Kitabı oku: «Afganistán», sayfa 2
Tras la retirada de las tropas soviéticas y la expulsión de los talibanes del gobierno llegó una democracia plagada de imperfecciones y una economía devorada por la corrupción. Desde entonces Afganistán no ha cambiado gran cosa. La guerra, como una gigantesca rueda que marca su destino, de una manera u otra continúa girando.
Mientras todo esto suceda, los corresponsales de guerra seguirán lanzándose por los caminos, trepando montañas y exponiendo el pellejo para relatarle al mundo lo ocurrido allí.
I
En 1983, cuando tomé la decisión de «cubrir» periodísticamente Afganistán e introducirme en su guerra, determinación que ocuparía más de veinticinco años de mi vida, jamás hubiera imaginado que pasaría a engrosar las filas de hombres y mujeres que han tenido el privilegio de enriquecer sus conocimientos a base de semejantes vivencias. Desde entonces pasé treinta veces por la difícil prueba de atravesar clandestinamente la frontera afgano-pakistaní, unas veces con mayor fortuna que otras, para hallarme en un país con algo más de seiscientos mil kilómetros cuadrados que desde la invasión soviética en 1979 y aún con los talibanes fue convirtiéndose en una región muy peculiar para cualquier visitante, difícil para entrar, permanecer y aún más para salir, y ésos eran principalmente mis objetivos. Aunque finalmente, tras una metamorfosis cruel y desesperada, se convirtiera en un lugar triste al que nadie deseaba ir y de la que todos necesitaban huir.
Aún hoy, después de tantos años, la experiencia y el conocimiento del terreno no han impedido que continúe tomando todas las precauciones posibles para realizar cualquier incursión o movimiento en la zona y recuerdo, con nostalgia, los imprevistos, las sorpresas y hasta los errores cometidos entonces y que sólo la buena suerte, la del primerizo, pudo hacer que los superara. La primera regla repercutía de manera permanente en mis pensamientos, como primera medida, «conocer a los afganos y darse a conocer»; sin esa premisa difícilmente se puede lograr una aproximación, tanto invasores como visitantes fracasaron en sus cometidos, en parte por ignorarla, llegaron sin un conocimiento claro de los defectos y cualidades de la población.
Una vez en la misteriosa Peshawar, capital de la provincia de Jaiber Pastunjuá, ciudad fronteriza con Afganistán en el norte de Pakistán, bulliciosa, con algo de misterio, se comienza a vivir en medio de —no se sabe muy bien— la gigantesca retaguardia de un ejército o bien en la vanguardia de otro aún mayor dispuesto a avanzar.
La vida y el pulso de la ciudad vendrían marcados por los acontecimientos acaecidos del otro lado de la frontera, entonces y hoy; aunque de forma aparente reina la normalidad, lo cierto es que la zona en los últimos años ha cobrado una actividad inusitada. Desde la ciudad a la que se llamó «la Suiza de Asia Central» por sus movimientos comerciales, el brazo político de la guerrilla afgana levantó su feudo desde donde dirigía las operaciones realizadas en el corazón de Afganistán.
La continua llegada de refugiados en un goteo humano constante, sumado al permanente trasiego de guerrilleros, que partían o regresaban, convirtió la zona fronteriza en un lugar de difícil descripción. Nómadas que viajan a paso lento por el borde de la carretera dirigiendo una larga fila de camellos y viajeros que se desplazan a lomo de un perezoso buey con todas sus pertenencias haciendo gala de una paciencia infinita, son características que definen a los que huyen sin un espacio para el retorno y que han perdido el rumbo y la noción del tiempo. Los medios de transporte convencionales abarrotados y totalmente insuficientes castigan en forma ininterrumpida con la estridente bocina y surgen las preguntas: ¿por qué?; ¿para qué? No hay respuestas, pero una cosa es cierta: sin la tortura de la bocina, la zona ya no sería la misma. Pasajeros que viajan agazapados sobre los techos de los coloridos y pintorescos autobuses en un alarde de malabarismo perpetuo, sumados a las siempre atractivas tanga —carros tirados por caballos—, bicicletas, cientos de peatones y el llamativo rickshaw, especie de motocarro multicolor que hace las veces de taxi; para mareo del visitante se mezclan vehículos, si de Afganistán con el volante a la izquierda, de Pakistán a la derecha por lo que los pakistaníes por la influencia británica se empeñan en conducir al revés, vendedores que ofrecen a gritos en plena calle el humeante chole —guiso de garbanzos— completan el espectacular, variopinto y, algunas veces, dramático panorama de una ciudad que florece a las puertas de la guerra. Algo tan románticamente bello de la época británica como el Deam’s Hotel llamaba la atención de los visitantes aunque la voracidad de la especulación inmobiliaria acabara con él. Al hospedarse en tan singular hotel el huésped se trasladaba a un espacio perdido en el tiempo.
