Kitabı oku: «Derechos a la igualdad y no discriminación», sayfa 2
Como mandato exigible para las leyes en sentido formal y material es central el art. 103 de la Constitución, el mismo que justifica la expedición de leyes especiales por la naturaleza de las cosas, pero no por la diferencia de las personas. Asimismo, la igualdad en la descentralización obtiene también cristalizaciones puntuales, ya como la igual representación “de género, comunidades campesinas y nativas, y pueblos originarios” en los consejos regionales y municipales (art. 191). Finalmente, el art. 202.2 es una disposición relacionada con la igualdad, pues establece al proceso de amparo como su garantía constitucional.
1.2. Igualdad y justicia
El principio general de igualdad del art. 2.2 (primera frase) de la Constitución, que vincula a los tres poderes clásicos del Estado y a los particulares, antes como ahora, plantea grandes dificultades para su comprensión teórica como también para su aplicación práctica. Ello se expresa, sobre todo, en su conexión con los arts. 43, 44 y 58 de la Constitución que, por un lado, establece que “la República del Perú es (…) social” y, por otro lado, que el Estado tiene el deber primordial de “promover el bienestar general que se fundamenta en la justicia y en el desarrollo integral y equilibrado de la Nación”, y que la iniciativa privada “se ejerce en una economía social de mercado”, respectivamente. ¿Qué consecuencias se generan a partir de esta relación jurídico-constitucional entre la igualdad y la justicia?
Las concepciones modernas de la justicia, en general, aceptan una norma básica fundamental: todas las personas deben ser respetadas en tanto poseen el mismo valor; es decir, están provistas de igual dignidad (art. 1 de la Constitución), por eso, todas las personas deben ser tratadas con el mismo respeto y la misma consideración. Según como las diversas concepciones de la justicia entienden en detalle la norma básica de la igual dignidad, se derivarán puntos de vista sobre lo correspondientemente justo o razonable entre los iguales.
Desde Aristóteles se conoce la propuesta de solución a los problemas de la justicia a través de la distinción entre justicia distributiva y justicia conmutativa. Entre estas existe una diferencia de base: mientras que la justicia distributiva hace referencia a la relación entre tres partes por lo menos (siendo el Estado el tercero), en la justicia conmutativa se presenta una relación entre dos personas (el Estado no participa, en principio, de esta relación). El problema central de la justicia distributiva radica en la distribución de bienes y derechos, la misma que puede ser realizada bajo criterios específicos de justicia; el problema central de la justicia conmutativa está en establecer criterios de justicia que sirvan como reglas de compensación entre los ciudadanos.
a) Justicia distributiva e igualdad
La justicia distributiva recurre a criterios específicos de justicia tales como el principio de igualdad, de colaboración, de necesidad y el de derechos adquiridos (Rüthers, 2018, pp. 180 y ss.). La igualdad se relaciona con la justicia, pues aquella es la regla de distribución más importante a la que se acude para la materialización de la justicia. En un sentido jurídico-constitucional concreto, la justicia ordena dar a cada uno lo suyo. Bajo el mandato de igualdad queda fuera de toda duda de que cada uno debe ser tratado igual en comparación con sus iguales y desigual en comparación con sus desiguales. El problema está en la comprensión de lo que debe entenderse por lo suyo.
Lo suyo carece de un contenido constitucional unívoco. Mientras que para algunos puede significar un reparto de derechos, obligaciones y bienes no igualitario, para otros puede implicar una distribución basada en el reparto igualitario. En el reparto no igualitario de lo suyo (derechos, obligaciones y bienes) se toma en consideración lo siguiente: según la regla de los derechos adquiridos, lo suyo será los derechos adquiridos por los ciudadanos, los mismos que pueden ser exigidos por estos y satisfechos por el Estado; por la regla de los servicios, lo suyo se determina en función del trabajo prestado por el ciudadano o sus capacidades, de manera que quien contribuye con servicios mayores debe recibir mayores bienes y derechos (proporcionalidad); y, por último, se incluye la regla de las necesidades, cuya premisa es una adecuada determinación del “necesitado”. Necesitado, en un sentido subjetivo, sería aquella persona que, por sus carencias psíquicas o físicas, no está en capacidad de autosostenerse; en un sentido objetivo, necesitado sería aquel que tiene mayores deseos que otro (este enfoque no ayuda mucho para asegurar un resultado justo).
