Kitabı oku: «Del pisito a la burbuja inmobiliaria», sayfa 4
Cuando un padre trabaja, ama el trabajo porque ve en él la manera de mejorar el porvenir de sus hijos. Si le quitamos el derecho de testar, una de dos: o le quitamos también el amor al trabajo o le quitamos el amor a sus hijos (Arrese, 1941: 11).
La herencia familiar es el ahorro del trabajo transmitido por el cariño. Esas (la familia y la herencia) son las que, como una expresión de la propiedad privada, declaramos sagradas (Arrese, 1940: 222).
Entre el franquismo y los otros fascismos había rasgos comunes en lo que respecta a la concepción de la mujer en la familia. Para todos ellos, la familia es la institución clave para la reproducción de la especie y de las condiciones sociales, donde la mujer desempeña la función de trasmisora de normas y control social. Lo específico del fascismo franquista es su simbiosis con el catolicismo. En el imaginario falangista, como en la parroquia nacionalcatólica, «la Madre» era la trasmisora de los valores tradicionales de religión y patria. Por esa razón, debía protegérsela, recluida en el hogar, contra la contaminación de la sociedad laica y liberal.
En nuestras horas de ruina social y libertinaje humano, como la mitad de nuestro siglo XIX [...]. La madre española ha sido la que más ahincadamente defendió desde el íntimo e infranqueable reducto del hogar las viejas virtudes de nuestra raza. Ella ha sabido inculcar en las almas juveniles con humildad, sencillez y amor, como se inculcan las grandes cosas, la fe, las ambiciones nobles y las virtudes y los hábitos humanamente dignos (Elola: Arriba, 1-6-1955).
Pero en los años finales del primer franquismo, la mujer humilde va a sufrir cambios dramáticos con el paso del núcleo amplio patriarcal rural a la familia urbana. La mujer y el hombre de la familia se verán separados por largas jornadas de trabajo y transporte, y los hijos quedarán abandonados por la escasez de guarderías y colegios, y por la ausencia de las madres, obligadas a hacer trabajos domésticos en casas de clase media, para poder sobrevivir (Folguera, 1995: 12). Además, con la lejanía del control rural, aparecieron los malos tratos en algunas familias, y el abandono de las obligaciones masculinas de manutención y cuidado de la prole (Siguán, 1959).
3.1 Familia y propiedad
Podemos ver en las Leyes de Vivienda de los primeros años cuarenta un discurso sobre la propiedad privada, íntimamente ligado a la institución tradicional de la familia patriarcal, en la cual las necesidades son definidas por el padre de familia, protector del hogar, el cual es cuidado por la mujer, administradora y educadora del ámbito familiar. En ese contexto de ideas y aspiraciones, la vivienda, y aún más la vivienda en propiedad, es crítica para la consecución del deseado consenso josé-antoniano.
Pero si el Movimiento vino esencialmente a levantar esa bandera de justicia social, [...] cuando se refiere al hogar, no piensa únicamente en el «estar» de la familia, sino en el «modo de estar». (La vivienda es) el lugar donde la vida se va haciendo completa; el laboratorio donde una misión de moral creadora y trascendente se realiza y donde surge la atmósfera precisa para que la familia deje de considerarse grupo, para convertirse en destino (Arrese, 1959: 92).
En pocos países del mundo, en estas épocas en que la vida hogareña desaparece, existe el profundo respeto al hogar que en España. Para nadie es un secreto la ligazón íntima que existe en nuestro país entre el individuo y la casa [...]. Nuestra vida es esencialmente hogareña, y por eso nuestras virtudes familiares permanecen inalterables a través del tiempo (Arriba, 20-7-1949).
El régimen utilizó desde sus comienzos la frase de José Antonio Primo de Rivera: «ningún hogar sin lumbre», transformándola en una frase atribuida a Francisco Franco, potente eslogan publicitario de su política social de vivienda: «Ningún español sin hogar, ningún hogar sin lumbre».
