Kitabı oku: «El viaje de Enrique», sayfa 3

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ENRIQUE LLEGA A LISBOA

El escenario que en la primavera de 1512 ofrece Lisboa, es impresionante incluso para Magalhães. Parece que el marino soldado ha estado fuera demasiado tiempo, porque ambos están asombrados. Enrique no había visto nunca una catedral como la que en ese momento se erige a la entrada en el barrio de Belén. Su señor, aunque la conocía, tampoco la había visto terminada en todo su esplendor. Cuando desembarcan, son rodeados por multitud de curiosos, corredores de comercio, buscavidas, espías y toda una cohorte de vendedores ambulantes. Enrique se siente atraído por unos puestos humeantes que ofrecen carapaus asados sobre fuego de leña. Fernão lo mira con cierto asombro frunciendo el entrecejo, Enrique entiende rápidamente el mensaje y se queda presto al lado de las mercancías de su señor.

El esclavo muestra su cuerpo casi desnudo. La tela de algodón blanco formando pliegues que rodea su cintura, desciende entre sus muslos para subir y bajar de nuevo varias veces. Con el resto cubre su hombro izquierdo y parte del pecho. Al bajar, introduce ese último retal de la pieza en la cintura para que no caiga ni arrastre por el suelo, quedando así al capricho del viento.

Magalhães desaparece entre la multitud y vuelve rápidamente con un carruaje. Trae demasiadas cosas para portearlas a mano. Dos hombres comienzan a cargarlo, mientras, Enrique entra y sale una y otra vez del barco con las vituallas, bastimentos y demás propiedades de su señor.

Pero hay una carpeta de grueso cuero que Fernão de Magalhães no pierde de vista jamás. Contiene cartas, dibujos, derroteros y demás documentos relativos a las Indias. Ese es su verdadero tesoro, ahí están encerrados sus sueños de esperanzas y gloria.

Aunque es un soldado al servicio de la corona de Portugal y del rey Manuel, él no ha llegado como capitán de nave alguna. No tiene por tanto que entregar lo concerniente a las derrotas seguidas, ni las anotaciones, ni portulanos, ni nada referente a la navegación. Además nadie lo espera. No obstante manda mensaje con un muchacho del puerto para que avise a su amigo Ruiy de Faleiro, de su llegada. Por lo demás, su presencia en las calles de Lisboa pasa inadvertida en una sociedad que ahora se presenta bulliciosa, cosmopolita, interesada e intrigante.

Sin embargo, Enrique ha llegado a una tierra ignota para los suyos. Ninguno de sus familiares ni amigos, saben nada de la existencia de los lugares que él está descubriendo. Como cualquier ser humano racional, Enrique ve, se da cuenta, nota, que el sol sale siempre por el mismo lugar, el este, así llaman los portugueses a ese espacio del cielo. Y sabe también que su isla, donde lo han capturado se ha quedado atrás. Recuerda que el barco donde él navegaba con su señor Fernão, se ha ido moviendo hacia donde todos los días se esconde el sol. Sabe y recuerda que durante dos lunas completas, el sol salió de donde está su casa y pasando por encima de ellos se estuvo ocultando en el mar, como siempre, pero ellos en cierto momento dejaron de navegar hacia el sol y lo hicieron por el medio, hacia donde viene el frío. Así, un día llegaron a Lisboa, la casa de su señor Magalhães. Aunque él aún no ha visto esa casa.

En los días sucesivos, Enrique acompaña a Magalhães por Lisboa. Aunque ha visto algunos grandes edificios coloniales portugueses, no había vivido el interior de las estancias civilizadas que suponen los grandes edificios de piedra de las instituciones portuguesas. Su señor Fernão visita a personajes influyentes de la corte, a navegantes y armadores que están triunfando en la carrera de Indias. Enrique ve y disfruta del entorno en el que viven estos señores. Magalhães no lo deja a la puerta de estas mansiones, ni tendido en el camino que conduce hacia ellas o en los alrededores. Magalhães es un señor y como tal, se hace acompañar por su siervo. Enrique suele estar presente en las visitas que don Fernão hace a sus amigos y conocidos. Está siempre atento a las indicaciones de su señor. A veces espera fuera de las estancias y en esos momentos disfruta de la especial arquitectura de Portugal en el recién iniciado siglo XVI.

