Kitabı oku: «El proyecto Centauro: La nueva frontera educativa»

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INTRODUCCIÓN

Soy un conspirador, lo reconozco. Un conspirador fracasado, lo reconozco también. Durante los últimos veinte años he intentado suscitar una inspiración compartida —eso es lo que significa co-inspirare— a favor de la educación. Me he dirigido, sobre todo, a los padres y docentes, protagonistas principales de las tareas educativas. Fundé por ello la Universidad de Padres. Intenté implicar también a los pediatras, explicándoles que junto a padres y docentes forman el equipo educativo básico, y colaboré con ellos en elaborar una pedagogía para pediatras. También me dediqué a explicar a la sociedad que la educación es cosa de todos, que para educar a un niño hace falta la tribu entera. Organicé una movilización educativa de la sociedad, sin mucho éxito. En El bosque pedagógico analicé las numerosas y variadas ofertas psicológicas y pedagógicas, para intentar separar el trigo de la paja. Intenté después implicar a los políticos. Elaboré con mi equipo el Libro blanco de la profesión docente y los Papeles para un pacto educativo. Fueron trabajos de amor perdidos, y deben dormir apaciblemente en algún cajón. He intentado convencer a tirios y troyanos de que hemos entrado en la sociedad del aprendizaje. En vano también.

Acabo de cumplir ochenta años y he decidido regalarme este libro, que es un resumen de mis investigaciones y de mis experiencias, y un nuevo intento de colaborar a mejorar el porvenir de nuestros alumnos, hijos, nietos y, a través de ellos, de nuestros bisnietos. Pretende contestar a dos preguntas fundamentales para la educación y para la sociedad: ¿A qué tipo de inteligencia o a qué clase de persona confiaría mi futuro o el futuro de la humanidad? ¿Por qué?

Mi respuesta es el Proyecto Centauro, que se mueve en la frontera incierta e inevitable del futuro, una prueba de que, tal vez, la gran innovación que necesita la escuela es aprender del pasado. Al fin y al cabo, la educación es hija de la memoria.

I. EL PUNTO DE PARTIDA

¿Cómo es posible que los seres humanos, cuyos contactos con el mundo son breves y personales y limitados, sean sin embargo capaces de llegar a saber tanto como en realidad saben?

Bertrand Russell

1. ¿dónde estamos?

Nuestro entorno cambia aceleradamente y el sistema educativo tiene que decidir qué se debe enseñar para que nuestros alumnos e hijos no se queden marginados socialmente, ni subdesarrollados personalmente. Los cambios van a estar basados, sobre todo, en la tecnología, y la educación tendrá que acomodarse a ellos y aprovecharlos. La nanotecnología, la ingeniería genética, las ciencias de la computación, la inteligencia artificial… van a cambiar nuestro modo de vivir y de pensar. Aceptarlo sumisamente supone ir a remolque de la tecnología, dejar que sea ella la que nos indique el camino. Pero rebelarse parece absurdo dadas las posibilidades que nos ofrece. Entiendo la palabra «tecnología» como contracción de otras dos: «técnica» e «ideología». No es la técnica, sino un modo de interpretar el mundo a través de la técnica. La naturaleza va quedando cada vez más lejana. Incluso los maíces que cultivo son ya híbridos de naturaleza y técnica. La minúscula mazorca original está muy lejos. De lo que ya se está hablando es de que los próximos humanos también van a estar muy lejos de la naturaleza humana original.

Si educamos en esa ideología, seremos incapaces de fomentar un pensamiento crítico capaz de evaluarla. Pero si no educamos en esa ideología estaremos haciéndolo para un mundo inexistente. Desde Silicon Valley, Vinod Khosla, cofundador de Sun Microsystems, defiende que el estudio de las tecnologías digitales es más importante que el de las humanidades. La razón que da parece contundente. «¿Debe un francés estudiar francés? Sí, porque vive en Francia. Pues si vivimos en un mundo computarizado, tendremos que estudiar computación». Lo explica con más detalle: «Aunque Jane Austen y Shakespeare puedan ser importantes, hay muchas otras cosas que son con mucho más relevantes para formar un ciudadano inteligente, que aprenda continuamente, y un ser humano más adaptable a un mundo cada vez más complejo, diverso y dinámico. Cuando la tasa de cambio es alta, necesitamos altas tasas de cambio en educación» (V. Khosla, Is majoring in liberal arts a mistake for students?). ¿Tenemos alguna respuesta que no sea puramente retórica a esa postergación de las humanidades? En la permanente carrera entre educación y tecnología, la tecnología está venciendo con claridad (C. Goldin y L. F. Katz, The Race between Education and Technology, Harvard University Press, Cambridge, 2009). Como expondré en los capítulos finales, no creo que este sea un destino inevitable. Sucederá si enfrentamos humanismo a tecnología, pero lo evitaremos si tenemos el suficiente talento para integrar la técnica en un humanismo más poderoso. Recuerden esta expresión: «humanismo de tercera generación», para reconocerla cuando vuelva a aparecer a lo largo de mi argumento. Entre tecnificar la humanidad o humanizar la tecnología, prefiero lo segundo, pero, como dice un refrán castellano, fruto de una experimentada inteligencia práctica, «una cosa es predicar y otra dar trigo». ¿Cómo podemos realizar esa utópica humanización de la técnica, sin perder su prodigiosa eficacia, ni abandonarnos a ella?

