Kitabı oku: «El duende de arena», sayfa 2

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Recordó, con cierta disforia, que se encontraba en la lujosa y privilegiada urbanización de El Batatal, en casa del príncipe Majed Al-Faruk al que habían conocido la noche anterior en la lujosa sala de fiestas Fórum situada en la ciudad de Marbella, ella y sus dos compañeras de aventuras en aquel loco verano, en la impresionante habitación del noble árabe, junto al camastro donde prácticamente acababa de compartir con él una apasionada y lujuriosa noche de sensualidad y sexo.

Susana se llevó las manos a los ojos como si con aquel gesto se arrepintiese de todo lo sucedido, pero ya no tenía sentido afligirse, ya no podía volver al pasado. La joven soltó un esponjoso gruñido y buscó precipitadamente su bolso que debía de estar en alguno de los sedosos sillones que rodeaban la cama. Un hiriente quemazón atravesó su pecho, allí no estaban ni su bolso ni su ropa. Salió de la habitación desnuda, sin apenas percatarse de ello y recorrió el interminable pasillo que desembocaba en una olorosa salita que enseguida reconoció como el cuarto donde habían bebido y fumado porros la noche anterior en compañía del príncipe. Su ropa y sus pertenencias estaban colocadas sobre un mueble de robusta madera, agarró todo y corrió de vuelta a la habitación. Sin pérdida de tiempo volcó su bolso torpemente sobre el colchón y rebuscó ansiosa entre los objetos revueltos. Soltó un lamento de desesperación. El pequeño sobrecito con la pastilla del día después no estaba. Erika le había conseguido dos de esos comprimidos anticonceptivos cuando se conocieron a principios del verano, por supuesto, se las tuvo que pagar sin preguntarla de donde las había sacado. Como la colombiana le dijo, esas pastillitas podían salvarla de un gran apuro a lo largo del verano. Y tenía razón. El príncipe Majed Al-Faruk no había utilizado ningún tipo de protección durante la noche.

La joven llevó sus manos a la cabeza en un gesto de desesperación y se apretó las sienes, si se quedaba embarazada su vida estaría arruinada, tendría que volver a casa con la cabeza agachada sin saber cómo la recibirían sus padres después de enterarse de la noticia de que un príncipe la había preñado y abandonado a su suerte, porque lo que tenía muy claro, es que el hombre árabe o alguno de sus guardaespaldas, la echaría a patadas de su lado si se enteraba de la noticia. Aquello o abortar. Respiró hondo intentando tranquilizarse, tenía tres días para tomar la ansiada pastilla, seguro que la había dejado olvidada en la habitación. Se giró sobre sí misma como un resorte. Buscaría a Erika, tal vez ella o Johana le podrían prestar una, el príncipe no tenía por qué enterarse de su descuido, él no estaba en el chalet, recordaba vagamente que en algún momento de la noche antes de llevarlas al jacuzzi, mientras bebían y fumaban marihuana, Majed les había informado que no estaría por la mañana porque debía de encontrarse con un amigo, precisamente el dueño de la discoteca donde se habían conocido, pero que ellas podían quedarse en la casa hasta que él regresase por la tarde y pudiesen salir a cenar por ahí, y que si necesitaban algo, sus empleados, que no eran otra cosa que parte del grupo de rudos gorilas que le protegían, estarían para ayudarlas en todo lo que necesitase. Las compensaría muy bien por quedarse todo el día en su casa, había terminado diciendo el príncipe.

Se puso rápidamente su vestido, que fuera de su curvilíneo cuerpo tan solo parecía un trapo pequeño y arrugado, y salió nuevamente fuera de la habitación. Esta vez prácticamente se dio de bruces con uno de los guardaespaldas de Majed, vestido elegantemente con americana y con una gran sonrisa en su ancho rostro que intentaba disimular su aspecto de peligroso matón; el hombretón se dirigió a ella con una exquisita educación.

―Buenos días señorita, puede desayunar en el jardín, si necesita ropa para la piscina puede acompañarme.

―No, no tengo ganas de desayunar ―soltó la joven embarulladamente―. Por favor, necesito encontrar a mis compañeras.

―Están en la piscina ―contestó el gorila sin perder su amabilidad a la vez que señalaba una puerta abierta.