Con frecuencia tiene que esperar durante horas. En esas casas señoriales ve patios interiores, rodeados por columnatas de mármol envueltas en madreselvas y jazmines. El murmullo del agua de las fuentes, que hay en el centro de esos patios, es un sonido universal y le transporta a los espacios natales de donde fue capturado. Cualquier atisbo de naturaleza exuberante lo transporta momentáneamente a su tierra. Pero no por ello deja de disfrutar el presente.

En uno de esos días, Enrique acompaña a su señor, se han levantado temprano y un carruaje los espera. Enrique carga con la carpeta de cuero donde su señor guarda los planos, cartas y portulanos de los puertos y ciudades que ha visitado, y otros que piensa visitar. Suben a una especie de tartana bien pintada y conservada. El coche se dirige hacia la costa, allí hay una pequeña ermita, la misma donde en años anteriores rezaron Vasco de Gama y sus hombres antes de partir.

Al llegar, unos hombres con aspecto de artesanos les conducen hasta una habitación donde les recibe un señor. Enrique no entiende lo que dice, no está hablando la misma lengua de la que a duras penas él ya ha aprendido bastante. El señor está rodeado de papeles con dibujos y signos extraños. Luego su señor le dirá que es un arquitecto y que hablaba francés. El lugar se llama la Ermida do Restelo. Está prácticamente en la playa y al parecer el rey Manuel le ha encargado levantar en ese mismo lugar un monasterio y el francés lo está dibujando. Pero lo que a Magalhães le interesa son las explicaciones y enseñanzas que el arquitecto francés le puede aportar sobre la forma de realizar ciertos dibujos y las técnicas para que estos sean lo más imperecederos posibles.

Manda a Enrique que abra la carpeta. De ella extrae algunas hojas que contienen dibujos y esos extraños signos que su señor suele hacer en ellas. Las extiende sobre la mesa y el señor Boitaca, que así se llama el francés, las examina. Magalhães le encarga hacer una copia de una de esas cartas. Después de discutir un rato sobre el asunto, el portugués se marcha en el mismo coche de caballos con el que ha venido, pero le ha dicho a Enrique que permanezca junto al pergamino y al señor Boitaca hasta que él vuelva. No es la primera vez ni será la última que el siervo de don Fernão estará a cargo de secretos valiosos concernientes a las Indias.

Los últimos rayos del sol se han puesto en el horizonte del mar. El maestro Diogo Boitaca ha estado trabajando mientras había luz y las copias de las cartas ya realizadas, se terminan de secar, colocadas sobre una enorme mesa de madera. Enrique no ha perdido detalle de la elaboración y ahora permanece sentado en la puerta, viendo como el sol se marcha por el lado opuesto a donde está su casa.

A lo lejos se oye un sonido melodioso y un tanto extraño para él. Está compuesto por chirimías, guimbris, una especie de guitarra portuguesa de origen árabe y la voz de alguien que canta apoyándose en los instrumentos. Recuerda haberlo oído en las islas de Cabo Verde durante el tiempo que permaneció en ellas. Allí lo llamaban lundum y aunque Enrique no sabe lo que significa, siente por un instante que ese místico y etéreo sonido lo llena de melancolía, luto, soledad y añoranzas.

Envuelto en la música y transportado a su patria ausente, el criado de Magalhães está aún con la mente en su isla cuando el cochero para el carruaje delante de la Ermida do Restelo. No se ha dado cuenta, pero su señor Fernão de Magalhães ha llegado. Se dirige hacia Diogo Boitaca, que en ese momento guarda las tintas empleadas y limpia los instrumentos con los que ha estado trabajando. El arquitecto francés muestra cierta satisfacción en su rostro por el trabajo realizado y Magalhães recibe el mensaje gestual. Toma en su mano el documento gráfico y un semblante de felicidad asoma a su rostro, indicando así la aprobación del encargo. El secreto del paso hacia las Indias está ahora en sus manos, solo queda colocar el documento original en su sitio. La real biblioteca del rey don Manuel, a la que todos llaman Tesorería Real.