O la expresión utilizada por Mortes Alfonso, que cambiaría «lumbre» por «pan». En un discurso al Congreso de Arquitectura el director de la Vivienda enunciaba así el tema:
Ya lo dijo Franco hace veinte años y lo ha repetido Arrese en Barcelona últimamente: «Ni un español sin pan ni una familia sin hogar» [...]. Es fundamental, pues, que nos pongamos de acuerdo sobre esto: que la vivienda está destinada a la familia (Mortes Alfonso: RNA, 198, 1958: 19).
El discurso que precisa que la vivienda es para la familia, comenzaba en la escuela. Los libros de texto de los años cuarenta, como la Historia de España de Bachillerato de la Editorial Bruño, explicaban el concepto de frontera, comenzando por los límites de la «casita familiar», donde se hallan «los tesoros que más amamos en esta vida: los padres que nos dieron el ser». «Desde la puerta de nuestra casa la Patria se va agrandando en ondas circulares» (López Silva, 2001: 294). Pero un régimen que venía con el mensaje de la modernización no podía quedarse en la metáfora pastoril del hogar como refugio, porque la vivienda era un potente factor de su ideología nacionalizadora.
Porque entre las grandes necesidades que el hombre pone delante de sí cuando quiere crear una familia, entre las grandes ilusiones que abriga en la dura y agitada lucha por la existencia, ninguna es ni más urgente ni más social como esta gran necesidad y esta poderosa ilusión de tener una casa, de poseer un hogar seguro, propio y amable.
Urgente porque nosotros, pueblo espiritual y metafísico, no podemos poner dilaciones al cumplimiento del sagrado deber de constituir una familia que Dios ha encomendado al hombre.
Social, porque la familia es precisamente el núcleo inicial de la sociedad y en ella cobra sentido unitario y pleno la primera sociedad que el hombre forma (Arrese, 1958: 91).
Arrese, que fue el primer ministro de la vivienda, reunió en 1958 a los delegados provinciales de su ministerio, en uno de los muchos actos propagandísticos que protagonizó durante ese corto y crítico periodo. El discurso seguía un guion, repetido durante muchos años, para crear titulares de prensa: el régimen de Franco ha colocado la «vivienda» en la base de sus políticas sociales, porque «la vivienda es un deber de la sociedad para con la familia [...] Tal vez una afirmación tan rotunda pueda asustar [...]; pero ¿hay quien ponga en duda el derecho del hombre a crear una familia?, y ¿hay quien afirme que no es el hogar sustancial para el ejercicio de ese derecho?» (Arrese, 1966: 1249).
3.2 La reacción legal patriarcal
El franquismo barrió la modernización legal de la condición de la mujer conseguida en la República. Lo primero que hará es abolir los derechos recientemente conquistados, como la igualdad ante la ley y la equiparación de derechos en el matrimonio. El único matrimonio será el canónico y la mujer casada tiene el deber de obedecer al marido y seguirle en la fijación de residencia; la patria potestad recae sobre el marido e incapacita a la mujer para establecer relaciones comerciales sin el permiso del marido, ni trabajar sin su consentimiento. El Fuero del Trabajo se comprometía «a liberar a la mujer casada del taller y de la fábrica» y consideraba el trabajo de la mujer una amenaza para la feminidad, la maternidad y la dedicación al hogar. En correspondencia con esa visión de lo femenino, la calidad humana de las mujeres se valoraba por la maternidad en el matrimonio y, como tal, era parte de los símbolos de la época. Como muestra, esta intervención en la Semana del Suburbio de Barcelona de 1957:
Nacieron en el año que se toma como base (1955) 295 hijos ilegítimos de madre catalana y 791 de madre no catalana, porcentaje muy pequeño en relación con los 23.423 hijos de legítimo matrimonio. Justo es confesar que la mujer española conserva todavía un sentimiento altísimo de la dignidad y el pudor (Joaniquet).
