Kitabı oku: «Nosotros no estamos acá», sayfa 3

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—No se veía nada. Era subida y bajada. El asesor dijo que corriéramos, y corrimos, y pasaron quince minutos y nos ordenó agacharnos. Las mujeres gritaban. El muchacho les decía que no hicieran bulla, porque estábamos en una hacienda. Ladraban los perros. Llegamos a una parte donde vimos la camioneta [bus], como a cuatrocientos metros, con las luces parpadeando, y comenzamos a correr más rápido, sin saber por dónde pisábamos, pero al llegar a la calle ya no estaba. Entonces nos sentamos debajo de un puente. El asesor llamó al chofer y le dijo que iba a mandar otra camioneta. Esperamos, pero pasaron tres horas y nos comenzamos a estresar. En eso se paró una alcabala [control policial] arriba nuestro. Se bajó un policía. Estaba todo negro. Las luces [balizas] alumbraban el entorno y nosotros pegados al suelo. Tiesos, en silencio, apenas respirando. Luego de treinta segundos se fueron, y cuando se perdieron en la noche salimos corriendo a las montañas, alejándonos del camino. Llegamos a un criadero de caballos, estábamos asustados. El guía dijo que iba a llamar un carro para irse, porque la camioneta no iba a volver. Muchas mujeres empezaron a llorar, otros chamos se pusieron a discutir y había una joven que se había desmayado como cuatro veces. Así pasamos las siguientes dos horas. Algunos se quedaron dormidos y el guía dijo que fuéramos hacia un pueblo. Entonces, el chofer del bus nos contactó para decirnos que nos estaba esperando más adelante. Corrimos como cuarenta minutos más y en un momento el guía paró al grupo para contarnos: había diez personas menos. Él se devolvió a buscarlas y regresó media hora más tarde. En un momento apareció la camioneta, como a doscientos metros, y nuevamente todos nos echamos a correr, como si estuviésemos en los últimos metros de una maratón. Hasta que logramos subirnos. Eran como las cuatro de la mañana del 12 de julio.

Le mandó a Fernando una foto de ese momento: él arriba del bus, sudado y con la ropa sucia. A la mañana siguiente le relató con detalle todo lo que había pasado y Fernando le hizo un comentario que, lejos de tranquilizarlo, lo inquietó aún más: “Imagínate cómo será el cruce para acá”.

Durante ese día planearon el viaje desde Lima a Tacna y conversaron de aquellos sueños triviales que esperaban cumplir en Chile. Tal vez para sentir que aún había futuro, luego de que todo había estado al borde de fracasar.

Alexánder: ¿Sabes que Manuelerod19 va a estar en Chile en septiembre? Te voy a regalar la entrada para ir a verlo. Fernando: ¿Sabes quién estuvo por aquí el otro día y la gente estaba como loca? Alexánder: ¿Quién? Fernando: Rihanna20 Alexánder: ¡Que eres mentiroso! Fernando: En serio. Alexánder: Yo veo a Rihanna, María, y ¡ahhhhhhh! Fernando: Sí, yo imaginé eso cuando escuché a la gente hablando de ella. Alexánder: ¿Cuándo fue? Fernando: Hace como 10 días. Alexánder: ¡Verga! De pana, ahí yo me muero… “Ooh nana, what’s my name? Ooh nana, what’s my name?”. Escucho eso y quedo muertico en el acto. Fernando: Aquí vas a ver muchas cosas, tonto. Ya vas a ver que echarás para adelante. Alexánder: Los dos.

Alexánder llegó a Lima a las once de la noche del 12 de julio. Durmió en el terminal y al día siguiente Fernando le envió 70 dólares, que se había conseguido como adelanto en su trabajo, para el pasaje a Tacna: “Debo el hígado”, le puso en un mensaje. Alexánder gastó 45 dólares en el boleto y el resto en comida. Partió al mediodía del 13 de julio. Ese fue el último bus que tomó. Muy distinto, recuerda, de todos los otros. Tanto así que le sacó una foto al baño y se la mandó a Fernando: “Nunca voy a superar este bus. Me acaban de traer un refresco y un agua. Hace rato fui a orinar y era tan bonito que hasta hice del dos”, le escribió.