Enrique ha oído hablar a su señor con Ruy de Faleiro, ambos están decepcionados con el monarca don Manuel. Parece que no les da permiso ni barcos para volver a las Indias. A Enrique le gustaría mucho. Su señor le ha prometido que lo llevará de nuevo a casa y que algún día volverá libremente a pasear por su tierra. También le ha oído decir que tiene poco dinero y que tal vez vuelva a ser un soldado al servicio del rey de Portugal. La soldada que recibe como tal, es mejor que la exigua paga con la que se mantiene ahora. Solo han pasado unos meses, cuando Magalhães se inscribe para formar parte del ejército que el rey de Portugal está enviando a Asemur. Allí deberá combatir contra el sultán, que se niega sistemáticamente a pagar las cuotas al rey. Al fin y al cabo, el poco dinero, que él y los demás reciben, también tiene su origen en las cantidades que desde muchos rincones de las colonias llegan al reino.

Manda a Enrique que prepare sus pertenencias, ropas y armas. El resto de cosas que han traído de las Indias lo han dejado en una casa de Lisboa que su señor Fernão frecuenta. Allí lo ha visto hablar y jugar con un joven al que llaman Cristovão Revelo. Poco después embarcan para África.

En el corto viaje que supone navegar desde Lisboa a Cabo Boujador, Enrique vuelve a observar el movimiento del sol y la luna. Sigue viendo que el sol que sale por el lado donde dejó su casa, se oculta tras el horizonte y el camino que antes hizo para llegar a Lisboa, ahora lo realiza al contrario. Por unos días piensa que ya vuelven a su isla. El frío se va quedando atrás de nuevo y conforme navegan hacia el sur, los días se hacen más calurosos.

Su esperanza se ve truncada cuando la carabela en la que navegan arriba a puerto. No se trata de Cabo Verde y mucho menos de su isla. El lugar es seco y polvoriento, por todas partes se ve una especie de cabras con muchos pelos y unos caballos pequeños de grandes orejas, que también ha visto en Goa y en Lisboa. Enseguida Fernão de Magalhães se hace con un caballo, es grande y bonito, otro trabajo más para Enrique que a partir de ahora tendrá que cuidar de él. Lavarlo, cepillarlo y enjaezarlo se convertirá en una rutina. Todos los días le quita la jáquima, la silla y los atalajes, luego los limpia y los guarda. Al fin y al cabo es un escudero, más que un esclavo. De vez en cuando su señor desaparece con su montura mientras él espera en la retaguardia. Cuida de sus enseres y entre ellos, el manojo inseparable de documentos secretos que hablan del camino a su casa por un lado tan largo como desconocido.

Uno de esos días su señor regresa herido. Trae un gran corte en la rodilla y aunque el cirujano le ha cosido y lavado la herida, no parece que se recupere del todo. No es la primera vez que su señor cae en combate, aunque esta vez es más grave que las otras.

Cuando don Fernão se repone de sus heridas, le encargan un trabajo de intendencia. No está para trotes sobre el caballo, así que ahora controla esa especie de cabras con muchos pelos que los portugueses llaman corderos. Enrique comprueba que es una buena carne para comer y que de esos pelos, las mujeres bereberes hacen preciosas alfombras, mucho mejores que las esteras de palma que hacen en su isla.

Pero algo ha debido de pasar, porque un día, al amanecer, han prendido a su señor. Le acusan de haber vendido un buen número de corderos para quedarse con el dinero. Enrique no tiene datos de ese hecho, ni le importa, es su señor y nada más le incumbe que estar a su servicio. Como consecuencia de ese incidente, Magalhães se presenta en la corte del rey Manuel para protestar por esas maquinaciones de las que es objeto y se hace acompañar por Enrique. Nuevamente, el criado ha navegado a lo largo de la costa africana. Parece, que de alguna manera, el mar forma ya parte de su vida.

Todavía habrá de navegarla una vez más. Magalhães vuelve rápidamente a África por imperiosa orden del rey, pues no le ha gustado que abandone ese continente sin su permiso. Naturalmente lo hace acompañado de su inseparable sirviente. Aunque ha obedecido al rey Manuel, han estado poco tiempo en el continente africano, porque don Fernão consigue documentos probatorios no solo de su inocencia, sino de sus méritos como soldado. Esos documentos le han supuesto un ascenso reconocido a caballero y oficial de los ejércitos del rey Manuel I de Portugal. Y con ellos en la mano, nuevamente él y su criado hacen por última vez el camino a Lisboa. Ninguno de los dos volverá jamás a hacer ese viaje, aunque les quedan miles de millas náuticas por recorrer a lo largo del mundo.