La Constitución ha acogido algunas de estas reglas de distribución de los derechos, obligaciones y bienes, y otras las ha descartado. Por ejemplo, mediante reforma constitucional en el año 2004, el art. 103 adopta el criterio de los hechos cumplidos, pero no el de los derechos adquiridos, salvo en materia penal y contractual (art. 62). A veces, la Constitución recurre a dos criterios en conjunto, como es el caso del art. 16: el Estado “garantiza el derecho a educarse gratuitamente a los alumnos que mantengan un rendimiento satisfactorio y no cuenten con los recursos económicos necesarios para cubrir los costos de educación”; en este caso, el derecho a la educación gratuita se distribuye de acuerdo con los criterios de capacidad y necesidad. En otros casos, se acoge un criterio de justicia y se descarta otro. Por ejemplo, los tributos se imponen a las personas en función del criterio de igualdad (art. 74 de la Constitución), pero los bienes y derechos no se distribuyen en proporción a lo tributado.
Para la justicia distributiva es particularmente interesante la teoría del “velo de la ignorancia” de Rawls (2005, pp. 136 y ss.): lo justo sería los principios resultantes de aquella cuestión ficticia sobre cómo actuaría uno si no tuviera un conocimiento de sí mismo o de su propia situación que lo distinguiera de cualquier otro ser racional. Esta teoría de la justicia defiende un liberalismo político (social) y argumenta a favor de un Estado de derecho social y democrático. En él, de acuerdo con el primer principio, los derechos de libertad tienen primacía. De acuerdo con el segundo principio, el denominado principio de la diferencia, los ingresos y los bienes deben ser distribuidos por igual, a menos que una distribución desigual beneficie a todos, especialmente, a los más necesitados.
Por ejemplo, en la STC N.º 00026-2008-AI/TC y 00028-2008-PI/TC, FJ 42-43, el Tribunal concluyó que la fórmula de cálculo del porcentaje máximo de captura por embarcación, prevista en el art. 5 del Decreto Legislativo N.º 1084, no contravenía el principio-derecho a la igualdad, pues desde el punto de vista de la norma todas las embarcaciones eran iguales para determinar el límite máximo de captura por embarcación. Sin embargo, este razonamiento del Tribunal Constitucional fue erróneo y terminó privilegiando a las grandes embarcaciones pesqueras, toda vez que la capacidad de captura de las medianas y pequeñas embarcaciones no era la misma. Lo correcto hubiera sido que, en aplicación del principio de la diferencia, se establezca una diferenciación que permita una cuota de pesca desigual para favorecer a los más perjudicados con la regulación normativa, es decir, a las medianas y pequeñas embarcaciones de madera. En este caso, el trato desigual es más bien el que hubiera permitido una verdadera materialización de la justicia.
En lugar del segundo principio de la justicia, otros defensores del liberalismo social exigen un principio de igualdad de oportunidades. De acuerdo con este principio, un ordenamiento es justo si compensa, en la medida de lo posible y de manera normativamente justificable, todas las desventajas de las personas no causadas por estas y, al mismo tiempo, exige que las personas asuman por sí mismas las consecuencias de sus decisiones y acciones intencionales. En ese sentido, la igualdad de oportunidades significa que todos los ciudadanos deben tener la misma oportunidad de sacar el máximo provecho de sus vidas. En todos aquellos ámbitos y situaciones de la vida social, en los que los recursos, posiciones o condiciones de vida codiciados son escasos y, por lo tanto, las personas compiten por ellos, nadie debe estar en ventaja o en desventaja a causa de su origen social, género, color de piel, afiliación religiosa u otras características personales.
