Kitabı oku: «Roa, el guerrillero de Antequera»

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ROA, EL GUERRILLERO

DE ANTEQUERA


JOSÉ LUIS BORRERO GONZÁLEZ

ROA, EL GUERRILLERO

DE ANTEQUERA

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2017

ROA, EL GUERRILLERO DE ANTEQUERA

© José Luis Borrero González

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ISBN: 978-84-16848-55-3

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

JOSÉ LUIS BORRERO GONZÁLEZ

ROA, EL GUERRILLERO

DE ANTEQUERA

Índice

Portada

Título

Copyright

Índice

AGRADECIMIENTOS

PREFACIO

NOTA DEL AUTOR

PRÓLOGO

I. LA LLEGADA

II. EL PERSONAJE

III. BAILÉN

IV. LA OCUPACIÓN

V. MI GUERRILLA

VI. HAZAÑAS

VII. LA SORPRESA

VIII. EL DESTINO

ANEXOS

AGRADECIMIENTOS

Mi principal agradecimiento, en general, es para la Guardia Civil y, en particular, para cada uno de los hombres y mujeres que la componen.

Mi agradecimiento a Francisco Díez de los Ríos Rubios, descendiente por línea materna de Francisco Roa Rodríguez de Tordecillas, porque sin sus aportaciones de campo tal vez esta novela no hubiera visto la luz.

Mi agradecimiento al doctor en Historia, D. José Escalante Jiménez, archivero municipal de Antequera, por sus orientaciones acerca del personaje, así como a D. Arturo Eduardo Rodríguez Guerrero, por sus muchas horas dedicadas a la lectura de documentos relacionados con el personaje principal.

Y por último, no por ello menos importante, a la ciudad de Antequera, por transmitirme a través de su patrimonio y de sus gentes esas vibraciones que te hacen sentir que estás vivo.

José Luis Borrero González

PREFACIO

Llama poderosamente la atención, en el estudio de la Guerra de la Independencia española (1808-1814), la escasez y, sobre todo, la falta de trabajos en torno a un fenómeno que si se hubiera dado en otros países habría alcanzado hitos históricos, la guerrilla, la contribución popular a la contienda.

Será a partir de 1809, tras la caída de Zaragoza, cuando empiecen a formarse a gran escala la mayor parte de ellas. Las causas habría que buscarlas en el Reglamento de Partidas y Cuadrillas, de 28 de diciembre de 1808, dictado por la Junta Suprema y el Consejo de Regencia, que en su punto octavo hace un llamamiento a los ricos y nobles de cada población para que se alcen y formen partidas.

El reclutamiento, en líneas generales, no tuvo carácter voluntario o de sacrificio patriótico. Por regla general, cada miembro quedaba sujeto al jefe de la partida, quien establecía una mezcla de temor y admiración. Por lo general, la mayoría de sus integrantes lo fueron a la fuerza, siguiendo el canon de reclutamiento establecido para el Ejército regular, con la excepción de nuestro personaje D. Francisco Roa Rodríguez de Tordecillas, que añadió a los componentes de su partida premios económicos, estableciendo una especie de productividad, algo tan común hoy en día en el mundo de las empresas. Por este motivo es de las pocas que no cayeron en el bandidaje para aprovisionarse. Solo hechos muy puntuales que sus enemigos hicieron circular para desacreditarlo.

La presión que la guerrilla llegó a ejercer sobre el Ejército francés fue, en todos los sentidos, personal y económica. Desciende, hasta el plano individual, de los propios soldados gabachos, sobre todo los destacados en Andalucía. En cartas que remitían a sus familiares relatan sus penas, temores y el miedo que les tenían, especialmente si caían prisioneros.

El aprovisionamiento del Ejército francés, siguiendo las directrices de Napoleón, se realizaba sobre el propio terreno, con lo cual todo recaía sobre la población civil, factor este extremadamente importante para ser la gran aliada de los guerrilleros. Sin embargo, las tensiones entre guerrilleros y Ejército Popular español siguen, y es a partir de 1811 cuando se intenta el encuadramiento militar de las mismas y en 1813 un edicto obliga a la disolución de las partidas.

