Kitabı oku: «Corazones nobles», sayfa 2

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Carmen y Rosario, después de besar la mano del sacerdote, se marcharon a casa con las niñas dormidas entre sus brazos.

A la semana siguiente, 9 de mayo de 1907, las dos niñas eran bautizadas con los nombres de Catalina y María. Padrinos, Cristóbal Conejo, que ejercía como sacristán y Rosario. Una vez terminado el ritual, Carmen depositó unas monedas en un plato que el cura le puso delante. La buena mujer, había estado ahorrando durante meses a sabiendas que el cura le exigiría el pago por suministrar el ansiado sacramento a sus dos angelitos.

Carmen, se esforzaba de manera titánica dedicando horas y horas al duro trabajo que realizaba y al cuidado de sus dos niñas con la ayuda de su hermana Rosario y sufriendo las continuas amenazas e insinuaciones del maldito Cerrojo.

El día que su hija Catalina cumplía sus catorce años, ya echa toda una mujer, iban a saborear una merienda con algo que jamás las niñas habían probado, una taza de chocolate. Ese manjar que nunca estaba a su alcance, fue obra de Pilar Galindo cuyo marido viajó a Sevilla por asuntos de negocios y regresó con algunos regalos y un buen surtido de chocolate.

Cuando Carmen le llevó su tabla de pan, limpió su casa y tiró en las cercanías del río un cubo repleto de haber hecho sus necesidades Pilar y su marido, le dio su pago y como acto de caridad, la correspondiente tableta de chocolate para alegría de Carmen.

Aquella tarde, ya libre de trabajo, la dedicó por entero a disfrutar de la velada junto a su hermana Rosario y las tres jovencitas, que nunca antes habían probado semejante exquisitez.

Sin embargo, las desgracias hacían nuevamente su aparición en aquella familia.

Ya anocheciendo, Carmen sintió un leve y repentino mareo. De no haberse encontrado cerca de su hermana, su cuerpo habría caído contra el escalón de la puerta y sufrido un fuerte y peligroso golpe. Al desmayo, le siguió un sudor frío y el cuerpo tan lacio que parecía haber perdido la vida. Rosario y las tres niñas, lloraban asustadas por el estado de Carmen, que por el momento no reaccionaba. Al instante, Rosario ordenó a Catalina que corriera a casa de Jacinta la Coja, ella, sabría qué hacer.

Una vez colocada Carmen sobre el maltrecho catre, Jacinta no auguraba nada bueno para aquella mujer tan trabajadora y cariñosa. A partir de ahora, debe descansar al menos durante una semana. Rosario movía la cabeza de forma negativa, sabiendo que esa receta era imposible de cumplir.

Pasaban los días y Carmen cumplía fielmente con su agotador trabajo, cada vez con más esfuerzo a medida que pasaba el tiempo.

Por las mañanas se levantaba a rastras, tomaba un trozo de pan con un vaso de agua y se marchaba al campo en busca de leña junto con su hermana Rosario, dejando a las tres niñas tumbadas en el suelo de tierra en unos colchones rellenos de “sayo” de maíz —a punto de finalizar el verano, se recogían en los campos el sembrado del maíz. Ya seco y apilado en las casas, se procedía a pelar las mazorcas y hacer grandes gajos para luego colgarlos en los techos de madera y mantenerlos en buen estado de conservación. Con las gruesas pieles de las mazorcas (“sayos”), la gente más pobre como la familia de Carmen, al no tener acceso a la lana de oveja, que tanto abundaba en el pueblo llevadas por sus antepasados, se servían de este producto, aunque muy incómodo, suponía un buen aislante de la humedad y más confortable que la dura tierra—.

Algunos días ya de vuelta con los pesados haces de leña y depositados en el horno, compraban unos jarrillos de leche —medida de un cuarto de litro—, para las niñas a Dolores Doña que tenía unas cuantas cabras de leche. Eso solo ocurría cuando faltaban algunas de las compradoras habituales, que siempre tenían preferencia.