Esa fue la primera noche, desde el 7 de julio, en que Alexánder durmió de corrido hasta las ocho de la mañana. Habría seguido de largo si es que la policía peruana no hubiese bajado a todos los pasajeros en Moquegua, a dos horas de Tacna, para revisar los bolsos.

—Estaba asustado, me pidieron los papeles y no los tenía. Les dije que iba a Chile y me dejaron pasar. Me advirtieron que si me veían en Tacna me iban a tomar detenido, pero acá estoy —dice, parado frente al consulado, que está rodeado de policías que intentan poner orden en las filas. Vuelvo al tema de los 180 dólares.

—Solo te puedo pasar 100 —le digo.

Esa noche, Alexánder se pondrá de acuerdo con el coyote para cruzar al día siguiente.

17 de julio, conversación por WhatsApp

(18:04) Alexánder: Niño, ya voy saliendo. Tenemos que llegar y esperar a que se haga de noche para irnos. Voy con varias personas, así nos apoyamos. No escribas nada de esto a nadie. Tampoco a mi mamá. Tú eres muy nervioso. Espera a que yo te escriba. Fernando: Cuídate, por favor. Me avisas apenas puedas.

(22:24) Fernando: Apenas puedas me escribes. Si estoy dormido, me mandas varios mensajes para despertarme. No le pares a la hora. Me escribes, me repicas, lo que sea. Todo va a estar bien.

(23:27) Fernando: ¿Ya estás cruzando? ¿Estás cerca de Arica? Alexánder: … Fernando: Niño, responde, por fa. Alexánder: Te llamo cuando llegue, reza por mí. Fernando: ¿Dónde están ahoritas? ¿No han comenzado a cruzar? Alexánder: No empieces a preguntar. De pana que me voy a estresar. Fernando: Me dicen que es por las vías del tren por donde caminan, ¿verdad? Pero que por los lados también pueden, porque no hay bombas ahí. Alexánder: Sí, pero hoy los locos están rudos. Nos paró la policía peruana y una señora lloró y nos dejaron tranquilos, pero vamos a esperar. Te escribo cuando pueda. Fernando: Cuídate mucho. Voy a estar pendiente. Todo va a salir bien.

(02:58, 18 de julio) Alexánder: Fernando, ¿estás por ahí? Nos devolvieron a Tacna. Fernando: Ay, niño, ¿en serio? ¿Quién los agarró? Alexánder: Los de la PDI. No nos hicieron nada, nos regresaron y ya. Mañana el señor resuelve. Fernando: ¿Qué señor? Alexánder: Al que le pagamos. Yo le di 40 dólares. Fernando: Otro día perdido ahí, Alexánder. Alexánder: Tranquilo, niño, tranquilo.

20 de julio

A cincuenta metros de la estación del tren que une Tacna con Arica está la primera hilera de carpas, en paralelo a las vías del ferrocarril. A una cuadra, y doblando, está el consulado de Chile. Todas las mañanas, a las seis, el autovagón 261 suelta un pitido estruendoso, que se escucha a varias cuadras. El sonido no solo espanta el sueño de los campistas, también las ilusiones. Ver pasar el tren rumbo a Chile, oír el zumbido de la máquina desplazándose sobre los rieles, se ha convertido en una tortura para quienes llevan allí casi dos meses.

—Tanta gente que hay allá —dice un funcionario de la estación, apuntando al campamento.

