Kitabı oku: «La frontera que habla», sayfa 5

Yazı tipi:

5

Utopía perdida

Compramos algunos alimentos enlatados al amable tendero de Garcitas y nos embarcamos nuevamente, aunque esta vez en una lanchita que parecía de paseo; tenía dos asientos en la parte delantera, en los que nos situaron a nosotros y dos en la popa de la que sobresalía un renqueante y fallón motor al que Perry y Luis estaban acostumbrados. Enseguida la relación con ellos fue fluida y alegre; constatamos que los cuatro éramos una especie de piezas enlazadas por Mauricio desde Inírida; ninguno teníamos una visión de conjunto y por tanto había que ir improvisando. Así comenzó esta nueva parte del viaje remontando el Orinoco sin posibilidades de comunicación con el exterior, sin lugares habitados durante horas de navegación y sin prisas para nada; dispondríamos a nuestro antojo de todas las horas de los días y de las noches. La navegación con la frágil lancha era más relajada que con la voladora aunque, obviamente, más lenta. Pero no importaba porque el camino en sí mismo era la esencia del viaje; no se trataba tanto de llegar como de disfrutar con los sentidos alerta en medio de aquella embriagadora naturaleza.

Por primera vez en el recorrido percibí que estaba regresando a la selva. El rítmico balanceo de la lancha, como si de un mantra se tratara, me trasladó a otra parte de la realidad, esa en la que uno siempre es principiante porque habla otro idioma, esa que te abre sus puertas para que salgas de la rutina de tu mundo y que te embruja mirándote de frente; esa es la selva. Las márgenes del Orinoco habían dejado de ser simples líneas verdes, como ocurría desde la voladora, para convertirse en imaginativas posibilidades de visualizar los seres que las habitaban. Los árboles se fragmentaban en hojas que curaban, en troncos de los que salían canoas, en semillas que se cocían, en hojas que cobijaban. El follaje era la cortina para que no viéramos a los indígenas que, tras ella, realizaban sus tareas cotidianas. El río se presentaba como fuente inagotable de vida y como constructor natural de vías para desplazarse. Hasta el ruido del motor era una excusa para presentir, desde su ausencia, el sonido de los animales y el rumor de los arroyos. Podía incluso adquirir la visión cenital de los modernos fotógrafos espaciales para percibirnos, miniaturizados, avanzando entre la inmensidad verde; y hasta me permitía, a ratos, reflexionar sobre los efectos del progreso mal entendido que podían dar al traste con todo en el momento que alguien se lo propusiera. El despertar de la imaginación fue el primer indicador de que la selva nos estaba acogiendo, y lo digo en plural porque, cuando le pregunté, Silvia lo corroboró.

Perdimos la cuenta de las horas transcurridas ante el espectáculo de cada curva del río, de cada animal que intuíamos, de cada bocanada de aire, de cada posibilidad sugerida. Por eso nos sorprendió que Perry nos dijera que necesitábamos hacer nuestra primera parada para desentumecernos. Fue sobre la única elevación de los alrededores producida por unas rocas que afloraban en la margen colombiana del Orinoco. Antes ya habíamos divisado lo que parecía un gran busto e indefinibles construcciones. Desembarcamos y vimos un enorme patio flanqueado por edificios, alguno de los cuales tenía cuatro plantas.

Estábamos en Tambora, un lugar donde el tiempo se había detenido, lo que en la selva significa decrepitud. En los bajos de una de las construcciones, junto a una fogata y unos plásticos que protegían de las goteras producidas por los infinitos chaparrones, había tres chicos haciendo algo sin prestar especial atención a los visitantes. Tal vez ninguno llegara a los dieciocho años y todos llevaban un atuendo enrollado en sus cabezas que, unido a la poca y roída ropa que vestían, transmitían una inquietante sensación. Mi imaginación voló a mi visita a Managua dos décadas después del terrible terremoto que en la Navidad de 1972 arrasó la ciudad dejando 20.000 muertos; se me imprimieron de por vida imágenes de niños mugrientos y desesperanzados asomándose entre las grietas dejadas por el seísmo en la catedral, el único edificio de los alrededores que no quedó convertido en escombros y que se transformó en vivienda para los supervivientes.