2. la sociedad del aprendizaje

El momento histórico en que vivimos confiere a la educación un protagonismo nuevo y exigente. Hemos entrado en la sociedad del aprendizaje, regida por una ley implacable. «Toda persona, toda organización y toda sociedad, para sobrevivir, tiene que aprender al menos a la misma velocidad con la que cambia el entorno. Y si quiere progresar, tendrá que hacerlo a más velocidad». Nosotros, docentes, padres o abuelos, también. Se impone la educación a lo largo de toda la vida. Pero no sabemos cómo hacerlo, ni quién lo va a hacer. Lo más probable es que sean las grandes empresas de informática, mucho más ágiles que los sistemas públicos de educación. Mientras estos discuten, como en el caso español, si son galgos o podencos, la liebre se escapa.

Es preciso ser conscientes de que las cosas han cambiado. Hasta ahora, los sistemas educativos habían sido meras correas de transmisión de la sociedad, que indicaba lo que había que trasferir de una generación a otra. Sin embargo, en este momento, la complejidad de la situación, la velocidad del cambio, la diversidad de mensajes, la incertidumbre generalizada, hacen que la sociedad no sepa con claridad lo que debe transmitir. ¿Debemos educar para lo que hay, para lo que es probable que haya o para lo que sería deseable que hubiera? Si todo el mundo está de acuerdo en que la mayor parte de los puestos de trabajo en que van a trabajar nuestros alumnos no están inventados todavía, ¿para qué futuro vamos a prepararlos? Después de muchos años afirmando que las democracias liberales eran la forma de gobierno más perfecta, comienzan a tomar fuerza las «democracias iliberales», autoritarias. ¿Debemos tomar partido en la escuela? Si se nos anuncia la aparición de un mundo transhumano o posthumano, ¿quién va a diseñar la educación necesaria? Miro a mi alrededor y no veo a quién preguntar. Ni políticos, ni padres, ni sacerdotes, ni empresarios, ni científicos, ni técnicos están capacitados para hacerlo, porque cada profesión tratará el asunto desde su punto de vista.

¿Y la psicología? En El bosque pedagógico fui muy crítico con la psicología y la pedagogía actuales. Las acusé de no proporcionar a la escuela modelos claros para orientar su actividad. Afirmé que no tienen una teoría potente sobre el aprendizaje y sobre la memoria, y que sin ella no podemos ni siquiera entender el fenómeno educativo. Más aún, carecen de una comprensión de la acción humana. Además, la imparable fragmentación de las teorías psicológicas impide la elaboración de un modelo de sujeto humano, con lo que a lo más que podemos aspirar es a educar competencias, habilidades, skills, inteligencias múltiples, perdiendo de vista que el objetivo de la educación es facilitar la formación de personalidades capaces de comportarse de una manera que consideramos individual y socialmente valiosa. Sin tener un modelo claro de la «arquitectura del sujeto» estamos favoreciendo una «pedagogía de la hamburguesa». Hemos troceado las facultades humanas y luego no sabemos cómo recomponerlas. Y, sin embargo, nuestra meta no es educar «inteligencias múltiples», sino una persona con competencias múltiples. Para nada sirve reclamar una «educación integral de la personalidad» —como hace incluso nuestra Constitución— si no sabemos en qué consiste, cómo se hace, cuáles son sus posibilidades y sus límites, y cómo debemos evaluarla. Los pensadores antiguos veían la necesidad de visiones integradoras. Hablaban, por ejemplo, de «sabiduría» como gran ciencia para dirigir la vida. Parece sensato aprender de tan sensatas propuestas. Es innegable que nuestros alumnos deben asimilar la cultura existente, pero también lo es que debemos educar personas capaces de prolongarla y mejorarla. No podemos darles un recetario de soluciones porque no las tenemos. Solo podemos fomentar en ellos el talento para que las encuentren. En la Biblia aparece un nombre que siempre me ha resultado sugerente: Benjamín. Significa: «el que pelea sus propias batallas». Un buen consejo educativo. No podemos pelear las batallas de nuestros hijos o alumnos. Tienen que hacerlo ellos.