Son las 5:30 de la madrugada. El lugar es una vieja instalación de madera forrada con latas de zinc. El ferrocarril fue construido en 1856 y hoy está bajo la administración del gobierno regional de Tacna. En sus 62 kilómetros de extensión tiene seis estaciones, las dos terminales y otras cuatro que están abandonadas. Aunque hay gente que lo ocupa como medio de transporte, para ir y volver entre ambas ciudades, el servicio más bien parece estar enfocado al turismo. Hay trenes antiguos exhibidos como piezas de museo, entre ellos una locomotora a vapor, y una gráfica invita a conocer lugares emblemáticos de la ciudad y a probar los platos típicos de la gastronomía peruana. A un costado de la boletería hay un pendón que promociona el viaje y los requisitos: “Extranjeros: cédula de identidad y/o pasaporte vigente”.

—¿Viajan muchos venezolanos en el tren? —le pregunto al funcionario.

—No, porque no tienen los papeles.

El vagón tiene capacidad para 48 personas. Visto desde afuera parece un bus, que se mueve a tirones. Comienza a amanecer en Tacna. El cielo está pintado de un color gris elefante. La máquina atraviesa la ciudad. Atrás deja el consulado, el centro y más adelante irrumpe en la periferia, donde predomina el color café de la autoconstrucción. La vía férrea es una barrera que separa los sectores industriales y agrícolas de esas casas a medio edificar y urbanizaciones que han crecido sin planificación, hasta que los rieles comienzan a alejarse de los caseríos y se enfrenta al descampado. Ahora todo es plano.

Aunque a ratos el vagón transita por vastos peladeros, da la sensación de que todo ese territorio está parcelado. A veces, incluso, se notan las líneas de los márgenes en la tierra y los cercos de malla que delimitan con más evidencia los bordes de la propiedad privada. El paisaje suele ser monocromático. Dependiendo de la luz y la hora del día, es posible apreciar tonos beige, arcilla y marrón, pero también hay verdes, principalmente de las plantaciones de olivos y maíz que aparentan ser pequeños oasis: vergeles alimentados por el riego tecnificado.

El tren avanza a 60 kilómetros por hora, siguiendo los mismos pasos de aquellos caminantes que durante la noche intentaron cruzar a Chile de manera clandestina. Cuando todo está oscuro, la vía se transforma en una ruta no habilitada. Una más de las decenas que hay en la región de Arica, que comparte 169 kilómetros de frontera terrestre con Perú. Ha pasado poco más de media hora desde que salí de Tacna. El Hito 9 se asoma en el horizonte. Es un obelisco de siete metros de altura que fue instalado ahí en 1930, para que quienes viajaban en tren tuviesen una referencia de los límites. El monumento está ubicado a 10 kilómetros de la costa y se le conoce como “Hito Concordia”, que no es lo mismo que el “Punto Concordia” o Hito 1, que en los mapas aparece ubicado a menos de un kilómetro del mar, donde nace la línea fronteriza.

Pienso en Alexánder. ¿Habrá sido acá donde fue sorprendido la madrugada del 18 de julio? La vía del tren es de las formas más seguras de cruzar a Chile: ni te pierdes en la inmensidad del desierto ni te arriesgas a activar una de las cientos de minas antipersonales y antitanques que hay sembradas alrededor. En 1978, el Ejército enterró allí más de 180.000 de estos artefactos en la frontera con Argentina, Bolivia y Perú, anticipándose a una invasión de fuerzas vecinas que nunca ocurrió. La zona quedó bloqueada durante décadas para el tránsito, como una cicatriz, hasta que en el año 2002 Chile comenzó un programa de desminado tras suscribir el tratado de la Convención de Ottawa, que obliga a desactivar todos los campos minados. Entonces se creó la Comisión Nacional de Desminado, que tenía diez años para concretar la tarea, un plazo que se prorrogó al 2020. En 2019 quedaban 14.585 minas aún sin retirar.21