Susana corrió al jardín. Johana y Erika se bañaban alegremente en el refrescante y azulado líquido, cuando la vieron la saludaron con gestos alegres de sus manos, a pesar del desaire del príncipe con ellas, no parecían molestas. La joven les devolvió el saludo y esperó inquieta a que saliesen del agua junto a una mesa donde había toda clase de bebidas y zumos, también café y leche, y por supuesto, una gran variedad de bollos, dulces y frutas. Erika salió de la piscina a los pocos minutos y se dirigió hacia ella. Se acomodó en una confortable tumbona después de coger un bollo de chocolate.

―Que, ¿cómo fue? ―dijo secamente la colombiana que parecía haber perdido la jovialidad de minutos antes mientras se bañaba en la piscina.

Susana sonrió con cierta culpa.

―Bien, el príncipe es muy dulce, es un auténtico caballero ―dijo al fin con una media sonrisa sin querer mostrar todas las gratas sensaciones que recorrían su cuerpo al recordar los momentos vividos durante la noche, pero eso no era lo que importaba en aquel momento. Se dispuso a hablar de su necesidad de tomar inmediatamente la píldora del día después, pero la colombiana habló primero.

―Me alegro por ti ―pronunció secamente Erika irguiéndose en la hamaca y mirándola de una manera que Susana nunca había visto antes en su compañera―. Te voy a decir algo, eres muy mona y no me importa que te tires mil veces al jeque o lo que sea, pero hemos llegado hasta aquí juntas y todo lo que saquemos, individualmente o por separado, será para las tres, después, como si te quieres ir con él a Arabia o donde sea, ¿comprendes?

Susana sintió como sus mejillas se sonrojaban ante las crudas palabras de su compañera, como la sorpresa taponaba su garganta, tan solo tuvo energías para bajar su cabeza y hacer un sumiso gesto de afirmación; la colombiana lanzó una agria sonrisa y se levantó como dando por concluida aquella conversación, se quitó el sujetador del bikini dejando al descubierto sus no muy grandes, pero perfectamente redondeados pechos, y se volvió a dirigir a la piscina tirándose de cabeza al agua.

IV

El taxi fue alejándose del aeropuerto de Málaga con el hombre norteamericano dentro. En pocos minutos, el vehículo se adentró en la autopista AP-7 que le llevó directamente hasta el corazón de la hermosa ciudad andaluza. El auto se detuvo junto a un hotel situado en el céntrico Paseo Reding muy cerca del puerto y dejó bajar a su pasajero después de que éste le dedicase un amable gesto al taxista y le dejase una más que generosa propina.

El hombre entró en el vestíbulo en busca de su habitación, no tenía tiempo que perder. Era un varón estadounidense de estatura normal y de complexión más bien delgada, aunque su camisa veraniega y sus pantalones de hilo blanco dejaban entrever un esqueleto ágil y una musculatura fibrosa en muy buen estado. Su rostro aparentaba una bella y atractiva serenidad; sin duda, el individuo podía pasar por uno de los numerosos turistas que minutos antes habían aterrizado en el aeropuerto de la ciudad andaluza procedentes de Roma, de América o de cualquier otro lugar del mundo.

Se dio una rápida ducha y volvió a ponerse ropa cómoda y veraniega que le permitiese aguantar de mejor manera el ardiente calor de la Costa del Sol. A los pocos minutos estaba paseando por el Paseo de la Farola adentrándose en el puerto; entró en un garaje apartado en un rincón y rodeado de grandes almacenes donde según las instrucciones recibidas en su móvil, debía de encontrarse el auto que le iba a servir de transporte en aquella misión.

El americano subió en el Renault Captur con matrícula española estacionado en el fondo del garaje, apretó el botón de contacto y comenzó a rodar por las calles malagueñas.

Pronto abandonó la ciudad deshaciendo el camino que había recorrido minutos antes dentro del taxi, pero esta vez, pasó de largo por el aeropuerto al que pronto dejó atrás y continuó por la AP-7. Llegó a Marbella después de una hora conduciendo; en las inmediaciones de la hermosa ciudad andaluza el Captur abandonó la autovía y se dirigió directamente a las lujosas urbanizaciones del norte.