El periodo de difusión de ideas de emancipación femenina, la Segunda República, había sido muy corto para cambiar los valores tradicionales católicos sobre los roles en la familia (Molinero, 1998: 117), y además estuvo la represión. La ofensiva conservadora encontró por lo tanto poca resistencia y vino de la mano de la Sección Femenina y Acción Católica, ambas de acuerdo en que la formación de la mujer tenía que crear un patrón de conducta basado en el patriotismo, la religión como moral y la puericultura como deber, y en dirigir sus aspiraciones a la realización de esos tres principios con la posesión y cobijo en un hogar (Gallego, 1983: 89). Con sus políticas hacia la mujer, el franquismo logró a veces consenso y otras, pasividad de las mujeres, vistas ellas como instrumento para conseguir sumisión y conformidad en la familia. Juan Goytisolo lo refleja en La Resaca, una de sus primeras novelas. En ella Ginés, labrador extremeño y republicano, recién salido de la cárcel por sindicalista, e inmigrante en Barcelona, es imprecado por su mujer por el hambre que pasan sus hijos y por vivir en una chabola: «Te lo había repetido [...] la política no puede dar más que disgustos» (2005: 739).
El «mito» del hogar se unía al de la mujer, madre y esposa, en la casa falangista, que combinó la represión con la manipulación de «valores muy interiorizados como abnegación, sacrificio, maternidad y hogar como ámbito familiar» (Gallego, 1983: 14). En la Semana del Suburbio hubo una propuesta de crear cooperativas para la comercialización de los productos fabricados por las mujeres de un barrio, el presidente de la Unión Territorial de Cooperativas contestó lo siguiente:
Creo que estas cooperativas de producción para la mujer no son un estímulo, hemos de llegar a un momento en que la mujer casada no tenga que trabajar. Que sea el hombre el que, con sus ocho horas de trabajo pueda mantener dignamente su hogar, su mujer y sus hijos (Semana del Suburbio...: 95).
Por lo tanto, el franquismo ofrecía a las mujeres el matrimonio como la única opción de vida y empleo; posibilidad siempre frustrada por la falta de medios de las familias trabajadoras, obligadas por una legislación y cultura social en contra de completar los ingresos familiares con empleos precarios fuera del hogar. En esas condiciones, las mujeres católicas de clase media fueron las principales promotoras de la permanencia femenina en el hogar. Como propagandistas de Acción Católica llevaron a cabo campañas de vacunación infantil, economatos y bolsas de trabajo en los barrios pobres (Arce, 2005: 261), que acompañaban con su discurso nacionalcatólico. Las miserables condiciones del trabajo de la mujer, la cultura patriarcal que aportaba del medio rural y la influencia de la Iglesia facilitaron la penetración del mensaje de que la mujer tenía un puesto definido por sus obligaciones como «ama de casa», espacio que había que resaltar y defender. Marichu de la Mora, periodista de Arriba, escribía en 1944 un artículo en la Revista Nacional de Arquitectura titulado «Por las Sufridas Amas de Casa»:
Todo lo que es tono menor en una casa (cocinas, lavaderos, armarios, etc., etc.) aparenta estar hecho con la sola preocupación de demostrar al público que su cuidado o estudio hubiera sido denigrante para el arquitecto [...] [las amas de casa] estamos –y cuanto más en estos tiempos de escasez de vivienda– a merced de los arquitectos, y si ellos no se apiadan de nosotras y no nos conceden el poseer, al menos, un poquito de razón, estamos perdidas (RNA, 1944: 30).
La representación del cuerpo de la mujer devino en lo que aún sigue siendo para el pensamiento nacionalcatólico: una propiedad pública en usufructo del varón para la maternidad, a beneficio de la grandeza de la nación (Nash, 2012; Molinero, 2003). Como escribía Arrese (1940: 83):
Los grandes desastres de los pueblos van siempre precedidos por un descenso de población [...]. Si los gobiernos, en vez de tolerar la propaganda anticoncepcionista, se hubieran preocupado por proteger a las familias numerosas, hubieran cumplido con su obligación de conducir a la patria por los caminos de la prosperidad ¿Quiénes, si no los nacidos de hoy, son los hombres que mañana han de defender a España?