Sin embargo, nada había de amenazante en la actitud de los jóvenes de Tambora; al contrario, tras pedirles permiso, no sin cierta desgana, nos permitieron ver cuanto quisiéramos, como si su función exclusiva fuera cuidar aquello para que nadie robara más allá del evidente expolio que ya se había consumado. Dentro del esqueleto de los edificios todo transmitía desolación y abandono; la herrumbre se apoderaba a marchas forzadas de lo metálico, la sabana pugnaba por entrar en los locales, no pocas tejas habían dejado de ejercer su cometido y el rastro de animales okupas era más que evidente. Aún quedaban literas en dos grandes dormitorios, restos de lo que fueron talleres con cajones en los que un día se guardaron ficheros, un coqueto puente colgante para sortear un pequeño regato, alguna grada para sentarse en una explanada con impresionantes vistas al Orinoco y extensos campos antaño cultivados y hoy recuperados por la naturaleza salvaje.

Perry y Luis nos explicaron que había sido un centro de recuperación de drogadictos que se clausuró cuando se hicieron trizas las relaciones entre Chávez y Uribe y que aquello era tan majestuoso que hasta construyeron un ferrocarril para acercar a los chicos que llegaban desde Bogotá. Las explicaciones, aunque sinceras y verosímiles, me parecieron en gran parte fruto de la fantasía que aquel lugar debió de despertar durante décadas en los habitantes de las orillas del Orinoco. El caso es que me invadió la curiosidad y decidí investigar sobre el asunto en cuanto tuviera ocasión.

• • •

Tambora había sido durante las últimas décadas un lugar de rehabilitación de gamines, de jóvenes procedentes de las calles de Bogotá que, por trágicas circunstancias personales, habían acabado formando parte de la escoria de la gran ciudad. Me imaginé que entre ellos habría alguno de un grupo que se había afincado en la acera frente a la pensión en que me alojé en mi primera visita a la capital en 1994.

¡Qué impresión ver a aquellos niños tirados en la calle y durmiendo todo el día a pesar del frío, de las incómodas posturas y de las ocasionales lluvias!; a su lado, indefectiblemente, había una bolsita de plástico que contenía boxer, un pegamento industrial que les inducía ese profundo sueño que por momentos los transportaba al paraíso olvidándose de los padres que los abandonaron o de la dramática situación que los vomitó a las calles pero que, irremediablemente, los acercaba al infierno cuando, al despertarse, sentían tristeza, confusión y apatía, síntomas que trataban de dejar atrás inhalando más pegamento.

El infernal proceso era aprovechado por personas sin escrúpulos que proveían a los gamines de droga a cambio de que cometieran los delitos que les pedían; para remate de males, era frecuente que dueños de establecimientos en cuyas puertas se reunían los niños que espantaban a los clientes, contrataran a sicarios para que limpiaran el lugar, esto es, para que hicieran desaparecer para siempre a los muchachos. Todos les temían porque sus reacciones escapaban a su propio control; cuando los transeúntes advertían su presencia cambiaban de acera si estaban dormidos y de calle si los veían despiertos. Aquellos días el dueño de mi pensión estaba muy preocupado por los que se habían instalado en la acera de enfrente.

Este dantesco círculo vicioso era conocido por Javier de Nicoló, un salesiano italiano llegado a Colombia en 1949 quien, tras trabajar con menores en las cárceles y reformatorios bogotanos, decidió acercarse a ellos antes de que fueran capturados. Creó la Fundación Servicio Juvenil e ideó un sistema de acogida repartido en treinta sedes por los barrios de Bogotá en el que, a medida que los gamines tomaban decisiones propias, podían permanecer más tiempo. Su labor comenzó a ser conocida y él mismo describió sus éxitos;56 su método consistía en un proceso escalonado basado en el amor que nunca tuvieron y en la confianza, la motivación, la vida en comunidad y la formación con las que sacar a los niños de las calles. Frente a sus detractores alardeaba de que «lo que no logran psiquiatras y psicólogos en diez años lo logro yo en dos meses» y cifraba su éxito en el noventa por ciento. En 1970 el alcalde de Bogotá, Carlos Albán Holgán que intentaba hacer algo con la alarmante situación de estos menores, le propuso presidir y fundar —junto con el Ayuntamiento— una asociación llamada IDIPRON.