Los oficiales de carrera tienen motivos para envidiar las meteóricas carreras y ascensos de algunos guerrilleros que pasan en poco tiempo de soldados a capitanes o coroneles. Tras la guerra, Fernando VII optará por la oficialidad del Antiguo Régimen, es decir, la de origen nobiliario, pasándose a fomentar el descrédito de las partidas, pues los consideraban bandoleros, desalmados e indisciplinados. En este pozo de la historia cayó nuestro personaje que, a pesar de sus esfuerzos por combatir al Ejército francés, no tuvo reconocimiento alguno, solo el grado de capitán, cargo testimonial no retribuido, iniciándose contra él una campaña de difamación que se vio incrementada por su apoyo durante el Trienio Liberal al bando absolutista.

Pocos guerrilleros tuvieron tantos enfrentamientos contra los franceses como los tuvo Roa. Este esbozo de novela es para darlo a conocer y que plumas con más capacidad que la de este aficionado a juntar palabras lo alcen a la eternidad.

No importa cómo caes, sino cómo te levantas.

No importa el fracaso, sino volverlo a intentar.

No importa el largo camino, sino lo que está al final.

No importa el sudor que cueste, sino lo que quieres lograr.

Vivir no es solo existir, sino vivir y crear.

José Luis Borrero González

NOTA DEL AUTOR

Mucho se ha hablado de las causas de la Guerra de la Independencia española, existen opiniones diversas sobre si fue producto de la crisis del Antiguo Régimen, de la influencia de las abdicaciones de Bayona o de las reformas de Godoy. Lo cierto es, que algunas de ellas o todas juntas llevaron al levantamiento popular del 2 de mayo, donde el pueblo de Madrid, se reveló de forma espontánea contra el francés. El ejemplo pronto cundió y se extendió como reguero de pólvora por todo el país.

La población hastiada se sublevó contra el invasor, en un movimiento de resistencia popular, denominado “Guerrilla” o “Partida”. Grupos organizados y jerarquizados, hostigadores incansables del ejército francés; destruían no solo sus campamentos, abastecimientos, infraestructuras sino lo más importante: la propia arrogancia francesa y su sensación de superioridad sobre el doblegado pueblo español.

La Guerrilla supo mantener ese espíritu de lucha y sed de libertad durante toda la guerra. El guerrillero así concebido, no fue un bandido sino un patriota defensor de las libertades usurpadas al pueblo español. Hombres y mujeres que entendieron las necesidades de este y pusieron al servicio de España bienes, haciendas, caudales y hasta la propia vida.

Centrándonos en el propio guerrillero y en concreto en la partida de “Roa”, nos preguntaremos: ¿cuáles fueron los motivos que le impulsaron a sentir que debían participar en esa lucha?, ¿qué empujó a más de doscientas personas a permanecer durante treinta y dos meses en la Sierra del Torcal, tan inhóspita y hostil, de extremas temperaturas, sin tener asegurado el plato de comida de cada día?, ¿qué les instigó a optar a ello?, ¿por qué se privaron de las comodidades que les brindaba la vida en sus poblaciones?

Obtener respuesta hoy en día con nuestra mentalidad es sumamente complicado, vivimos rodeados de comodidades y la más importante, la “falta de compromisos”, se nos antoja imposible e inexplicable y en cierto modo inasumible.

Es la primera “guerra total” de la historia, sin límite temporal o de espacio, esta lucha generalizada, de frentes indefinidos, nace por la incapacidad de combatir al enemigo de otra forma. En los momentos culminantes del conflicto se llegaron a reclutar hasta cincuenta mil guerrilleros en armas.

Antequera contribuyó con dos partidas, la del capitán Vicente Moreno, formada por unos setenta guerrilleros y la de Francisco Roa, que llegó a reclutar a más de doscientos, la mitad “a caballo”, a los que armó, uniformó y mantuvo, de su propio pecunio. Roa estableció la tan conocida hoy en día como “productividad empresarial”, es decir, “¡cuantas más pruebas presentes de acciones contra el francés, más cobras!”.