Pasados unos meses, una mañana ya casi a mediados de junio, Carmen intentó levantarse de la cama pero no pudo, sus fuerzas la habían abandonado y apenas si pudo llamar a su hermana. La tocó con las manos y Rosario se despertó sobresaltada. Cuando se dio cuenta del estado de Carmen, despertó a las niñas y una de ellas corrió en busca de Jacinta, que acudió al momento.

Después de examinarla y darse cuenta de su delicado estado, quedó desconsolada.

—¡No hay nada que hacer!, ¡tu hermana se está muriendo!

Rosario y las tres niñas rompieron a llorar amargamente ante la terrible noticia que acababan de oír. Jacinta, intentó darle una cucharada de manzanilla pero Carmen no abría la boca.

Toda la mañana, la familia acompañada de Jacinta, la pasaron junto a la enferma. Los latidos de su corazón cada vez más débiles. De vez en cuando abría los ojos y miraba a las tres niñas pero enseguida los cerraba, las fuerzas la estaban abandonando por momentos. La noticia corrió enseguida por el pueblo pero nadie acudió, a excepción de Pilar Galindo y Mariana Álvarez, dueñas del horno, que acudieron enseguida a su lado. Cuando ya el día tocaba a su fin, a Carmen le ocurrió lo inevitable, parecía estar dormida pero ya se encontraba en manos de Dios.

Al día siguiente por la tarde fue enterrada en el pequeño cementerio junto al río. D. Manuel no dijo misa en el sepelio, se limitó a unas oraciones del ritual de exequias y acto seguido se marchó.

En aquel triste momento, tan solo acompañaban a la familia Jacinta la Coja y Mariana Álvarez junto a Cristóbal Conejo, que ayudó al cura y además se dispuso para meter en la fosa a la difunta y taparla con tierra. En la otra parte del cementerio y separada por el río, un grupo de mujeres contemplaban la escena sin acercarse a dar el pésame a la destrozada familia.

Cuando Rosario y las tres niñas se disponían a salir del cementerio con el corazón roto, miró hacia un rincón de aquel lugar donde se encontraban dos hermosas tumbas, junto al tronco de un robusto almendro ya seco y repleto de maleza. Allí, se encontraban los restos de sus antepasados, ya olvidados en la memoria de sus paisanos, a pesar de todo cuanto le debían según la leyenda que pasaba de unos a otros y que en aquellos momentos, nadie reconocía esas bonitas historias en la persona de la fallecida y su familia.

De vuelta a casa, Rosario y las tres niñas se abrazaron angustiadas pero decididas a seguir luchando. Al día siguiente, había que portear las pesadas tablas de pan y acudir al campo en busca de leña para seguir viviendo.

La dura y penosa tarea de ir al campo a recoger leña, recayó además de Rosario en su hija Paca y su sobrina Catalina. Cuando iban al monte, les explicaba la forma de recoger la leña que luego iban colocando en un rellano hasta conseguir varios haces, que más tarde y ya acabada la tarea de repartir el pan, volvían al monte y entre las tres se llevarían una buena ración de leña que serviría al día siguiente para calentar el horno. María, al ser la más pequeña, quedaba en casa limpiando y ordenando el humilde hogar.

A partir de entonces, Rosario y las dos mocitas acometían con gran esfuerzo el trabajo que aprendieron con rapidez y realizaban sin ninguna queja. El vacío dejado por Carmen era muy grande pero no quedaba más remedio que seguir adelante.

Dos veces por semana, acudían las tres jovencitas a unas clases particulares que su vecino D. Juan Molina, comandante ya retirado a consecuencia de una herida sufrida en la gran guerra de Cuba en el año 1898 ante el avance de Estados Unidos y en la que le destrozaron la pierna izquierda y que por circunstancias que nadie del pueblo llegó a saber, se instaló de forma definitiva en Igualeja. Con su gran estatura y un enorme bigote, presentaba un aspecto amenazador, aunque en realidad era un hombre muy amable, educado y servicial. Como se aburría al estar solo, se dedicó a dar clases por las que no cobraba nada y que se tomó muy en serio cuando se trataba de las tres muchachitas.