Amparado por la alcaldía capitalina, papá Nicoló como lo conocían en Bogotá, decidió que era imprescindible sacar a los niños de su agresivo entorno y compró una apartada finca en Acandí, en el Atlántico chocoano junto a Panamá, donde construyó lo necesario para acoger a más de cuatrocientos muchachos de hasta doce años dejando que se divirtieran en la piscina a la vez que se «desintoxicaban de cuerpo y alma» e iban aprendiendo los rudimentos para el trabajo en talleres, ganadería y cría de peces. Para completar el círculo formativo de los gamines adolescentes, adquirió también cuatro terrenos en Vichada, siendo la perla de la corona Tambora con 85 hectáreas y con capacidad para 800 muchachos de más de 15 años (aunque nunca llegó a alojar a más de 500).

Hasta allí llegarían los chicos tras un largo viaje de varios días en camiones y barcas (nada que ver con la comodidad del avión para llegar a Acandí) para comprobar durante tres meses si eran capaces de adaptarse a las reglas de convivencia y a las duras condiciones provocadas por la lluvia, el calor, los mosquitos y, en ocasiones, la escasez de comida. Si lo conseguían, estaban en condiciones de habitar en una comunidad que se autoabastecía trabajando la yuca, los plátanos, los frutales y el pasto para alimentar a los animales. Vivirían en un ambiente lo más parecido posible al familiar y aprenderían oficios y el bachillerato ecológico que se inventó Javier de Nicoló para «que salgan de allá los catalizadores para impulsar ese nuevo proceso de colonización». Cada seis meses unos cien adolescentes iniciaban el proceso. Los monitores serían chicos reinsertados porque conocían como nadie lo que allí se intentaba impartir. Lo mismo que sucedía en Acandí, no había vallas protectoras porque la naturaleza era la barrera más efectiva.

Pero todo se torció en 2008 cuando un abogado interpuso una denuncia alegando que Javier de Nicoló, que seguía al frente de IDIPRON, había superado en quince años la edad de retiro de un servidor público; a pesar de que no estaba claro si se podía considerar o no funcionario, el octogenario alegó problemas de memoria y cesó en su cargo. En menos de tres meses aquella utopía rehabilitadora se vino abajo sin que nadie hiciera nada por detener el expolio de los muchos bienes con que contaba; lo que durante décadas fue símbolo de regeneración y nueva vida, se convirtió en ejemplo de incompetencia.

De nada sirvió evaluar lo conseguido con los 1.500 adolescentes que pasaron por Tambora, ni que en ese mismo año doce niños por cada 10.000 personas de Bogotá siguieran habitando las calles, ni que la prensa fuera destapando ejemplarizantes casos de rehabilitados; en el olvido va quedando el cuarto de siglo de trabajo del eclesiástico en Tambora, así como las ilusiones del cura de izquierdas (vivió la renovación del Concilio Vaticano II y los aires llegados a Colombia del Mayo francés) y su visión de los gamines como trapecistas que parece que siempre van a caer al abismo pero que acaban sobreponiéndose. Acandí, aunque con dos años de retraso, sufrió el mismo destino; es lo que suele pasar cuando un proyecto es excesivamente personalista.

Javier de Nicoló murió el 12 de marzo de 2016, poco más de un año antes de nuestra llegada a Tambora; cuentan las crónicas que en su entierro, al que solo se desplazó un familiar desde Italia, tuvieron que cortar al tráfico de varias calles de la capital ante el gentío que siguió al sepelio; mientras, unos mariachis repetían la canción que el cura cantaba siempre que veía la cara de sorpresa de alguien a quien había llevado a algún encantador y remoto lugar, esa que dice «...pero sigo siendo el reeey».

• • •

Perry nos preguntó si nos gustaban los mangos; le indicó a Luis un árbol especialmente frondoso y repleto de frutos y, aunque pendían a mucha altura, el indígena que ya no quería serlo, trepó sin miedo consiguiendo un rico postre para la cena y un suculento desayuno para el día siguiente.

—¡Miren qué mango tan hermoso! —dijo Perry tan orgulloso como si lo hubiera conseguido él.

—Está muy bien, pero debemos movernos porque los mosquitos están hambrientos —sugirió Silvia sin dejar de rascarse, tarea en la que llevaba ya un tiempo.

—Esto no es nada; hay épocas que no se puede ni caminar; pero vayamos a la lancha y verá cómo desaparecen todos.