Esta demanda se basa en una comprensión muy específica de la justicia social: la desigualdad entre las personas se considera justa si el más acomodado ha obtenido su ventaja en una competición justa, en una competición en la que todos los demás participantes también tuvieron una oportunidad real de estar entre los ganadores al principio (igualdad de oportunidades de partida). Una mejor posición alcanzada de esta manera no sería arbitraria (como sí lo serían, por ejemplo, los privilegios de nobleza), sino “ganada” a través del esfuerzo y el rendimiento, y, por lo tanto, legítima.
La igualdad de oportunidades está, en este sentido, estrechamente relacionada con otro principio de justicia: la justicia del logro. Sin embargo, estas consideraciones están en el ámbito de lo que debería ser (consideraciones normativas). Si los recursos codiciados, las posiciones y las condiciones de vida se logran realmente en una competencia de rendimiento justa entre iguales es una cuestión que solo puede ser respondida empíricamente. Por eso, en el Estado social de derecho, el destino del ser humano se determina a partir de sus propias decisiones, no por las circunstancias sociales de su vida de las que no son responsables.
Con ello se ingresa a otro ámbito del debate en el que se intenta distinguir la igualdad de oportunidades de la igualdad de resultados. Si bien es claro que se debe abogar por la igualdad de oportunidades en el sentido de que, por ejemplo, a todos los miembros de una sociedad se les debe brindar la oportunidad de acceder al sistema educativo, es más discutible si, bajo la igualdad de resultados, todos deben acceder al mismo. En el caso de las universidades públicas, ciertamente todos tienen la oportunidad de postular “en igualdad de condiciones”, pero el Estado no puede asegurar que todos obtengan una vacante para continuar estudios superiores; se establece así una suerte de numerus clausus para las carreras con mayor demanda y oferta limitada.
La igualdad de resultados, ahí donde sea aplicable, se justifica desde la perspectiva de la integración social. La igualdad de oportunidades implica, en parte, también la igualdad de resultados, pero también una distinción bastante estricta entre ellas probablemente dé lugar a importantes problemas de delimitación. En los casos en que dos hechos son ya (esencialmente) iguales al inicio, la igualdad de resultados se logra sin problemas constitucionales a través de la igualdad en las consecuencias jurídicas. Pero pueden presentarse casos en los que no estará claro cuál es exactamente la posición de partida y cuál es el resultado. Un campo bastante fértil para la discusión de la igualdad de resultados es el de la cuota de mujeres en todos los niveles de representación y en el servicio público. Por lo tanto, la igualdad de resultados solo se persigue como un estándar mínimo que excluye la desigualdad en el extremo inferior de la distribución y que no se deriva del desempeño individual, sino que se fundamenta en las necesidades de cada persona o de grupos de personas.
b) Justicia conmutativa e igualdad
La búsqueda de la justicia también se ha intentado a través de la justicia conmutativa. De acuerdo con ella, la justicia se realizaría mediante el principio de compensación en las relaciones de intercambio y contractuales o, en general, en las relaciones sociales (justicia compensatoria), o a través de su restablecimiento después de una injusticia producida (justicia correctiva). La justicia conmutativa se relaciona con la igualdad en el sentido que se intenta responder a la cuestión de si en las relaciones de intercambio o contractuales los participantes lo hacen en igualdad de condiciones.
La autonomía de la voluntad privada y la libertad contractual (arts. 2.14 y 62 de la Constitución) garantiza que nadie debe ser obligado a firmar contratos por compulsión del Estado. La determinación del contenido de las cláusulas y la forma de rescisión de los contratos se deja a la libre voluntad de las partes, siempre que no infrinjan leyes de orden público (Rüthers, 2018, pp. 186 y ss.). La libertad contractual también encuentra límites importantes en el derecho constitucional laboral mediante el establecimiento, por ejemplo, de “las remuneraciones mínimas” (art. 24).