María, aun siendo la más pequeña, era sin embargo la más lista e inteligente de las tres con mucha diferencia, algo que tenía entusiasmado a D. Juan Molina. María, gustaba de sacar de un viejo baúl unos libros de antiguos sabios médicos de origen árabe y judío y se animaba a estudiarlos. Cuando le surgían dudas, se marchaba a casa de D. Juan y él se las aclaraba. En ocasiones y con páginas en latín, el hombre se esforzaba en resolverle el problema ya que sus conocimientos de esa lengua no eran muy elevados, aunque finalmente conseguía hacer una decente traducción.

En otras ocasiones, María las acompañaba al campo, pero ella nunca se dedicaba a recoger leña. Su misión, con el consentimiento de su tía Rosario, era escoger las distintas hierbas medicinales, tan abundantes en los alrededores y que ella conocía a través de sus libros heredados de sus antepasados y que cuidaba como el mayor de los tesoros.

Otras veces, se marchaba ella sola y cuando llegaba a casa, lo hacía con una talega que se fabricó ella misma, repleta de plantas y flores que una vez secas, eran colocadas en tarros de cristal y de barro ya seleccionadas.

Muy pronto se corrió la voz por el pueblo a través de su maestro, de que esa chiquilla era una experta en elaborar tisanas con grandes propiedades curativas. Muchas de las vecinas, a escondidas, acudían a ella para que les suministrara alguna de esas hierbas cuando se sentían con dolores. Las que más solicitaban esa ayuda eran mujeres con la menstruación, ya que sentían un gran alivio con sus preparados. Las infecciones y heridas también las curaba, de tal manera que su fama corrió hasta pueblos cercanos. Sin embargo, nada cambió y siguió siendo María la Piojosa.

CAPÍTULO III

Paca, llegó a casa totalmente agotada. Eran más de las doce de la mañana y desde las siete, no cesó de trabajar. Primero y como siempre al campo dando dos viajes bien cargada de leña, limpió el horno, luego, marchó a las cuatro casas que le esperaban para llevar sus panes al horno según el turno que les correspondía, y una vez cocidos y despidiendo un aroma delicioso, eran llevados de vuelta a las respectivas casas. Cuando por fin llegó a su hogar, se había ganado un buen jornal, dos panes recién hechos y unas cuantas monedas, que eran esperadas para comprar los escasos alimentos que ellas podían adquirir.

Nada más hacer su entrada, se dio cuenta de que algo no marchaba bien en casa. Vio a Catalina con el niño medio dormido entre sus brazos y llorando con la mirada perdida, refugiada como siempre en sus recuerdos. Corrió a su encuentro para preguntar por el niño, pensó que se encontraba enfermo y ese sería el motivo de su disgusto.

Catalina, aunque muy apenada pero algo más tranquila, le explicó con todo detalle lo ocurrido durante la mañana con el dichoso vecino.

—¡Asqueroso Cerrojo!

Esas fueron las palabras que pronunció al conocer los hechos. Se agachó y cogiendo del suelo un palo de castaño que había junto a la puerta del corral, se acercó a la valla que los separaba del huerto y entre llantos con decisión y una voz seria, amenazó al vecino, aunque este ya no se encontraba en los alrededores.

—¡Algún día te mataré!, eres un bandido, puerco y ratero. ¡Ya pagarás por tus fechorías maldito Cerrojo!

Poco después, Paca tenía al niño en sus brazos y entre lágrimas lo mecía cantándole una bonita nana, aprendida de su tía Carmen.