El Batatal era una de esas urbanizaciones, tal vez la más selecta de todas y era territorio saudí. En el complejo residencial pasaban los veranos, sobre todo cuando terminaban con sus obligaciones del ramadán, un buen número de personas de la nobleza del país de La Meca. Muchas investigaciones, por tráfico de armas, secuestros de personas e incluso terrorismo, habían ido a morir a la entrada de aquel lujoso recinto; personajes mundialmente influyentes vivían allí bajo el manto protector de las todopoderosísimas agencias de inteligencia de los Estados Unidos.

El recinto estaba perimetrado por un muro de piedra repleto de cámaras de seguridad y de otros artilugios tecnológicos de vigilancia de los más sofisticados del mundo.

El Renault Captur se detuvo junto a un grupo de árboles a unos veinte metros de la pared. El americano bajó del auto después de echar mano a su pequeña mochila de paseo, ni siquiera miró hacia la posición de El Batatal, se limitó a sacar una Tablet poco más grande que un teléfono móvil y apretó un botón, al instante en la pantalla apareció el plano correspondiente al chalet más cercano y de sus terrenos colindantes trazado en el mismo momento por un satélite a miles de metros sobre su cabeza, lo estudió durante un par de minutos y sin más, se dirigió hacia el recinto.

Las cámaras de seguridad de aquella urbanización eran las más sofisticadas del mundo. Ni los más modernos programas informáticos podían atravesar la coraza de datos que protegía su IP, sin embargo, después de teclear varias instrucciones, su Tablet mandó una serie de comandos que se deslizaron por la red hasta colarse en la frecuencia wifi de las cámaras de vigilancia, al instante, las secuencias de seguridad de las dos videograbadoras más cercanas dieron paso a las nuevas órdenes, la grabación de imágenes de las cámaras se detuvo dando paso a una fotografía fija que mostraba un falso directo.

El americano se acercó al muro sin que su imagen fuese grabada por las videocámaras; un coche de la compañía de seguridad que vigilaba el complejo pasó lentamente a unos treinta metros de su posición en dirección al puesto de entrada a la urbanización; el hombre se pegó a la pared del muro hasta que el auto desapareció de su vista, dejó la pequeña mochila en el suelo y extrajo un rollo de una cuerda fina y brillante en cuya punta relucía un gancho metálico y plateado de una sola garra, lo lanzó con una certera precisión hasta que la uña se asió al borde superior del muro escuchándose un suave sonido automático, después tiró para comprobar la perfecta sujeción de la cuerda y ágilmente trepó por el muro hasta poder saltar al interior.

Su misión era encontrar al príncipe Majed Al-Faruk, entrevistarse con él en el mayor secreto posible y sacarle una información, por las buenas o por las malas; ya estaba dentro de su casa, el problema vendría cuando se encontrase frente a frente con el noble árabe probablemente rodeado de sus peligrosos guardaespaldas y le comunicase que una agencia de inteligencia americana deseaba conocer ciertos aspectos de sus “negocios” que probablemente estaban desestabilizando y afectando al orden y a la paz mundial.

V

Los dos vigilantes que minutos antes habían pasado a unos metros del Renault Captur estacionado junto al grupo de árboles, bajaron del coche oficial de la prestigiosa compañía de seguridad que prestaba sus servicios en la zona y en otras lujosas urbanizaciones cercanas; los logotipos azules de la empresa brillaban ostentosamente dibujados en las puertas y el capo.

El guardia jurado del puesto de entrada al recinto de El Batatal salió del interior de la cabina y saludó a los dos recién llegados mirándoles con cierta sorpresa en su sudoroso rostro, uno de los individuos, un hombre alto con una suave perilla blanqueada por los años y cuyo rostro se ocultaba parcialmente por la gorra y las grandes gafas de sol, le entregó un papel; el guardia volvió a mirar a los dos hombres que acababan de bajarse del auto de vigilancia con cierta incertidumbre, volvió a pasar a su pequeña oficina de entrada a la urbanización y tecleó unos números en su terminal informática. Se quitó la gorra y carraspeó su pelo, nadie le había avisado de la llegada de aquellos tipos, pero todo parecía “jodidamente” correcto; el joven se volvió a colocar la gorra y accionó el mando que abría la puerta de hierro haciendo un gesto con su mano para que pasasen.