Mientras la Constitución contenga una disposición como la del art. 58, que habla explícitamente de una “economía social de mercado”, el Estado no podrá agotar su rol solo a través de la facilitación y vigilancia de la libre competencia (art. 61), sino que, además, deberá “actúa[r] principalmente en las áreas de promoción del empleo, salud, educación, seguridad, servicios públicos e infraestructura” (art. 58). No obstante, al reconocer la Constitución la libre competencia, incorpora la ley de la oferta y la demanda. Es precisamente aquí donde la justicia conmutativa es puesta a prueba, sobre todo, con relación a la determinación de los precios y salarios justos. Sin embargo, en el ámbito de la justicia conmutativa, las intervenciones soberanas del Estado son necesarias, en determinados casos, a condición de que se justifiquen (Rüthers, 2018, p. 203).
¿Cuándo un precio o salario es justo? ¿Bajo qué criterios se puede determinar su justicia? En un mercado y sociedad ideal se responderían estas preguntas diciendo volenti non fit iniuria, es decir, lo pactado voluntariamente no crea injusticia (Rüthers, 2018, pp. 187-188); por lo que, de acuerdo con esto, un precio o un salario justo sería aquél que ha sido pactado libremente por las partes de la relación contractual. Sabemos, sin embargo, que esto solo es aplicable a un campo muy reducido de relaciones contractuales. La gran mayoría de contratos en la actualidad son los llamados contratos en masa en los que una de las partes carece de toda posibilidad de acordar el contenido de las cláusulas contractuales, en muchos casos solo le queda adherirse a ellas (piénsese en los contratos sobre los servicios básicos).
De ahí que la justicia conmutativa se preocupe por la equivalencia entre la prestación y la contraprestación, pero especialmente por la disminución, neutralización y eliminación de la usura, del enriquecimiento ilícito, de los monopolios, de la concertación, etc. En el ámbito del mercado laboral, si bien no existe un canon objetivo y definitivo para determinar el salario justo, la propia Constitución habla, por un lado, de “una remuneración equitativa y suficiente” y, por otro, de “remuneraciones mínimas” reguladas por el Estado y con participación de los trabajadores y empleadores (art. 26). Los convenios colectivos, que tienen fuerza vinculante (art. 28.2), sirven también para aproximarse a una justicia salarial, a partir de las condiciones laborales acordadas y de la participación de los trabajadores en las utilidades en la empresa (art. 29).
En virtud, pues, de la justicia conmutativa el establecimiento del salario o del precio justos se determina, en principio, por las partes contractuales. Nadie puede decir qué precio es justo en relación con un determinado bien o servicio (Rüthers, 2018, p. 188), a no ser que se presenten situaciones excepcionales que hagan no solo posible, sino también necesaria una mayor participación del Estado. Un claro ejemplo de precios cuya calidad de justo puede ser seriamente cuestionado es el precio que llegaron a tener los medicamentos e insumos médicos en plena situación de pandemia del Covid-19. No se defiende aquí una economía totalmente planificada porque, al anular la autonomía privada, se torna incompatible con la justicia conmutativa. Pero tampoco se trata de que la fórmula de la “economía social de mercado” (art. 58) se convierta en una fórmula vacía. El Estado solo interviene como ultima ratio.
1.3. Igualdad y libertad
El Estado social, que se orienta a la igualdad, y el Estado de derecho, que se orienta a la libertad, confluyen en la fórmula del Estado social de derecho. Como resultado de ello, puede decirse que no hay igualdad sin libertad, ni libertad sin igualdad. Por eso, el Estado social de derecho no pasa por alto la libertad, que será considerada al momento de compensar intereses, pero la libertad también implica el apoyo directo que se ha de brindar a los más débiles a fin de conseguir la igualdad de oportunidades (Benda, 2001, p. 548).
A diferencia de la relación entre la igualdad y la justicia, donde la primera es un medio para alcanzar la segunda, en la relación entre la igualdad y la libertad se habla de una tensión entre estas (Hufen, 2017, p. 715). Esta relación de tensión ha sido resaltada en el entendido de que todo libre desarrollo provoca siempre una diferenciación frente a otros. Cuando una Constitución contiene, al mismo tiempo, la libertad como una declaración valorativa, además de la igualdad, entonces en última instancia polariza la igualdad por una declaración de valor sobre el hombre, para que se le permita ser simplemente diferente sin que el Estado pueda hacer que todo sea igual y equitativo. Se habla así de una “incancelable tensión”, en la medida que la “libertad genera fatalmente desigualdad, y la igualdad no puede por menos de coartar la libertad. Cuanto más libres son los hombres, tanto mayor desigualdad les separa. Y cuanto más se igualan en sentido radical-democrático, tanto más se alejan de la libertad de sus vidas” (Leibholz, 1971, p. 37).