El mariscal francés Suchet dijo: “la mayor parte de la población, en ocasiones sin diferencias de edad ni sexo, se embarcó en esa activa y obstinada modalidad de oposición que lanzó enemigos contra nosotros desde todas direcciones, lo que nos agotaba mucho más que los enfrentamientos regulares. Cada región creó su propia guerrilla con el objeto de proteger su territorio y participar en la defensa común...” Y añade Suchet: “Campesinos, propietarios, padres de familia, sacerdotes y frailes, abandonaron sus ocupaciones sin dudarlo... con el fin de engrosar las... bandas formadas contra nosotros”.

El oficial francés Rocca en sus memorias dice: “Ningún español se avenía a admitir que España estuviese vencida, y ese sentimiento, que estaba en el alma de todos, era el que hacía invencible a la nación, a pesar de tantas pérdidas y de las frecuentes derrotas de sus ejércitos”.

Hasta Napoleón en sus confesiones, en la isla de Santa Elena a Les Cases escribe: “Los españoles desdeñaron el interés para no ocuparse más que de la injuria... todos corrieron a las armas. Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor”.

El fin que persigue esta novela es dar a conocer a Francisco Roa, recuperar y actualizar su memoria, ya que sus hazañas se perdieron en el preterir de la historia, y otorgar el debido reconocimiento a todos los que lucharon con él, sin distinción de sexo, que dieron lo mejor de cada uno, contribuyendo a la expulsión del ejército invasor.

José Luis Borrero González

PRÓLOGO

Una visita puntual a las dependencias del Archivo Histórico por el entonces capitán de la Guardia Civil, José Luis Borrero, hace ya unos años, en búsqueda de los posibles antecedentes de un oficial de caballería asesinado en las inmediaciones de la cuesta de la Zambra, término municipal de Casabermeja, ha dado un juego y un resultado inesperado, que posiblemente pudiera dar pie a una nueva novela teniendo como argumento la trama de la localización de la información y los acontecimientos que este hecho aislado han provocado.

Esta publicación, que hoy me cabe la alegría y honor de poder prologar, es el resultado de la casualidad y del interés despertado en su autor, por un personaje singular, Francisco Roa Rodríguez de Tordecillas.

Todo comienza a raíz de recabar información sobre los orígenes y circunstancias del asentamiento de la Guardia Civil en Antequera y su despliegue por la comarca. En este proceso surge la figura de Francisco Roa, escribano del número de la ciudad, del oficio 5, que lo adquiere en 1798. De su existencia dio cuenta hace ya algo más de una década el historiador don Francisco Díaz Torrejón, investigador dedicado al estudio de la Guerra de la Independencia. Desde entonces ha merecido la atención, dado el carácter romántico que despierta su figura, como por el papel trascendental que jugará en la ciudad de Antequera, a raíz de la invasión napoleónica.

Olvidado por la historia y obscurecido por el héroe local, el capitán Vicente Moreno, nunca se le ha dado la consideración que realmente merece. Francisco Roa es sin duda el gran guerrillero que defiende los valores patrios frente al enemigo francés. Su partida, va a jugar un papel estratégico fundamental y ofrecerá una férrea confrontación con las tropas regulares invasoras.

Estamos frente a un noble local, que organiza una partida de hombres, a los que pertrecha y organiza para hacer frente a los franceses, incluso en campo abierto.

Sus desvelos fueron recompensados pobremente en su época y olvidados en el tiempo. Esta novela que hoy aparece, viene a dimensionar a este indiscutible héroe, con el que la sociedad antequerana tiene una deuda de reconocimiento.

Estamos frente a un relato literario, pero con una indiscutible base histórica y una perfecta recreación social de la Antequera de principios del siglo XIX.

Su autor ha bebido de las fuentes, para sacar de la oscuridad a este héroe olvidado. A veces, muchas veces, la realidad supera a la ficción. Buena prueba de ello es este relato, perfectamente estructurado y donde la ficción se entrelaza con una cruda realidad. Su autor ha sabido conjugar todos estos elementos para estructurar un relato que no dejara a nadie indiferente.

José Escalante Jiménez

ARCHIVERO

I. LA LLEGADA

Todo lo que escribo aquí denlo por cierto, pues no soy persona a la que le guste exagerar y mucho menos mentir. Considero que lo que he vivido debe ser conocido por las generaciones futuras. Sabrán la verdad, que podrá ser alterada por aquellos que, bajo intereses mezquinos, gustan desprestigiar a las instituciones o a las personas que lo han dado todo por servir con pasión y lealtad a su nación.