El coche de la empresa de seguridad avanzó ya dentro del recinto por la calle principal que daba nombre a toda la urbanización, El Batatal, hasta detenerse frente a un lujoso chalet. Los dos individuos se apearon del vehículo y se acercaron hasta la puerta blindada de hierro que comenzó a abrirse lentamente deslizándose por sus railes. Uno de los guardaespaldas del equipo de seguridad del príncipe Majed Al-Faruk apareció por la apertura de menos de medio metro que había dejado la puerta antes de volver a detenerse, su rostro, agrio y rudo, dibujó un semblante de obligada tranquilidad hacia los recién llegados.

―¿Algún problema, amigos? ―su español perfectamente entendible tampoco expresó ninguna señal de alerta, aquellos hombres a los que acababa de saludar eran personal de la empresa de seguridad encargada de la vigilancia de la urbanización, la más prestigiosa del país y que permanecía constantemente en comunicación con la policía.

El zumbido fue casi imperceptible. Una mancha rojiza apareció en la frente del guardaespaldas del príncipe cuyos ojos se abrieron en una expresión de sorpresa y de dolor. Uno de los falsos vigilantes agarró el cuerpo sin vida del hombre que les había abierto la puerta antes de que se esparramase contra el suelo y lo depositó con suavidad contra la pared.

Los dos individuos se colaron sigilosamente en el recinto privado sujetando entre sus manos sendas pistolas automáticas provistas de silenciador.

Otros dos guardaespaldas estaban apostados en la terraza delantera de la casa. Se levantaron al ver a los guardias uniformados. Dos nuevos zumbidos atravesaron el aire y los dos gorilas cayeron al suelo derribados. Sus grandes cuerpos quedaron inertes cubiertos de pegajosas manchas de color rojo.

El de la perilla hizo un gesto a su compañero que al instante se separó de su lado dirigiéndose al edificio principal mientras él continuaba su avance por el jardín; su rostro fino e inexpresivo apenas se inmutó cuando llegó a la piscina y pudo contemplar como dos hermosas jóvenes jugaban dentro del agua con una enorme pelota de playa. El hombre se detuvo en el borde. El líquido azul salpicó sus zapatos negros y brillantes.

Una de las jóvenes, que se bañaba sin sujetador dejando bien a la vista sus pequeños y bonitos senos, le hizo un saludo con su mano y soltó una jovial expresión de bienvenida, el vigilante de las gafas de sol le devolvió el saludo, después, volvió a sacar la pistola y disparó. La bala atravesó el pecho de la joven rubia que se hundió en el agua en medio de un remolino rojo. La otra chica intentó alejarse nadando aterrada por lo que acababa de presenciar. Un nuevo disparo alcanzó su espalda, la joven morena se detuvo después de soltar un agónico lamento envuelta en un intenso dolor en su columna. Un silbido de muerte llenó sus oídos, la nueva bala se incrustó en su cuello hundiendo su bonito cuerpo definitivamente en el fondo de la piscina.

El agua azulada se fue cubriendo lentamente de un siniestro tono granate como si una mano gigante hubiese vertido un macabro tinte de muerte.

El otro vigilante se acercó nuevamente a su compañero colocándose la pistola automática dentro de su cinto.

─Había uno más ―informó al de la perilla quitándose la gorra y dejando al descubierto una fina capa de cuero cabelludo de un llamativo tono pelirrojo―, pero el príncipe no está.

─Esta madrugada llegó al chalet según la información de “Bud”, no puede haber ido muy lejos ―contestó el de la perilla blanca con una voz ronca y fría como un gigantesco iceberg―. Introduce nuestras coordenadas y que “Bud” localice cualquier vehículo que haya salido de aquí durante la noche y primera hora de la mañana.

El pelirrojo sacó una pequeña Tablet y tecleó unos comandos. A mil quinientos kilómetros de la Tierra, el pequeño artefacto con el nombre de “BUD” grabado en una sus planchas de titanio, dirigió sus antenas al punto indicado y sus ondas comenzaron a analizar el sistema operativo que guiaba todos los equipos electrónicos e informáticos del chalet indicado, en menos de tres segundos desarboló el cifrado del complicado sistema de seguridad y se introdujo en su red wifi, al instante, todos los aparatos que utilizaban esa red fueron absorbidos por “Bud” y el satélite espía enseguida mandó al terminal del vigilante pelirrojo la información requerida: alguien había abierto mediante un mando a distancia la puerta de hierro del jardín poco después del amanecer dejando salir un vehículo que se había movido durante quince minutos hasta detenerse en un punto situado en la periferia del lujoso complejo de Puerto Banús.