La Constitución que, sobre la base de la libertad, debe producir la competencia, el concurso, el desarrollo y la iniciativa (y con ello una superestructura plural y desigual), al mismo tiempo, debe “nivelar” sobre la base de la igualdad. La tensión se produce, desde esta perspectiva, de manera natural; por un lado, se reclama en la actualidad mayor libertad frente al Estado y, paradójicamente, por otro lado, se exige mayores prestaciones y compensaciones estatales que materialicen la igualdad. Esto conduciría a la realización de la libertad a costa de la igualdad o a la realización de la igualdad a costa de la libertad.
La igualdad, siempre bajo ese punto de vista, tendría frente a la libertad una función de servicio como base y presupuesto del libre desarrollo del ser humano. Esto refuerza la preponderancia de la libertad, pero una Constitución que se fundamenta en la igualdad también se decide en contra de una igualación permanente, en el sentido de una colectivización, nivelación de todas las relaciones humanas, de las personas y de todos los ámbitos de la vida. Es decir, la tensión se produciría porque la libertad llevaría a que unos obtengan ventajas, propias de un pluralismo personal y social, mientras que la igualdad, con su pretensión de igualación, solo sería posible limitando esa libertad.
Sin embargo, esta forma de ver la relación entre la igualdad y la libertad no es convincente del todo. Si la igualdad (como la libertad) procede de la misma raíz, es decir, de la dignidad del ser humano (art. 1), no existe ni podría existir una relación de tensión natural entre ambos valores constitucionales. La libertad es la capacidad de actuar, comportarse o determinarse de manera independiente. La igualdad asegura un estándar iusfundamental de libertad, pero también puede decirse que la igualdad es un aspecto parcial de la libertad. Lo que asegura la Constitución, en todo caso, es la igual libertad como una expresión concreta de que ambos valores constitucionales no se contraponen necesariamente. En el pensamiento kelseniano se ha enfatizado que “el sentido más profundo del principio democrático radica en que el sujeto no reclama sólo para sí, sino para los demás; el ‘yo’ quiere que también el ‘tú’ sea libre, porque ve en él su igual. De este modo, para que pueda originarse la noción de una forma social democrática, la idea de igualdad ha de agregarse a la de libertad, limitándola” (Kelsen, 1934, p. 138).
Una sociedad en la que se pretenda garantizar la coexistencia humana debe regirse por el mandato constitucional del pluralismo y la tolerancia, lo cual supone una delimitación simétrica en principio de las esferas de libertad de todos. Si todos los seres humanos son iguales, entonces todos ellos son libres (Dürig, 1994, p. 66). Esta afirmación abstracta, no obstante, requiere de un factor que la concretice. La fraternidad, como postulado histórico, tiene que conciliar o humanizar esta relación, ella es un valor intermedio entre la igualdad y la libertad y que el Estado social de derecho no ha aprovechado todavía su potencial conciliador y de humanización de todas las relaciones humanas, especialmente las de carácter económico y mercantil (Dürig, 1994, p. 77). En nuestra Constitución, del art. 43 y debido a la naturaleza social de nuestro modelo de Estado, se puede derivar el principio de solidaridad (equivalente al de fraternidad).
La doctrina distingue correctamente entre derechos de libertad y derechos de igualdad. Los derechos de libertad tienen dimensiones jurídicas de igualdad, debido a que muchos de ellos garantizan prohibiciones absolutas de diferenciación o de valoración en diferentes ámbitos de la libertad; por ejemplo, en cuanto al derecho a la vida y a la integridad (art. 2.1), a la libertad de conciencia y de religión (art. 2.3), a la libertad de expresión, a la salud (art. 7), entre otros. Acá nos debemos preguntar cómo actúan estas disposiciones sobre las normas de igualdad.
