito.

La dichosa «estrella» roja sigue en su sitio esta noche, efectivamente, en la constelación de Libra.

A veces me ha pasado que me quedo mirando una estrella muy brillante en el cielo hasta que me doy cuenta de que no es una estrella sino un avión, porque se mueve. Pues algo parecido les debió suceder a los primeros astrónomos hace miles de años: a veces se quedaban mirando algunas estrellas que, tras varias noches, se movían con respecto al resto de las estrellas; estrellas que no estaban siempre en la misma constelación.

En total eran cinco las que, como el avión, no podían ser estrellas, porque se movían. Estos hombres y mujeres no sabían lo que eran, pero las llamaron planetas, que significa errantes, que quiere decir que van de un lugar a otro.

Así que, aunque no lo dije antes, yo pronto me di cuenta de que la misteriosa «estrella» roja de Libra no es en realidad una estrella de mar con sed de venganza, ni una estrella manchada de sangre, sino una de aquellas errantes: un planeta.

Cambiando de tema, acabo de ver pasar una estrella fugaz: se dice que puedes pedir un deseo si ves una, y desde aquí yo veo un buen montón cada noche. Se me ocurre que quizás sea la recompensa por andar encerrado en un barco en medio del océano y por lo que me queda, aunque en realidad todo es parte de una misma trampa, y es que estas pequeñas traviesas tampoco son estrellas de verdad.

Las estrellas fugaces se llaman en realidad meteoros, y esta vez debo reconocer que sí que parecen estrellas, y por eso los que ponen los nombres a las cosas decidieron llamarlas así. Los meteoros o estrellas fugaces, pues, son pedazos de roca relativamente pequeños —del tamaño de un barco pirata o más chicos— que andan sueltos por el espacio y en su camino atraviesan un pedazo de la atmósfera de la Tierra, y al entrar en la atmósfera terrestre tan rápido se prenden fuego y por eso brillan. Algunos pueden llegar a caer a la superficie, y entonces se llaman meteoritos.

¡Ah! Y antes de que me gane el sueño, que ya queda poco tiempo, y ya que estamos en estas de ver qué es una cosa y qué no lo es, necesito distinguir tres palabras de forma muy clara: 1) Un astrónomo es alguien que mira las estrellas con mucho cuidado, que conoce las formas que dibujan, las constelaciones, y que sabe cómo se mueven los planetas y puede distinguirlos de las estrellas. 2) Un astrónomo se convierte en astrofísico cuando empieza a entender qué son realmente esas estrellas y esos planetas del cielo. Y 3) un astrólogo, dicho sea de paso, es alguien que se cree adivino y que cree que nuestro destino está escrito en las estrellas. Pero no hay que dejarse engañar, ya que, si bien puede que las estrellas conozcan perfectamente nuestro pasado, puedo asegurar que no saben absolutamente nada de nuestro futuro. No es aquí donde reside la magia de las estrellas.

SEXTA NOCHE
Las estrellas tienen planetas y los planetas tienen satélites

Hoy, a la hora de la siesta, iba yo pensando sin razón alguna que muchas veces cuando preguntas a alguien cuál es la estrella más brillante del cielo te dicen que es la estrella Polar, supongo yo que será porque es la única estrella que conocen con nombre propio…

Pero, en fin, antes de seguir con estrellas y planetas, tengo que escribir que Silva ha seguido contándome hoy historias terribles sobre Boon y el tal Jack: dice que navegaron juntos al Caribe, donde estuvieron pirateando salvajemente hasta que, de vuelta a las Canarias, el Invencible, repleto de riquezas fue abatido por la marina española. Boon se había quedado embarazada y un momento antes de que empezara la pelea saltó al mar. Uno o dos días después la encontró náufraga un barco pesquero y ella fingió haber sido rehén de los piratas. Los demás supervivientes del Invencible fueron trasladados de vuelta al Caribe y encarcelados en la prisión de una tal isla del Diablo.

