Kitabı oku: «El viaje de Enrique»
EL VIAJE DE ENRIQUE
LA PRIMERA PERSONA QUE DIO LA VUELTA AL MUNDO
JOSÉ FERNÁNDEZ DÍAZ
EL VIAJE DE ENRIQUE
LA PRIMERA PERSONA QUE DIO LA VUELTA AL MUNDO
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2017
EL VIAJE DE ENRIQUE
© José Fernández Díaz
© de la imagen de cubiertas: José Fernández Díaz
Diseño de portada: José Fernández Díaz
Iª edición
© ExLibric, 2017.
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ISBN: 978-84-16848-33-1
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.
JOSÉ FERNÁNDEZ DÍAZ
EL VIAJE DE ENRIQUE
LA PRIMERA PERSONA QUE DIO LA VUELTA AL MUNDO
Índice de contenido
Portada
Título
Copyright
Índice
Dedicatoria
Agradecimientos
LA ESCUADRA DE ALBURQUERQUE
LA ISLA DE CEBÚ
GOA, ENCUENTRO EN EL MERCADO DE ESCLAVOS
EN LA MENTE DE MAGALHÃES
UN CORTO VIAJE
INICIO DEL VIAJE DE ENRIQUE
ENRIQUE LLEGA A LISBOA
DESPEDIDA DE LISBOA
EL CASTILLO DOS MOUROS
LA CARTA POLICROMADA
LA CARTA SAGRADA
COIMBRA
AVEIRO
SABROSA
COVILHA
EL INTERCAMBIO
ARRABALES DE SEVILLA
LA CASA DE LOS BARBOSA
BODA EN LA CATEDRAL DE SEVILLA
FIESTA JUDEO-SEVILLANA
EL VIAJE A LA CORTE
PREPARATIVOS DEL VIAJE
INTRIGAS EN EL PUERTO
LAS VÍSPERAS DE LA PARTIDA
SALIDA TEATRAL DESDE SEVILLA
NO EXISTE MENTIRA HABIENDO FE
DESPUÉS DE SEVILLA
SANLÚCAR DE BARRAMEDA
RUMBO A CANARIAS
EL ÁRBOL DEL AGUA
LA CALMA DE GUINEA
RÍO DE JANEIRO
EL VIAJE HACIA EL ESTRECHO
LA NOCHE DE LOS TRAIDORES
EL MOTÍN DE SAN JULIÁN
DERECHO DE SOGA Y CUCHILLO
EL PASO DE LA VICTORIA
LA TRAVESÍA DEL PACÍFICO
CRISTOVÃO REBELO, LA MANZANA DE LA DISCORDIA
A Azahara y Norka mis hijas,
a Cristina, mi mujer, a mi eterno
amigo Rafael Lorente y a todos
aquellos que han creído en mí.
Agradecimientos
Desde el primer momento, Cristina Muñiz Fernández, mi mujer, mi compañera y mi amiga, recibió la idea del viaje de Enrique como una aventura literaria digna de llevar a cabo. Enseguida pasó a papel los primeros folios para poder visualizarlos en cualquier lugar y ocasión. Esta acción la repitió una y mil veces hasta el final. Así me fue más fácil corregir los errores ortotipográficos, cambiar las expresiones, hacer anotaciones al margen mientras tomaba un café en un jardín, en el salón de casa o en la azotea. Ella, como Licenciada en Periodismo, hizo las primeras correcciones, y en su imaginación, viajó con Enrique hasta los confines del mundo.
Agradezco especialmente a J. Julio Ruiz Benavides la atención que me prestaba cada vez que acudía a él para contarle y consultarle algunos aspectos de la obra. Durante el tiempo que empleé en escribir esta historia, Julio me puso muchos mensajes de WhatsApp. La mayoría de las veces era para preguntar: ¿por dónde va Enrique? Le agradezco también el ánimo que me infundió cuando me dijo: “habrá muchas personas que se sentirán identificadas con el protagonista, porque casi nunca se habla de las personas ocultas, que no resplandecen, los que trabajando en silencio aportan la contribución necesaria para la consecución de los objetivos, aquellos que nunca o casi nunca se mencionan, los que trabajan en las sombras de los laureados”.