Llamativos autobuses en Peshawar.
Comerciantes, vagos, médicos de los organismos humanitarios, periodistas sabelotodo, traficantes apresurados y espías rezagados conforman la fauna humana occidental de Peshawar, amén de otros personajes difíciles de catalogar por hallarse fuera de los esquemas conocidos o imaginables. Si se les pusiera en la disyuntiva, algunos, de tener que contestar sobre su ocupación o condición en el lugar, dirán que están hartos de Occidente y de sus costumbres absurdas (como John Walkir, el joven estadounidense acusado de traición por pertenecer a los talibanes) y, no obstante, invertirán inútilmente la mayor parte de su tiempo en tratar de conseguir algún dinero que les facilite la compra de un billete de avión que les conduzca a Europa y como en un interminable laberinto se moverán utilizando como pretexto la búsqueda de una salida que no desean y que a priori saben que no hallarán, traficarán consigo mismos en una extraña danza, mezcla de existencialismo-hippie-comerciante y soldado de fortuna; son los últimos representantes de una especie ya casi extinta.
La ciudad, al ser el centro administrativo de las áreas tribales, congrega en su entorno a variados personajes procedentes de dichas áreas, amén de los extranjeros con ocupaciones casi siempre misteriosas.
Escogido al azar, puedo recordar a «Rabbit», un inglés de comportamiento refinado, de barbilla puntiaguda y dientes de conejo —de ahí su apodo— que año tras año y con el pretexto de saludarme, me visita; en realidad, esta aparente cortesía esconde una única intención: pedirme algún dinero en calidad de préstamo, a lo que siempre accedo, préstamo que jamás devuelve. Petición hecha con discreción, gran decoro y, no sé si por olvido, por distracción o porque el capítulo «repertorio» se le agota, utilizando siempre el mismo pretexto: «En espera de la llegada de un hipotético giro que hace tiempo fue enviado». En algunas ocasiones, añade la petición de que le firme el formulario en el que me declaro cristiano y extranjero, condición exigida por las autoridades pakistaníes y que da derecho a la adquisición de dieciséis pequeñas botellas de cerveza en los hoteles internacionales (cuando él ya ha cubierto su cupo). Es como un pintoresco pacto en el que nos confabulamos y que lleva implícitas unas condiciones previas; yo no creo su historia y él no intenta convencerme de lo contrario, y después del siempre esperado té damos por finalizado el acto; entonces se marcha dignamente, con la tranquilidad de haber cumplido el ritual de todos los años. Durante mi estancia en la zona nos reencontramos en varias ocasiones, pero sólo se hablará del asunto en el próximo viaje.
Por entonces, 1982-1983, contactar con miembros de la guerrilla no resultaba en exceso difícil, aunque tratar con ellos el posible paso de la frontera ya encerraba arduos inconvenientes e indefectiblemente exigían alguna garantía que certificara mínimamente que los visitantes no tuvieran relación con la KGB —servicio de inteligencia soviético—. La condición sería vital a la hora de una posible entrevista con algunos de los principales líderes o comandantes de renombre. «Comprenderán que esto es lógico y necesario; no vamos a enseñarles nuestros secretos militares y nuestras posiciones estratégicas a los primeros que llegan», se excusaban.
Desde noviembre de 1982, fecha de la muerte de Leonid Brézhnev, Yuri Andrópov tomó las riendas del poder en la URSS y su política respecto a Afganistán cambió de forma considerable. Ante las pruebas aportadas y las acusaciones del gobierno estadounidense respecto a la utilización de armas químicas, Andrópov llevó a cabo una estrategia menos escandalosa, y prescindiendo de eventuales éxitos militares potenció las acciones del KGB, organismo que había dirigido y que por supuesto conocía bien; comenzó, entonces, una lenta y silenciosa cacería dirigida contra los importantes líderes y comandantes de la guerrilla instalados fundamentalmente en la zona fronteriza. Éstos, a su vez, siguiendo directrices del ISI, Servicio de Inteligencia pakistaní, cambiaban de domicilio y de refugio con relativa frecuencia, fuertemente custodiados y en paraderos poco menos que desconocidos. No obstante, algunos comandantes fueron asesinados y por eso las precauciones y el exceso de celo.
