Kitabı oku: «Jodorowsky: el cine como viaje», sayfa 3
El día de los vampiros
Si la violencia de amor entre los protagonistas de la cinta de Vidor se dispara en un fuego cruzado, la que ejerce Fando contra Lis es viril y abusiva. Sin embargo, otras formas de agresión en el filme poseen un lado vampírico. Una de las escenas que expone una succión de la sangre de la juventud es aquella en la cual tres ancianas están sentadas en una mesa jugando cartas y una de ellas besa en la boca a un hombre joven, fornido y con bigotes, semidesnudo, tratado como un mero amante o como una mascota sexual.
Dos de ellas sacan melocotones de recipientes metálicos y los ponen entre sus bocas para morder y succionar los frutos con los labios de aquel hombre. La estrambótica secuencia, al igual que la ya referida Desistfilm, es acompañada de un incómodo zumbido. Esas imágenes exhiben un poder y una turbación que desemboca en uno de los momentos más “psicoanalíticos” de la película. Una de aquellas adultas mayores le dice a Fando “maricón” mientras aprieta uno de los melocotones hasta destruirlo.
Las viejas vampiresas se alimentan con la juventud a través de la masticación de la fruta, pero también logran, aparentemente, abducir la masculinidad de Fando destruyendo con las manos uno de los melocotones como si fuera un testículo. El protagonista es humillado al sentir que se le arrojan varios melocotones, y de pronto aparecen otras mujeres, en su mayoría más jóvenes: una joven de raza negra y con bikini que usa un látigo u otras con apariencia masculina, vestidas con saco, corbata o pantalón. Ellas cargan en sus manos otras figuras testiculares, unas grandes esferas negras, como las bolas de bowling, y las lanzan para derribar a Fando, no como si él fuera un palitroque sino un falo.
Los personajes de Jodorowsky están caracterizados por la doblez. Fando, por un lado, maltrata con rabia machista a la frágil y discapacitada Lis; por otro, las mujeres ponen en cuestión o amenazan su masculinidad. Siendo un cine que plantea lo masculino y lo femenino como elementos que conviven en pugna, una en la que incluso se impone lo femenino, avizora algunos de los rasgos feministas que se encuentran en el cine contemporáneo, con personajes de mujeres que se introducen en géneros o tipos de filme característicamente protagonizados por un hombre para ocupar la posición de este. La cinematografía de las últimas décadas presenta personajes como las de Viólame de Virginie Despentes y Coralie Trinh Thi (Baise-moi, 2000), que se introducen en las claves del cine criminal para irrumpir en acto de revancha en el género y en acto castrador: el asesinato de un hombre puede ser seguido por un encuadre que muestra el corte con cuchillo de un embutido con forma fálica.
Aquellas esferas negras derriban a Fando y más mujeres aparecen a su alrededor burlándose de él. Si hay un cineasta que ha dejado una marca profunda en el cine de Jodorowsky, ese es Federico Fellini, esa presencia femenina y sofocante que experimenta el protagonista tiene claros ecos de la escena en que las mujeres de toda la vida del personaje de Marcelo Mastroianni lo rodean en 8½ (1963). Sin embargo, Jodorowsky lleva la representación de lo femenino al extremo, con mujeres que son humillantes y castigadoras, hasta masculinas. En una secuencia posterior, Fando y su pareja son rodeados por travestis, quienes mueven los labios como para hablar pero su voz se escucha como ruidos de fierro o animales. Las mujeres de Fellini no pierden su feminidad; las de Jodorowsky sí, hasta el punto de encontrar hombres que se visten y se maquillan como mujeres, o que adquieren rasgos no humanos. Eso termina arrastrando a los protagonistas. Cuando los travestis ponen la ropa de Lis a Fando y viceversa, ella lo besa de modo masculino.
El conflicto de Fando es la duda de su masculinidad, y su tiranía hacia Lis una forma de ocultarla. Aquellas mujeres que lo asedian con las esferas negras, o los propios travestis, lo enfrentan a sus inseguridades viriles, ocultas bajo la violencia hacia su pareja. Ello explica que su crisis de identidad lo posicione a continuación frente al nicho donde se encuentra su padre. Al verlo, Fando desmaya, pero las mujeres que se rieron de él y lo atacaron sacan de la tierra el cuerpo polvoroso de papá y en su lugar colocan el del protagonista.