En los albores de 1859 intuyo que la muerte ronda mi cuerpo. No sé cuánto me quedará. Mi vigor es escaso y la energía de los años de juventud hace tiempo que desapareció. Es lo propio, la edad no perdona y manda mensajes de que algo no va bien.

Mis días son tristes. Ocupo gran parte de mi tiempo en el cuidado personal, mis músculos no responden con la celeridad de la juventud, se han agarrotado más de la cuenta. Todo en mi cuerpo es más lento, arrastro mis pies como si fuera un vulgar preso al que le atan cadenas para impedir su fuga. El resto del tiempo lo empleo en reflexionar sobre mi vida pasada. Cierto es que los últimos años han trascurrido muy deprisa, ¿será acaso mi decrepitud debida al continuo trajín de mi vida causada por los acontecimientos en los que me he visto envuelto? Cuando haces lo que te gusta, las horas, los días, las semanas pasan sin pedir permiso, como si la existencia en sí misma deseara privarte de su goce. Sin embargo, cuando llegan las amargas, llenas de sinsabores, parece que ¡a esas se les para la manecilla del reloj!, como si quisieran permanecer para siempre. Paradojas de nuestra existencia.

Mis mayores me enseñaron que las deudas hay que pagarlas y la sociedad, como un solo hombre, debe obrar igual. Por eso creo que es el momento, mi momento. Dispongo de tiempo. Por mi situación de retirado me ocupo de determinadas actividades de protección. Es lo que mejor que he sabido hacer. Disculpen si no me expreso con la debida claridad de un escritor, pero ese no ha sido mi oficio.

Siento que no puedo callar. Lo que me contaron debe llegar a oídos de todos para honrar a la persona más luchadora y sacrificada de la que haya tenido noticias. ¡Ojalá la hubiera conocido!

Creo que debe hacerse justicia. Esta ciudad le debe mucho, empezando por las más altas instituciones hasta el último antequerano. Algunos le ayudaron, empeñando y poniendo en juego sus capitales y, lo más importante, sus vidas y las de sus familias.

Suele pasar que a la gente corriente jamás se le reconoce méritos y hazañas en vida. No obstante a los poderosos, esos que vienen con el guion escrito, no se les pone en duda en nada. A él no se le ha reconocido vivo ni muerto; es más, el olvido ha sido su recompensa.

Dejó este mundo en la más absoluta miseria, de tal manera que los gastos de su entierro hubo de sufragarlos la Beneficencia Municipal, no por el reconocimiento hacia su persona, sino como el socorro a cualquier menesteroso de la ciudad, y por eso faltó hasta la misa de corpore insepulto. Con un breve e impersonal responso se cumplió el trámite en un desapacible día, pues una lluvia torrencial acompañó al escaso séquito fúnebre y a la doliente viuda, en cuyo rostro se fundían las gotas de agua con las lágrimas que brotaban a borbotones de sus ojos.

La lluvia, una constante en la Sierra del Torcal, quiso estar presente, como reconocimiento a todos aquellos meses de entrega a una gran causa: expulsar de España a quienes mancillaron la esencia de este país y su dignidad como nación.

¡Todo caerá en el olvido si no se remedia! Hice promesa de darlo a conocer y cumplo en los que presiento serán mis últimos años, quizás meses de vida, escribiendo las hazañas de este gran personaje, que me fueron dadas de forma oral y antes de que la decrepitud me impida cumplirla.

Algunos coetáneos le acusaron de exagerado. ¿Acaso nosotros no lo seríamos cuando se ha empeñado la salud, caudales y hasta la vida? ¿No se magnificarían los hechos? ¡Se nos han olvidado las tropelías y las maleficencias de los bandidos! Cuando hablamos de ellos se les perdonan vilezas y fechorías, aunque solo cuente en su haber un solo —¡uno solo!— hecho de bondad. Este personaje al que trato de vanagloriar fue un gran hombre y tenía muchos a su favor. Mas nunca le faltaron enemigos, envidiosos y personas indeseables que sentían placer desprestigiándolo.