Siguiendo las pistas de organismos humanitarios, contacté con algunos de los comités europeos de ayuda a los refugiados, en este caso los que funcionaban desde París, y me proporcionaron los nombres de algunas personalidades con cierta influencia, entre éstas el profesor Mashruj, director del Afghan Information Center en Peshawar, quien cinco años después caería asesinado a manos de unos desconocidos, aunque se señalaba a los hombres del violento Gulbuddin Hekmatyar, líder del Hezb-e-Islami, como autores del hecho. Con el apoyo del profesor y merced a mi persistencia ya no resultó difícil llegar hasta el polifacético e inteligente Massoud Khalili, portavoz del Jamiat-e-Islami, uno de los importantes partidos con base en Peshawar y que me abrumó con preguntas respecto a la política del gobierno español y de la actitud de la población española en relación con el problema afgano. Khalili, hijo del gran poeta persa Ustad Khalilullah Khalili (del que durante su funeral se dijo que desde Omar Khayyam no hubo nadie tan perfecto en la poesía persa), al igual que su progenitor es poeta y un hombre muy culto, sólo las circunstancias le obligaron a integrarse en las huestes guerrilleras. Más adelante, durante la celebración de la boda de un amigo de Khalili a la que fui invitado, de manera discreta me preguntó si mantenía alguna relación con el jefe de la oposición política en España, contesté que no y pregunté por la razón de su curiosidad; hay que recordar su gran conocimiento de la política internacional. «Me gustaría entrevistarme con él», dijo. Ya en España gestioné la entrevista, me visitó entonces al tiempo que se entrevistaba con Manuel Fraga, entrevista de la que fui testigo, naturalmente sin intervenir. Mucho más adelante, tras el atentado en el valle del Panjshir llevado a cabo por los enviados de Bin Laden en el que perdiera la vida el célebre comandante Ahmad Shah Massoud, Khalili, que se hallaba a su lado, perdería un ojo como consecuencia de la explosión. Con la expulsión de los talibanes se convertiría en embajador de Afganistán en España, puesto que ya había ocupado en la India con Burhanuddin Rabbani en el gobierno.
Massoud Khalili
El profesor Mashruj me había telefoneado recomendándome que no nos alejáramos del hotel, porque era posible que recibiéramos una visita, sin especificar ni aportar mayores detalles. Después de una espera que resultaba interminable por fin nos recogió un jeep. Los dos afganos que nos guiaban, inquietos y bromistas, procuraban por todos los medios instalarnos confortablemente en el vehículo, haciendo honor a la tradicional hospitalidad afgana y atendiendo a otro detalle que de alguna manera rompía sus esquemas, para ellos de suma importancia: mi acompañante del sexo femenino, circunstancia nada habitual en la zona. Después de recorrer innumerables callejuelas, llegamos por fin a lo que presumimos sería el cuartel general de Abdul Haq. El jeep franqueó una enorme puerta de metal custodiada por hombres armados con los característicos fusiles AK 47. Inmediatamente hizo su aparición el comandante que nos recibió cordialmente. A pesar de que no las desconocía, le explicamos las razones de nuestra visita. El comandante puntualizó que para llevarnos al corazón de Afganistán debíamos esperar unos días, primero porque había que preparar nuestra salida de Pakistán y la permanencia en territorio afgano, e incluso encontrar un intérprete que nos acompañara. Todo resultaba algo más difícil por el fin del Ramadán y la fiesta que sigue al mismo, acontecimiento muy entrañable y respetado durante el cual los mahometanos se reúnen con sus familiares para saborear los manjares y toda actividad se paraliza durante tres días. El comandante nos recomendó que esperáramos en el hotel, que en lo posible no habláramos con desconocidos y que fuésemos prudentes.
Aguardamos con paciencia convencidos de que pronto recibiríamos sus noticias. El moderado jefe de la resistencia afgana, por entonces y gracias a las importantes acciones que desarrollara, ocupaba el cargo de comandante general de las fuerzas guerrilleras de su partido, una de las dos fracciones del Hezbe-e-lslami, liderado por Jonus Khales, padre de su esposa.