El problema no son los campos, delimitados y mapeados, que aún no han sido intervenidos, sino las minas perdidas, esas que han sido arrastradas colina abajo por los aluviones y que incluso han llegado al mar. Hay un informe que da cuenta de eso: “La configuración del emplazamiento de minas terrestres ubicadas en el lecho de la Quebrada de Escritos (ubicada al norte del Aeropuerto Internacional Chacalluta) sufrió una alteración significativa de su posición original, producto de las precipitaciones registradas en el altiplano en el mes de febrero de 2012, que provocaron deslizamientos de material que arrastró las minas sembradas en ese lugar”.22

En el documento no se establece la cantidad de artefactos que se movieron, pero sí que se están desactivando las minas que están esparcidas entre el Hito 1 de la línea divisoria, que comienza en la playa, y el Hito 4, que colinda a pocos kilómetros con el costado norte del aeropuerto, donde “es posible visualizar algunas minas anti-personales y/o anti-vehículos en la superficie”.

Habitualmente transitan migrantes por esa zona. ¿A qué se exponen? El informe dice: “Respecto de las consecuencias usuales o esperadas para la salud de las personas que pisen o activen una mina antipersonal, es posible señalar que las minas terrestres son trampas explosivas que son accionadas por las propias víctimas y pueden provocar heridas a causa de la explosión, que por lo general son la mutilación o desmembramiento de la extremidad que tomó contacto con el artefacto, pudiendo causar la muerte del afectado por desangramiento, en caso de no recibir atención médica oportuna”.

Hace algunos años escribí sobre este lugar sin conocerlo.23 Recuerdo que hablé con una persona que había perdido una pierna mientras sacaba machas en una playa de Arica, bailando twist sobre la arena, taladreando con los talones, hasta que en vez de moluscos salieron esquirlas. Incluso hay una estadística de accidentados: 157 personas entre mutilados y muertos. En una libreta digital, que tengo en el celular, he archivado algunos nombres de los fallecidos. Son historias que alguna vez reporteé y que nunca llegué a escribir. Las busco mientras miro la pampa. Me los imagino transitando, arrastrando bolsos, la Vía Láctea desplegada sobre sus cabezas, la espesura de la penumbra, el fuego de la detonación ebullendo desde la tierra como un pequeño volcán, tal vez un último grito de dolor, y nuevamente el silencio, la noche y las estrellas.

Las minas antipersonales son la mayor amenaza para los indocumentados, los contrabandistas y los traficantes. En uno de los apuntes está el nombre del peruano Francis Mamani Aquino, de 27 años, quien en febrero de 2016, en el Hito 14, voló por el aire. La explosión le mutiló la pierna derecha y le hizo heridas en el estómago. Moribundo fue trasladado al lado peruano por las personas que lo acompañaban, quienes llamaron de forma anónima a sus familiares para que lo fueran a rescatar. Cuando estos llegaron, Francis Mamani ya había fallecido. Tiempo después hablé con uno de sus hermanos: “Mejor dejar a los muertos tranquilos”, me dijo.

Justo debajo del nombre Mamani tengo otro apunte, de junio de ese mismo año, cuando una dentadura con coronas de plata y una estrella de oro incrustada en los incisivos apareció en medio de un campo minado, en el sector de la Quebrada de Escritos, donde están las minas desplazadas. El hallazgo ocurrió a 350 metros de la carretera y junto al cráneo había otros huesos esparcidos en un radio de cinco metros. Se pensó que sería fácil identificar los restos, por las marcas tan características en los dientes, pero aunque se publicaron avisos en los diarios con la foto del hueso, nadie los reclamó. Lo único que se supo es que la persona había muerto al menos diez años antes. Hasta ahora, aquella mandíbula sigue en el Servicio Médico Legal de Arica como NN.

Pienso nuevamente en Alexánder. Pienso que en cualquier momento, mientras el tren avanza, puede aparecer un cuerpo tirado en medio de la tierra, y se me vienen a la cabeza decenas de imágenes de fallecidos que he visto en mi vida: restos frescos, quemados, descompuestos, disecados y ahuesados. Pienso que en esta frontera morir reventado por una bomba es una realidad azarosa, y el riesgo mayor es perderlo todo, hasta la propia identidad, como le pasó a la persona de las coronas de plata.