Sin embargo, a pesar de la presión, las mujeres en España no aumentaron la natalidad (Molinero, 1998), que solo arrancó cuando las condiciones de vida se suavizaron en las décadas de los años cincuenta y sesenta, y se estabilizaron las condiciones que facilitaban los matrimonios jóvenes (Brandis, 1983). El aumento de la nupcialidad y la oferta de vivienda social fueron de la mano, sin que sea posible saber quién tiró del otro.
3.3 Familia, cultura y propaganda
La familia fue un argumento muy importante del adoctrinamiento franquista al país, y los periódicos y revistas fueron un vehículo de esa propaganda. El régimen controló la prensa escrita e incluso tuvo una prensa cinematográfica (el NO-DO), pero respetó los medios de la Iglesia. Esta defendió sus publicaciones y, sabiéndose muy pronto por encima del bien y del mal, se dedicó a prescribir qué problemas debían considerarse prioritarios y cuáles no, mientras utilizaba sus medios para organizar su congregación (Diéguez, 2001).
La literatura y el cine estuvieron sometidos a la censura, como toda la creación cultural, pero los escritores y directores inventaron múltiples procedimientos para eludirla. A pesar de la persecución y la ausencia de legalidad para la libertad, el régimen no llegó a impedir que los autores burlaran el filtro del censor y se tomaran la libertad de crear (Díaz, 2001: 16). Buena parte de la cultura de esos años, en sus mejores manifestaciones, incluso la literatura de los adeptos, fue una cultura de amplia orientación crítica, aunque sujeta a una comprensible autolimitación (ibíd.: 17). También la literatura pensada como guiones radiofónicos, y luego editada por fascículos, estaba fuertemente sometida a la censura. Unas y otros no eludieron los graves problemas sociales de posguerra, como el hambre y la miseria económica, física y moral del suburbio, que describen Martín Santos y Candel en sus novelas, o Luisa Alberca y Sautier en seriales como Arrabal y Ama Rosa. Por no hablar de la angustia frente a la escasez de viviendas que reflejaron en el cine Bardem, Berlanga, Fernán Gómez, Ferreri, Nieves Conde y otros...
Sin embargo, la literatura solo llegaba a un público minoritario, y el cine crítico, incluso el cine falangista crítico, debe gran parte de su reconocimiento al carácter de acontecimiento excepcional que tuvo en aquellos años. Con todo, las manifestaciones de rebeldía siempre tuvieron respuesta, a veces incomprensible para los destinatarios. Por ejemplo, en 1948 apareció La Guerra secreta de los sexos, ensayo de la condesa de Campo Alange, María Laffitte, donde planteaba la pregunta: ¿Pudo ser la mujer en algún momento ella misma? La condesa, bien acogida en los círculos oficiales, conectaba en su libro con la preocupación de otras escritoras de los años cuarenta, como Carmen Laforet (Nada), Carmen Martín Gaite (Entre visillos) y Ana M.a Matute (Los Abel), que desde la literatura habían expuesto la condición femenina en el paisaje moral de posguerra. El libro movilizó en su contra el recurso cultural más poderoso del momento, la radio. Luisa Alberca respondía en 1953 al «feminismo» con una obra de teatro, La última dicha, que luego convirtió, junto con Sautier, en novela corta y serial radiofónico.