En estricto, se tratan de garantías de libertad que, en el resultado, exigen tratos iguales estrictos, ya que ellas mismas son, en circunstancias excepcionales, mandatos absolutos en relación con los derechos de libertad. No existen vidas más valiosas que otras, religiones más importantes que otras, expresiones más relevantes que otras; todas estas, siendo garantías de esferas de libertad, se relacionan con la igualdad a partir de un trato de respeto estricto. En las lesiones a tales libertades no existe posibilidad de justificación y, por consiguiente, tampoco un margen que pueda coartar los derechos de igualdad.
Algunos derechos de libertad, por otro lado, aseguran mandatos de diferenciación o privilegios relativos, por ejemplo, las reuniones de carácter religioso reciben una garantía mayor y diferenciada frente a manifestaciones específicas de la libertad general de acción (art. 2.24.a); de la misma forma, el matrimonio (art. 4) y las uniones de hecho (art. 5), que a fin de cuentas son formas constitucionales de asociación, tienen una posición privilegiada frente a otras formas de asociación conformadas, por ejemplo, al amparo del art. 2.13 de la Constitución. En estos casos, la protección de las libertades iusfundamentales específicas puede justificar un trato diferenciado y excluye desde el inicio comparar casos entre sí que se subsumen en los ámbitos de protección de los derechos de libertad.
Pero también los derechos de libertad tienen dimensiones de igualdad, lo cual es muy relevante para el principio general de igualdad. En los denominados derechos de participación se produce la garantía de igualdad de oportunidades de determinadas libertades, para cuya utilización el Estado, como titular de prestaciones, provee recursos limitados: por ejemplo, en las universidades o en las instituciones públicas. Es claro también que la igualdad en la competencia (Michael & Morlok, 2008, p. 365) se aplica en ámbitos en los que los ciudadanos están en un concurso entre sí dentro de un orden estatal-constitucional marco: tanto en el derecho de los medios de comunicación y en el derecho económico, como también en el derecho de partidos y en el derecho parlamentario. Esto incluye la competencia para los contratos del sector público, que está regulada por la Ley de Contrataciones del Estado.
La relación entre igualdad y libertad necesita, además, de precisiones de orden metodológico. Una de ellas está conectada con la cuestión de que la violación de la libertad fundamental se determina, en última instancia, por la medida en que se permite al Estado restringir (por buenas razones) la libertad del ciudadano. Se ha de comprobar el alcance de esta autorización como prohibición por exceso o prohibición por defecto en el marco del principio de proporcionalidad. En cambio, la cuestión de la violación de la igualdad se refiere a la comparación entre varios supuestos de hecho; aquí se trata no del alcance de la autorización, sino del alcance de la diferenciación. Existirá una lesión de la libertad si tiene éxito colectivamente y todos los titulares de los derechos fundamentales afectados carecen de libertad de manera desproporcionada. Una violación de la igualdad se dará si cada titular de un derecho fundamental es relativamente libre cuando se le considera de forma aislada, pero de forma diferente en comparación con los demás, ya sea por razones inconstitucionales o en un grado diferente e injustificable. En estos supuestos se produce una separación entre libertad e igualdad.
Las violaciones en el derecho fundamental a la libertad y a la igualdad, sin embargo, no son excluyentes, sino que concurren con frecuencia. Así, una lesión individual de la libertad, mientras haya un caso comparable en el que se garantiza la libertad, será al mismo tiempo una lesión de la igualdad iusfundamental. En este caso se produce un paralelismo entre libertad e igualdad. Para el Tribunal Constitucional podría significar esto un desafío, ya que en estos casos no debería limitarse al examen de la libertad o de la igualdad, sino realizar un examen conjunto. A este tipo de examen, sin embargo, ha renunciado inexplicablemente el Tribunal Constitucional en el expediente 01739-2018-PA/TC al declarar improcedente, por mayoría, la demanda de amparo presentada por Óscar Ugarteche Galarza en contra del Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (Reniec), toda vez que este se negó a inscribir su matrimonio contraído con Fidel Aroche Reyes en México.