El tren pasa frente al obelisco en el Hito 9. A un costado, escoltándolo, hay dos camionetas marca Dodge de Carabineros, con las balizas encendidas. Todas las noches, dos unidades de la policía se instalan ahí a realizar patrullajes. Llevan cámaras térmicas, visores nocturnos, pistolas calibre .40 y fusiles Colt M4, que son considerados armas de guerra, con un alcance superior a los 700 metros. Los coyotes que cruzan con grupos de indocumentados son lo menos preocupante; lo peligroso son las caravanas de contrabandistas y los traficantes de drogas.

Hay trece destacamentos de frontera en la Región de Arica, entre retenes y tenencias, que dependen de la IV Comisaría de Chacalluta, para vigilar 169 kilómetros. No hay claridad sobre la cifra exacta de carabineros que patrullan este territorio. La información ha sido declarada de “seguridad nacional”.24 Lo que sí se sabe es que ayer, 19 de julio, el Ministerio de Defensa promulgó el Decreto Supremo 265 que autoriza a las Fuerzas Armadas a prestar apoyo logístico en actividades que se vinculen con el control del narcotráfico y el crimen organizado. Parece ser cosa de tiempo para que esta facultad también incluya el tráfico ilícito de personas25 y el ingreso clandestino voluntario.

Por ahora, sin embargo, todos los procedimientos donde hay migrantes involucrados los realiza Carabineros. Cuando un indocumentado es sorprendido cruzando por un paso no habilitado, son ellos los que lo detienen, argumentando faltas al artículo 69 del decreto ley 1.094, conocido como ley de migraciones: “Los extranjeros que ingresen al país o intenten egresar de él clandestinamente serán sancionados con la pena de presidio menor en su grado máximo”.26 Tras la detención es la Fiscalía la que determina si imputa el delito o les otorga protección, en el caso de que sean víctimas de tráfico de personas.

Solo la experiencia y la observación permiten a la policía vigilar un territorio tan extenso. Para eso tienen un catastro de pasos no habilitados que de forma permanente están chequeando y actualizando. Analizan las huellas humanas, los rastros de vehículos o la basura arrojada al lugar para saber si los caminos están activos, tal como ocurre todas las noches en la línea del tren. Tal vez, el más activo de todos los pasos.

El autovagón continúa su viaje a Arica, ya en territorio chileno. Miro en todas las direcciones explorando cada cuadro dentro del marco de la ventana. Busco objetos ajenos al paisaje: huellas de zapatos o maletas. Las rutas ilegales también están sembradas de equipajes abandonados, algunos de ellos a medio enterrar, como esos contenedores que caen de los barcos durante las tormentas y que se pasan años flotando en el mar. El frío, cuando las temperaturas pueden llegar a -15 grados, y el “chuscal”, como llaman los aimaras a ese arenal que te come las piernas hasta las rodillas como si caminaras sobre la nieve recién caída, hacen que muchos migrantes decidan dejar sus pertenencias antes de desfallecer de cansancio. Pienso que algo de valentía hay que tener para desprenderse de lo único material que se carga. O simplemente es la desesperación de quitarse un peso de encima, para llegar al menos con el cuerpo a salvo al otro lado.

¿Será Alexánder un sobreviviente?

21 de julio, conversación por WhatsApp

(01:54)

Alexánder: Nos regresaron.

Fernando: No jodas, Alexánder. Mentiroso.

Alexánder: De pana.

Fernando: ¿Qué pasó?

Alexánder: Iba a llegar un taxi y se tardó. Y bueno, ya tú sabes. Tengo ganas de meterme yo solo.

Fernando: ¿Ahorita mismo?

Alexánder: Dentro de un ratico.

Fernando: No jodas, Alexánder.

Alexánder: …

Fernando: ¿Niño?

(05:38)

Alexánder: Me volvieron a regresar.

Fernando: No jodas, Alexánder. Ya van cuatro veces, chamo. ¿Qué más se puede hacer?