La radio fue el principal canal del adoctrinamiento. Un medio que «ofrecía una gran evasión, una realidad inventada, [...] que creaba un mundo de alegorías mentales, cuya potencia residía en que la imagen plástica que inducía era completada por el propio sujeto receptor, que de esa manera la hacía suya». Con la radio, el padre Venancio penetraba en los hogares todos los domingos a las nueve de la noche, e impartía doctrina conyugal y familiar; y todos los días, a las cuatro de la tarde, hora de máxima audiencia femenina, el programa La hora de la mujer, hablando de nuestras cosas proporcionaba clases de cocina, en las que intercalaba consejos matrimoniales. Pero la hora mágica llegaba con El serial, la novela radiada.24
En 1947, la SER importó de Argentina un conjunto de guiones que iniciaron el género radiofónico por excelencia, «rey de las ondas» en aquellos años. Un joven y desconocido escritor, Guillermo Sautier Casaseca, fue encargado de trascribir aquellos guiones al lenguaje coloquial español, comenzando el aprendizaje de lo que sería su rentable carrera literaria, en la cual le acompañaron Luisa Alberca y Rafael Barón. A las cinco de la tarde, antes de la salida escolar de los niños, se emitía El serial. Los seriales, despojados de las libertades de costumbres del culebrón latinoamericano, ofrecían en sus tramas un mundo ideal y proclive al régimen, en el que los señoritos se casaban con las criadas (como lo príncipes se casan con las aldeanas en los cuentos de hadas), haciendo olvidar la soledad del ama de casa, que podía evadirse durante cuarenta y cinco minutos de la realidad cruel y mísera que vivía la mayor parte de la audiencia (Vázquez Montalbán, 1971). Los seriales servían enlatados, en relatos muy bien entrelazados con la intriga, los principios morales del Movimiento y el nacionalcatolicismo, vehiculizados por personajes planos, puros estereotipos (Arias, 2007). En Lo que nunca muere, el mayor éxito de la pareja Sautier-Alberca, el propio Sautier reconoció que habían programado el guion, como vehículo de «los valores de la religión, la tradición, la familia, el hogar y la fe» (Guinzo, 2004). Todos los guiones pasaban por la censura previa, lo que convierte la radio en un documento muy valioso para analizar los mensajes y valores de la ideología franquista, y muy especialmente los que se relacionan con su concepción de la familia y el hogar.
La radio era un medio de propaganda cultural, pero sus guionistas eran reconocidos por el mundo editorial, especialmente Luisa Alberca, quien editaba en CID, junto con Wenceslao Fernández Flórez, Delibes o Rafael Aznar. De hecho, en las obras conjuntas era la autora de los diálogos, que son los elementos dramáticos que dan verosimilitud a los seriales (Barea, 1994). Su alegato «antifeminista» contra la condesa María Laffitte será su folletín más corto y dramático. La protagonista del relato, Carmen Murillo, es una mezzosoprano profesional, que se ve obligada por el marido a la elección entre sus deberes de madre y esposa y su carrera lírica; se decanta por esta última y las consecuencias son dramáticas. Carmen acaba sus días enferma y desgraciada, arrepentida y penitente; sin embargo, Fernando, el marido, que califica la profesión de la mujer de «capricho estúpido de la música», confiesa que su móvil fueron los «celos» («No podía soportar que te admiraran [...] ni aceptar las giras», o que «contribuyeras a ingresar más en la casa que yo»). El relato termina con un sermón de Fernando a su hija de 18 años: «Recordamos el mal que nos hacen, pero no el que nosotros hicimos [...]; no supe amarla como era ella». En respuesta a las dudas del padre, la joven contesta: «tú siempre fuiste bueno» y se va de paseo con el novio. En el serial, Carmen no se redime por el «perdón» del marido, sino porque «muere en la familia», y la hija la besa antes de morir. El núcleo es el hogar.
Esos valores trasmitidos en las obras editadas de Sautier y Alberca se pueden extraer de todas sus novelas «por entregas». Sin embargo, la más tardía de ellas, El derecho de los hijos, tal vez por estar ya muy presente el cambio social de los sesenta, es paradigmática. Sautier expuso en esta obra la versión nacionalcatólica sobre las «separaciones matrimoniales», versión, además, de clase media acomodada, máxima aspiración social:
• Para un hombre, para un muchacho, sus padres son una unidad, se pertenecen mutuamente. Esa unidad, esa unión, puede ser más o menos perfecta, pero por imperfecta que sea, mientras existe, el hijo se siente respaldado. Pero [...] si el hogar se rompe por completo, ya no es hogar. [...] La unión que dio vida al hijo se ha deshecho, como se deshace un error. Y el hijo se pregunta si él mismo, su propia persona [...], no será un error también...
• ¡Qué cosas tan extrañas dice usted! –exclamó Laura–. No creo que mis niños pensaran nada de eso.
• No, no lo pensarían. Lo sentirían, nada más. Pero usted ¿no ha pensado nunca que para un niño sus padres, los dos unidos, son la representación de Dios, del bien, del carácter sagrado de la vida? (p. 11).
