Kitabı oku: «Universos en expansión», sayfa 2

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El gran mérito de la autora es situar las acciones en un contexto reconocible, fidedigno y, también, transgredirlo con la irrupción del monstruo que no nace espontáneamente, por una disfunción genética, sino por la intervención humana, que no contempla la posibilidad de que el experimento pueda salirse del cauce e instalar el terror y la destrucción en el seno de la sociedad donde se produjo tal desviación. A partir de Shelley y durante todo el siglo XIX, esos motivos seguirán amalgamándose, iniciando su alejamiento progresivo de los ingredientes fantásticos y delineando sus propios códigos, cada vez más enraizados en las modificaciones que la ciencia ejerce sobre los actores sociales.

Será el francés Julio Verne (1828-1905) quien encarne con perfiles más definidos o concretos esa irrupción de la ciencia en la vida de las personas comunes y corrientes. Su fértil imaginación y su alianza comercial con el editor Hetzel resultarán fructíferas. A lo largo de casi medio siglo de carrera, se convertirá en un autor de enorme popularidad y fama internacional, especialmente entre los jóvenes, dada la naturaleza de sus historias, que aprovechan al máximo las posibilidades de la geografía, la física, la mecánica, la biología y la astronomía, entre otras disciplinas, de gran expansión en su tiempo. De este ejercicio surgían novelas que, en su momento, no fueron aceptadas por la academia —guiada por criterios bastante prejuiciosos— como verdadera literatura. Sus anticipaciones, basadas en la comprobación meticulosa y en sus investigaciones previas, dotan a sus narraciones de una verosimilitud asombrosa. Sin embargo, en realidad no es inventor absoluto de las novedades tecnológicas que despliega en sus obras: la nave sumergible, por ejemplo, pues ya estaba en fase experimental cuando Verne publicó su emblemática Veinte mil leguas de viaje submarino (1869-1870).

Por otro lado, Suvin (1984) considera que la mayor parte de sus figuraciones no son sino extrapolaciones de la tecnología de su época, con poca consistencia objetiva. No obstante, abrió inmensas rutas en todos los frentes de la imaginación, al introducir además una sensibilidad romántica; primero heroica y en función de hombres rebeldes, oscuros y marginales, como Nemo, que emprenden proyectos de difícil resolución o viven enfrentados permanentemente a un sistema —la serie de los Viajes extraordinarios— y, en un segundo momento, una signada por los temores y la desconfianza acerca de la civilización y de su capacidad para pervertirlo todo. Sus últimos libros constituyen sombrías alegorías del totalitarismo que se avecina en el horizonte de Europa y el mundo. Practicó varias modalidades narrativas: la novela histórica, el relato de aventuras, la novela robinsoniana, pero su legado en los terrenos de la ciencia ficción son innegables. La reivindicación de la que ha sido objeto lo ubica no solo como visionario, sino como uno de los hitos de la literatura en lengua francesa.

El británico Herbert G. Wells (1866-1946) representa la culminación de un proceso complejísimo de reconfiguraciones a propósito de un género todavía innominado cuando este autor publicó sus primeros libros; los que, al igual que los de Verne, están teñidos de una visión personal acerca de los seres humanos y sus formas de organización política y social. Nacido en el seno de la clase obrera, la identificación de Wells con una ideología cuestionadora de un orden establecido se perfila en casi todas sus narraciones más representativas (Lorca, 2010), muchas veces canalizadas a través de la velada sátira. Para Amis (1966), está más interesado en las consecuencias nefastas del progreso científico o tecnológico que en los avances mismos (p. 34). Su longeva existencia le permitió comprobar en el terreno algunas de sus más espeluznantes visiones. Fue testigo de dos conflictos mundiales que, en cierto modo, ya están anunciados en La guerra de los mundos (1898), novela que describe al detalle una violenta invasión extraterrestre. Esta coloca a la humanidad al borde de su aniquilación. De manera similar a Verne —con quien parece haber mantenido una rivalidad (Suvin, 1984), pues el francés le achacaba a su colega británico no manejar nociones científicas sólidas—, Wells apuesta por una contextualización exacta de los acontecimientos relatados en sus obras.