Alexánder: Estoy acá en el terminal, quédate tranquilo. Me siento mal. Todo el mundo pasa, menos yo.

Fernando: ¿Qué pasó? No te vayas a desesperar, quédate ahí y no inventes. Ya estamos metidos en este peo y tenemos que seguir llevándola.

Alexánder: Sí, voy a buscar a un señor para ver dónde dormir.

(09:31)

Alexánder: Le di al señor esta planchita de cabello que tenía y él me pagó una habitación. No es muy buena, pero sirve para descansar un rato e intentarlo otra vez.

Fernando: Dale, descansa. Te voy a hablar claro. Me siento burda de mal porque pienso que hicimos las vainas a lo loco, pero a pesar de todo algo me dice que hoy sí vas a entrar. Trata de no dar el teléfono como pago, porque ahí sí que va a ser un peo para comunicarnos. No te desanimes. Ya sabes cómo es el camino y estás con gente que parece ser seria.

(16:02)

Alexánder: Me acabo de despertar.

Fernando: ¿Lograste descansar?

Alexánder: Me están cobrando el teléfono cuando llegue a Arica.

Fernando: ¿Y qué vas a hacer? Qué chimbo que entregues el teléfono.

Alexánder: Niño, ¿pero cómo lo hago? Me siento cansado. Hoy cumplo una semana aquí.

Fernando: El coyote me escribió esto: “Tu pana está sin plata, lo único de valor que tiene es su celular”.

(23:25)

Fernando: Hoy me he sentido burda de mal.

Alexánder: ¿Por qué?

Fernando: Por toda esta paja.

Alexánder: Yo igual, pero me da risa que tú lo que haces es regañarme, como si yo no tuviese ganas de pasar.

Fernando: Jajaja… no, no es por eso. Yo sé que quieres entrar, es el desespero, marico. Estoy súper presionado. Yo sé que estás haciendo tu sacrificio por allá, pero yo tampoco la he tenido fácil aquí.

Alexánder: ¿Presionado por qué?

Fernando: Por todo. No quiero que estés más ahí. Estoy cansado también de este trabajo, que es súper explotador. Humillan mucho.

Alexánder: Apenas yo consiga trabajo te sales de ahí.

Fernando: Hoy [en Tarragona] me dijeron: “Fernando, lava la chancha”. Esa es una vaina como una caja grandísima que va debajo de los lavaplatos y ahí quedan todos los residuos de comida. Es un agua horrible que huele a mierda y tengo que lavarla hasta que quede brillante. Tenía ganas de irme, de pana.

Alexánder: Verga, verdad que hoy es domingo. Yo sé que no es fácil para ti.

Fernando: Acá donde mi tío se fueron a la nieve todos y andaban con la vaina de que fuera con ellos, que no todo era trabajar. Lo que no saben es que no tengo ni para el pasaje.

Alexánder: ¿Cuánto cobran?

Fernando: Como 15 mil por persona. El 15 de agosto es feriado, podríamos ir.

Alexánder: Me gustaría.

22 de julio

Ya estoy de regreso en Santiago. Fernando me manda un mensaje de audio:

“Alexánder habló con el muchacho, con el señor que lo va a cruzar. Le dijeron que si no quería entregar el teléfono les ayudara a buscar más clientes. Creo que consiguió a unas muchachas que también van a cruzar y por haber hecho eso lo van a pasar gratis”.

Alexánder lleva una semana en Tacna y ya se ha convertido, por necesidad, en captador de una red de coyotes. Es como el adicto que lleva clientes donde el microtraficante a cambio de unas dosis que le permitan financiar su vicio. Un estatus que ha alcanzado sin tener muchas opciones: Fernando no tiene cómo mandarle más dinero y a él ya no le quedan cosas de valor en el bolso para entregar.

“Está desesperado. Me siento responsable. Ya no sé qué decirle para que se calme un poco”.