En la pantalla de la Tablet se pudo leer con toda claridad, “Club de Campo Privado Oasis”.

―Lo tengo ―informó el individuo con total serenidad, como si estuviese comentando con unos buenos amigos una jugada ganadora de cartas en medio de una relajante partida de sobremesa.

VI

Susana temblaba de pies a cabeza intentando controlar el desesperado sonido de su llanto. Acababa de presenciar cómo sus compañeras, Erika y Johana, eran asesinadas a sangre fría por aquel vigilante de la perilla blanca. El pánico que empezaba a dominar cada uno de sus sentidos a punto había estado de jugarla una mala pasada y hacerla soltar un grito de terror, pero en el último instante lo pudo contener y saltar a unos setos cercanos donde permanecía escondida sin apenas intentar respirar. Minutos antes de los fatídicos asesinatos, su mente solo estaba absorta en la posibilidad de que hubiese quedado embarazada después de la lujuriosa noche con el príncipe y apunto había estado en abandonar el chalet ella sola para ir en busca de su ansiada píldora del día después, pero después de meditarlo dentro de la ínfima calma que le podía ofrecer su estado de crispación, decidió quedarse hasta que se le pasase el disgusto que se había formado dentro de su alma tras escuchar la advertencia, o más bien la amenaza, de la rubia Erika sobre la repartición de los bienes; esas palabras le habían dolido como si le propiciasen decenas de bofetadas, ellas dos eran sus compañeras, todo lo que tenía en aquel momento, y por supuesto que pensaba compartir con ellas todos los beneficios que pudiese sacar de aquella situación y que no tuviese que entregarlo a la agencia, pero la forma amenazante en como la colombiana se había dirigido a ella no le había gustado en absoluto; se alejó de la piscina envuelta en una tormenta de amargas sensaciones que oprimían su pecho dolorosamente con la intención de volver dentro de la casa, pero un sutil movimiento en el fondo del jardín junto a la fila de árboles que se alzaban a la vera del muro de piedra, llamó su atención, y como si aquel repentino ajetreo pudiese socorrerla de todos sus pesares, se dirigió hacia allí, pero el alegre y vital saludo lanzado por Erika le hizo volver la cabeza a tiempo de poder ver al hombre alto y con gafas de sol vestido de vigilante y como este levantaba su mano para saludar a las chicas, para acto seguido y de una manera totalmente mecánica como si lo hubiese repetido miles de veces en su vida, sacar una pistola y disparar varias veces. Contra sus compañeras.

Susana entonces se tiró al suelo y así había permanecido durante los instantes posteriores, inmóvil y aterrada entre los arbustos del fondo del jardín. Pero ya no podía permanecer quieta durante más tiempo. El terror que la invadía era demasiado fuerte. La joven apretó los dientes y comenzó a arrastrarse por el suelo intentando alejarse, a duras penas podía aguantar el llanto. Una mano agarró su boca con fuerza, esta vez sí quiso gritar, pero la presión era demasiado poderosa. Unos bonitos ojos oscuros pertenecientes a un rostro masculino, delgado y muy atractivo, la miraban fijamente; el individuo que la acababa de amordazar con su mano le hizo un gesto para que se tranquilizara.

─No grites, de acuerdo, te voy a soltar ─susurró el hombre. Su acento, aunque perfectamente entendible, denotaba que no era español.

El desconocido quitó su mano de la boca de la joven.

―No me mate, por favor... ―gimió Susana con una voz aterradoramente temblorosa.

―No te voy a matar ―dijo el americano que había escuchado los disparos y los gritos de las chicas en la piscina del chalet nada más saltar el muro después de haber inutilizado las cámaras de vigilancia. Enseguida supo que algo fuera de lo corriente estaba pasando dentro de la lujosa vivienda del príncipe árabe y que probablemente su misión se estaba complicando, dirigió toda su atención hacia el centro del recinto y al instante descubrió a la bella joven que se arrastraba entre la maleza con claros síntomas de terror―. ¿Quién ha disparado?

La joven pareció tranquilizarse, al menos en parte.