Enrique no entiende muy bien lo que le ocurre a su señor, pero sabe perfectamente que está triste y dolido. Sabe que se trata del deseo compartido de volver a las islas de las especies, su patria, pero aún no tiene muy claro todos los detalles. Igual que los reyes de esas islas tienen grandes praos, el rey don Manuel es dueño de esos barcos negros en los que tantas veces ha navegado y a estas alturas, Enrique también ha comprendido que para volver a su casa, es necesario que el Rey de Portugal le dé a su señor Fernão de Magalhães, barcos y permiso para ello.

Es la tercera vez que Enrique entra a bordo de una nao por la bocana del enorme puerto de Lisboa, el bullicio cosmopolita de la ciudad le sigue sorprendiendo como el primer día. Esta vez no van cargados de grandes cantidades de equipaje. Magalhães comienza una última ronda por todos los lugares conocidos que tienen que ver con las navegaciones a las Indias. Sigue visitando a los pilotos y capitanes que han navegado las aguas del Índico y las del Océano Atlántico que se dispone a cruzar. Con todos los datos recogidos por Américo y los primeros navegantes portugueses que se encontraron con Brasil, más la carta secreta que ha mandado copiar al arquitecto francés, se dispone a buscar alguien que crea en su capacidad y financie su odisea.

Una mañana llega el mismo carruaje que lo llevó hace un año a la Ermida do Restelo, en él viene su amigo Ruy de Faleiro. Esta vez le dice a Enrique que se quede en la casa cuidando de todo. El sirviente sabe que cuando su señor dice eso, se refiere exactamente a su carpeta de documentos y cartas de marear.

Van a ver al rey de Portugal, pero Magalhães no lleva ni uno solo de sus documentos. A cambio, Ruy de Faleiro sí lleva un montón de ellos, con los que espera convencer al rey don Manuel, también lleva varios artilugios para calcular la altura de los astros. Ha perfeccionado los que hasta ese momento empleaban algunos navegantes árabes y ha elaborado unas tablas con datos que ayudarán a conocer, de manera más o menos precisa, la posición de las naves cuando estén en alta mar.

Ruy de Faleiro ha contado a su amigo Magalhães la forma de obtener la latitud y que hay un maestro llamado Vizinho, en Covilha, que ha traducido del hebreo las tablas del cosmógrafo Zacuto y que son aún mejores que las suyas. Al mismo tiempo le confiesa las dificultades que está teniendo para precisar la longitud.

No cuentan esta parte al rey Manuel, pero todo es en vano, una vez más, el rey los despacha con desdén. Esta será la última ocasión que el monarca tendrá para disponer del voluntarioso personaje de Fernão de Magalhães. A partir de ahora los derroteros del gran navegante se irán apartando de los intereses de Portugal, al menos de manera explícita, porque en la mente del monarca luso está la posibilidad y el deseo de que España descubra de una vez por todas, la existencia de las islas de las especies, ya que Portugal está comerciando con ellas a través de los viajes de algunas naves de la escuadra de Alburquerque y de los intercambios con los navegantes árabes que comercian en los alrededores de Malaca, Goa, Ternate y demás islas. Entre ellas está una de donde Enrique es oriundo y de donde fue, como sabemos, capturado a la fuerza.

DESPEDIDA DE LISBOA

Enrique es joven y eso facilita el rápido aprendizaje de las lenguas. Su oído está siempre atento a las palabras nuevas, al tiempo que fija en su memoria las frases repetidas. A fuerza de escuchar, ha comprendido que Magalhães está decidido a abandonar su patria. Tantos años de dedicación y esfuerzos, solo ha tenido como respuesta, la envidia de unos y el desprecio de otros. En la corte portuguesa, una de las preocupaciones más grandes es España. Portugal guarda celosamente todo lo concerniente a las navegaciones y a los nuevos descubrimientos. España es un país más abierto, no en vano se trata de un gran imperio donde confluyen muchas nacionalidades.