4. EL DERECHO A LA VIVIENDA FAMILIAR EN PROPIEDAD
La Reconstrucción no aspira a dejar los pueblos de España en el estado que ayer tuvieron [...], en ocasiones incompatibles con la dignidad humana. Aspiramos a que aquellas casas cumplan las exigencias de los hogares higiénicos y alegres, para que los hijos de los que se sacrificaron aprecien el fruto de tanto esfuerzo (Suñer: Reconstrucción, 1940: 3).
La cultura patriarcal que impregnaba los mensajes del régimen, con su corolario de vuelta al hogar de las mujeres, creaba un sustrato favorable al mensaje de la vivienda en propiedad. El discurso en torno a la familia asumió el icono de la vivienda en propiedad como la forma correcta del derecho al hogar. La Ley Fundamental del Fuero del Trabajo prometía una vivienda en propiedad para cada familia española:
XII-2.- El Estado asume la tarea de multiplicar y hacer asequibles a todos los españoles las formas de propiedad ligadas vitalmente a la persona humana: el hogar familiar, la heredad de tierra y los instrumentos o bienes de trabajo para uso cotidiano.
XII-3.- Reconoce a la familia como célula primaria natural y fundamento de la Sociedad, y al mismo tiempo como institución moral dotada de derecho inalienable y superior a toda ley positiva. Para mayor garantía de su conservación y continuidad, se reconocerá el patrimonio familiar inembargable (Fuero del Trabajo, 1938).
Esa propiedad no sería la propiedad liberal de regímenes anteriores, ya caducos; tenía una finalidad, y era obligación del Estado velar por su protección. Se trataba de una vivienda familiar, facilitada a bajo coste, que se destinaba únicamente a habitación de sus propietarios, no pudiendo ser objeto de arrendamiento total o parcial, ni transformada en local de negocio. «El impago de cuotas de amortización, el uso abusivo, el mal estado de conservación, o la negativa a pagar las obras de conservación darían lugar a la resolución de la venta», aunque tendría derecho el beneficiario «al reintegro de los desembolsos realizados, con la deducción de los gastos de reparación necesarios».25
La simbología de la vivienda en propiedad para los falangistas fue expuesta desde el primer momento por los dos dirigentes que pilotaron la política social. Para Arrese la propiedad contribuía a «la redención del proletariado, un cambio de dueño capitalista en dueño trabajador, cambio conseguido [...] por medio del camino honrado del trabajo», «[porque] el hombre tiene derecho a una religión, a una patria, a una familia, a una propiedad, que son patrimonio común y principios inconmovibles de la vida» (Arrese, 1940: 12).
Para Girón, la vivienda en propiedad poseía la virtud de asentar al obrero y evitar la movilidad, facilitando la creación de familias, y moderando con ello, e incluso haciéndola desaparecer, la combatividad. Por eso sus discursos sobre la vivienda se mezclaban con actos políticos en unas comarcas y ante unos grupos profesionales con un historial importante de lucha social. A veces, los actos estaban asociados con la inauguración de centros de formación profesional o, en el caso de pescadores, con la entrega de embarcaciones para la pesca de bajura. Este es el caso en Málaga, en febrero de 1951:
Mientras la tierra solo os ofrezca un tugurio en una playa [...], tenéis que maldecir el trozo de planeta sólido donde vuestra familia devora las horas angustiosas [...] Esta es la razón, camaradas, de nuestra preocupación por dotaros no solamente de instrumentos de trabajo propios, sino de casa y de tierra propias. Unas paredes blancas, una casa soleada y limpia, donde penetre el aire embalsamado de vuestra Málaga inigualable, [...] Camaradas, levantad vuestros corazones [...], cuando de regreso a puerto las cumbres más altas de España, las rosadas cumbres del Mulhacen os señalen la enfilación de la última recalada, enorgulleceos de ser los hijos de la tierra más bella del mundo, donde por definición, todos los hombres son valientes, todas las flores fragantes y todas las mujeres hermosas (Girón, 1952, t. IV: 80-81).