3. la sociedad líquida y la sociedad en red

¿Y la filosofía? ¿No debería encargarse de proporcionarnos soluciones? En teoría, sí. Sin embargo, también ha sufrido la fascinación del fragmento, del escepticismo y de un sujeto débil. El postmodernismo ha llevado hasta el extremo el consejo de Nietzsche de filosofar con el martillo. Sus palabras preferidas son deconstrucción, desarraigamiento, desaparición, diseminación, desmitificación, discontinuidad, diferencia, dispersión, etc. Palabras todas que expresan el rechazo del sujeto tradicional y también una obsesión por los fragmentos. Lyotard habla de la muerte del sujeto y también de la muerte de la representación, del significado, de la verdad, en fin, de una hecatombe universal. La historia de la filosofía se convierte en material de derribo. Como decía un grafiti: «Dios ha muerto, el sujeto ha muerto, y yo no me encuentro nada bien».

Zygmunt Bauman acuñó una metáfora que ha tenido éxito porque interpreta gráficamente nuestra situación. Vivimos en un «mundo líquido», que rechaza cualquier categoría rígida, incluso la verdad o el bien. Evalúa negativamente «lo perenne y lo universal, lo que permanece invariante, lo regular y lo objetivo» y, en positivo, valora «la contingencia y el azar, lo singular, la situación y el detalle. En una palabra: lo ambiguo». Hace muchos años lo describí como un mundo ingenioso, liberado de toda veneración, decidido a ejercer su libertad jugando. Una situación que resulta euforizante, pero que nos dejaba al descampado. Citaba un texto de Baudrillard: «Nos hemos burlado de todo y ahora nos acucia una tremenda pregunta: Y después de la orgía ¿qué?».

Volvamos a mi propuesta de reivindicar la educación de la personalidad. ¿De qué personalidad estamos hablando? Un mundo líquido fomenta una personalidad líquida, que se amolda fácilmente a cualquier recipiente, y a la vez se basa en ella. Su capacidad de adaptación es fantástica. Un interesante sociólogo, Kenneth J. Gergen, habla de «personalidades ameboides», carentes de estructuras rígidas. La plasticidad del cerebro humano, que es fantástica, se ha exagerado hasta inventar un yo de plastilina, que puede elegir todo, desde la genialidad intelectual, a la orientación sexual. Pero esa facilidad de adaptación, que asegura su supervivencia, acarrea una inevitable dependencia del entorno, incluidas las modas, cuando lo que caracteriza la libertad humana es precisamente su independencia respecto de él, su capacidad de cambiarlo para que se adecúe a sus intereses, y no al revés. La educación se mueve entre dos peligros: ayudar a formar personalidades demasiado rígidas o demasiado flexibles. A refugiarse en el dogma o diluirse en el relativismo. Tiene que elegir entre el cristal y el humo.

La tecnología plantea otro obstáculo para centrar la educación en la formación de una personalidad autónoma y fuerte. En este momento asistimos al nacimiento de la era 5G, de la conectividad completa. Vivimos todos en redes informáticas. Es cierto que los humanos siempre hemos vivido en redes, cada vez más amplias y tupidas. La familia, la ciudad, la escuela, la nación son sistemas de redes. El cerebro también lo es. Como señaló Durkheim, uno de los padres de la sociología, «la vida colectiva no ha nacido de la vida individual, sino, por el contrario, la vida individual ha nacido de la social». Lo que han hecho las nuevas tecnologías es ampliar esas redes digitalizándolas, y proporcionar nuevos formatos y posibilidades. Compartimos mensajes, información, cotilleos, confidencias de modo rápido, barato y a grandes distancias. Las nuevas redes forman parte de nuestro mundo cultural, de nuestro nicho ecológico, al que tendremos que adaptarnos y esto podemos hacerlo bien o mal, superbién o supermal. Se adaptan prodigiosamente a ese mundo líquido, al que añaden velocidad. Lo convierten en flujo permanente. Desconectarse de la red se vive como un destierro, porque es apartase del fluido en que consiste lo social.