Con él aparece en esta literatura el sujeto-alienígena, enemigo, síntesis de todos los temores del hombre hacia lo desconocido o el otro, el cual siempre será considerado como una amenaza procedente del exterior, pero que en el fondo es una proyección de los humanos, a quienes no se acepta en igualdad de condiciones debido a que encarnan diferencias insalvables desde el punto de vista cultural o de cosmovisión. En un periodo en el que Inglaterra era una potencia colonial, Wells sugiere que el verdadero oponente es el interior, saturado de absurdos prejuicios. Todas sus alegorías quedan marcadas por su escepticismo alrededor del progreso y sus contradicciones. Asimismo, emerge el anhelo de transitar por el tiempo y la colonización del espacio por parte de la humanidad. Puede afirmarse, entonces, que Wells —siguiendo nuevamente a Suvin— constituye una especie de línea divisoria entre la ciencia ficción clásica y la moderna, de la que el inglés es directo responsable, con sus virtudes y defectos.

¿Es posible la teoría unificada?

El consenso sobre el nacimiento del término ciencia ficción afirma que este fue creado por un editor luxemburgués instalado en los Estados Unidos, llamado Hugo Gernsback (1884-1967). López Martín (2011) elabora un listado de los vocablos utilizados alguna vez para designar al género: “fantaciencia”, “utopía científica”, “literatura futurista” o “literatura de anticipación”. Gernsback utilizó las palabras por primera vez en 1926; apareció en la portada de la revista Amazing Stories. Fue escritor, inventor y activo animador de publicaciones de gran tiraje —el llamado pulp, en alusión al tosco papel con que eran impresas estas revistas—. Gernsback debe ser reconocido en el mismo nivel de Verne o Wells (Suvin, 1984) por su aporte a la difusión masiva de un género que, muy pronto, se instalaría en el imaginario colectivo. En ese sentido, creó una iconografía en la que abundan extraterrestres, naves espaciales, autómatas, astronautas, científicos dementes, mundos colonizados y tecnología novedosa, a la que era adepto. Con Gernsback no solo surge una denominación inamovible, sino la masificación de historias de diversa calidad, que originarían una verdadera industria, con sus ventajas y limitaciones. Más allá de su condición de hábil hombre de negocios, la particular mirada de este empresario de los medios resulta crucial en el inicio de una nueva era. La revista se publica hasta nuestros días y se ha convertido en un verdadero ícono.

Los Estados Unidos e Inglaterra, por razones ya expuestas, han dado al mundo escritores de la talla de Bellamy, Asimov, Bradbury, Dick, Matheson, Vonegutt, Henlein, Pohl, Anderson, Clarke, Le Guin, Serling1, Hoyle, Orwell o Leiber, entre otros maestros que grafican la llamada adultez problemática del género (Gubern, 1969)2. Todos ellos, desde sus poéticas particulares, utilizaron esta narrativa con el fin de expresar reflexiones angustiantes o proféticas acerca de la humanidad, sus contradicciones y destino. Cada uno amplió, en su momento, las fronteras de una modalidad escritural; en principio, periférica. No obstante, el incremento del interés académico en torno a ella hace presumir que su posición es cambiante en la institución literaria. Aunque, por supuesto, no es infrecuente que aparezcan cuestionadores de los grandes exponentes. Por ejemplo, Asimov o Bradbury son sometidos a esa revisión por Amis (1966). Iconoclastas como este novelista inglés parecen desconfiar de la popularidad mediática en el caso de autores con cierto perfil. Lo cierto es que dichos escritores, junto al británico Arthur C. Clarke3, son, con toda probabilidad, los mayores representantes que haya dado el género durante el siglo pasado; no solo por haberlo llevado a un altísimo nivel de difusión y protagonismo en diversos espacios, sino por la profundidad de sus conceptos y su indagación sobre la naturaleza humana y la civilización, así como la calidad literaria inobjetable.