«Las personas que no hayan navegado (...) por el Orinoco —se quejaba ya Humboldt— no podrán concebir cuán atormentado puede uno ser a cada paso de la vida por (...) los mosquitos, los zancudos, los jejenes y los tempraneros, que cubren las manos y la cara, que atraviesan los vestidos con su aguijón y que se introducen en las narices y en la boca haciendo toser y estornudar».57

Arrancó la lancha y nos apartamos del espectro de Tambora y con él, de los mosquitos y de las interminables disputas burocráticas sobre si pertenece a IDIPRON o a la Fundación Servicio Juvenil de la que también era director el salesiano. Mirando hacia el futuro, la parte positiva es que a principios de 2017 se denegó un permiso de explotación minera alegando que Tambora pertenecía a una zona de amortiguación del Parque Natural Nacional del Tuparro; a pesar de la negativa, ya están al acecho las grandes compañías para sacar provecho, aunque sea destruyendo parajes como este.58

6

La maravilla solitaria

Ya casi sin luz llegamos a la isla venezolana (todas las islas del Orinoco pertenecen a Venezuela) de Pedro Camejo, situada en la cabecera del parque Tuparro. Nos alojamos en el campamento La patriarca doña Rosita que consistía en una casa habitada por una humilde familia que se encargaba de hacer las comidas y que contaba con un cobertizo exterior debajo del cual dormiríamos en hamacas. Los mosquitos de Tambora aconsejaban dudar de las indicaciones de Humboldt cuando, al pasar por aquí, comentó que «los indios del Maipures van a dormir a los islotes en medio de las cataratas; allí gozan de algún sosiego, pues los mosquitos parecen huir de un aire sobrecargado de vapores»;59 nosotros colocamos las mosquiteras.

Y alrededor todo selva, o eso parecía... En las primeras noches selváticas uno está pendiente de cada estímulo antes de dormirse o cuando se despierta entre sueños; resulta muy entrañable escuchar las cigarras, mirar los cientos de luciérnagas que se mandan señales luminosas, escrutar los distintos y a veces inquietantes sonidos y acurrucarse ante las trombas de agua que como diluvios caen varias veces en la noche con una fuerza que atemoriza cuando no estás acostumbrado y más si vienen acompañadas de rayos y temes que el siguiente te elija a ti. Aquí en concreto, al anochecer, el estruendo producido por el raudal contextualizaba todo lo demás; narró el naturalista que nos acompaña que «cuando se oye este ruido en el llano que rodea a la misión a más de una hora de distancia, se cree estar (...) en una costa donde rompe y se levanta la mar. El ruido es tres veces mayor de noche que de día y proporciona un encanto inexprimible a estos lugares solitarios».60

—Hay días que valen por diez —dijo Silvia desde su hamaca.

—Sí, qué lejos queda Puerto Carreño; parece que salimos hace una semana.

—Oye, ¿tú crees que estamos seguros en esta isla de Venezuela? —preguntó acentuando el nombre del país.

—En realidad desconocemos si es complicado acceder, si hay algún pueblo próximo o si los del campamento son sus únicos habitantes. Confío en que Perry y Luis saben lo que hacen. Hoy vamos a dormir como troncos.

El cansancio y la falta de práctica con la hamaca contribuyeron a que el sueño se retrasara, pero, cuando apareció, lo hizo de forma rotunda... hasta que un sonido inconfundible retumbó en medio de la oscuridad; era un disparo seco proveniente de un lugar cercano e indeterminado; agucé el oído cuanto pude en busca de más indicios pero no saqué nada en claro.

—¿Has oído lo mismo que yo? —me llegó la pregunta en forma de susurro desde la hamaca de Silvia.

—Ha sido un disparo. Me alegro que también lo oyeras porque ya comenzaba a dudar de mí mismo —le contesté con cierto alivio.

—Pues no te alegres mucho porque me temo que ahora vendrá la segunda parte; alguien nos dirá que por el motivo que sea nos tenemos que levantar, ya verás... —respondió un tanto nerviosa.

—¿Habrá sido algún cazador? —le pregunté.

—Deduzco por tu tono que no te lo crees ni tú.