Duerme pequeño mío, duerme

duerme angelito, que desde el cielo te miran

duerme que el amor te cuida, el amor te rodea

duerme tesoro mío, y sueña, sueña…

La letra de la nana continuaba, pero su voz se ahogó por el llanto impidiendo que pudiera seguir cantando. El niño se quedó dormido y fuertemente agarrado contra el pecho de su tía.

Catalina mientras tanto, había cogido las monedas que Paca dejó sobre la mesa, marchó hasta la plaza donde Frasquito Lunares vendía pescado fresco traído aquella misma mañana en su mulo, conservado en un serón repleto de nieve y procedente de Estepona. Luego, se acercó a la tienda de Juan Acevedo, a quien de vez en cuando, le dejaba algo fiado. Compró aceite, un poco de achicoria para hacer café y varios productos de primera necesidad. Una vez en casa, Catalina, que era una excelente cocinera, hizo una sopa de pescado y el resto lo hizo frito.

Cuando se dispuso a servir la comida, le llevó una buena ración al amigo y vecino D. Juan Molina. Él, por su parte y de vez en cuando, compraba un conejo o un pollo y se los llevaba para que ella lo guisara. Así, se ayudaban mutuamente y a la vez hacían la vida algo más llevadera.

La tarde fue muy tranquila en casa. Habían calentado agua en un caldero, lavaron al niño y le cambiaron los escasos ropajes que, aunque viejos, se veían limpios y arreglados.

Paca se acercó al río que se encontraba a escasos metros y lavó la ropita de Juan y algunos trapos de ellas, los dejó tendidos sobre unas piedras y regresó a casa para seguir haciendo faena.

El pequeño Juan correteaba por el corral a gatas detrás de las gallinas y lleno de tierra, pero feliz y con una bella sonrisa siempre presente en su rostro.

*****

El niño, cercano ya a los dos años, daba sus primeros pasos correteando detrás de unos pollos, que rápidamente se refugiaban en unos huecos justo en el grueso tronco de la higuera temiendo los ataques del niño.

Catalina a pesar de encontrarse agotada, contemplaba junto a su prima Paca las travesuras de aquel pequeño, que era la ilusión de sus vidas. Ellas, a pesar de ser dos mujeres hermosas y muy jóvenes aún, habían renunciado de momento a la compañía de algún hombre. Las dos sabían con absoluta certeza que eran deseadas por algunos hombres del pueblo, pero, debido a su bajo estatus para sus convecinos, hacía que estos pretendientes no tuvieran el valor necesario de acercarse a ellas y ofrecerle su amistad y llegado el caso matrimonio. La presión a la que eran sometidos por familiares y amistades, hacían imposible una relación con aquellas bellas y simpáticas mujeres.

Ellas por su parte, tenían muy claro su destino y lo asumían con valentía desafiando a tanta crítica injusta y envidiosa por parte de las demás muchachas, llenas de envidia por el físico de Catalina y Paca.

Cierto día, mientras las dos primas se recreaban como siempre viendo jugar al pequeño, D. Juan Molina llamó a la puerta. Catalina se sobresaltó, ya que nunca a esas horas recibían visita y las que solían hacerlo, se permitían entrar sin llamar, y sin miramiento alguno, les encargaban hacer un trabajo como si fuera una orden y ellas cumplían sin rechistar.

Con la mirada, Catalina envió a Paca para que se acercara a la puerta mientras ella tomaba al niño en sus brazos temiendo una visita del malnacido Cerrojo, que siempre miraba al crío con muy malos pensamientos.

Paca, sintió una profunda alegría al ver que se trataba de su vecino D. Juan Molina.

—¿A qué debemos su agradable presencia D. Juan? —decía Paca algo sonrojada por la visita del atento y amigo maestro.

—¡Quiero ver a Juanito!, le he traído un regalo —dijo mostrando al pequeño animal que mantenía en sus manos.