Del mismo modo, debe destacarse sin duda la existencia y auge actual de tradiciones no anglosajonas, cultivadas en naciones tan distintas entre sí, como Rusia, Francia, Japón, China, Brasil, Cuba, México y Argentina; solo por citar países ubicados fuera del entorno anglosajón que han sabido establecer los lineamientos de un género con marcas locales. Como suele decirse en circunstancias similares y citando a Ortega, en estas sociedades la ciencia ficción dependerá solo de sus propias circunstancias, no de imitar los modelos impuestos por la hegemonía de casi un siglo por parte de la producción en lengua inglesa, sino por proponer vías inspiradas en sus problemas y en cómo se conciben a sí mismas. Ello de cara a un futuro cada vez menos impresionante y más cercano a todos, gracias a los acelerados procesos de globalización.

Hoy, segunda década del nuevo milenio, la ciencia ficción se halla inmersa en el llamado movimiento centrípeto (Lorca, 2010), cuyos intereses primordiales se inclinan hacia los cyborgs y a la realidad virtual; sus correlatos o entornos históricos son la inteligencia artificial, la ingeniería genética, los dispositivos electrónicos y el capitalismo posindustrial, entre otros. Solo faltaría comprobar si la globalización colocará a todas las culturas en el mismo nivel, reclamando para sí una cuota de apropiación en igualdad de condiciones, incluso en latitudes donde la ciencia y la tecnología se hallan en una fase emergente, si se comparan con sociedades más desarrolladas. O si siempre prevalecerán las estéticas surgidas en áreas que atravesaron por todas las fases, desde los modos de producción feudal hasta la etapa posindustrial. Eso solo el futuro lo dirá.

Respecto de una caracterización teórica del género, ya existen lineamientos suficientes para una propuesta más o menos integral. Los abordajes han proliferado con el tiempo. Desde hace por lo menos medio siglo, diversos autores han intentado delinear la esencia de la ciencia ficción como una tradición narrativa, con sus propias marcas estéticas y conceptuales. En un principio, la mirada fue una suerte de reivindicación ante el desdén del sistema literario que, influido por la popularización y la consecuente abundancia de productos menores, la apartaron a un lugar periférico.

Los primeros estudiosos, como el norteamericano Forrest Ackerman (1916-2008), no parten de un discurso organizado, pues este apenas existe; sino de su propio entusiasmo como lectores ciertamente bastante críticos y divulgadores febriles, así como autores ocasionales o más o menos prestigiosos. A lo largo de su extensa carrera, Ackerman se convirtió en una referencia debido a su labor editorial, que extendió el conocimiento del género de la ciencia ficción y lo fantástico a medios cada vez más heterogéneos. Fue coleccionista notable y obseso de todo cuanto remitiera a ellos. No es el mundo académico, entonces, el que genera los primeros instrumentos de análisis, sino el espacio de las ediciones en gran escala, mediante revistas y muestras antológicas que incluyen textos a manera de exposiciones de motivos o prólogos. En estos emerge un deseo de fijar límites y poéticas, no guiados por criterios rigurosos ni siguiendo alguna metodología.

Otros ámbitos señalados por Amis (1966) son los círculos de escritores o de aficionados a esta producción, quienes tanto en los Estados Unidos como en Europa se encargarán de modelar, con aciertos y errores, ciertos parámetros que luego servirán de sustento a los teorizadores que empezarán a trabajar con ritmo sostenido desde la década de 1970. Esto ocurre en consonancia con la apertura de la academia a los discursos poco prestigiosos o calificados como subliteratura y la emergencia de la llamada condición posmoderna (término sugerido por el francés Lyotard en 1979), en contextos socioculturales que han alcanzado su máxima expansión industrial. Como todos los cambios de paradigma, el proceso es casi imperceptible en su génesis. Serán las mismas corrientes teóricas de cuño europeo, como el estructuralismo y especialmente la semiótica (Barthes, Eco, Todorov), las que pondrán en valor modos escriturales que un crítico tradicional, inhibido por sus prejuicios, habría dudado en estudiar como auténticos discursos literarios y culturales.