Una luz parece encenderse en medio de tanta oscuridad. Magalhães piensa que si eso es así, tal vez al rey Carlos le puedan interesar sus conocimientos como marino, acerca de la situación de las islas de las especies. Ha oído hablar de la recién inaugurada Casa de la Contratación que ha empezado a funcionar en Sevilla. Allí, en las Reales Atarazanas, hay una ingente cantidad de bastimentos, enseres y mercancías esperando a ser embarcadas para América. Y ha oído hablar de unos banqueros de origen belga que tal vez estarían interesados en oír lo que él les puede contar acerca de la islas de las especies.

De cualquier manera ya no quiere seguir en Portugal, su determinación de navegar por el oeste hacia las Indias Orientales, hará que ofrezca sus servicios a cualquiera que ponga los medios en sus manos. Sabe que es muy probable que tarde años en volver o que tal vez eso no ocurra nunca. Magalhães, acompañado de Enrique, emprende un viaje iniciático. A modo de despedida, visita a todos y cada uno de los familiares y amigos, en los rincones de Portugal donde habitan. Muchas de las cosas que Magalhães comenta con esos amigos y familiares se van quedando grabadas en la mente del esclavo, aunque jamás se atreve a comentar nada, si no se le pregunta.

Está bien entrada la primavera de 1516. Casi en el mismo sitio donde suelen desembarcar las carabelas y naos que vienen de las Indias, Enrique custodia dos pequeños baúles. En un cesto de esparto muy tupido y con tapadera, lleva algunos alimentos para el viaje. La carpeta de cuero con los documentos y cartas de su señor Fernão, ya forma parte del atuendo del esclavo. Una ancha tira de cuero con incrustaciones rodea el cuello de Enrique y unida a ella, la gran carpeta llega desde su cintura hasta una cuarta por debajo de las rodillas. Entre su ropa blanca y por el otro lado de su cintura, asoma la empuñadura de un arma terrible, un gran cuchillo curvo llamado kris.

—Enrique, cuida bien de todo esto -dice Magalhães, mientras echa a andar hacia una estancia enorme que está en las cercanías del puerto.

Poco después, un extraño carruaje asoma de la parte trasera del edificio y se dirige hacia donde está Enrique. El esclavo observa que es mucho más liviano que el que los llevó hasta la Ermida do Restelo. Cuando el cochero para delante de él, se abre la portezuela y aparece su señor Fernão.

—Vamos Enrique, sube todo eso a bordo.

Aunque no es una nave, Magalhães sigue usando los términos marineros.

—Sí, mi señor —contesta Enrique, mientras va colocando los bultos en el interior de una enorme caja que está en la parte trasera del carruaje.

La misteriosa carpeta de cuero continúa colgada del cuello de Enrique.

—No la sueltes —dice Magalhães señalando hacia ella—. Vengo enseguida.

Y se vuelve a marchar de nuevo hacia el edificio.

Enrique sube al pescante del carruaje, se sienta al lado del cochero, que lo mira con cierto aire mezcla de desprecio y miedo. De buena gana lo hubiera echado de allí, pero el kris que lleva Enrique en su cintura infiere respeto. El cochero se revuelve intranquilo. Aunque acepta momentáneamente la compañía de Enrique, lo ve como un esclavo y él, aunque cochero, es un portugués.

Cuando vuelve Magalhães, Enrique baja del pescante y abre la portezuela para que suba su señor Fernão. Una vez dentro y sentado este, le pide la carpeta de cuero.

—Enrique, trae la carpeta y colócala aquí —dice Magalhães, abriendo un compartimento que se encuentra medio escondido detrás del respaldo de su asiento.

—Con licencia —dice Enrique, mientras coloca la carpeta de cuero en el interior del carruaje, detrás del respaldo de Magalhães.

En las islas de Enrique no hay esos carruajes, ni las telas, ni los bonetes que ahora está viendo como cosa habitual de la vida de estas personas. Enrique está descubriendo un mundo maravilloso para él. La piedra tallada de los grandes edificios, los capiteles con sus hojas de acanto labradas y enrolladas sobre sí mismas, los lienzos al óleo donde se representan escenas de la nobleza, le asombran especialmente. A veces tiene la sensación de que se trata de una puerta mágica por donde entrar a ese mundo que desconocía hasta ahora. Todo ello lo embelesa y por unos instantes, lo abstrae.