Comencé a escribir la historia de Enrique en Sevilla, la continué mientras navegaba por el mar Balear, mi espacio de trabajo en los últimos años. La parte que se desarrolla en Portugal, la escribí mientras recorría los espacios físicos que se supone que había pisado el protagonista. Desde Sagres hasta Sabrosa, traté de recrear en mi mente, los modos en que pudieron desarrollarse los acontecimientos. Había muchos escenarios compartidos, muchos elementos perpetuos hasta la fecha. Ellos me ayudaron a viajar al pasado.
En Sabrosa, la tierra de Magallanes, tuve una acogida familiar y cariñosa, en una casa palaciega llamada Casa Dos Barros. Allí, entre espadas de la época, candelabros, cuadros antiguos de personajes cortesanos, clérigos y soldados de la corte portuguesa, pude escribir parte de la historia de Enrique a solo unos metros de la casa de Fernando de Magallanes. Agradezco a Teresa Canavarro y a su familia, el trato recibido. Ella hizo posible el encuentro en su casa con José Manuel de Carvalho Marques, Alcalde de la Ciudad de Sabrosa. Al día siguiente vino de nuevo, me invitó a acompañarlo a Oporto y juntos, visitamos las tierras de Tras os Montes, por donde discurre el Douro. De todos ellos, recibí el ánimo y la admiración por emprender la singular aventura de contar la historia desde la perspectiva de un esclavo.
Debo hacer mención a la memoria de Joaquín Garrido, mi Maestre en la Nao Victoria. Durante los años 2004 y 2005 me dio la oportunidad de trabajar en la reconstrucción de la nave, y navegar con ella desde Sevilla hasta el Japón. La experiencia de navegar por el Océano Atlántico, el Océano Pacífico, Micronesia, Polinesia, el mar del Japón y el mar de Filipinas, me ha permitido acercarme de facto a valores muy aproximados de lo que pudo ser la vida a bordo de esos buques y la convivencia de Enrique y su señor don Fernando de Magallanes, en tan reducido espacio.
A Inmaculada Pavía Sánchez, porque me ayudó a sortear los elementos adversos que existen en el mundo de la edición.
Al Archivo General de Indias por su continuada y excelente labor en la conservación de los documentos relativos a los descubrimientos, a los que he podido acceder desde 1984, cuando me concedieron la tarjeta de investigador.
Por último, mi agradecimiento a Aisha Rubió, estudiante en Londres, su interés por las novelas históricas, su preciosa juventud y su especial insistencia en conocer la historia de Enrique, me hizo recordar en varias ocasiones que estaba escribiendo para todas las edades.
LA ESCUADRA DE ALBURQUERQUE
La nao navegaba con viento del sureste por el mar de Célebes, hacía poco tiempo que habían abandonado las costas de Ternate. Su capitán tenía prisa por alejarse de allí con el resto de la flotilla. El papa había dividido el mundo en dos partes y esas aguas correspondían a los españoles, aunque jamás habían visto nave alguna de ese país surcar sus aguas. De pronto paró el viento, el cielo, que hasta ese momento era azul brillante, se fue llenando en lo más alto de pequeñas nubecillas y en el mar se fueron deshaciendo las pequeñas olas, que a modo de rizos habían estado acompañando a las naos. El calor se fue apoderando de los tripulantes hasta que se hizo sofocante. Así estuvieron durante todo el día, quietos sobre la superficie del mar, esperando la brisa que le llegara por ventura.
Para cuando llegó la noche, el cielo se había cubierto de una miríada de nubes en forma de borreguillos. Ya entrada la madrugada, grandes nubarrones se fueron acercando mucho más bajos y el manto de borreguillos, poco a poco, fue desapareciendo en la lejanía. De repente apareció el viento, entró por el suroeste, hinchó las velas y las naos se pusieron en marcha. Eran cuatro, y formaban parte de la escuadra de Alburquerque que el rey de Portugal mandaba a la India para reforzar la presencia del virrey Francisco de Almeida.
Al principio los hombres se pusieron contentos, porque en el mar nunca es buena la situación de estar parado y las calmas agotan los víveres, el agua y la paciencia de los navegantes, que en esa situación dejan de serlo. Pero conforme fueron avanzando hacia el norte y se fueron adentrando en el mar de Sulu, el viento fue arreciando y empujó las naves peligrosamente hacia la costa. Pasaron cerca de Zamboanga, el capitán que mandaba la flota decidió alejarse de tierra todo lo que pudo, y gritó:
—¡Arriar las velas, trinqueta y mayor!