Otro tanto ocurrirá en las universidades norteamericanas, que poco a poco fungirán de plataformas a investigaciones y tesis cada vez más sofisticadas que ya no se inhiben en ampliar los alcances de sus contenidos. A la vanguardia de estas tendencias se encuentra Frederic Jameson, quien mediante el instrumental marxista enfocado hacia la crítica al capitalismo industrial también se acercará a la ciencia ficción en libros innovadores, como Arqueologías del futuro, acerca del recurrente tema de la utopía, ya comentado en pasajes anteriores, y que se convierte en uno de los ejes impulsores de estas construcciones.

El escollo inicial es deslindar si la ciencia ficción es un casillero autónomo respecto de la literatura fantástica o es un desprendimiento de aquella, como lo sostiene Bravo (1993). Si atendemos a la definición de Amis (1966), ya nos situaremos en un terreno más firme, pero aún susceptible de reformulaciones:

Ciencia ficción es aquella forma de narración que versa sobre situaciones que no podrían darse en el mundo que conocemos, pero cuya existencia se funda en cualquier innovación de origen humano o extraterrestre, planteada en el terreno de la ciencia o de la técnica, o incluso en el de la pseudo-ciencia o la pseudo-técnica. (p. 14)

Pese a las limitaciones que la propuesta de Amis anuncia, por el carácter ambiguo o genérico de su tratamiento del tema, ya aparecen en estas cuestiones que los especialistas posteriores desarrollarán con un mayor bagaje de recursos. Por ejemplo, la idea de la innovación, a la que otros también accederán como uno de los rasgos fundamentales de lo que una narración de esta naturaleza debe incluir. Además de constituir un temprano intento de establecer coordenadas, la aseveración de Amis alude también a las inconsistencias que el género debe enfrentar en manos de escritores imaginativos, pero sin el rigor necesario al momento de construir ficciones verosímiles. Es decir, se sugiere de un modo más o menos explícito que la ciencia ficción puede estar sustentada en un conocimiento exhaustivo de física o astronomía; o bien, prescindir de cualquier base teórica sólida, al optar por la intuición o la inventiva, reproduciendo la diferencia entre las disciplinas duras o débiles.

En todo caso, también se aprecia en la mirada de Amis un componente muy significativo de la época: los vuelos de las misiones Apolo, que aún se encontraban en una fase intermedia de preparación, al igual que los lanzamientos soviéticos. Lo mismo podría afirmarse de las computadoras o de la inteligencia artificial, que aún se hallaban fuera de la experiencia cotidiana del hombre común, quien solo era capaz de concebirlas dentro de lo que proporcionaban los múltiples desarrollos a través de la literatura, el cine o la televisión, que ya habían desplazado el género a otras plataformas de consumo masivo. De ahí que fuese comprensible que analistas como Amis concibieran que los hechos descritos eran irrealizables, de acuerdo con los patrones del mundo conocido entre fines de la década de 1950 y mediados de la de 1960.

Suvin (1984), por su parte, apoyándose en los avances de la teoría literaria, pretende fijar los elementos de una poética, en un sentido que parece la prolongación de los asertos de Amis en cuanto a la llamada innovación. Sin embargo, en este caso, Suvin introduce la categoría de extrañamiento, desarrollada por algunos formalistas rusos:

La CF parte de una hipótesis ficticia (“literaria”) que desarrolla con rigor total (“científico”)… El resultado de esa presentación fáctica de hechos ficticios es el enfrentamiento de un sistema normativo fijo (…) con un punto de vista o perspectiva que conlleva un conjunto de normas nuevo. (p. 28)

Según este planteamiento, son dos sistemas los que entrarán en una especie de colisión: uno, cifrado en leyes reguladoras de la realidad aceptadas por la convención social y, otro, en las leyes que dominan el horizonte ficcional y fijan su propia posibilidad de realización. Estas no representan, en modo alguno, un rechazo de las normas del primer nivel, sino una continuación o, mejor aún, una proyección hacia un estadio temporal más o menos cercano, que cobra coherencia por ser continuación de un mundo anterior a él. Lo imaginativo, que pertenecería al segundo plano, se moviliza dentro de un territorio de coordenadas lógicas y no cuestionadoras del orden real, como ocurre en la literatura fantástica clásica.