La desesperación es la comida de la que se alimentan los coyotes: mientras mayor es el tormento, más probabilidades hay de terminar enganchados en la cadena. Y Alexánder, que ya ha intentado cruzar cinco veces sin éxito, ha sido anexado como uno de los últimos eslabones. Lo usual, según me han explicado fiscales que han investigado el tráfico de personas en Arica, es que esa relación utilitaria se rompa cuando el objetivo de cruzar se ha logrado, pero hay algunos casos donde el vínculo se afianza. Y así es como se han dado situaciones en que venezolanos que alguna vez se iniciaron en la captación, tal como Alexánder ahora, terminan cumpliendo la función del coyote, yendo y viniendo por el desierto, para ganarse 20 dólares por noche.

“Él no viene a Chile a hacer daño ni hacer cosas malas, solo estamos buscando una estabilidad, un futuro”.

Fernando sabe cómo funcionan estas redes. Toda su familia vive fuera de Venezuela. El primero en dejar Maracay fue su hermano Miguel,27 beisbolista profesional, que en 2012, con 17 años, comenzó a jugar en las ligas menores de Estados Unidos, para los equipos de la franquicia de Los Angeles Angels, de Anaheim, en California. Todos los años, Miguel se iba tres meses a República Dominicana, donde hacía la pretemporada, y luego se integraba al equipo en Estados Unidos. Mientras duraba el torneo le daban un contrato por siete meses, le pagaban dos mil dólares mensuales, el hospedaje, la comida y los pasajes de ida y regreso a Venezuela.

En la familia todos eran fan de él, especialmente Fernando, que tenía una pequeña colección de estampitas con su cara, de las seis temporadas que jugó. En 2018, al finalizar el campeonato, lo despidieron. Antes de que le rescindieran el contrato pidió una extensión de la visa para su esposa, que ya vivía con él en California, y le encargó a Fernando que iniciara los trámites en Venezuela para que su hija, que estaba en Maracay, pudiese viajar a Estados Unidos.

Fernando necesitaba conseguir el acta de matrimonio y la partida de nacimiento de la niña antes que a Miguel le quitaran la visa laboral, que expiraría tras el despido, pero en ese tiempo el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería de Venezuela (SAIME) estaba intervenido por denuncias de corrupción. Específicamente, el director de entonces y su predecesor habían sido denunciados por sobornos y venta de pasaportes.28 La intervención provocó un atochamiento en las solicitudes que generó aun más corrupción.

“Tuvimos que pagar mucho para conseguir los papeles de la niña. Me acuerdo de que me puse en contacto con unos ‘asesores’ que me ayudaron a conseguir los documentos. Fuimos donde una de las personas que había sido despedida, que se había llevado los timbres para la casa. Ella nos hizo los certificados. Esa mujer era millonaria”.

Dos semanas después, la esposa de Miguel viajó a Venezuela a buscar a la niña y los tres se quedaron a vivir en California. Un año más tarde venció la visa de Miguel. Hoy están tramitando su regularización y trabaja repartiendo pedidos en su auto.

Fernando vio en las “asesorías” del SAIME la posibilidad de juntar dinero para salir de Venezuela y publicó un aviso en redes sociales ofreciendo sus servicios como intermediario. Hacía solicitudes para venezolanos que estaban en el extranjero o para quienes no tenían el tiempo de ponerse en la fila. Como el SAIME se había convertido en un servicio estresado, por no decir colapsado, Fernando descubrió que la página web en la que se ingresaban los datos estaba mucho más expedita en la madrugada y eso le daba ventaja para atraer clientes. Ganaba cerca de 10 dólares por trámite y lo que más juntó en un mes fueron 300 dólares. Nada de lo que hacía, sin embargo, era corrupción.