Más complejos pueden ser, por otro lado, aquellos casos en los que la igualdad y la libertad se entrecruzan. Dado que los derechos de libertad, por un lado, y los derechos de igualdad, por otro, están regulados en disposiciones diferentes, sus relaciones no son tenidas en cuenta por lo general, pese a que tienen diversos puntos de contacto y a que en cada uno de ellos subyace una dogmática distinta. Estas relaciones no se pueden explicar a partir de una supuesta primacía de la libertad sobre la igualdad o a la inversa. La Constitución garantiza la igualdad y la libertad con la misma exigencia de validez y vinculación jurídico-constitucional. Ambas garantías pertenecen a los fundamentos de legitimidad del poder estatal y social. Igualdad y libertad son garantizadas acumulativamente, por lo que los derechos fundamentales valen, en general, como garantías de la libertad en la igualdad y de la igualdad en la libertad; incluso el art. 1 de la Constitución tiene una esencia igualitaria.
Por consiguiente, se puede decir que “la igualdad garantiza que la libertad no se convierta en un privilegio de grupos. La libertad por medio de la igualdad no es una consecuencia de la autorregulación de la sociedad, sino que requiere de la actividad dirigente y prestacional del Estado. La igualdad social es una forma de libertad —teniendo en cuenta las reservas a la vista del peligro de que la igualación total se convierta en falta de libertad—” (Häberle, 2019, p. 98).
2. CONCEPTO
2.1. El término “igualdad” y su significado general
El término “igualdad” (del griego isotis y del latín aequitas o aequalitas) se emplea en dos sentidos. Primero, como coincidencia cualitativa, que se refiere a la existencia de varias personas u objetos que tienen las mismas características en al menos un aspecto, pero no en todos. Segundo, como identidad cuantitativa o numérica, que hace referencia a una y a la misma persona u objeto que coincide consigo mismo en todas sus características, y al que, de ser necesario, se le aplican diversos nombres propios o descripciones utilizando varios términos singulares (Gosepath, 2010, p. 919). La igualdad se diferencia de la “identidad” y de la “semejanza” porque, contrariamente a lo que se suele decir, en estos últimos se trata de una sola persona u objeto; por el contrario, en la igualdad se presentan varias personas u objetos (Hesse, 1984, pp. 237 y ss.). Por eso se dice que la igualdad resalta una relación entre varias personas u objetos, relación que se expresa en una comparación.
La igualdad es un predicado incompleto, por lo que debe tomarse siempre en consideración la siguiente pregunta: ¿en qué aspecto dos o más personas u objetos son iguales? Ya hemos señalado que la igualdad solo expresa una coincidencia cualitativa y, como tal, dos o más personas u objetos serán “iguales” si consideramos un determinado aspecto. Este aspecto o punto de comparación recibe el nombre de tertium comparationis, en tanto característica concreta en la que la igualdad se puede hacer valer. La igualdad plantea, pues, una relación de tres posiciones: dos (o más) personas u objetos que se comparan a partir de una (o más) características. Así, A y B serán iguales (según el concepto ya establecido) con respecto al ámbito del predicado P, si ellos están bajo el mismo término general que se ha definido mediante un predicado. Para determinar si A y B, por consiguiente, son iguales o cualitativamente coincidentes se debe identificar una característica común que los haga comparables.
Por ejemplo, el derecho exige requisitos distintos para abrir un restaurante (A) que para brindar el servicio de taxi (B). Podría pensarse aquí que ambos supuestos (A y B) se subsumen en el predicado (P) “actividad económica”, pero ello sería erróneo, pues dicho predicado es demasiado amplio y no permite, en verdad, establecer una comparación válida. Si, por el contrario, el conductor de un vehículo pesado considerara que el derecho le da un trato arbitrario a él porque le exige una serie de exámenes y requisitos más gravosos que no les exige a los conductores de taxi, entonces el predicado es más acotado y sí permite establecer una relación de comparación válida.
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