La humillación de la que Fando es objeto sugiere que su masculinidad murió con la de su propio padre, que aparecía en el nicho. Sin embargo, dicho padre, que actúa como muerto que vuelve a la vida, besa a cada una de las mujeres que sacaron su cuerpo de la tierra y pusieron en su lugar el de Fando. Haciendo una ronda, el padre se aleja de Fando, que yace en el hueco mortuorio, impactado ante la capacidad del padre de rodearse de varias mujeres, como algo que anhela para afirmar su condición masculina.
Por eso el padre, al alejarse de los llamados de Fando, representa algo inalcanzable, por lo que el protagonista cruza los brazos como un muerto puesto a descansar. Más bien es Lis quien hace caso de sus gritos, quien aparece absorbida por encuadres de aire excéntrico, de fuerza sensual pero a la vez siniestra, acompañados de un ruido de fondo incómodo, disonante, metálico. En esos encuadres, aparece un hombre mayor con un paño en la zona genital, semejante al de Cristo, que mecánicamente baja su brazo alzado, como un cura salido de algún sanatorio y que aún quiere dar la bendición, que a la vez parece estar señalando una carretilla. En esta hay varios cráneos de animales entre los que se encuentra el cuerpo de Lis con los senos descubiertos y los brazos extendidos como en una cruz.
Fando y Lis son niños devorados por monstruos adultos que les succionan la carne, la piel, hasta dejarlos como osamenta animal. Aquella secuencia que impacta por su visión surreal de Lis como mujer crucificada, es también una imagen de horror, que antecede algunas de las más famosas del género de terror, como aquellas en que jóvenes chicas destinadas a morir se ven rodeadas por huesos animales, con una banda sonora también compuesta de efectos sonoros metálicos y desquiciados, en Masacre en Texas de Tobe Hooper (The Texas Chain Saw Massacre, 1974).
Los restos óseos, como en aquel clásico de culto y de aparición posterior, son el anuncio de la muerte y por ello en seguida se ve a Lis echada sobre el lomo de un caballo que cabalga con un niño que lleva al animal con una soga. Lis es trasladada sin ser vista, casi desnuda, como una Lady Godiva, sobre un animal que simboliza el tránsito de la vida a la muerte, a la manera de un ser ctónico, propio de las visiones mortuorias de la mitología griega.
Los seres malignos de cuentos de hadas en Fando y Lis mutan en desacralizadores de cuerpos, los usurpan como parte de una estética del vaciado, como la clara que se escurre de los huevos que crujen con las manos, en los encuadres que intercalan el acoso sexual de Lis durante su niñez, o los melocotones apretados por las ancianas, con el interior de los frutos que se desparrama y cae en la tierra. Ello se ve plasmado también en la escena en que un hombre con chompa, de grueso cuerpo y barba espesa, quien después de besar una muñeca como un pedófilo, saca un cuchillo y le abre la entrepierna. Al interior de aquella abertura, de la que extrae la paja de su interior, el hombre introduce serpientes, animales de pecaminosa connotación religiosa. El cuerpo de la muñeca es vaciado, pero a la vez embalsamado con una malignidad remota y original.
La pareja protagónica realiza un viaje de descubrimiento de un mundo hórrido ante los círculos del infierno occidental. Parte de ese infierno también está dentro de ellos. Cuando Lis es arrojada con cráneos animales de una carretilla por parte de un hombre obeso y de apariencia temible, ella se relame los labios eróticamente. En una escena posterior hace lo mismo y hace gestos lascivos, como en el primer plano del hombre con baba que chorrea de su boca y blanquea sus ojos deseosos por poseer una mujer en Un perro andaluz. Mientras tanto, Fando, en otro acto de fetichismo buñuelesco, lame los pies llenos de suciedad de su compañera de viaje.
La vampirización de Lis también se ve expuesta en aquella secuencia en que un hombre canoso lleva de la mano a otro más joven, que tiene lentes y sin embargo no puede ver, que suplica: “un poco de sangre por amor a Dios”. El cuerpo dócil de Lis ofrece la posibilidad de conseguirla, con la aprobación de Fando. El hombre de cabello plateado limpia con alcohol y algodón la piel que cubre las venas de Lis y con una jeringa le extrae la sangre. La banda sonora amplifica el sonido del goteo de la sangre que la aguja circula. Así, expulsa el líquido en una copa de vino y toma la sangre con un placer comparable al de Christopher Lee actuando como el mítico vampiro de Bram Stoker.