Grandes acciones justificaban su rango militar, como las voladuras de las centrales hidroeléctricas de Sarobi y Vaghloo y el ataque contra el entonces cuartel general soviético de Tajbeg; cuatro años después de tales operaciones perdería una parte del pie como consecuencia de la explosión de una mina antipersona; en una de nuestras periódicas entrevistas me contó que en un futuro inmediato llevaría a cabo una operación de gran envergadura, incluso me invitó a ser testigo de la misma sin proporcionarme mayores detalles; no acepté la gentileza.
Poco tiempo después, ya en Europa, la agencia Tass difundió una escueta información sobre las explosiones accidentales ocurridas y que fueron atribuidas a la negligencia de un soldado. «¿Accidente?», dijo Abdul Haq, y me sugirió que girara la cabeza para mirar cuatro gigantescas y bellísimas fotografías tomadas al comienzo de las explosiones y que decoraban su despacho. «Fueron tomadas por Peter Jouvenal que me acompañó en la operación», me dijo recordando a uno de los periodistas expertos en la guerra de Afganistán y que más adelante lograría entrevistar a Bin Laden.
Abdul Haq, de gran corpulencia física, se convertiría a lo largo de todos los años de guerra, junto con el legendario comandante Ahmad Shah Massoud, Jalaluddin Haqqani, el pintoresco y astuto Ismail Khan, Abdul Khadir y el gran estratega Anwar, en uno de los personajes más importantes, respetados y queridos de la guerrilla afgana. Refiriéndose a su corpulencia física y a sus kilos de más, su propio hermano, el también comandante y jefe de la región de Nangarhar, Abdul Khadir decía: «Mi hermano es la única persona que entra en Afganistán y logra salir con más kilos de peso de los que llevaba cuando entró». Abdul Haq sería asesinado por miembros de los talibanes a finales de 2001, cuando se iniciaban los bombardeos de la aviación estadounidense.
Ante su presencia, siempre creía encontrarme frente a un muchacho desarrollado prematuramente a pesar de su poblada barba. En el momento de nuestro primer encuentro contaba 26 años y en su rostro ya se percibía un cierto cansancio, pero podía definir con total claridad los acontecimientos y salir airoso de cualquier acusación. A los comentarios que llegaban desde Occidente, procedentes de grupos de izquierda y que acusaban a la resistencia afgana de ser una guerrilla de derecha, respondía con un convencimiento total: «Es evidente que nosotros tenemos una concepción diferente de los occidentales; somos islámicos y el islam no permite ninguna forma de tergiversación ni desviaciones. Luchamos contra un enemigo común y eso nos permite estar por encima de cualquier diferencia política. ¿Cómo se puede catalogar de derecha o izquierda a un pueblo que se opone a una invasión? La resistencia está integrada por diferentes grupos, entre los que se puede encontrar incluso a los maoístas, aunque son minoritarios. En estos momentos, los partidos islámicos podrían dividirse en dos: los fundamentalistas, que son algo más ortodoxos, y los moderados, que tienden hacia una mayor apertura. Diferencias siempre hemos tenido, pero eso no debilitará nuestra unión; en este caso, quienes nos han invadido son los rusos, pero actuaríamos de la misma forma contra cualquiera que atentara contra nuestra libertad y religión. Alguien ha dicho que el que es capaz de luchar es digno de la libertad, y nosotros por tradición hemos sido siempre muy combativos. Y yo pregunto a los detractores y fanáticos que nos acusan: cuando luchábamos contra los ingleses, entonces, ¿qué éramos, de izquierda o de derecha?».
Sentado al borde de la cama, en la habitación del hotel, donde acudía para darnos ánimo mientras transcurrían los días de impaciente espera para cruzar la frontera, manteníamos largas conversaciones de cuyas conclusiones siempre obtenía los mismos resultados. No le gustaba la guerra. «Nosotros no necesitamos instructores sino armas», decía cuando le interrogaba sobre el asunto.