El contramaestre Pereira reunió a unos cuantos hombres y dirigiéndose a los cabilleros buscó la driza de la mayor, la redirigió a la cornamusa de barlovento y cuando la tuvo retenida en ella, mandó deslizarla suavemente. El racamento, envuelto en cueros engrasados, protegía a la verga de la mayor del irremisible rozamiento con el mástil. Entretanto hacían esa operación, eligió rápidamente a cuatro hombres que se prepararon para desenganchar la boneta, en cuanto la vela mayor hubiera bajado lo suficiente como para que los hombres alcanzaran la costura.
Los hombres mantuvieron la vela mayor a un metro y medio aproximado de la cubierta. Rápidamente la boneta fue descosida de la parte inferior de la vela mayor. Mientras unos la doblaban, otros fueron recogiendo el paño de la mayor y aferrándolo a la verga, al tiempo que los que aguantaban y regulaban el deslizamiento de la driza continuaban bajándola. Por fin y una vez aferrado el paño, terminaron de deslizar la driza de la mayor hasta que la verga quedó descansando sobre la tapa de regala.
Luego comenzaron la misma operación con la vela del palo trinquete, mientras que el barco avanzaba trabajosamente con la vela de mesana, la única vela que no era cuadra y que por lo tanto permitía aprovechar el viento que les llegaba por la amura de estribor.
Durante todo ese tiempo el capitán había mandado cuatro marineros jóvenes y diestros a las cofas de ambos palos. Desde allí, manejando drizas, amantillos y apagapenoles, consiguieron amainar y aferrar la gavia de la mayor y el velacho.
Por medio de faroles encendidos, comunicó la maniobra al resto de naos que a duras penas seguían su estela. No era esa la dirección que deberían seguir, pero en naves de velas cuadras no hay a veces mucha elección y esta ocasión era una de esas. Todas las naves llevaron a cabo la misma maniobra.
Horas después amaneció, pero apenas se veía la diferencia entre el día que acababa de llegar y la noche que había pasado. Una enorme y espesa cortina de negras nubes rodeaba los barcos. Un tifón sin nombre los había alcanzado y zarandeaba las naves como enormes cáscaras de nueces. Con las velas amainadas, salvo la cebadera y la mesana, fueron capeando el temporal. Muchas provisiones que iban en cubierta habían sido arrastradas por la tormenta y con ella, los grandes odres, donde transportaban el agua desde la última aguada.
Así estuvieron tres días más, hasta que en la mañana del cuarto y cuando el tifón se hubo alejado definitivamente, vieron la costa de Cebú. El capitán mandó izar de nuevo las velas, mayor y trinqueta. Se acercaron a la isla para recomponer la armada. Llegaron al anochecer y aunque fondearon entre Cebú y Lapu-Lapu, no fueron a tierra hasta el otro día, para evitar las posibles emboscadas de los nativos.
LA ISLA DE CEBÚ
Con las primeras luces del día, el capitán Lustau manda arriar dos esquifes. Los marineros colocan los pesados remos en las chumaceras y comienzan a bogar hacia tierra. A proa de cada embarcación se han colocado sendos alguaciles con sus arcabuces por si se presenta algún indígena en actitud hostil. En principio no les parece probable como primera intención. El capitán sabe por experiencia que los indígenas suelen ser amables hasta que sus hombres se confían. Eso casi siempre lleva varios días, por ello, el Capitán Lustau, piensa hacer aguada, tomar algunas provisiones y no volver por el lugar en algún tiempo.
Cuando las quillas de los esquifes tocan el fondo arenoso de la orilla, los primeros hombres saltan a tierra. Miran en derredor buscando vestigios, pistas, señales que les indiquen la presencia del agua. Para aquellos hombres acostumbrados a buscarla no es muy difícil descubrir los indicios. Observan que en la ladera de una cercana colina la tierra presenta heridas, honduras hendidas de las que afloran enormes helechos, salpicados de flores violetas y amarillas. Está claro que semejante construcción necesita como herramienta la acción y la presencia del agua.