―Un vigilante ―dijo algo más tranquila, pero su voz, nuevamente comenzó a sonar nerviosa y renqueante―, pero no puedes ser…, ¿por qué…? Oh Dios mío…

El hombre puso un dedo en sus labios indicando que guardase silencio y echó una nueva y rápida mirada entre los árboles hacia la zona de la piscina. Su aguda y selectiva visión pudo distinguir la silueta de los dos hombres, ninguno de ellos era árabe.

―¿Quién te trajo a la casa? ―preguntó con cierta premura y en voz baja el americano sacando una pistola de su cinturón―. ¿Conoces al príncipe Majed Al-Faruk?

―Sí ―susurró Susana indecisa, su mente comenzaba a atascarse y sus ideas empezaban a escasear superada por la situación―. Él me trajo aquí, nos trajo a esta casa, a mis compañeras y a mí…

La voz de la joven se quebró.

―¿Dónde está el príncipe ahora? ¿Está en la casa?

La chica no contestó. El americano, entonces, comenzó a caminar alejándose de ella en dirección al muro, ya tenía claro que, si el príncipe permanecía allí dentro, estaría muerto. Aquellos hombres vestidos de vigilantes de seguridad, desde luego no eran lo que aparentaban ser. En aquel momento, uno de ellos pistola en mano comenzó a dirigirse hacia los árboles. Les habían descubierto.

―No me deje aquí ―el terror ya era un auténtico tapón en el pecho de Susana que apenas le dejaba respirar―. Han matado a mis amigas.

El americano no dijo nada, llegó al muro y muy rápidamente desplegó una cuerda con un extraño artefacto metálico en forma de uña en uno de sus extremos.

―El príncipe me dijo que iba a ver a su amigo ―soltó la chica intentando llamar la atención del hombre que al escuchar las últimas palabras se giró hacia ella―, al dueño de la discoteca donde nos conocimos anoche.

―¿Dónde está esa discoteca? ―preguntó el americano acercándose nuevamente a la joven y echando una furtiva mirada hacia la piscina.

―Le puedo llevar ―imploró Susana que deseaba con toda su alma salir de aquel infernal lugar donde acababan de ser asesinadas sus dos compañeras―. Está cerca de la playa…

―Vamos, ven conmigo.

Susana siguió a la carrera al atractivo desconocido entre los árboles hasta que recorrieron los pocos metros que les separaban del muro, el hombre lanzó la cuerda que se volvió a fijar, como había sucedido minutos antes cuando saltó al interior, en el borde superior de la pared.

―Sube ―ordenó agarrando a la chica por uno de sus brazos.

La joven asió la cuerda con todas sus fuerzas y comenzó a escalar. Su vestido corto y ajustado apenas le ayudaba en su cometido de trepar por la pared, la tela se arrugó dejando al descubierto la totalidad de sus largas y morenas piernas. Apretó los dientes que chirriaron de dolor e intentó impulsarse hacia arriba con todas sus fuerzas, las manos del hombre se posaron en sus glúteos y empujaron el ligero cuerpo de Susana intentando facilitar la ascensión, pero sus pies resbalaban constantemente en el cemento, una de sus sandalias se soltó y cayó al suelo, la planta de su pie se rasgó y comenzó a sangrar al entrar en contacto con la rugosa pared; las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas hasta que por fin sus dedos consiguieron llegar hasta el borde de la pared, después sus manos. La joven soltó un rabioso grito de victoria y quedó sentada a modo de caballo sobre el muro. En dos segundos, el americano estaba a su lado.

Las sombras de los falsos vigilantes ya se habían adentrado entre los árboles y se acercaban a ellos rápidamente. Se escuchó una ruda voz de amenaza.

―¡Salta! ―ordenó el americano―. Vamos, no tenemos tiempo.

Los ojos de Susana se salían de las orbitas, le dolía todo el cuerpo y sus brazos y piernas estaban llenos de arañazos, pero sabía que debía de hacer caso a aquel hombre. Se puso de espaldas y comenzó a deslizar los pies por el cemento hasta que todo su cuerpo quedó estirado, soltó las manos y cayó sobre el suelo. El hombre saltó con un ágil movimiento y aterrizó a su lado, retiró la cuerda con rapidez y agarró la mano de la chica para comenzar a tirar de ella con fuerza obligándola a correr.