Ya hace seis años que fue capturado. Entiende y habla el portugués y sabe que hay otros idiomas. Diogo Boitaca, el arquitecto hablaba de vez en cuando en francés, sobre todo si estaba enfadado. Y en la posada de Sagres, escuchó otro idioma muy parecido que según le dijeron, era el castellano. Para algunas cosas, su señor Magallanes no se fía de nadie que no sea él, por eso desde que estuvieron en África por última vez, le ha estado enseñando a leer y escribir. Sobre todo los términos marineros referentes a astrología, cálculos y anotaciones geográficas. Si alguien se enterara de que Magallanes le ha estado proporcionando esa enseñanza a un esclavo, aumentarían los problemas que de por sí, le está presentando su situación ante el rey don Manuel.

Cuando aún está Enrique en tierra, al lado del carruaje, el cochero restalla su látigo por encima de las mulas y con un fuerte respingo, el carruaje se pone en marcha. Enrique va agarrado a la jáquima de una de ellas y con la otra mano sujeta la empuñadura de su kris. El paso del carruaje no pasa desapercibido para nadie. No es el único vehículo de tracción animal que hay en 1516 por las calles de Lisboa, pero tal vez sea el único, en ese momento, que lleva a un esclavo corriendo al lado de los animales que van al trote.

A Enrique no le importa. Es más, le agrada. Es joven, muy joven y le gusta correr, como hacía en su isla. El sonido de los cascabeles que van unidos a las jáquimas de las bestias, es en cierto modo, excitante. No permite oír los comentarios insultantes que algunos jóvenes portugueses le lanzan al esclavo. Pero sí permiten ver las miradas lascivas que muchas mujeres dirigen a Enrique. Eso solivianta al cochero, mientras Magalhães con apariencia ausente, se deja llevar por sus pensamientos.

La escueta comitiva atraviesa las calles más importantes de la ciudad. No es casualidad, ni se debe al capricho del cochero, sino a indicaciones precisas que le hizo Magalhães antes de salir. Tampoco va corriendo Enrique al lado de las bestias por simple capricho de su señor. Algunas calles de Lisboa por las que deben pasar, son ciertamente angostas y conviene que las mulas puedan ser directamente dirigidas e incluso frenadas, si en algún momento alguien se cruza en el camino.

Cualquier accidente de este tipo retrasaría el viaje de Magalhães, e incluso lo podría arruinar, ya que aunque lo aparenta algunas veces, no es un rico señor que pudiera hacer frente a las obligaciones y consecuencias que acarrearía el atropello de un transeúnte o una dama despistada.

«Splasss, splasss». El sonido del látigo resuena en las fachadas de las estrechas callejas de Lisboa. Los aros metálicos de las ruedas, se mezclan con el ruido de los cascos de las bestias. Al pasar cerca de las casas, las personas que están sentadas a las puertas y en las ventanas, pueden oír la respiración y las pisadas de Enrique. Algunos las perciben como un ruido más del conjunto de los animales. Así es la Lisboa bulliciosa de 1516.

El carruaje se dirige a las afueras de Lisboa. Enrique ya no va a pie, corriendo al lado de las bestias. Va sentado en el pescante trasero. Si alguien intenta saltar sobre los baúles, se encontrará con el indonesio y su cuchillo.

El paisaje se sucede monótono ante los ojos de Enrique. Entre las masas de árboles, aparecen campos de cereales y pequeñas manadas de ganado. En el aire, la presencia de algunos buitres señala la existencia de algún animal muerto. En el interior del carruaje, Fernão de Magalhães se ha quedado dormido, a pesar del traqueo, debido al suelo tortuoso del camino. El camino que sigue le llevará a Aveiro, un pequeño puerto en el norte del país donde su padre ha venido ejerciendo de gobernador de la ciudad. Hace años que no lo ve y tampoco sabe de él, porque las relaciones no han sido muy buenas. Es una de las personas que le gustaría ver. Pero el camino es largo y deberán hacer paradas en varios pueblos antes de llegar a ese destino.

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