Ante la copa vacía, lo único que hace el ciego es lamerla para alimentarse de los pocos rastros de sangre que quedan. El vampiro que actúa como doctor es la metáfora de una sociedad que usa a los pobres como medio para poseer más y dar menos, solo migajas. Esas visiones terribles son parte también del oscuro aprendizaje de Fando, por lo que también a Lis asalta para succionar la sangre que brota de su herida, inclinándola como una de las víctimas interpretadas por Christopher Lee en El horror de Drácula de Terence Fisher (Horror of Dracula, 1958).
Al final del canto segundo aparece un cartel que dice “El hombre solitario iba siempre acompañado”. Así aparecen Fando y Lis rodeados de corderos, animales que tendrán en futuras películas de Jodorowsky un carácter simbólico y crístico. Pero también aparecen otros personajes excéntricos. Mientras él camina tocando su tambor se topa con una mujer de malla negra transparente en el cuerpo que deja ver no solo la piel de sus piernas y brazos, sino también sus pezones. Tiene unos lentes en el rostro y una muleta con rueda que la ayuda a andar. La extraña belleza de la mujer, en la que se cruza la discapacidad que se apoya en lo protético y la sensualidad de su cuerpo traslúcido, nos hace pensar en aquel personaje femenino como una ascendiente de las chicas de Cronenberg que atraen por la revelación de su carne herida y sus revestimientos mecánicos, como la lisiada Rosanna Arquette que excita a James Spader en Crash: extraños placeres (Cronenberg, 1996).
Una voluptuosa mujer con traje de lentejuelas carga a Fando como un bebe, casi arrullándolo en sus brazos, y entre estallidos de risa burlona lo lleva hacia su madre. Esta tiene la apariencia de una ogresa, habla con una pérfida voz y traga huevos duros como un ser insaciable. Se la ve vestida de flores y conectada a tubos que conducen a frascos de suero, como los de los hospitales. Es una mujer que agoniza pero dotada de una fuerza voraz.
La madre es la bruja que busca engordar a Fando como Hansel, para comérselo. Lo atraganta de huevos duros y esa mirada monstruosa de la figura materna abre paso a un flashback en el que aparece Fando de niño, cerca de su madre, más joven pero con la misma apariencia atemorizante y postrada, con esa misma discapacidad comparable a la de Lis. Se la expone como una mamá que lo manipula emocionalmente y que muestra indiferencia diciéndole que no cuenta con mucho tiempo para él. Pero, además, es una mujer que sobre su propia agonía habla de ella misma como una estrella de la actuación: “Mis protegidos esperan para poder verme morir… Me debo a mi público… Queridos admiradores, perezco para ustedes”.
Una cruz de paja se encuentra tras ella y todos miran absortos la lenta llegada de la muerte, y hasta exclaman que “agoniza a la perfección”, que “muere muy bien”, que es una artista “del último suspiro”. Sonríe mientras tocan su cuerpo lleno de flores; es la versión fuerte y temible de la frágil Lis. En aquel lugar, entre harapos y demás viejas prendas encuentran escondido al padre de Fando, quien después aparece en el sótano, escondido en el marco de una ventana, mientras seguidores de la horrenda madre del protagonista apuntan sus armas contra él.
Al niño Fando lo alejan para que no vea lo que sucederá con su padre. Alguien abre una protuberancia que se encuentra en el pecho de él, de la que extraen un pájaro que enseñan ante la risa de los demás y lo colocan en la boca de una mujer. Dicho animal es concebido tanto en el antiguo Egipto como en el folclor de distintas partes del mundo como el alma, pero esta es objeto de sorna porque se hace de la muerte un espectáculo, con un padre que fallece ante la puesta en escena de lo que parece ser una guerra civil. Que se coloque su ave/alma en la boca de un personaje femenino nos posiciona nuevamente ante un sometimiento de lo masculino, como ocurría en la secuencia de las esferas negras y testiculares que derriban a Fando.
La película, en seguida, vuelve al tiempo presente del relato, en el que Fando “desnuda” a su mamá, le retira las pestañas postizas, la escupe y trata de ahorcarla con sus propios largos y canosos pelos. Una vez que le retira aquella parafernalia de estrella decadente para llevarla cerca de un nicho, ella le dice: “Adiós hijo mío, gracias por destruirme”. Cuando termina de enterrarla, emerge la mano de ella desde el nicho y le da un pájaro que al final él deja volar. Es una secuencia que deja ver esa preocupación de Jodorowsky por el árbol genealógico, por la resolución de los conflictos familiares a través de la psicomagia o la metagenealogía, que se posa en el alma que, como animal alado, vuela dejando atrás el cuerpo —o el árbol genealógico— muerto y enterrado.