Lo recopiló todo en sus escritos, a pesar de que era de dominio público en Antequera y su comarca, y ¡cómo no! en las Cortes de los Diputados. ¡Sí, sí, esos padres de la patria que se cobijaron como ratas, huyendo de la guerra en la Isla de León! Si por ellos hubiera sido, los franceses aún estarían entre nosotros…

¡Estas memorias no son inventadas! Ahí tienen algunas pruebas, como diarios de prensa de la época, publicaciones de las Cortes[1] . Vean cómo quedan reflejadas sus hazañas por gente de tierras tan lejanas que para llegar a ellas hay que viajar muchos días, no solo por tierra, sino también por barco.

Muchos ponían en duda que este hombre hubiera llevado a cabo tales proezas y estos convencieron a otros. Además, la desidia general de la sociedad antequerana hizo que, con el tiempo, se olvidaran y borraran los rastros de sus hazañas. De esta forma cayó en el pozo del preterir de la historia. ¿Por qué somos los españoles tan proclives a olvidar sin ensalzar lo bueno?

Comenzaré desde el principio, por aquellas situaciones que quedaron grababas en mi memoria y en mi corazón y, por supuesto, cómo llegué a la ciudad de Antequera y a nuestro personaje.

Seis días pasé con las botas de montar de becerro mate y las espuelas de hierro, de las llamadas de cuello de pichón, puestas. Al cinto, el sable de mi condición de alférez de Caballería de la Guardia Civil, pero eso no fue lo peor o más incómodo, sino los mismos días con dolor de muela. ¡Esa es y no otra la explicación para no quitarme las botas ni a la hora de dormir! No podía conciliar el sueño, me movía constantemente de un lado para otro; caminar amortiguaba el dolor. El claustro del convento de San Francisco de Málaga, que por la desamortización de Mendizábal había pasado a manos del Ejército, no tenía para mí ningún secreto.

En la mañana del día 2 de diciembre de 1844, ciento veinte guardias civiles de Infantería, treinta de Caballería y Plana Mayor, en formación y a fila de a dos, abriendo y a vanguardia quince jinetes, seguidos de la Infantería, y a retaguardia el resto de la Caballería, efectuábamos entrada en la ciudad de Málaga.

Todo se nos puso a favor, un sol radiante y una cálida temperatura, a pesar de la fecha y como único sonido los cascos de los caballos, que al unísono marcaban el paso. Los aplausos de los malagueños que acudieron a recibirnos nos alegraban. Incrédulos y orgullosos caminamos por las calles con altivez militar, conocedores de ser el centro de todas las miradas.

Autoridades y población nos agasajaron como a héroes que regresan victoriosos de una gran batalla. ¿Tal vez impresionados por la vistosidad de nuestros uniformes? Sin duda habrá influido nuestro sombrero, elegante y distinguido, popularmente conocido como de «medio queso», genuinamente español, ¿y por qué no?, el resto de nuestra uniformidad, integrada por casaca de color azul y un ajustado pantalón blanco de paño.

La Infantería no es menos llamativa. Lleva el mismo sombrero, casaca con faldón ancho, pantalón con vivo encarnado, zapato abotinado y mochila de hule encerado negro con correas de color ante.

Cierto es que nos recibieron jubilosamente, abrieron sus corazones. A la mayoría de nosotros nos impresionó la ciudad, sus gentes y su nivel económico. Solo bastaba echar una mirada sobre el horizonte para ver las numerosas chimeneas que la poblaban. No imaginábamos su utilidad, a pesar de habernos informado de que eran fábricas para la fundición del hierro. No sabíamos que Málaga era pionera en esa industria en España.

La verdad que esta ciudad parecía de otra parte del mundo, al menos yo no había visto otra cosa igual. Había fábricas de jabón, curtidos, pinturas, cervezas, salazones, serrerías de madera, alfarerías y telares. A mis treinta y siete años he viajado lo mío por nuestro país, mas no vi otra igual.

Permanecimos alojados en el convento, a la espera de adjudicación del destino que nuestro superior tuviese a bien asignarnos. Carecíamos de comodidades, particularmente era de la opinión de que estábamos a la par que nuestras monturas. Si por mí fuera, hubiera preferido que ellas gozasen de mejor atención.