Catalina se acercó a la puerta y se echó a llorar mirando al vecino, llena de agradecimiento. Nadie en el pueblo le había regalado nada al niño, a pesar de ser una costumbre con los nacimientos, pero ellas no merecían esa atención.

D. Juan, colocó la pequeña perrita en el regazo del niño que se encontraba sentado en el suelo, y enseguida empezó a acariciarla y a darle besos.

Paca se arrodilló junto al niño y lo acariciaba al igual que a la perrita.

—¡Mira qué bonita es!, le vamos a poner de nombre Blanquita.

—¡Taíta! —repitió el niño.

—¡Taíta no!, Blanquita —le repetía Paca.

—¡Taíta! —insistía Juanito.

Entonces, así le llamaremos, Taíta como tú quieres cariño.

Paca acarició nuevamente al niño y también a la preciosa bolita blanca.

En adelante, Juan y Taíta crecerían corriendo juntos por el corral, con las consiguientes molestias para las gallinas que se refugiaban continuamente en las grandes raíces de la higuera.

Catalina, el día que le correspondía quedarse en casa para cuidar del niño, se sentaba en el corral mientras contemplaba al pequeño jugando con la perrita blanca. Durante esos momentos, Catalina no se cansaba de soñar despierta acordándose de tiempos pasados

Recordaba a su bellísima hermana María recolectando sus plantas y flores, como las iba guardando con sumo cuidado, ya seleccionadas para conservarlas en los tarros numerados y con sus correspondientes nombres y propiedades.

Cuando alguien las necesitaba, María se las proporcionaba con inmensa alegría sin esperar nada a cambio; aun así, ni las gracias le daban y rara vez le ofrecían alguna moneda que por supuesto no rechazaba.

Con sus quince años recién cumplidos, era la envidia del resto de jóvenes. María, hablaba con todas y también sonreía a los muchachos que la miraban ansiosos por estar junto a ella pero sin atreverse a dar ese paso. Nunca llegó a mantener una buena amistad con alguna de sus compañeras, no estaba bien visto que la joven y atractiva paseara con ellas y menos aún de visita a sus casas. Sin embargo, junto a su hermana Catalina y su prima Paca, se sentía inmensamente feliz.

En algunas ocasiones, se sentaba en el umbral de su puerta rodeada de niños escuchando los cuentos que ella les contaba, sacados de un libro que le había regalado D. Juan Molina. Cuando parecía anochecer, llegaban las madres regañando a sus hijos por estar junto a esa casa, pero al día siguiente, lo enviaban de nuevo para que oyeran las bonitas historias que María narraba con gracia y sabiduría.

Catalina seguía recordando con alguna lágrima recorriendo sus mejillas y sonriendo a la vez.

Una primavera y con un mes de mayo luminoso y algo de calor, llegó a Igualeja un grupo de músicos compuesto por dos hombres y una mujer. Decían llamarse “Los juglares del corazón”. Uno de los hombres se desplazaba con unas rústicas muletas, al faltarle la pierna derecha, que según él perdió en una guerra que no mencionó.

Cantaban de maravilla, acompañados por un viejo laúd y un violín mientras que la mujer, manejaba una pandereta que luego pasaba para recoger la voluntad de los muchos oyentes. Una vez interpretadas varias de aquellas bonitas y tristes canciones, repartían copias muy bien escritas con la letra de las distintas canciones interpretadas.

María no se perdía una actuación de aquellos simpáticos músicos. Cuando le ofrecieron una copia ella la rechazó, al no tener dinero para su compra. Entonces, Ramón que así dijo llamarse el juglar más joven, dedicándole una sonrisa le dijo:

—A ti preciosa, no te cobraré nada, ¡con haber disfrutado de tu presencia me basta! Hace mucho que no veo una joven tan hermosa como tú. —María se puso roja con aquel piropo pero aceptó la hojilla con varias letras de las canciones cuyo tono, ya mantenía vivo en su privilegiada mente.