Permanecí un tiempo en tensión y haciendo cábalas; recordé cómo el hijo de doña Rosita, la matriarca del campamento, había estado escrutando los alrededores de forma un tanto extraña antes de que nos acostáramos. No sucedió nada reseñable en el resto de la noche. A la mañana siguiente pregunté al hijo de doña Rosita, a Perry y también a Luis pero, o no habían oído nada o restaban importancia al incidente; «tal vez algún cazador» fue todo cuanto saqué.

Viajando uno aprende que en ocasiones no hay que preguntar lo que se quiere saber, sino provocar las situaciones adecuadas para esperar la respuesta, algo así como buscar un árbol con fruta y confiar en que esta caiga. Y, efectivamente, como fruta madura, cuando las jornadas vividas en común se pueden contar como grados de mayor confidencialidad y empatía, Perry y Luis nos acabarían dando pistas sobre el extraño incidente.

Durante tres días visitamos el Tuparro. Cuando accedimos a él, ya intuíamos que posiblemente nadie nos trataría nunca así de bien en ningún otro parque natural.

—Bienvenidos a una de las cincuenta y nueve áreas protegidas de Colombia, la que posee, entre otras, la octava maravilla del mundo —dijo dándonos la mano el funcionario que nos recibió con esa amabilidad tan característica de los colombianos.

—¡Gracias! Con este recibimiento van a tener ustedes muchas visitas —le contestó Silvia.

—Es lo que esperamos después de los tiempos tan complicados que hemos vivido. Debemos tratar bien a los primeros viajeros que están llegando para que se lo cuenten a otros.

—¿Entonces el parque ya es todo de ustedes?

—Es a lo que aspiramos, señorita. De momento ya nos introducimos unos cincuenta kilómetros por trochas y ríos, pero tenga en cuenta que esto es muy grande y tres cuartas partes han sido ocupadas por otros.

—¿Es que siguen aún los de las FARC? —insistió Silvia.

—No, ellos se han ido, pero están los del ELN y otros más —respondió en un tono más bajo como para cambiar de conversación—, pero no se demoren aquí y disfruten de esta maravilla.

Ciertamente la amabilidad de los colombianos no tiene límites; tanta, que incluso prefieren no hablar de lo desagradable. En esta ocasión, además, nos tenían entre almidones porque éramos los únicos visitantes; por eso, a cada sitio que íbamos nos acompañaban varios guías, cada uno experto en una materia. «Queremos impulsar el turismo de naturaleza por todo el Vichada pero aún no llegamos a un visitante al día de media» nos confesó un funcionario. Cada uno nos contaba alguna historia, como las esporádicas apariciones del siempre temido tigre, o que las comunidades de la zona iban cambiando los cultivos de coca por otros como la mandioca o la aversión que estas mismas comunidades tenían hacia los malandros del río, las enormes nutrias que se enfrentan a los pescadores atacando en manada para robarles los peces recién pescados; incluso en una ocasión de especial complicidad nos confesaron que no dejaban de recibir amenazas personales de quienes no estaban interesados en que aquello fuera un parque natural.

Como disponíamos del tiempo a nuestro antojo, esa misma tarde propuse ir a la cueva donde los indígenas depositan a sus muertos. Sentía un especial interés antropológico desde que me enteré de su existencia; de hecho ya le había comentado en Puerto Carreño al lanchero Rusvel mi intención, pero se negó en rotundo a acompañarnos por sus temores hacia el más allá. Algo similar le debió de ocurrir aquí a Humboldt cuando cuenta que sus deseos de visitar esta misma cueva se vieron truncados ante la negativa del misionero que les acompañaba. Pero tampoco pudo ser; todo se quedó en eso, en un deseo, porque al aproximarnos con la lancha comprobamos que la entrada estaba taponada por la crecida de las aguas. Ante la imposibilidad, Perry se empeñó en que nos acercáramos a una cascada remontando un trozo del inicio del raudal de Maipures que se encontraba justo por encima de nuestro campamento; le dimos el visto bueno, más por complacerle que por ganas, ya que el bramido de las aguas no anunciaba nada placentero.