Me llamo Melchor Ortiz Rodríguez, nacido en Baeza el 7 de mayo de 1807, hijo de José y de Juana, de padre jornalero y de madre dedicada a criar a cuatro hijos, siendo yo el tercero, con todas las dificultades que se encontraron por la dichosa guerra contra el francés. Mi padre —no podía ser menos— se unió a los voluntarios que lucharon bajo el mando del general Castaños en la Batalla de Bailén, al menos eso fue lo que se nos contó. La suerte no le favoreció, ya que no regresó a su casa, su cuerpo nunca fue encontrado, como los de otros muchos. A mi madre siempre le quedó esa pena y a mí durante mi vida me ha embargado la tristeza de no tener padre y no poderlo recordar.

A mi madre no le quedó otra que sacar fuerzas de donde pudo para criarnos a los cuatro. Solo Dios sabe qué precio tuvo que pagar para sobrevivir sola frente al mundo, ese que le volvía la cara nada más verla.

Los hermanos nos llevamos escasamente un año de edad; sin embargo, en mente y acciones las diferencias eran mayores. Viendo cómo ella se llenaba el buche con agua cuando escaseaban las viandas, yo la imitaba para que el pequeño comiera, pero al poco volvíamos a experimentar el hormigueo en el estómago, que se despertaba y te pedía algo más consistente.

No tener qué comer me provocaba malhumor. No obstante a ella nunca le vi el mínimo gesto que indicara la más leve alteración de su estado de ánimo. ¿Tal vez se alimentara de los rezos? Porque de otra cosa no sería. A devota de Jesús y de los santos, era la primera. No de los curas, ni de las monjas. A estos no los podía ver, y no es que me lo dijera o lo manifestara en público, ¡eso nunca! Yo lo intuía, porque cuando se cruzaba con alguno, su mirada se volvía rancia, esquiva, y se santiguaba a su paso, a la vez que en voz baja decía una pequeña plegaría: «Dios, líbranos de las malas compañías y socórrenos en nuestros interiores». Al principio no entendía esa deprecación, pero con el paso del tiempo fui sacando conclusiones.

En mi tierra faltaba de todo y ese todo lo tenían unos cuantos. Para justificar nuestra desgracia y explicarme tanta miseria me consolaba pensar que mi familia tuvo que llegar tarde al «reparto» —si es que existe una cola— donde se dan los bienes por orden de llegada. Los únicos, que yo sepa, que no se colocan en ella son los reyes y príncipes. Así lo pregonan a los cuatro vientos y, para más vergüenza, lo inscriben en las monedas para general conocimiento. «La gracia de Dios está con ellos».

¡La maldita guerra marcó a la familia! Fueron años difíciles y complicados. A pesar de todo crecimos con dignidad y honradez. En cuanto tuve la ocasión dejé de ser un problema para ella. No tenía otra elección, bueno sí, enrolarme con los bandidos y dedicarme al robo, al contrabando.

De esta manera me alisté en el Ejército como soldado voluntario, destinado a las plazas de Badajoz y Olivenza. En el fondo buscaba sobrevivir con dignidad, aunque al soldado a veces ni siquiera se le reconoce ese derecho.

Tuve suerte. En un año ascendí a cabo segundo por elección. Mi secreto consistió en decir a todo que sí, nunca tuve un «no» por respuesta, y, claro, eso lo tuvieron que ver mis jefes. Sin embargo, nunca tuve vocación. Entré en el Ejército por pura supervivencia y permanecí los seis años, que era el tiempo de servicio al rey, y trascurrido ese periodo se me concedió licencia absoluta.

Acostumbrado a ese tipo de vida, volví a reingresar al cabo de un año, en sustitución[2] de un quinto en la villa de Ibros. Llegó a mis oídos que al hijo de una familia adinerada le había tocado la quinta. Sin más, y de acuerdo con sus progenitores, me presenté voluntario por él, entendiendo lo útil que le era a sus padres y el beneficio que para mí significaban los cuatro mil reales de vellón que me darían, seiscientos a la hora de ser admitido y el resto a la finalización. Todo quedó registrado en un documento que redactó un escribano, de cuyo nombre no quiero acordarme —¡bien que se cobró el dichoso papel!—, para que, en el caso de que me ocurriera algo, bien por accidente, por las actividades propias de la milicia o por las enfermedades de las que nadie está exento, que no todos los riesgos de los soldados se tienen en la guerra, fuera pagado. El resto del dinero se le entregaría a mi madre y hermano pequeño.