—Después de parir, You, esa serpiente abandonó a su bebé sin derramar una sola lágrima y se echó de nuevo a la mar. ¡Esa cobarde! —Silva se veía cada vez más cabreado—. Luego fue a visitar a Jack a su celda para restregarle su miseria en la cara. Y, un buen día, Jack fue misteriosamente encontrao muerto en su celda a golpe de espada. «Misteriosamente», dicen los cínicos. Todo el mundo sabe cuáles fueron las últimas palabras de Boon para su amante…

—¿Y cuáles fueron? —le he preguntado, parando de masticar mi tomate seco, con la boca abierta.

—«Lamento verte así, Jack, pero si hubieras luchao como un hombre, ahora no tendrías que morir como un perro».

La verdad es que como historias no están mal; reconozco que Silva es todo un cuentacuentos. Ahora me lo imagino contando sus historias en una vieja librería de barrio, asustando a un pobre grupo de niños inocentes y espantando a las mamás y a los papás que no sabrían cómo interrumpir para agarrar a sus hijos del brazo y sacarlos corriendo de allí. Pero creo que desearía no tener que compartir barco con la protagonista de sus cuentos, la verdad…

Pues hoy quería seguir con los planetas, así que vamos allá. ¿Por qué contaría yo anoche qué son los meteoros, las estrellas fugaces, pero no dije qué son los planetas, las estrellas errantes? La respuesta es que los planetas merecen su propia noche en vela.

Entonces, me había quedado con las cinco estrellas errantes que se movían de una constelación a otra. Pues a base de dibujar su movimiento sobre las constelaciones durante muchos años, hace ya tiempo que los astrónomos se dieron cuenta de que estos cinco planetas recorrían siempre un mismo camino de doce constelaciones en el cielo, una y otra vez, cada uno a su ritmo. Y que así, en realidad, los planetas se mueven dando vueltas alrededor del Sol.

Precisamente por eso, como los planetas dan vueltas alrededor del Sol, repiten el mismo camino de doce constelaciones una y otra vez. Y, lo que es más, estas doce constelaciones son las mismas sobre las que el Sol se posa a lo largo de un año; porque aunque durante el día no se vean las estrellas, estas siguen estando ahí, y a lo largo de un año completo el Sol se va posando sobre cada una de las doce constelaciones, más o menos una cada mes, para luego volver a empezar.

A estas doce constelaciones «mágicas» se les llaman constelaciones del zodíaco, y ya desde hace mucho tiempo los astrólogos de la antigüedad creyeron de verdad que poseían algún tipo de magia y empezaron a utilizarlas para todos esos sortilegios suyos de predecir el futuro. A cada constelación le asociaron un signo zodiacal, y el signo de una persona no es más que el de la constelación sobre la que se posaba el Sol en el momento de su nacimiento. Pero la verdad es que si todo esto es así es simplemente porque la Tierra se mueve alrededor del Sol como un planeta más; y todos los planetas, incluida la Tierra, se mueven alrededor del Sol en un mismo plano, dibujando una serie de anillos más o menos concéntricos a lo largo de su camino que se llaman órbitas. Las constelaciones del zodíaco no son más que las que quedan en ese mismo plano que dibujan los planetas; pero no tienen nada de especial, salvo porque si te las aprendes bien y un día aparece una estrella que no debería estar ahí, como me ha pasado a mí con Libra, ya sabes que esa estrella es en realidad un planeta.

Hace pocos años, los astrónomos descubrieron con sus telescopios dos planetas más que no se pueden ver a simple vista. El telescopio, por cierto, es como el catalejo de un pirata, pero mucho mejor: con él se pueden ver las cosas más grandes de lo que se ven a simple vista, y también cosas que están tan lejos que sin él serían imposibles de ver.