Sin embargo, desde la red podemos comenzar a entrever la solución. Cualquier red está compuesta por dos elementos: los nodos y los vínculos. En la teoría de redes, los nodos son solo puntos en que interseccionan los vínculos, las relaciones, las aristas, que son lo importante. Sin embargo, en sociología, en psicología o en educación, lo importante deberían ser los nodos, porque representan a las personas. Vivir en red significa diluirse en un sistema de relaciones. Nuestros alumhijos repiten con excesiva frecuencia: «Para qué lo voy a aprender, si lo puedo buscar». Eso supone anularse. Si el conocimiento está en la red, si la inteligencia está en la red, se han vuelto todos superfluos e intercambiables. Como mucho son fuentes de datos que la red utilizará.

Intentemos pensar nuestra aula, nuestro centro, nuestra familia como una red o una red de redes. Cada uno de nuestros alumnos ocupa un puesto —un nodo— relacionado de muchas maneras con sus compañeros y con nosotros. Hay una técnica, llamada sociograma, que permite estudiar los tipos de relaciones que se dan en el aula. Cuando lo aplicamos podemos descubrir tensiones ignoradas y dinámicas ocultas, lo que nos permite, por ejemplo, detectar casos de acoso. Desde el punto de vista educativo lo que nos interesa es ayudar a la formación de nodos, y a la creación de redes beneficiosas. Ortega dijo: «Yo soy yo y mi circunstancia. Y si no salvo mi circunstancia, no me salvo yo». La red es parte de la circunstancia.

No son estas las únicas propuestas que se enfrentan a la conveniencia de educar un sujeto fuerte, una personalidad verdaderamente autónoma. Las teorías sobre inteligencias compartidas, la sabiduría de las multitudes, la evolución espontánea, van en la misma dirección. Y acaba de rematar la faena la neurología que piensa que el «yo» es una ficción, y que lo único que existe en el cerebro son jerarquías neuronales que se hacen en cada momento con el control de la acción.

Tengo la sospecha de que en este asunto pueden actuar las «profecías que se cumplen por el hecho de anunciarlas», es decir, que si repetimos suficiente número de veces el elogio al sujeto fragmentado, frágil, ameboide, acabaremos por fomentarlo.

¿Qué debe hacer la educación —sea familia, escolar o infomal— a este respecto?

4. una propuesta

Para resolver estas cuestiones, mi propuesta es elaborar una teoría psicológica y filosófica desde la educación. Una teoría ómnibus que vaya desde la neurología hasta la ética, aprovechando, por supuesto, los incontables fragmentos de sabiduría de que disponemos. Atención: no se trata de aprovechar educativamente lo que la psicología estudia, sino de algo más novedoso y radical. Debemos partir del fascinante hecho de que el fenómeno educativo ha configurado la especie humana. Es el núcleo de nuestra esencia. No es un añadido a algo que ya existía, sino la actividad generadora que la ha alumbrado. Nuestra especie se ha constituido a sí misma, se ha autoconstruido, mediante la educación. Lo que define al sapiens es su capacidad de aprender y de enseñar. Jerome Bruner, uno de los grandes psicólogos del siglo pasado, proponía que nos definiéramos como «animal docens» y no como «animal racional». Tenía razón. Partir de la definición del ser humano como «animales que se educan», es decir, que enseñan y aprenden, cambia nuestro modo de interpretar la vida personal, las interacciones sociales, los sistemas económicos o las organizaciones políticas. Me reafirma en este proyecto que un neurólogo experto en los mecanismos matemáticos del cerebro como Stanislas Dehaene, afirme que «el aula debería ser nuestro próximo laboratorio». Es allí donde se debe desarrollar el estudio del aprendizaje (El cerebro matemático, Siglo XXI, Buenos Aires, 2016, p. 388).

No estoy haciendo una afirmación retórica. Lo que digo ha de tomarse al pie de la letra. Los biólogos sostienen, a mi juicio acertadamente, que ningún sistema viviente puede comprenderse si no se lo estudia en una perspectiva evolutiva. La evolución animal se explica por el juego de mutaciones genéticas y selección natural. Esas son las dos grandes fuerzas evolutivas. Pero en el ser humano aparece una tercera fuerza —el aprendizaje— que permitió acelerar la evolución. Y como la memoria es el órgano del aprendizaje, podemos decir sin exagerar que los seres humanos somos híbridos de biología y memoria. La memoria, una propiedad general del sistema nervioso, ha hecho al sapiens. Por eso, sin conocer cómo funciona, cómo ha evolucionado, cómo determina nuestro comportamiento, no podremos entender lo que hacemos.