Tal como temíamos, apenas nos introdujimos en las ondulaciones del río, la frágil lancha se convirtió en una cáscara de nuez navegando casi a la deriva porque la fuerza del agua podía más que el motor de la embarcación; con una mirada cómplice, Silvia y yo comprendimos que aquella era una batalla perdida. Pero como todo lo malo puede empeorar, el motor se paró —como tantas otras veces había ocurrido— aunque en esta ocasión dejándonos en una situación complicada a merced de la corriente; nadie dijo ni hizo nada pero los cuatro comprendimos lo delicado del momento al ser arrastrados sin rumbo ni oposición alguna. Las arremetidas de la corriente nos hacían subir y bajar como si lucháramos contra las olas del mar; solo cuando por fin el agua nos arrojó a una zona remansada, Perry, con la voz entrecortada, nos felicitó por dominar los nervios y no habernos movido del asiento porque «de lo contrario habríamos fracasado».

Ante el fallido intento, nos olvidamos de la cascada y cruzamos el Orinoco a la altura de la desembocadura del Tomo para ascender, ya a pie, por un peñasco sobre el que se asentaba la caseta de los funcionarios del parque; junto a ella aún quedaban esqueletos de lo que fueron habitáculos para turistas antes de la llegada de la violencia a la zona. Nos introdujimos por una bonita senda de piedra que cruzaba arroyos pero que tenía el peligro a cada paso de hacerte perder el equilibrio por lo resbaladizo del suelo. Como a la media hora de marcha comenzamos a oír el rugido del río que nos anunciaba algo tan inminente como convulso.

Estábamos en la parte alta del raudal de Maipures, mucho más impetuoso que el de Atures que habíamos atravesado con la voladora; era otra vez un desnivel del Orinoco remarcado por grandes piedras que impedían la normal trayectoria del agua haciendo que esta se encabritara con un ensordecedor ruido que imprimía al cuadro que teníamos delante una visión a medio camino entre lo apocalíptico y lo fascinante. Algo así, pero elevado a la enésima potencia es lo que debió de experimentar el científico y aventurero Humboldt cuando en 1800 dedujo que esta era la octava maravilla del mundo; «un paisaje —escribió— que varía a cada paso en el terreno (...) y se encuentra allí, en un pequeño espacio, todo lo que la naturaleza tiene de más áspero y más sombrío con los más hermosos campos, los más risueños y pintorescos sitios».61

En efecto, era un punto privilegiado desde el que comprender el Escudo Guayanés; las rocas que pisábamos eran las más antiguas del planeta que se formaron con el magma solidificado que la tierra expulsó de su interior hace la friolera de cerca de tres mil millones de años. Pero es que, además, su aislamiento orográfico, lo inhóspito de su ambiente, la pobreza del subsuelo, los problemas de seguridad de la zona y la baja densidad poblacional, lo convierten en el ecosistema de selva tropical y de sabanas naturales mejor conservado del planeta; las estadísticas resultantes nos cuentan que aquí se contabiliza la tasa de deforestación más baja del mundo y la mayor superficie forestal per cápita. El Escudo Guayanés se expande por el otro lado del Orinoco y es ahí, en Venezuela, donde aparece con su cara más conocida, la del tepuy que cuenta con la cascada más alta del mundo, el Salto del Ángel, con casi mil metros de caída sin tocar roca.

Cierto es que en el año de estreno del xix cuando Humboldt estuvo aquí no se conocían muchos de estos detalles, pero eso no impide imaginar al explorador científico procesando con su privilegiada mente todo cuanto veía, observando cómo sobre las prístinas rocas crecen bromelias aprovechando las despensas de sus hojas para almacenar el agua que le niega la piedra, o la cantidad de orquídeas, líquenes, musgos y algas que brotan en cualquier recoveco, o acercándose a alguna gruta con murciélagos, guácharos, sapos y lagartos o a cristalinos caños que desembocan en caudalosos ríos de aguas negras, o viendo a zainos y capibaras huyendo de tigres y cocodrilos bajo el estruendo de los micos y el alboroto de pavas, patos, guacamayos y algún martín pescador. Qué no le pasaría por la cabeza cuando recorrió esta zona para que se quedara con una sensación de plenitud tan inabarcable que necesitó 34 volúmenes para escribir Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo continente, posiblemente lo mejor de lo mucho que publicó.