Así que el Sol tiene ocho planetas en total que giran a su alrededor, como ocho perritos redondos a los que siempre ordena a dónde ir y a los que mandar algún escarmiento si se portan mal. Nosotros somos como las pulgas en la piel de uno de ellos; en el tercero para ser exactos, que llamamos planeta Tierra. En los otros siete no vive nadie, que sepamos, porque hace demasiado calor o demasiado frío; y todos se pueden ver, a veces, de noche, entre las estrellas del zodíaco: Mercurio se observa —aunque es bastante difícil— muy pegadito al Sol en atardeceres o amaneceres; Venus es el más brillante y se empieza a ver antes que ninguna otra estrella por donde el Sol se está poniendo, o justo antes del amanecer por donde el Sol va a salir; la Tierra es nuestro hogar, el tercer planeta; Marte es de color rojo intenso —este es justamente el que ahora veo brillar en la constelación de Libra—; Júpiter es el más brillante después de Venus y se suele ver bien entrada la noche; y el pobre Saturno, a primera vista, no resalta mucho con respecto al resto de las estrellas, aunque mirándolo a través de un telescopio es el más bonito de todos, porque tiene unos preciosos anillos que lo rodean.


Estos cinco planetas —sin contar el nuestro— son los que se pueden ver en el cielo a simple vista; los cinco que observaron los astrónomos hace muchos miles de años, que parecen estrellas como las demás, salvo porque al cabo de varias noches se van moviendo de una constelación del zodíaco a otra. Por último, Urano y Neptuno están muy lejos y solo se pueden ver utilizando un telescopio.

En mi dibujito del Sol y de los planetas, la Tierra estaría en el mes del signo de Tauro, porque si lanzas una línea recta imaginaria desde la Tierra que pase por el centro del Sol, esta va dirigida hacia la constelación de Tauro. Es decir que, visto desde la Tierra, el Sol está tapando la constelación de Tauro. Poco, o más bien nada, tiene que ver esto con la personalidad de alguien que haya nacido en este momento. Por si eso fuera poco, y para echar algo más de leña al fuego, la orientación de las órbitas de los planetas con respecto a las constelaciones del zodíaco ha cambiado desde que los astrólogos de la antigüedad descubrieran todo este asunto, así que en el presente, el signo de Tauro ya ni siquiera coincide con el Sol estando sobre la constelación de Tauro, sino que en realidad está como una constelación y media más allá… o más acá… ¡Ni siquiera lo sé!

Por cierto, ¿y qué hay de esa gran ausente en esta aventura, que es la Luna? Pues la Luna es un satélite que da vueltas alrededor de la Tierra, al igual que la Tierra lo hace alrededor del Sol. O sea, que si un planeta es una pelota que da vueltas alrededor de una estrella, entonces un satélite es una pelota que da vueltas alrededor de un planeta. Para que todo esto tenga sentido, claro está, un satélite tiene que ser mucho más pequeño que su planeta, y un planeta tiene que ser mucho más pequeño que su estrella: la Luna es mucho más pequeña que la Tierra, y la Tierra es mucho más pequeña que el Sol.

La Luna es el único satélite de la Tierra, pero hay planetas que no tienen ningún satélite, como Mercurio y Venus, y otros que tienen más de uno. Marte, por ejemplo, tiene dos, que se llaman Deimos y Fobos. Júpiter tiene ¡setenta y nueve satélites! Y Saturno, además de muchos satélites, tiene un grupo de anillos muy bonitos hechos de rocas, polvo y hielo. ¡Ah! Y si se apunta a Júpiter con un telescopio, o incluso con unos buenos prismáticos, y se espera un poco a que el ojo se acostumbre a la oscuridad, se pueden llegar a ver sus cuatro satélites más grandes, como cuatro puntitos que dibujan una línea junto al planeta: se llaman Ío, Europa, Ganímedes y Calisto.


Una última cosa: ni la Luna ni los planetas emiten luz propia, como sí que lo hacen las estrellas. La luz que vemos de la Luna y los planetas es en realidad la luz del Sol reflejada, que los ilumina como una linterna puede iluminar los objetos en una habitación a oscuras.

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154 s. 41 illüstrasyon
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9788418996795
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