—Allí —dijo el oficial que mandaba el grupo—, está todo mucho más verde que lo demás. Traed los toneles y los odres.
Apostados los arcabuceros en lugares estratégicos, los marineros se acercan a la umbría. Conforme se aproximan, reconocen el sonido inconfundible, universal, del agua discurriendo entre las piedras. Un arroyo claro, tapizado en su lecho por suave musgo de un verde amarillento, aparece ante ellos. Pero también la niebla. El capitán Lustau también ha desembarcado y apremia a su gente para que hagan la aguada. No está seguro de ese lugar, su amigo Francisco Serrao le ha advertido de la belicosidad de algunos nativos de la zona. La agradable existencia que llevan los portugueses en algunas islas no es extensible a todas las del Pacífico.
Cuando los hombres se acercan al manantial sorprenden a dos nativos. Se trata de un joven que aparenta adolescencia, apenas ha cumplido los quince años, y una mujer algo mayor que lo acompaña. Les hacen transportar los odres de agua hasta el barco, en compañía de los marineros. Esta operación la repiten una y otra vez. Les hacen regalos de espejuelos y cascabeles y así se van ganando su confianza. En el último acarreo de agua, levan anclas y se marchan con ellos. Los chicos aún no lo saben, pero ya son esclavos.
Hacer esclavos o matar hombres era una práctica habitual en el siglo XV y XVI. Hasta tal punto que muchos soldados llevaban consigo algunos grilletes para someter a los nativos capturados. Sin embargo, en esta ocasión no los han ajorrados ni han empleado método violento alguno.
Pigafetta escribe así, una década después, navegando por estas mismas aguas: «Matamos a siete hombres para coger por la fuerza un biguiday, que es una especie de prao». En esos días navegaban por el mar de Célebes. Con motivo de encontrarse inmersos en una tempestad parecida a la que se encontró el capitán Lustau once años antes, Pigafetta dice haber visto reflejado en los palos de las naos, las luces de San Telmo y ante el temor que a los hombres les produce el mar negro y encrespado, ofrecen a sus santos los bienes materiales más preciados: dinero y esclavos.
«Costeábamos Biraham Batolach cuando nos sorprendió una terrible tempestad. Rezamos a Dios y amainamos todas las velas y, de repente, se nos aparecieron nuestros tres santos, que disiparon la oscuridad. San Telmo estuvo más de dos horas en el palo mayor como una antorcha, San Nicolás en el de mesana y Santa Clara sobre el trinquete. A cada uno de los tres santos le prometimos ofrecerle un esclavo y una limosna».
Se ha dicho en muchas ocasiones que los esclavos se compraban a los árabes y que eran éstos los que llevaban a cabo el tráfico. Ello, aunque no deja de ser cierto, no lo es menos que tanto los portugueses como los españoles practicaban la esclavitud de manera asidua, en cuanto se les presentaba la ocasión. Hay que tener en cuenta el momento histórico en que tenía lugar el hecho de apoderarse de un individuo por la fuerza. El código civil actual al referirse a las personas dice en el artículo 29 que, “el nacimiento determina la personalidad”. Al decir esto, está atribuyendo la condición de persona a todo aquel que tenga un cuerpo humano. No era así en el tiempo en que Enrique lleva a cabo su viaje, por cuanto que en ese momento no está equiparada la condición entre hombre y persona. Será muchos años después, siglos después, cuando desaparezca la esclavitud, que esta equiparación tomará cuerpo, pero hasta entonces los hombres y mujeres que se van encontrando los descubridores serán considerados, en su mayoría, meros objetos de intercambios.
Y esa es la suerte que corre nuestro protagonista, que junto a la mujer, han sido tomados como mera mercancía susceptible de cambio. «Dusawong, Dusawong Dugos sa nawong» repite la mujer señalando al chico mientras llora y forcejea. Dugos sa nawong está quieto. El muchacho está viviendo el momento, la aventura que supone estar a bordo de una nao, un barco negro, robusto, impresionante. Comparado con un prao, es un artefacto extraño. En la mente del chico (los esclavos también alucinan), los acontecimientos van colocándose al antojo de su imaginación. Y en su mundo de adolescente, sueña ya con un viaje tan atractivo como desconocido.