A pesar del gran aporte de Suvin en cuanto a la articulación de instrumentos caracterizadores de este discurso que se apartan de los lugares comunes, su propuesta es aún insuficiente para dar cuenta de la complejidad del fenómeno en zonas ajenas al mundo anglosajón o zonas adyacentes. Esto, por ejemplo, lo hace notar Cano (2006). Precisamente, este investigador rescata las precisiones mencionadas, pero sugiere ampliar los límites de una definición como la de Suvin, para dar cabida en ella a los desarrollos de la CF en ámbitos como el hispanoamericano, ya que hasta ese momento las propuestas crean la impresión de que el género puede reducirse a una enorme lista de temas o motivos, como los viajes espaciales o las guerras interplanetarias (p. 25). Lo que a Cano parece preocuparle es contar con un marco conceptual que logre convertirse en una herramienta eficaz para la comprensión del fenómeno en otras sociedades y que desarrollaron, por diversas razones, una tradición alterna desde fines del siglo XIX. También es materia de inquietud el hecho de que no se le asigne a la CF una dimensión artística. El argentino plantea un reconocimiento de la modalidad a partir de tres rasgos:

El diálogo que establece con el discurso de la ciencia, la reflexión crítica sobre el efecto social de los avances tecnológicos y, en tercer lugar, la reflexión filosófica y la disección artística de la categoría temporal. (p. 26)

Este modelo, de gran valor en la delimitación de aquello que debe ser considerado propio del género, tiene exigencias presentes, de modo embrionario, en las posturas de Amis o Suvin. No habrá en él demasiado espacio para la llamada proto-ciencia-ficción, puesto que supone el ascenso del discurso científico y su metodología como elemento permanente de referencia o interacción. Tampoco incluirá narraciones o relatos donde esté ausente la dimensión cuestionadora acerca del impacto tecnológico en las sociedades contemporáneas. Por último, estarán vedadas de ingreso aquellas narrativas que no incorporen cuestiones que atañen a las grandes preguntas sobre el hombre y su destino, lo mismo que aquellos textos que no cumplan con la condición estética; es decir, literaria, según lo establecido por el sistema de la cultura. Hay, en consecuencia, una aspiración canónica, pues la aplicación de semejantes criterios de determinación se orienta claramente a textos y autores que desplacen al género a un terreno descontaminado de elementos empobrecedores o vulgares o determinados por una industria que impone consignas de mercado. Todos los representantes de la CF, encarada desde este punto de vista, deberían cumplir con esta caracterización; desde Mary Shelley hasta las voces más recientes, y no solo dentro de los linderos de la cultura que la originó al interior de contextos industriales.

Sobre la cuestión antes esbozada respecto a la pertenencia de la CF o no a los dominios de lo fantástico, algunos estudiosos han defendido esa filiación del género en un intento por ubicarla dentro de una categoría general. Miranda (1994) sigue esa línea teórica. Para él, la ciencia ficción es una rama de la literatura fantástica gestada durante el Romanticismo. Muy cerca de ella figuran la literatura infantil (los cuentos de hadas o narraciones feéricas), metafísica (el universo) y especulativa (el tiempo), de horror y policial (p. 120). No deja de ser un enfoque coherente, aunque quizás vaya en sentido contrario a las tendencias más contemporáneas, que suelen insistir en una separación tajante entre lo fantástico propiamente dicho y la CF:

Lo primero que reclama nuestra atención es la denominación: ciencia ficción. Conlleva, inherente a sí misma, una oposición de términos que acaso comporta un oxímoron. Por un lado, “ciencia” connota un conocimiento racional, sistemático, verificable, exacto y, sin embargo, falible (…). Frente a ella, la “ficción” comporta elementos de imaginación, fantasía, ilusión. Es la invención literaria, poética, que no se ciñe a la racionalidad, la sistematización, la verificabilidad, la exactitud de un conocimiento o experiencia. (Miranda, p. 121)

Pese a cierto esquematismo, el ángulo adoptado por Miranda no se contrapone en forma absoluta a los otros autores ya comentados. Comparten, por ejemplo, la preocupación por una suerte de discurso base o normativo —el del pensamiento científico—, que alcanza su gran expansión en el siglo XX, y una modelización de este a través de los mecanismos inherentes a la imaginación y sus resultados, que deben cumplir alguna función estética dentro de los sistemas de producción en el que han sido escritos.