«Esta guerra debe generar muchos intereses porque de lo contrario no entiendo cómo no se nos entregan más armas. Las conclusiones son simples: si con escasas y anticuadas armas somos capaces de aguantar esta guerra y además obtener grandes victorias, es fácil adivinar lo que seríamos capaces de hacer con buen armamento. Yo personalmente opino que los soldados rusos son unas víctimas igual que nosotros. Llegan con un desconocimiento total de lo que ocurre aquí; les engañan diciéndoles que lucharán contra chinos, iraníes, pakistaníes y americanos. Eso no es verdad y ellos lo comprueban sobre el terreno, no tienen otra alternativa más que obedecer; las continuas derrotas les desmoralizan, y para sobrellevarlas no encuentran otra salida que recurrir a las drogas que en Afganistán no son difíciles de conseguir. Los muyahidines, en cambio, tenemos la razón, eso nos diferencia y nos da fuerza para continuar. La falta de armamento tenemos que suplirla por acciones inteligentes. Estamos preparándonos a pasos agigantados en el aprendizaje de la guerrilla urbana; la necesidad y la dinámica así lo exigen. Preparamos bombas que pueden explotar hasta con 75 días de retardo, pero nuestros objetivos siempre serán militares, porque nunca hemos estado de acuerdo con las acciones terroristas en las que las víctimas sean civiles. Eso ya lo estamos sufriendo».
Cuando consideré oportuno y una vez ganada su confianza, intenté lo que muchos otros periodistas antes: tratar de entrevistarme con algunos prisioneros soviéticos en poder de la guerrilla, para lo cual pregunté abiertamente sobre el tema.
—Los prisioneros los entregamos a Pakistán y las autoridades de ese país a la Cruz Roja Internacional, que los traslada a Suiza—, me contestó seguidamente.
—¿A todos?, pregunte.
—Sí, los entregamos a todos, aunque a los de alta graduación procuramos mantenerlos un tiempo, para intentar algún canje llegado el caso, sobre todo para negociar la liberación de periodistas. Pero el alto mando soviético, en cuanto los militares caen en nuestro poder les consideran desertores y pierden todo su valor.
Le pregunté entonces si me permitiría tomarles fotos y hablar con algunos de estos prisioneros.
—En estos momentos no tenemos ninguno—, dijo sonriendo, y en su sonrisa inocente se podía percibir un ligero gesto involuntario que le traicionaba y agregó: —Cuando uno va de visita por primera vez a casa de un amigo, no se puede pretender que el primer día le conduzca a uno a la cocina, ¿verdad?
Por su extremada timidez y parquedad consideré que poco más sacaría y me limité a seguir el curso de los acontecimientos en tanto esperaba.
—¿Están entrenados para trepar montañas?—, preguntó en nuestro primer encuentro y yo probablemente sin entender demasiado contesté con impaciencia que sí.
—El riesgo es sólo suyo y es grande, debo prevenirles que pueden morir o caer prisioneros, y mi obligación es disuadirlos de este intento—. Así se expresaba el embajador español en Islamabad, cuando le hicimos partícipe de nuestros planes y sobre todo al darle unas posibles fechas de retorno, intentando con ello, medianamente, cubrirnos las espaldas. El comentario no carecía de fundamento, por entonces Afganistán se había convertido en un lugar prohibido.
Uno por uno fuimos superando los pequeños obstáculos. Cambiamos nuestras indumentarias occidentales por la típica vestimenta afgana y logramos vencer la oposición de los muyahidines respecto a la integrante femenina del equipo, para que ésta no corriera los riesgos destinados sólo a los hombres, más por seguridad que por discriminación, según ellos.
Veinticuatro horas antes del día D, nos visitó Abdul Haq para verificar si todo estaba en orden y nos informó que al amanecer vendrían a buscarnos para intentar el paso de la frontera. Le confié que por un lamentable descuido había perdido una de mis cámaras. Me dijo que no me preocupara, que él me proporcionaría la suya. A la mañana siguiente, nos recogió un jeep que tomó rumbo a su cuartel y allí nos presentó al grupo que nos acompañaría y al comandante Kare Momen, responsable de la operación y de nuestra propia seguridad.
—Comandante, recuerde que me llevo su cámara y si me matan no podré devolvérsela—, le dije a Abdul Haq en tono de broma mientras nos despedíamos.
Camuflados convenientemente dentro del vehículo, dejamos atrás innumerables puestos de la policía pakistaní; hasta llegar al paso Khyber todo transcurría en orden hasta que se nos ocurrió protegernos de los fortísimos rayos del sol con gafas oscuras; como no resultaba habitual, las autoridades pakistaníes observaron, desconfiaron y detuvieron el vehículo para interrogarnos y luego detenernos. Sin embargo, los muyahidines reaccionaron rápidamente, nos rescataron y regresamos al cuartel de Abdul Haq.
—Los pakistaníes son nuestros hermanos, pero a veces nos ponen en verdaderos apuros con esta situación—, decía Abdul Haq, mientras reía por lo ocurrido.
Abdul Haq con el autor.
Residencia-cuartel de Abdul Haq.