GOA, ENCUENTRO EN EL MERCADO DE ESCLAVOS
Cuando las naos del capitán Lustau llegan a Goa, son recibidas por un enjambre de personajes deseosos de comerciar con todo aquello que suponga algún valor. Trae especies de Ternate comercializadas en origen por Francisco Serrao, verdadero adelantado de Indias, que en la práctica maneja los mecanismos del comercio por esas tierras. De hecho, Serrao manda cartas con los barcos de Lustau para un tal Fernao de Magalhães, que ha participado en la conquista de Goa y este al recibirlas se fija en el adolescente y la mujer que lo acompaña.
El capitán Lustau observa la escena y no pierde la ocasión de sacar provecho. Inmediatamente pone precio a los indígenas y los oferta a Magalhães.
—Bienvenido seas señor Fidalgo de Magalhães. Si el muchacho le interesa no lo exhibiré al público, pero deberá pagarme su valor.
«¿Por qué no?» Debió pensar Magalhães. Al fin y al cabo, el origen de su linaje estaba en De Magalhãis, un cruzado francés del siglo XI, al que con frecuencia hacía referencia su padre, don Rodrigo de Magalhães. Por si fuera poco, durante la convivencia con su padre, Fernão, lo recuerda como gobernador del puerto de Aveiro, donde era bien reconocida su nobleza y donde se hacía rodear de plebeyos. Tal vez todo eso despierta el deseo de tener uno o más esclavos. Y los compra.
—Me quedo también con ella —dijo señalando a la joven que habían capturado junto al muchacho.
Inmediatamente se plantea como llamarlo. Magalhães es un hombre avispado, además de culto, así que sabe que Dusawong, esa palabra que pronuncia la mujer cuando se dirige al chico, debe ser su nombre real. Pero le llamará Enrique en honor a su admirado Infante, ya fallecido, su majestad Enrique el Navegante.
Fernão no marca a Enrique con el carimbo, un hierro candente que se aplicaba a los esclavos en el rostro. No desea estropear la belleza natural de un adolescente de piel oliva. Enrique, aunque comparado con un blanco es de piel oscura, no es negro, ni siquiera mulato. Es un nativo original de las Islas Orientales, no proviene de África y no es hijo de blanco y negra.
A partir de ese momento, Magalhães va instruyendo a su esclavo para convertirlo en criado fiel a su servicio. En los días siguientes le sigue a todas partes, mitad porque así debe de ser y mitad porque Dusawong se siente atraído por todo aquello que rodea a su señor. Aunque viene de una isla perdida al final del Pacífico, conoce lo que es la sumisión. En esa parte del mundo también hay señores a los que otros les prestan obediencia. Él no lo ha visto, pero ha oído hablar del rey de una pequeña isla cercana al que llaman Lapu-Lapu, dicen que es temible y que a veces subyuga a los que de manera voluntaria o fortuita arriban a su isla. De todas formas esos pensamientos van quedando lejos, porque ahora está conociendo la bulliciosa vida de Goa, Calicut y demás lugares que va visitando mientras acompaña a su señor. Poco a poco, va dejando de ser Dusawong para convertirse en Enrique. Al mismo tiempo y mientras se va sumergiendo en la nueva cultura que le rodea, va dejando de ser indígena para convertirse en el criado de Magalhães.
Cuando el capitán Lustau lo capturó, no recibió buen trato, pero ahora Fernão, su dueño, lo trata de forma más amable. Quiere saber si sabe algo de las especies, así que le va enseñando algunos clavos, canela, nuez moscada, etc. y observa la reacción del niño. Porque eso es lo que es en estos momentos Enrique, un niño. Más de un tripulante de la escuadra que lo capturó habría tratado de seducirlo. De no ser porque el pecado nefando está castigado con penas muy severas, Enrique ya habría pasado por esa experiencia, pero para bien o para mal lo ha comprado Fernão de Magalhães, si esa relación ha ocurrido, ocurre o si en algún momento ocurrirá, deberá ser de forma muy oculta y cuidadosa. Cuando tal relación se lleva a cabo, el capitán, los alguaciles o las autoridades religiosas, acaban por condenar a los participantes descubiertos, a durísimos castigos, incluidos la muerte.