El simbolismo estuvo reforzado por la imitación de las clases medias, sobre todo los militares y los funcionarios del Estado y de los sindicatos, que en plena época del hambre recibían viviendas en propiedad, generosamente financiadas; pero también de los trabajadores de grandes empresas y de empresarios mimados por el régimen; de los hombres del mar26 y los agricultores cerealistas, receptores, asimismo, de casitas en propiedad. La emulación hacia esos sectores sociales alimentó en el resto de las clases subalternas los valores que asociaban estabilidad y familia con propiedad del hogar. «El ideal es que cada familia sea propietaria de su hogar», diría Arrese (ABC, 8-2-1958).
Ese mensaje explica que los sucesivos directores del INV se reiteraran en la prioridad de la tenencia en propiedad para las viviendas de promoción oficial, y que todas las instituciones relacionadas con ellas contribuyeran a su andamiaje cultural. En fecha tan tardía como 1959, el inspector jefe de la Vivienda recordaba a los olvidadizos que las viviendas sociales se cedían en propiedad.
P. [...] sería útil para los lectores saber cuáles son las rentas máximas y mínimas de las viviendas aludidas.
R. Las rentas que percibe la Obra Sindical del Hogar por sus viviendas no son por alquiler sino en régimen de amortización y oscilan entre las 80 y las 750 pesetas mensuales... (García Lomas: Hogar y Arquitectura, 20, 1959).
La enorme oscilación en la cifra de las amortizaciones que estaban pagando los beneficiarios (80 a 750) reflejaba las elevadas tasas de inflación registradas en los primeros veinte años de la Obra del Hogar, que habían posibilitado la reducción, en pesetas constantes, de las amortizaciones de préstamo a una pequeña renta, inferior a cualquier alquiler. Los largos plazos de amortización fueron, indudablemente, uno de los factores que contribuyeron a consolidar la cultura de vivienda en propiedad (Esteban, 1999b).
La consagración en el Fuero del Trabajo de la doctrina de la vivienda en propiedad desde 1938 y el apoyo de la Iglesia no fueron óbice para que se levantaran voces que defendían los intereses del propietario rentista de inmuebles. ABC no veía razones para que todo el mundo fuera propietario (ABC, 13-01-1949), y desde ese diario César Cort, catedrático de urbanismo y concejal de Madrid, decía que el hogar propio pertenecía al acervo cultural de la clase media, afín al valor del ahorro, y no era extrapolable: «La vivienda social es Beneficencia, no un derecho», y «ningún estado del mundo» es capaz de «dotar de vivienda a todos sus habitantes».27
Los «hogares higiénicos y suficientes en propiedad» fueron un símbolo que inspiró las Leyes de la vivienda, los Institutos y Obras del Estado, y también de la Iglesia, y toda una escenografía, que cobraba sentido en el imaginario falangista de que la propiedad de la vivienda era un medio para la paz social. Esta retórica chocó con su peor enemigo, la contabilidad y los negocios. Pero Falange salvó la «vivienda en propiedad» cuando en 1957 llegó la oportunidad del Ministerio de la Vivienda. Entonces buscó un nuevo impulso simbólico, que reflejara con potencia propagandística los contenidos sociales, tantos años defendidos con promesas incumplidas y aplazadas. Después de unos pocos titubeos, Arrese lanzó su famoso eslogan «No queremos una España de proletarios, sino una España de propietarios», y en su último acto oficial en Alemania como ministro de la Vivienda dejó este documento titulado Comunidad Internacional de la Vivienda:
V. HOGAR, PROPIEDAD PRIVADA: La propiedad privada del hogar es el mejor procedimiento para la realización de las virtudes que en él se condensan: es, además, uno de los medios mejores para levantar, sobre el grito melancólico de las masas proletarias que nada poseen, el himno de gloria que entonan las masas cuando se hacen propietarias de las cosas que constituyen su entorno.
VI. EL HOGAR, INVIOLABLE E INEMBARGABLE: El hogar, considerado como parte esencial de ese conjunto de cosas que componen el patrimonio espiritual de la familia, debe ser declarado inviolable e inembargable (Arrese, 1966: 1476).