Miranda introduce otras premisas interesantes, como el “asombro” y el “deslumbramiento” (p. 123), aunque esos conceptos parecen recordar más a las consideraciones de Todorov (1980) en torno de la narrativa fantástica en sentido estricto, a la que el crítico búlgaro asignaba las nociones de vacilación del lector o de un personaje ante sucesos que cuestionan la mímesis realista y sus leyes o hacen peligrar las certezas acerca del funcionamiento de un mundo ordenado y sin fisuras.

Siguiendo a Moore (1965), Miranda destaca también el didactismo —apego a la exactitud de los contenidos científicos— unido al entretenimiento, por un lado; del otro, una CF no exacta desde el punto de vista de los datos o detalles técnicos, pero que alcanza un alto valor literario (p. 123), aspecto en el cual coincide con Cano (2006) como parte de su propuesta para una definición del género. Por último, en este abordaje ciertamente no tan orgánico, pues carece de un eje integrador de todas las vertientes, Miranda incluye la ideología como un componente esencial en muchas obras de importancia, que nutre a parábolas poderosas sobre la humanidad sometida al totalitarismo y al control del pensamiento, como en Farenheit 451, de Bradbury. Lo mismo podría afirmarse de 1984, la clásica novela de George Orwell sobre un estado del futuro que controla al sujeto hasta el punto de privarlo de su intimidad (p. 124). Y es ese futuro el que se convierte en un horizonte:

La CF no tiene como función descubrir cómo será el Futuro, dicen algunos críticos. Sin embargo, el Futuro es materia esencial en la CF. La imaginación permite a los escritores adelantarse, en sus libros, al planteamiento de proyectos o descubrimientos científicos y tecnológicos importantes. (Miranda, 1994, p. 124)

Si bien es cierto que el futuro, como resultado de una serie de factores lógicos, es una de las fuentes alimentadoras de la CF desde sus orígenes modernos, no es quizás el concepto más preciso para caracterizar a estas narrativas. Miranda acierta en lo puntual: ninguna obra de CF es un tratado de futurología, en el sentido que se le da al término desde una óptica disciplinaria. Por lo tanto, no debe verse en ellas más que una figuración imaginativa acerca de lo que la posteridad implica como constructio para una sociedad, y que los autores proyectan a sus creaciones, partiendo de los presupuestos o paradigmas acerca de la ciencia que su tiempo le brinda a cada uno y a los receptores. Sin embargo, el concepto de futuro es aún insuficiente para convertirse en un eje delimitador infalible, si el objetivo es desentrañar la naturaleza del género.

Suvin (1984), en ese sentido, aporta una herramienta de mayores perfiles, a pesar de la crítica a la que también puede —y debe— ser sometido. Es, como ya se ha sugerido, uno de los autores capitales en el ascenso de un corpus flexible o dúctil acerca de la materia que interesa delimitar en esta investigación. Para ello, rescataremos lo que él denomina novum, concepto que parece haber calado con firmeza. Toma prestado el término de Ernst Bloch4:

Novum de innovación cognoscitiva es un fenómeno o una relación totalizadora que se desvía de la norma de realidad del autor o del lector implícito (…) aunque la CF válida tiene profundas afinidades con la poesía y con la prosa realista innovadora, su novedad es “totalizadora” en el sentido de que significa un cambio de todo el universo del relato o, al menos, de aspectos de importancia fundamental (…) La tensión esencial de la CF se da entre los lectores, que representan un cierto número de tipos de hombre de nuestro tiempo, y lo Desconocido u Otro totalizador y por lo menos equivalente introducido por el novum. (p. 95)