La joven sentía el sudor empapar todo su cuerpo y el aire llegar dolorosamente a sus pulmones, pero no dejó de mover sus piernas hasta que prácticamente se dieron de bruces con el vehículo cuya chapa de color marrón relucía al sol de la mañana prácticamente nueva. Subieron rápidamente.

Las ruedas del Renault Captur se agarraron con fuerza a la grava y pronto el auto cogió velocidad. Las manos del americano parecían conducirlo con una eficacia y destreza que superaban los límites de la más notoria profesionalidad.

―¡Agárrate!

El potente SUV se dirigió a toda velocidad hacia la zona oeste de la urbanización donde se encontraba la verja por donde había entrado por la mañana y que tan solo era utilizada en casos de emergencia por los vigilantes de la urbanización. El americano soltó el volante y el coche pareció cobrar vida propia circulando vertiginosamente sin que nadie le dirigiese, los dedos del hombre pulsaron unos comandos en la Tablet y la verja metálica comenzó a abrirse de manera lenta y parsimoniosa; el hombre volvió a aferrar el volante y las ruedas del Captur chirriaron en la gravilla levantando una espesa nube de reseco polvo cuando comenzaron a tomar la curva hacia la izquierda.

El coche de vigilancia apareció procedente del chalet del príncipe acercándose a ellos a toda velocidad. Una de las ventanillas traseras del Captur voló en mil pedazos.

Susana soltó un histérico chillido llevándose las manos a la cabeza.

―¡Agáchate! ―la voz del hombre sonó poderosa entre los chasquidos que los neumáticos producían en el camino.

La puerta se deslizaba sobre sus railes muy lentamente. La apertura apenas era la justa para que pudiese colarse el vehículo más estrecho. El americano aceleró mientras Susana, a su lado, observaba aterrada como la verja se acercaba a ellos a una desbocada velocidad dejando un hueco por el que el coche sería imposible que pasase. La joven cerró los ojos ante el inminente impacto. Las ruedas del Captur volvieron a levantar polvo y piedras del camino y comenzó a atravesar el hueco que dejaba la estructura metálica de la puerta, uno de los retrovisores rozó el poste de hierro lateral levantando una colorida nube de rebeldes chispas que inmediatamente se perdieron en el caluroso aire de la mañana.

El hombre volvió a soltar el volante y accionó de nuevo los comandos en la Tablet. La verja se detuvo con una temblorosa protesta y comenzó el lento pero justo retroceso para impedir que el coche de vigilancia pudiese atravesar el hueco.

Minutos después, el Renault Captur enfilaba la calle Jubrique a una velocidad mucho más moderada adentrándose en el laberinto de ramales que constituían las lujosas, pero menos ostentosas construcciones que las que acababan de abandonar, de Sierra Blanca.

Tras serpentear entre los callejones adornados con espaciosas viviendas y con una frondosa vegetación de un color verde intenso a pesar de que el verano estaba en todo su auge, el norteamericano aminoró algo más la marcha del coche, y después de echar una serena, pero intimidatoria mirada a la chica que permanecía acurrucada y envuelta en un halo de terror en el asiento del copiloto, volvió a prestar atención al colorido GPS incrustado en el salpicadero, metió una marcha más larga y el Renault Captur volvió a coger velocidad alejándose definitivamente de la privilegiada zona de El Batatal.

VII

El Club de Campo “Oasis”, situado en una de las zonas más exclusivas entre Puerto Banús y Marbella, era uno de los lugares más privilegiados de la ciudad marbellí, sus espectaculares instalaciones y sus esplendidas vistas recogían todo el puerto deportivo y gran parte de la playa.

Pero a pesar de las frescas y relajantes panorámicas, Majed no podía tranquilizarse, ni golpeando con todas sus fuerzas la pequeña pelota con el driver hacía desaparecer su angustiosa zozobra. Aquella mañana, su aspecto era mucho más occidental que de costumbre, vestido con pantalón azul celeste y polo blanco, aunque mantenía conservando sobre su cabeza la ghutra recogida a modo de turbante. Su hermoso rostro moreno no podía ocultar su preocupación.

A pesar de que siempre existió dentro de él la inquietante certeza de que tarde o temprano la venta del misil supersónico a aquellos yanquis le traería problemas, aunque hubiese conseguido camuflarlo en su memoria y apartarlo de una manera notable de su vida cotidiana centrándose en otros asuntos que sí tenía bajo control.

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