Durante tres días los juglares actuaron mañana y tarde en la plaza del pueblo rodeados de vecinos. De allí, dijeron marcharse a Parauta, pueblo que quedaba a unos seis kilómetros y luego a Cartajima.

Una de esas mañanas en las que Catalina casi dormida y con sus sueños y recuerdos diarios, recibió la visita de Jacinta la Coja. Enseguida, la invitó a pasar y le mostró un grueso troco de madera que servía de asiento ofreciéndole la mejor de sus sonrisas.

—¡Otra vez envuelta en los recuerdos, verdad!

Catalina le respondió de forma afirmativa con un gesto de la cabeza.

Jacinta, la mujer más vieja y sabia del pueblo, era una de las pocas personas que mantenía una buena relación con las dos muchachas. Conocía muy bien la historia de aquella familia que había escuchado y muchas veces desde niña a una tía lejana de su madre.

Por aquellos entonces, la familia aún poseía varias e importantes propiedades en el pueblo. Según le contaba la anciana Josefa, tía de Carmen, a Jacinta, eran dueños de la mejor viña del pueblo, las lomas de Bentomín, más los huertos que luego heredó Carmen y posteriormente arrebatados por el Cerrojo.

Un hermano de la vieja Josefa, se había convertido en un pendenciero, cargado de vicios y hecho un mujeriego entre Estepona y Ronda, acabó dilapidando la fortuna familiar en unos cuantos años, solo quedaron los huertos, que no pudo vender al ser una herencia en exclusiva para ella desde su nacimiento. Un día, le decía Jacinta, se marchó a Estepona y ya no volvió más. La vieja murió y dejó solas a tu tía Rosario y a tu madre.

—Ahora queridas niñas, solo quedáis vosotras dos y esta preciosidad de niño. Algún día —le dijo a Catalina que embobada con el relato derramó alguna que otra lagrima—, de eso estoy segura, que aparecerá un futuro lleno de posibilidades que aprovecharéis y todo cambiará en vuestras vidas.

Catalina se abrazó a la anciana Jacinta y lloró en sus hombros mientras era cariñosamente acariciada.

Cuando Jacinta se disponía a marcharse llegó Paca agotada pero contenta, le habían regalado un tarro de miel y además se ganó aquel día dos panes y unas cuantas monedas.

Al quedar solas, Catalina quiso animar a Paca con las palabras de Jacinta.

Paca sin embargo, no mostró entusiasmo con lo que le comentaba su prima pero, acarició su rostro, y le dijo que ellas serían capaces de seguir adelante con sus esfuerzos. Luego, tomando al niño entre sus brazos, le dijo a Catalina llena de orgullo.

—¡Este es nuestro tesoro!, nada nos hará más feliz que verlo crecer sano y fuerte. Él sí que triunfará algún día, tiene todos los dones de su madre.

Pronto llegaron las fiestas de Navidad y en esos días, hacía un frío que calaba los huesos. El mes de noviembre, había sido junto con algunos de diciembre, demasiado lluvioso. Debido a tan bajas temperaturas y el gélido aire, tuvieron que proteger como pudieron la puerta del corral con unas viejas tablas para evitar las temidas corrientes de aire. Mantenían el pequeño espacio de la cocina y comedor caldeado con un fuego bien surtido de leña.

El esfuerzo en esos duros meses fue muy grande, la lluvia y el frío hacían cada vez más difícil realizar el duro trabajo de cada día.

El trabajo aumentó, y a veces, se las deseaban para poder cumplir con los exigentes compromisos.

También acudían a casa de D. Juan Molina que se encontraba enfermo por aquellos días, y solo ellas cuidaban del viejo militar y maestro.

Jacinta la Coja, se presentó una mañana y les llevó un gallo bien gordo, un plato de chicharrones, manteca y una buena ristra de chorizos despidiendo un olor que alimentaba. Toda esa ración de alimentos, que llegó por sorpresa, procedía de una matanza hecha en la finca los Nogalejos, de la que ella recibió una buena parte. El gallo fue criado en el corral de Jacinta y como era su costumbre por esos días, siempre las sorprendía con algún regalo.