Al final de esa secuencia aparece un cartel que dice “Final del Canto Tercero. Y cuando quise separarme de ella, me di cuenta que ya formábamos un solo cuerpo con dos cabezas”. Esa afirmación podría interpretarse como una manera de entender la relación de Fando con su madre, que físicamente se separan pero ella le agradece por ser “destruida”, es decir, separada del artificio del cuerpo. Aunque el cartel también presagia lo que finalmente ocurrirá en la relación de Fando con Lis, quien es víctima de él por una violencia heredada de la relación conflictiva con la madre. En la mujer que la acompaña, está el fantasma monstruoso de la madre.
Así como el filme retrocede para hurgar en la infancia de Fando, también lo hace para seguir explorando los traumas de Lis. En una escena, mientras Fando toca las piernas y los senos y besa el cuello y los labios de Lis, se vuelve a ver el flashback en el que ella de niña es sexualmente abusada en aquel ambiente oscuro y circense en el que el marionetista interpretado por Jodorowsky la introdujo. Así, ella rechaza los besos de él, lo que abre paso a una de las escenas más extrañas de la opera prima del realizador.
Echada en acto de dar a luz, salen de la entrepierna de Lis varios chanchos, como si los estuviera pariendo. Recordemos que en una imagen anterior de la película, un hombre besa la cabeza de un cerdo. En ese sentido, dichos animales que ella da a luz son originados por una sexualidad bestial y a la vez reflejan esa reducción de los protagonistas al nivel de las fieras, que pueden ser cruelmente atadas, como lo hace el mismo Fando con Lis al intentar encadenarla.
Fando es poseído por esa voracidad del lobo feroz y adulto que atrapa a uno de los chanchitos del relato infantil. Ello explica que en otra secuencia él y Lis aparecen al interior de una habitación en la que ella tiene encima de su cuerpo un recipiente en forma de luna que contiene huevos, los que Fando revienta con sus manos. Los huevos, anteriormente usados como metáfora de la agresión sexual de Lis durante su infancia, regresan para mostrar cómo él ejerce ese mismo tipo de violencia.
Ello también se visibiliza en la secuencia en que Fando desnuda a una Lis encadenada a su silla de ruedas y toca su tambor para llamar la atención de unos hombres con apariencia de “gente bien” que remiten a los personajes de Mitaro, Toso y Namur, que tienen una mayor presencia en la obra teatral original de Arrabal. Fando la explota sexualmente y los invita a que la toquen y la besen. A pesar de que la belleza de Lis llama la atención de aquellos sujetos, Fando la trata como una criatura de feria, como el freak que se exhibe en el circo, aunque ellos se alejan cuando él les dice que es su novia, lo que solo da lugar a que el maltrato hacia ella por parte del protagonista continúe.
La locura de Fando se muestra no solo en su percepción de objetos que no existen, sino también en el relato que hace de su infancia, cuando afirma que su mamá lo amarró en una silla y que un cura le hizo un hoyo en la nuca para extraerle la piedra de la locura. Aquel popular objeto formó parte de una creencia popular en la Edad Media en la que se afirmaba que la insania se curaba con una trepanación, que permitía extraer la piedra que supuestamente quitaba la cordura a la persona.
El cuerpo intervenido de un niño es el concepto que también se muestra en una de las secuencias más enigmáticas de Fando y Lis: una amplísima mesa está rodeada de varias personas, sobre todo mujeres, de corporeidad gruesa, semidesnudas, canosas y con un casco de lata en la cabeza. Sobre aquella superficie de madera no solo se ve al protagonista echado con varios fideos encima, sino además rodeado de grandes barriles de vino, jaulas con pájaros muertos dentro, una guitarra con una manzana en su orificio, así como otras frutas. En un plano general, casi conjunto, la composición guarda reminiscencias del cuadro “La última cena” de Leonardo Da Vinci, lo que produce un efecto paródico semejante al del encuadre cerrado que imita la misma obra pictórica en Viridiana (Luis Buñuel, 1961), reemplazando a Cristo y sus apóstoles por los mendigos a los que ayuda el personaje de Silvia Pinal. Fando es pues el Cordero de Dios, el Cristo sacrificado como alimento de aquellos personajes de cuerpo grueso y envejecido. Sus cascos, además, hacen recordar al Hombre de Hojalata en El mago de Oz, dirigida por Victor Fleming, George Cukor, Mervyn LeRoy, Norman Taurog y King Vidor (Wizard of Oz, 1939). Fando hace la ruta de Dorothy a un mundo encantado, de fantasía, pero contaminado.