“Asesorar”, como le dice él a este oficio, era entonces una oportunidad laboral que parecía haber crecido junto con la diáspora. Es decir, un servicio honesto que fue masificándose a la par de la demanda de los migrantes: a mayor número de venezolanos en el extranjero o queriendo huir, mayor número de trámites por encargo. Pero lo cierto era que detrás de la prosperidad de este negocio no estaban los ingeniosos como Fernando, que había descubierto el horario con menos usuarios, sino los mismos funcionarios del SAIME, que adrede demoraban los trámites oficiales para así crear un mercado exprés, o VIP, en el cual ganaban miles de dólares en coimas por apurar los procesos. Dicho de otro modo: para saltarse la fila de espera. Fernando dice que nunca llegó a pagar por esos trámites.

Los segundos en dejar Venezuela fueron su papá, su mamá, su hermana y sus otros dos hermanos, uno mayor que él y otro menor, que cruzaron a Colombia y se instalaron a vivir en el Valle del Cauca. Dos meses después, Fernando salió rumbo a Chile. Él vivió su propia experiencia clandestina junto a Generoso, el mismo que hace algunos días ayudó a cruzar a Alexánder: el 9 de abril de 2019, Fernando atravesó a Colombia por el río Táchira. No por el puente Simón Bolívar, como lo hizo Alexánder hace unas semanas, sino por el mismo caudal.

“Era así como un desafío, porque todo el mundo trataba de no caerse. Generoso iba cargado de maletas de personas que no podían llevarlas. El camino no es tan largo. Son como veinte minutos. En la primera parte hay que subir piedras y esquivar el barro. Donde había charcos más profundos, ponían tablas y sacos de arena, para que uno brincara sin mojarse. Recuerdo que llevaba puestos unos zapatos blancos que me quedaron marrones”.

Fernando tenía una visa de responsabilidad democrática entregada por el gobierno de Chile, y aunque eso acreditaba que su paso por Colombia sería solo transitorio, la frontera estaba cerrada para todos los venezolanos menos para las embarazadas y los ancianos.

“Después atravesamos el río. Había varios cruces. Lo imaginaba más complicado, porque la corriente a veces crece y se lleva a las personas, pero estaba suavecita. Había muchos colombianos que viven de la trocha, que pedían colaboración. La gente dice que hay que darles plata, porque si no te secuestran. Todos tenían aspecto de malandros, así, sin franela [polera]. Tomé una foto y cuando llegamos a Cúcuta se la mostré a Generoso. Me dijo que menos mal que no me habían visto, porque hasta me podrían haber cortado la mano”.

Fernando cargaba solo una mochila. Adentro, además de su ropa, el pasaporte y los documentos del viaje, traía un recuerdo por cada persona que no quería olvidar: un corazón de conchitas que Alexánder le había enmarcado, la colección de estampitas de su hermano, una foto de su sobrina y una de su mamá. También traía una lonchera térmica con colaciones para el viaje: arepas, albóndigas y pollo frito.

“En Cúcuta es una locura: gente por aquí y por allá, corriendo. Me estresé tanto que me quería devolver a Venezuela. Mi hermano me había mandado de Estados Unidos el dinero para pagar el pasaje y en todos los Western Union había filas. Yo preguntaba desde cuándo estaban ahí y algunos me decían que llevaban dos noches esperando que los atendieran. De pronto vi que unos colombianos gritaban: ‘¡Western VIP! ¡Western VIP!’. Me acerqué a preguntar y ellos cobraban por pasarte primero, pero te quitaban una parte. Al final, tuve que hacerlo, porque mi autobús salía en la noche”.

En Cúcuta, Fernando se juntó con Norma,29 de 75 años, la mamá de la esposa de su tío. Ella, como es adulta mayor, pudo pasar por el puente del río Táchira, mientras Fernando lo cruzaba por abajo. Fernando pensaba venirse solo a Chile, pero su tío, que lo iba a recibir acá, le pidió que acompañara a su suegra. Esa noche ambos abordaron el bus y el 15 de abril llegaron a Santiago. Se instalaron en el piso 16 de un edificio en Independencia. Fernando se demoró dos días en encontrar empleo.

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