La noche del día veinticuatro de diciembre cuando empezó a anochecer, los chavales del pueblo recorrían las calles cantando villancicos y visitando las casas vecinas. A la de ellas, no acudió nadie.

Después de una buena cena, con el gallo que les regaló Jacinta, y una vez llevado un buen plato repleto de la exquisita carne a D. Juan Molina, se marcharon a la iglesia con el niño bien abrigado para asistir a la Misa del Gallo.

Sentadas en el último banco, estuvieron muy atentas y recogidas durante la celebración en la que D. Miguel Cansino ya muy viejo, se permitió dar una buena regañina a la feligresía en una noche tan señalada y de la que no pudieron escapar Catalina y Paca en una dura alusión a su familia. El niño permaneció dormido durante el transcurso de la eucaristía.

*****

Si los días de Navidad habían sido lluviosos y muy fríos, llegando incluso a nevar en varias ocasiones, la Semana Santa ya a finales de marzo, parecía ser casi el verano con altas temperaturas y días luminosos.

La actividad aumentó en el pueblo, los campos sembrados de trigo, cebada y otros muchos productos agrícolas, necesitaban de mano de obra para arrancar las malas hierbas y hasta los niños tenían que acudir para realizar las tareas de escaldar los campos.

Tanto Catalina como Paca, el día que se quedaban en casa por la mañana para cuidar del niño, por las tardes se marchaban al campo y echaban algunas horas de trabajo, de esa forma, tendrían algo más de dinero y podrían comprar nuevas ropitas para el pequeño Juan.

Dos meses duró esa agotadora tarea de ir a los campos. Con lo ahorrado, pudieron comprar al niño todo lo necesario aprovechando una visita de Pilar Galindo a Ronda y ofrecerse a realizar esos encargos.

Llegó el verano y Juanito cercano ya a los tres años, corría por las calles junto a su crecida perrita e incluso se daba algún que otro chapuzón en el río mientras una de sus tías, lavaba la ropa sin quitarle ojo al niño, que se divertía de lo lindo mientras Taíta corría y ladraba a su alrededor.

Una mañana a primeros del mes de agosto, llegó al pueblo Antonio Corpas, el ditero que visitaba Igualeja dos o tres veces al año para abastecer al personal de ropas, calzados y tejidos tanto para vestimentas como para el hogar. Se acercaban las fiestas patronales y la gente se agolpaba en el tenderete, colocado en mitad de la plaza, para elegir la ropa que lucirían en los días festivos.

El ditero siempre elegía esos días de primeros de agosto, debido a que las distintas prendas que la gente adquiría, solían necesitar de ciertos arreglos para adaptarlas bien al cuerpo.

Catalina y Paca se apañaron con los escasos ropajes que tenían y algunos vestidos que Pilar Galindo les regalaba y que ellas mismas arreglaban para lucirlos pareciendo prendas de estreno.

Habían pasado las fiestas y se presentó un tiempo excesivamente caluroso para la fecha, el veranillo del membrillo como le llamaban, venía con ganas de calentar bien.

Una mañana ya a mediados de septiembre y con las temperaturas sin bajar, Catalina se despertó sudando, al haber dejado la puerta del corral cerrada la noche anterior. Se acercó al niño para ver cómo se encontraba y al tocarlo, se llevó un susto de muerte. La frente del niño ardía y unos granitos rojos se apreciaban por toda la cara.

—¡Paca!—gritó con todas sus fuerzas.

Esta dio un salto del catre y se acercó temblando del susto.

—¿Qué ocurre Catalina?

—¡El niño está muy malito! ¡Debe tener una calentura muy grande! ¡Llama enseguida a Jacinta!

—¡Dios mío! —decía Catalina llorando amargamente.