El Hombre de Hojalata deviene en seres obesos dispuestos a comer desenfrenadamente, encontrando en el cuerpo de Fando un objeto comestible como las frutas, el vino o los cadáveres animales. Por ello, la película hay que entenderla, con sus numerosos saltos al pasado, como un viaje por el subconsciente de los protagonistas, a partir del cual los personajes incluso lanzan palabras que se concatenan con la arbitrariedad del juego surrealista del “cadáver exquisito”, que también se vincula con los misteriosos juegos de palabras de Federico Fellini, como la frase “Asa nisi masa” de 8½:
Lis: Enferma, mal.
Fando: Mascar, mandar.
Lis: Amar, masturbar.
Fando: Mamá.
Que Fando vincule esas palabras (asociadas a la enfermedad, el mal, la comida, la orden, el amor y el onanismo) con su madre revela la percepción perversa de ella, como bruja autoritaria, de apetito no solo alimenticio sino sexual. Ello se refuerza con la repetición en la secuencia de la sílaba “ma”. Él no dice “mamá” de un modo puramente arbitrario, sino porque se lo está diciendo a Lis. Encuentra en ella el espíritu de su madre, como si la hubiera poseído, como un médium. Eso explica que su rabia ante la figura materna la azote contra Lis: le ordena, la consume y la maltrata como su madre lo hizo con él.
A pesar de todo, Lis trata de rescatar algún rastro de la inocencia perdida de Fando, pidiéndole que cante alguna canción en su camino a Tar, con aquel tambor, que es justamente el símbolo del esplendor de su niñez. Pero lo que brota de Fando es solo aquella violencia con la cual le dice que la ama, mientras le coloca unas esposas en las muñecas, a pesar de su llanto desconsolado. En esa tensión de ceder al control de sus brazos, ella violentamente tira el tambor de Fando, lo que rompe el instrumento, y genera un sufrimiento en él comparable a una castración, como si hubiera perdido un miembro esencial de su cuerpo.
Solo la elipsis sugiere las patadas bestiales que Fando dirige contra Lis, y la cámara se aleja para mostrar esa violencia desenfrenada que se espolvorea en esos encuadres panorámicos que muestran la cercanía de la muerte, al igual que las que acompañan el final del ya referido wéstern dirigido por Vidor (Duelo al sol). Solo unos cuantos primeros planos muestran el rostro colérico de Fando, y abren paso a la aparición de aquel mismo caballo, mensajero de la muerte, con el cuerpo de Lis encima. Ello lleva, a pesar todo, a una revelación. Un primer plano de Fando, con sus ojos desorbitados, va acompañado de la voz adulta de siempre que afirma: “Cuando llegues a Tar tendrás una corona de oro líquido en la frente y poseerás la llave de todos los laberintos”.
Toda aquella conducta bestial hacia Lis es el encuentro de Fando con su propio lado interno, que oscila entre lo humano y lo animal, entre Eros y el Thánatos. La llave de todos los laberintos para llegar a Tar la encuentra en el propio asesinato de Lis, al descubrir en él esa dualidad característica del Minotauro. Fando no es el Teseo que encuentra al Minotauro en el laberinto y le quita la vida para rescatar a Ariadna. Fando es el Teseo que le arrebata la vida a Lis, su Ariadna, para encontrar el Minotauro que lleva dentro. Sin embargo, ese descubrimiento no impedirá que se reencuentre con Lis, quien como Ariadna será su princesa en la ciudad de Tar y por lo cual recibiría aquella corona de oro líquido que mencionaba la voz en off.
Lo que empieza a instalarse en la opera prima de Alejandro Jodorowsky, y que se verá con otros rasgos en sus próximos filmes, es el rechazo al cuerpo. El funeral de Lis es un crudo retrato de ello. Ante los primeros planos apenados de Fando, numerosas personas, sobre todo mujeres y niños, prenden velas en sus manos y cargan el cuerpo de ella hacia el nicho. De pronto, como ejerciendo un ritual de sagrado canibalismo, sacan tijeras y cortan las prendas del cuerpo muerto e incluso lo mutilan. Es una forma de adorar su cadáver, dedicándole una ceremonia religiosa y arrancándole partes de su corporeidad. Es una versión sacralizada de lo que Fando hacía con ella, amarla y destruirla.