Le comenté a Silvia que me sentía pequeño al pisar este lugar tan emblemático para Humboldt porque a pesar de que está prácticamente igual, creía que no era capaz de ver ni la décima parte de lo que él percibía, ni de sentir todo el entusiasmo que le inundaría. Todo le interesaba, siempre llenaba sus bolsillos con piedras, plantas o papeles garabateados; por obvio que fuera, como si de un Sócrates total se tratara, lo preguntaba todo. Cuentan los que le conocieron que trabajaba, descansaba y comía con independencia de las horas, que confundía el día con la noche y que dormía lo menos posible ayudándose del café para no desperdiciar un solo instante. Aquí cartografió relieves, describió rocas, fauna y flora, teorizó sobre fenómenos atmosféricos, observó la indumentaria y anatomía de los indígenas, se interesó por los petroglifos que a menudo se ven por las orillas y por las piezas de arqueología, buscó diferencias de sabor entre ríos de distintos colores, identificaba árboles hasta con su lengua y miraba sin cesar las estrellas; nos contó que las orillas del río estaban repletas de enormes cocodrilos —hoy diezmados por la caza—, que se bañaban vigilando para que las boas no les atacaran, que vieron al esquivo tigre, que las islas estaban llenas de garzas, espátulas y flamencos... y también nos dejó por escrito que por mucho peligro que hubiera, en él se imponía sobre todas la imagen de la selva como un conjunto de «voces que nos reclaman que la naturaleza respira». Es un honor para el Parque Natural Nacional del Tuparro saber que fue Humboldt, el prolijo científico que puso su nombre en las más altas cotas de la ciencia, quien publicó los primeros estudios sobre su fauna, flora y afloramientos rocosos del Precámbrico.

Por señalar algunos ejemplos de su espectacular trabajo, de él proceden las isotermas que vemos a diario en los mapas del tiempo, la intuición de la teoría de la deriva continental al señalar que había unas fuerzas subterráneas que movían continentes, el descubrimiento del ecuador magnético y del geomagnetismo terrestre, la visión que imprimió a la botánica para buscar más relaciones que clasificaciones, los consejos tanto a su amigo Simón Bolívar como a los norteamericanos de hacer un canal interoceánico por Panamá y la descripción de los cambios que se experimentan con la altura al ser el primer humano conocido en subir los más de seis mil metros del Chimborazo, la que por entonces casi todos consideraban la montaña más alta del planeta.62

Y —pensé— todo eso germinaba mientras Humboldt contemplaba el raudal ante el que nosotros estábamos ahora. Hasta aquí había llegado en una pequeña balsa porque, junto a su amigo el botánico Bonpland, había diseñado una expedición con los mínimos posibles, algo poco habitual para la época; les acompañaban cuatro indios remeros de la zona y un experto timonel, además de un familiar del gobernador de la provincia y José de Cumaná, criado y amigo de Humboldt. Entre los rústicos pertrechos que portaban eran imprescindibles los que servían para conservar las plantas que recogían (prensas, lonas, lámparas, láminas corrugadas, marcos de secadora, etc.). Se aprovisionaban en las misiones y pueblos de indios que encontraban y pescaban, cazaban o recolectaban huevos siempre que podían; había tan poca gente por las orillas del Orinoco que cuando un misionero les avistó se ofreció de inmediato a ser su guía, lo que aceptaron gustosos. Además, nos cuenta Humboldt, en la pequeña embarcación había que hacer sitio a otros compañeros de viaje, esto es, a ocho papagayos, otros tantos monos, un tucán, un guacamayo, varias aves más y hasta un mastín vagabundo que encontraron, todo un «zoo ambulante» según sus palabras.

Pero hubo otro germen en Humboldt que, rociado por la humedad del Orinoco y tras varios recodos y revueltas, acabaría dando un fruto que cambiaría irreversiblemente la visión que de nosotros teníamos como humanos.

Posiblemente la intuición de esta revolución le llegara a través de ejemplos vividos por estas tierras como cuando en una apartada misión del Orinoco observó que los monjes iluminaban su iglesia con el aceite producido por huevos de tortuga y verificó que debido a ello estos animales estaban desapareciendo en la zona. O al percatarse de que los españoles, para curarse de la malaria, extraían la quinina cortando la corteza de la cinchona matando así a los árboles; era la tala de bosques y el regadío lo que había desecado el lago Valencia en Venezuela y no la existencia de cuevas subterráneas. Y también dedujo que el interés por el índigo para colorear los vestidos había sustituido en muchas partes los cultivos de maíz y encumbrado una planta que empobrecía el suelo.