En pocos minutos, aparecieron Paca y Jacinta que aún se encontraba casi dormida y muy nerviosa.

—¿Qué le pasa a Juanito?

Catalina no podía hablar, el nerviosismo y el llanto se lo impedían.

Jacinta, observó al niño, le tocó la frente y le quitó la camisa con la que dormía, fijándose en las pequeñas pupas que aparecían en la cara y por todo el cuerpo. Una vez repasado cuidadosamente el cuerpecito de Juan, se dispuso a tranquilizar a las dos asustadas mujeres.

—¡Bueno muchachas!, no hay por qué asustarse con el estado del niño. Creo que ha cogido el sarampión. A partir de ahora y durante unos cuantos días, tendrá fiebre y salpullidos. Hay ya unos cuantos casos como este en el pueblo, es una enfermedad que se contagia muy fácilmente y como sabréis, el niño se ha estado bañando junto a otros muchos amiguitos en ese pequeño charco mientras las madres lavaban la ropa. Ahora voy a mi casa a por unas hierbas que la bendita madre de esta criatura tuvo a bien dejarme ya clasificadas y que en estos momentos, le van a servir a su precioso hijo.

Poco después, apareció con un cesto lleno de tarros repletos de las necesarias hierbas recolectadas por María años atrás y una mujer pidiéndole ayuda para su hijo con los mismos síntomas de Juanito.

Catalina se fijó en los envases que en otro tiempo, la hermana que destrozó su corazón al morir, se encargaba de preparar. Hasta ahora, no se había dado cuenta de los nombres tan raros que figuraban en los diferentes tarros. Debajo de esa rara escritura, figuraba su uso. Catalina fue leyendo las distintas propiedades mientras Jacinta ponía al fuego un pequeño cazo con agua. Luego, leyó, para eczemas, picores, tranquilizantes y una buena relación de usos con los que se aliviaban mucha gente del pueblo. Todo ello, lo aprendió su hermana del alma de unos libros heredados de sus antepasados y de los que ahora eran ellas las cuidadoras. María, siempre los tenía a mano y sabía de memoria cada una de las distintas plantas que figuraban y hasta los nombres raros con los que María los señalaba en los envases.

Jacinta, sacó unas raíces secas del tarro más grande y las depositó en el cazo ya con el agua hirviendo.

—¿Tenéis miel? —preguntó.

Paca enseguida descorrió una pequeña cortina que tapaba su pobre despensa, sacó el bote de miel que le habían regalado y se lo dio a Jacinta.

Después de hervir las raíces, las apartó del fuego y las dejó enfriar. Luego, colocó una olla con agua para continuar hirviendo más plantas.

Una hora más tarde, el niño dormía tras haber ingerido una taza del líquido con miel y untado su cuerpo con una crema para los salpullidos.

Leonor Jiménez, la mujer que llegó junto con Jacinta, estuvo todo el tiempo observando y escuchando lo que en esa casa, a la que tanto había ofendido, se estaba haciendo y cuyos remedios, luego serían aplicados a su propio hijo. Parecía estar avergonzada por la cantidad de injustos comentarios que le dedicó junto con otras mujeres. Ahora, esas hierbas que María se dedicaba a recoger, iban a conseguir que su hijo se curara quitándole muchos sufrimientos. Jacinta, una vez terminada la cura de Juanito, se marchó con Leonor Jiménez. Por el camino le recordaba que esas personas no eran tan malas como ellas pretendían hacerlas.

La mujer no respondió a esa ironía de la curandera, conocedora de tantos y malvados chismes como se habían comentado contra esa familia, siendo ella una de las promotoras.

Paca, mucho más tranquila que su prima, se encargaría de seguir con el tratamiento que Jacinta le explicó.

Catalina se marchó a realizar las tareas diarias, esa mañana no quedó tiempo para ir a por la leña, durante la tarde no habría posibilidad de descanso, tenía que acudir al campo y hacer el trabajo que quedó pendiente desde la mañana.

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