El tiempo de sustitución me pudo costar caro, pues para mi desgracia enfermé de fiebres tifoideas, que a punto estuvieron de mandarme al otro mundo. Durante el padecimiento de la enfermedad solo me reconfortaba la idea de que a mi familia no le faltaría de nada, fiel a la promesa que me hice, que mientras pudiera ellos no volverían a pasar hambre.

Los pudientes se libran de las guerras y también de las penurias que hay que soportar en la milicia. No obstante, para nosotros los pobres ¡es la salvación! Ese era mi caso, y por los dos ranchos diarios que el Ejército proporcionaba. Como he dicho, el hambre me producía hastío, como la vida misma, con sus injusticias. Mas todo cambió con la milicia y los ranchos de las nueve y cinco de la tarde. Para mí era como estar en el cielo y si me tocaba morir, lo haría con la barriga llena. La muerte no sería tan dura. Ya la había sentido muchas veces.

Con el pago del adelanto hice lo que tenía que hacer: aprender a leer y a escribir. No me iba a quedar con los brazos cruzados a verlas venir. El conocimiento lo dan los libros y con él tendría futuro; por el contrario, en la ignorancia está instalada el hambre y con ella la muerte. Y tenía referencias a las que agarrarme. Me bastaba con recordar los emolumentos que tuve que desembolsar al escribano, aquel del que ni siquiera deseé en toda mi vida acordarme de su nombre.

Aprender me costó lo mío, incluyendo los comentarios desfavorables de mis compañeros de milicia, que no veían el porqué de estudiar cuando para obedecer o luchar no hace falta saber leer y escribir, para lo primero todo el mundo vale y para lo segundo basta con no tener miedo. Ahora, viéndolo desde la distancia que impone el tiempo, puedo afirmar que la ignorancia es la madre de todos los males.

Mi madre falleció cuando mejor se encontraba. Para lo bueno los desgraciados tienen poco disfrute. A ella y a mi hermano pequeño se los llevó el Altísimo casi al mismo tiempo. A mi madre con un mal que vino con fiebres y delirios, y gran inapetencia por comer. ¡Qué curioso…, con el hambre que había pasado…! Ahora que no le faltaba la comida resulta que su cuerpo no lo admitía. ¡Qué injusta es esta vida! Se fue de este mundo con treinta y cuatro años, eso decía ella, pues no sabía con certeza su año de nacimiento, o lo había olvidado. La gazuza provoca estragos en la mente, lo sé por propia experiencia. Jamás hubiera aprendido a leer y escribir con el estómago la mitad de los días vacío.

Mi hermano pequeño no llegó a cumplir catorce años. Su corta vida la pasó al lado de mi madre, de la que no se separaba en ningún instante y una vez que falleció, la tristeza inundó su mente y su corazón, de modo que a las pocas semanas se fue con ella. Era su referencia para todo... La miseria estrecha los lazos familiares, excepto a mis otros hermanos, que ni siquiera vinieron a sus entierros.

Mi gran sueño comenzó a cumplirse el día 15 de agosto de 1844, cuando, tras una rigurosa selección, fui uno de los doscientos treinta y seis oficiales admitidos, de dos mil aspirantes para ingresar en un nuevo cuerpo: la Guardia Civil. La mayoría éramos oficiales procedentes del Ejército, a quienes se exigía como mínimo saber leer y escribir.

Reunía todos los requisitos y por ello estaría pronto para el deber. Mi conducta limpia, mi entrega total para el servicio, no tenía vicios ni los iba a adquirir, tampoco militancia política y, aunque se me pueda tachar de materialista, no puedo dejar de pasar por alto lo mejor de todo, el sueldo, seis mil seiscientos reales anuales, sin dejar de lado los tres ranchos que nos daban al día en el campamento. Algo perdí en el cambio, un grado de la jerarquía militar, y así me convertí en alférez de Caballería de la Guardia Civil. Era lo mío…

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