Traducido como “novedad” o “lo nuevo”, la propuesta de Suvin ha sido adoptada por la mayoría de investigadores, o por lo menos mencionada como una referencia en casi todos los planteamientos contemporáneos. Obsérvese que no involucra directamente al futuro como un escenario indispensable o imprescindible en la determinación de la identidad de un texto específico. Orienta el peso de la calificación al papel que ejercerá el lector o decodificador. Por lo tanto, nos encontramos ante un sistema de racionalidades que legitiman el conocimiento del mundo inherente a la CF; por otra parte, quien le atribuye una significación a este deberá experimentar una suerte de choque entre esas normas y las que transforman por completo el que está conociendo en el acto de lectura. Ese “Desconocido” u “Otro”, designado por Suvin, no está basado en la fractura de los paradigmas de la ciencia vigentes; que no están en entredicho, sino que puede ser explicado por ellos; aunque en principio surja como un elemento desestabilizador que no se encuadra fácilmente dentro de los parámetros afirmados en el mundo o realidad cotidiana, que ese sujeto acepta como los suyos.

Víctor Bravo (1993) también hace eco de la otredad sustentada por Suvin mediante el concepto de novum, pero desde una perspectiva mejor anclada en los trabajos de Todorov, pues, como ya se ha afirmado, Bravo considera a la CF como una vertiente de lo fantástico. Para el crítico, esa alteridad es uno de los factores que permiten dotar al género de una identidad próxima a lo que él denomina reducción:

La ciencia-ficción se funda en el desarrollo racionalista (reductor) de uno de los centros generadores de lo fantástico: la otredad. Podría decirse incluso que la ciencia-ficción se expresa a través de la reducción de tres formas concretas de la otredad: la otredad del ser (creación de monstruos, de homúnculos, de robots…), la otredad espacial (concepción de otro espacio, cuarta dimensión…) y la otredad temporal (viajes en el tiempo, visión desde el futuro…). (p. 139)

No es difícil verificar las afinidades entre estos dos enfoques, aunque el punto de partida sea distinto en cuanto a la independencia o no de lo fantástico. El mérito de la visión de Bravo, que realiza un estudio centrado en las especificidades hispanoamericanas, es la posibilidad de expandir las consideraciones clásicas sobre la CF y alcanzar un consenso sobre las principales líneas temáticas o, por lo menos, las más frecuentadas por autores de diversos tiempos y latitudes. Aunque sea cuestionable la idea de sugerir que todos los asuntos visitados por el género encajarían en las reducciones de lo fantástico propuestas, no pueden descartarse los puntos de intersección entre esa alteridad y el novum de Suvin, que es, igualmente, otro aporte sólido a la teoría.

Lo que a estas alturas queda establecido es que el futuro no es la materia hegemónica de estas construcciones ficcionales, como sugiere Miranda, sino apenas una de sus posibles plataformas o vías, quizás privilegiada por la CF más popular o sus representaciones en medios como el cine, la televisión y el cómic. Representaciones que, desde su impronta de masificación, siempre se interesaron por explotar estos asuntos a través de fórmulas básicas o, en la mayoría de casos, sin densidad estética o reflexiva, pues el objetivo era alcanzar utilidades elevadas. Ello obviando todo lo que, según esta visión pragmática, obstaculizara el interés del espectador o lector. Suvin (1984, pp. 109-111) insiste en ese punto. Y al aclararlo, comenta algunos procedimientos de la CF, cuestiona la llamada extrapolación —una convención adoptada por gran parte del género—, que estuvo vigente por mucho tiempo, y luego propone su reemplazo por la analogía.

El primero de estos modelos parte de una hipótesis cognoscitiva establecida en el relato y lo desplaza al futuro de manera directa, como anticipación de las grandes crisis que afectan al tiempo del autor. En el segundo, la cognición surge del sentido final de la historia; su proyección a la problemática vivida en el contexto del autor es por lo general oblicua o indirecta.

El extrapolar un rasgo o una posibilidad tomado del ambiente del autor puede ser un recurso literario de “hiperbolización” legítimo en los relatos de anticipación, en otra CF (por ejemplo, aquella situada en el espacio, y no en el futuro). Sin embargo, el valor cognoscitivo de toda CF, incluyendo los relatos de anticipación, está en su referencia analógica al presente del autor, y no en predicción alguna, sea parcial o global. La cognición de CF se basa en una hipótesis estética más bien afín a los procedimientos de la sátira o lo pastoral que a los de la futurología o los programas políticos. (p. 111)

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