Pero el cuerpo también pesa, como una cruz. Fando la arrebata de sus adoradores necrófagos y la carga sobre sus hombros. En su paso sufriente, aferrándose a ella de entre los muertos, escuchamos nuevamente la voz de Lis cantando: “Yo, moriré… y nadie… se acordará… de mí”, así como aquella misma respuesta de Fando en otra escena de la película: “Sí Lis. Yo me acordaré de ti, e iré a verte al cementerio con una flor y un perro. Y en tu funeral cantaré, en voz baja: qué bonito es un entierro”. Así, aparece ante nuestros ojos la tumba de Lis, con serpientes encima y el mismo perro blanco de la canción, con una flor en el hocico.
Aquella escena, que finalmente muestra a Fando extrayendo las serpientes, es un momento de purificación. Es la muerte que limpia, que depura de aquellos animales del pecado cometido por los envejecidos monstruos de este cuento de hadas del que Fando fue heredero y del que se lamenta arrodillándose ante la lápida, sollozando ante un ángulo picado como Zampanó (Antony Quinn), quien sufrió la muerte de Gelsomina (Giulietta Massina), la mujer a la que maltrató y amó en La strada de Federico Fellini (1954).
Tanto Zampanó como Fando muestran su poder con objetos metálicos; uno con cadenas, el otro con esposas. Pero al final se desnudan de aquellos instrumentos de fuerza y poder con lágrimas sobrecogedoras. Aunque Fando, a diferencia del personaje de Quinn, logra ver a su amada saliendo de su tumba, como una aparición espectral, que guarda ese aire necrófilo de la escena del ánima femenina que se le aparece al hombre que enloquecía de amor por ella en Abismos de pasión de Luis Buñuel (1953).
Si la visión de la amada muerta en la adaptación que hizo el español de Cumbres borrascosas de Emily Brontë es la visión de un delirio próximo a la muerte, la aparición espectral de Lis simboliza el renacer de Fando. A él, enterrado entre arbustos, se le ve de pronto en plano-contraplano, desnudo y mirando a Lis, también sin nada que cubra su piel, en un paraíso de verdor. Son quienes dan vida a Tar, son Adán y Eva en aquel territorio boscoso y edénico sobre el que corren felices. Nuevamente el cuerpo, ese cuerpo manchado, ensuciado envilecido por el mundo terrenal y adulto, es un obstáculo para llegar a Tar pero al final una transición hacia ella.
La construcción mitológica de Fando hace encontrar en su laberinto al Minotauro dentro de su propio ser, bestial y humano a la vez, y debe dejarlo morir para encontrarse con su Ariadna. Por ello, el héroe del filme se encuentra también en la posición de Orfeo que rescata a su Eurídice, y la visión que imprime Jodorowsky al cuerpo justamente se conecta con el orfismo, movimiento en la Grecia antigua, que apreciaba el cuerpo como un ser impuro. En esa línea, el maniqueísmo persa, influenciado por la religión cristiana, buscaba la purificación corporal. Aquella doctrina fundada por Manes se ve irradiada por un cristianismo que ve al cuerpo en sus escrituras como un obstáculo para la libertad del espíritu, que anhela llegar al cielo.
Al final, junto a la ilustración de dos niños besándose, se lee un texto que dice: “Cuando su imagen se borró del espejo, apareció en el vidrio la palabra ‘Libertad’”. La desaparición de cualquier rastro del cuerpo en el espejo no significa que Fando se haya vuelto un vampiro más, como los que succionaban su inocencia, o que aún no haya llegado al estadio del espejo de Jacques Lacan, para darse cuenta de que ese cuerpo que se refleja en su totalidad es suyo.
La palabra “Libertad” es un destello justamente porque se logró escapar de las garras del lobo o de la bruja, pero no bajo el cuidado de figuras protectoras, como la de un leñador, sino dejando que la imagen del cuerpo se destruya, agonice y desaparezca para unirse a un bosque paradisiaco, que es la representación del mundo mismo, al que se integra para siempre. Es un final sobre el cual habrá más luces en la revisión que haremos de las siguientes películas de Jodorowsky.