El progreso evolutivo del ser humano ha sido posible porque la memoria asimila las experiencias de otras personas. No tenemos que comenzar de cero. Esto nos ha permitido separarnos gradualmente de la vida animal. Si decidiéramos no educar a un niño, ¿a qué nivel evolutivo regresaría? Los casos que conocemos de «niños lobos», es decir, de niños raptados por animales y que sobrevivieron entre ellos, muestran que utilizaron su memoria, su capacidad de aprendizaje, para aprender «pautas lobunas». También ellos fueron híbridos de biología y cultura. Aprendieron lo que tenían a su disposición. Si los abandonamos a un entorno digital, aprenderán «pautas digitales». Ya veremos lo que esto significa.

Cada uno de nosotros ha recibido una doble herencia: la genética y la cultural. Nacemos y crecemos, pues, con un doble genoma. En nuestro organismo físico y mental están presentes acontecimientos muy remotos, resuenan voces muy antiguas. El cinco por ciento de nuestro genoma es neandertal. Nuestro cerebro fue modificado por la aparición del lenguaje. Ante este hecho, he reclamado la necesidad de una ciencia de la evolución cultural, necesaria para comprendernos como especie. Es en realidad una biografía de la humanidad, con dos ramas que se entrecruzan, como lo hace la doble hélice de nuestro ADN: una hélice biológica y otra cultural. Ambas interaccionan. La biología hace posible la cultura, y la cultura acaba cambiando la biología. Esa ciencia muestra cómo el aprendizaje —la memoria, la educación— ha influido en la historia que nos ha conducido hasta el presente. Expone las distintas ideas que la humanidad ha tenido sobre sí misma. A partir de esos conocimientos, y aprovechando los resultados de diversas ciencias, podemos elaborar la psicología emergente que la escuela necesita. Nos permitirá conocer cómo surge la personalidad individual de estructuras biológicas y relaciones culturales. Una vez elaborada, esa psicología nos permitirá explicar la evolución, pero previamente tenemos que extraerla de sus manifestaciones históricas. Seguimos así el principio enunciado por Wilhelm Dilthey: para conocer la mente humana no nos sirve la introspección. Debemos estudiar sus manifestaciones a lo largo de la historia, sus creaciones culturales. Viajaremos, pues, desde las culturas a la mente que las hizo posible, para desde ella explicar las culturas. Es el «bucle prodigioso» que está en el origen de nuestra evolución.

resumen del capítulo I

Descartes decía que había que repetir una y otra vez un argumento, o una demostración para que, por muy larga que fuera, el entendimiento acabara captándolo de una sola vez. Este libro es un argumento, y quiero contarlo de manera más y más resumida.

Hemos entrado en la sociedad del aprendizaje, imprescindible para sobrevivir en un mundo que cambia aceleradamente. El pensamiento posmoderno, la sociedad líquida y un multiculturalismo mal entendido, han difuminado conceptos como «libertad», «responsabilidad», «verdad» o «bien». También se ha devaluado el sujeto humano, se apuesta por un «sujeto débil» y diluido en la red. Se anuncia un cambio profundo de la especie humana y se habla de transhumanismo o posthumanismo. No sabemos hacia dónde. Lo único que podemos cuidar es el tipo de personalidad que desearíamos que condujera ese cambio. Esa es la tarea de la educación. Lo malo es que carecemos de un modelo psicológico adecuado. La inevitable especialización ha elaborado una brillante psicología de la hamburguesa, de difícil aprovechamiento en la escuela. Por ello propongo elaborar una teoría psicológica y filosófica del sujeto humano desde la educación. Este proyecto se justifica porque nuestra especie puede definirse como animal docens, el animal que educa a sus crías y al hacerlo le transmite la cultura. El aprendizaje es un factor evolutivo fundamental en el caso humano. Por eso, a partir de una ciencia de evolución de las culturas, que nos informa de cómo ha evolucionado la humanidad, propongo elaborar una psicología emergente que nos sirva para fundamentar la educación. ¿Qué emerge? La personalidad individual. ¿De dónde? De la biología y la cultura.