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CAPÍTULO AUXILIAR 1

NADIE EDUCA A NADIE

Este capítulo pone la educación en su nivel humano más hondo y así diluye las ansias de gestionarla desde fuera. Maduramos de otra manera.

¿Ah sí?, ¿se sabe cómo maduramos? Por supuesto que sí. Lo sabemos todos por experiencia propia y familiar, sobre todo cuando vemos a los chicos y chicas que tenemos cerca. La claridad se enturbia con la jerga pedagógica, que insiste en «educarlos», cuando a lo más que llega es a enseñar (y no es poco). Así que me he convencido de que la idea de educar se ha emborronado tanto que aumenta la confusión actual.

Ya me gustaría que la educación fuese «desarrollar todas las posibilidades ocultas o dormidas en una persona». Eso respondería a una de las etimologías latinas más frecuentes de educere (sacar); de donde también viene sencillamente educir (salir), que yo prefiero. Pero puede que también venga de educare o del padre duco, ducis, ducere, con sus muchos derivados (abducir, aducir, conducir, deducir, inducir, introducir, producir, reducir, reproducir, seducir, traducir...), lo que ha sugerido innumerables metáforas, desde la alfarería, la escultura, la jardinería, la alquimia, el diseño, la crianza, la doma, el gimnasio y, hoy con gran éxito, las derivadas de la informática y, en definitiva, de la clonación 1. Tanto que algunos prefieren, en vez de sacar cualidades y competencias dormidas, plasmar y modelar a los niños según cierto plan, ideario o proyecto educativo predeterminado: a una infanta para ser reina o a unos pobres adolescentes para ser ciudadanos, soldados, músicos o bailarines..., hasta en contra de su voluntad.

Con definiciones así de claras resulta fácil inventar métodos que susciten algo de cuanto llevamos dentro o entrenen para alguna actividad. Creo que es la línea hoy predominante en las leyes y en las Facultades de Educación. En una ocasión querían que disertara sobre «¿qué persona necesitamos en el siglo XXI?» o «¿para qué educamos?». Y me callé.

En dichas definiciones me sobra y me falta algo. Me sobra tanto protagonismo del supuesto educador sobre la masa blanda de los educandos y me falta, sobre todo, la trama vital en la que viven. Las personas no somos las macetas de un balcón madrileño –donde escribo– o de un patio cordobés. Vivimos entrelazados afectivamente –¡y pobre del que no lo esté!– con personas y situaciones concretas, y solo con ellas maduramos. Por eso hay otra manera de entender la educación.

1. La confusión está más allá del lenguaje

Varios autores recientes han polemizado sobre la distinción entre educación e instrucción. Por ejemplo, en la prensa española, en 2007, con motivo de la fallida «Educación para la ciudadanía» como nueva materia curricular, Fernando Savater veía obsoleta la distinción, mientras Rafael Sánchez Ferlosio la defendía aguerridamente: «Los conocimientos que proporciona la instrucción [...] ni pueden ni deben, de ninguna manera, dejarse dirigir por ninguna finalidad educativa» 2. Ya Antonio Tovar había observado algo importante y general respecto de la ejemplar paideia griega:

Los héroes homéricos, se nos ha dicho, tienen un ideal educativo [...] Mas, si nos detenemos a examinar las cosas, lo característico de los jóvenes de la epopeya, lo que los hace más admirables, envidiables, sorprendentes, divinos, es su espontaneidad, su vigor no falsificado ni estorbado ni comprimido. Pues el fondo mismo de la civilización –tomando esta palabra en todo el valor peyorativo que es a veces necesario– consiste precisamente en que se consiga educar a los hombres; es decir, intervenir en los abismos del ser humano donde están los resortes de la acción. La educación es poco menos artificial que el injerto y hace dar al hombre frutos distintos de los originarios 3.

José Saramago también fue claro, según una crónica periodística desde Buenos Aires:

Bajo el epígrafe Qué sociedad queremos, qué gentes necesitamos, Saramago disertó sobre la situación actual de la enseñanza. En su opinión se ha sustituido de manera errónea la palabra «instrucción» por «educación». «La escuela puede instruir a sus alumnos, pero no puede educarlos, porque ni tiene medios ni es su finalidad», aseguró. Como ejemplo, el escritor expuso cómo familias con padres analfabetos pueden educar a sus hijos, aunque estos estén sin instruir, y cómo jóvenes instruidos pueden carecer de educación 4.

Y Giovanni Gozzer, experto en la llamada «escuela católica», avisó a raíz del Concilio:

La escuela ya no es instrumento de educación, sino de instrucción pura. Todas las luchas en torno al problema escolar terminan si la escuela se sitúa en el terreno neutral de los conflictos científicos puros. La escuela ha dejado de ser la expresión de un sistema preciso de valores [ideologización lo llama él] [...] El sistema escolar no se funda sobre doctrina alguna específica [...] sino sobre principios de bien común y sobre la convergencia de intereses en toda la comunidad [...] De ahí que deba someterse la escuela a un proceso de desideologización [...] Se sitúa más acá de la educación 5.

De hecho, el Concilio Vaticano II debatió en profundidad hasta consensuar una breve declaración –que primero iba a ser sobre las escuelas católicas y, por fin, se centró en la educación en general– y circuló por el aula conciliar un escrito de obispos latinoamericanos con «argumentos para revisar el esquema» (ya muy avanzado), porque identificaba –«como en Occidente»– educación con escuela, a pesar de no ser un proceso infantil, sino permanente y distinto del aprendizaje 6.

2. La trama educativa de los mejores maestros

Mi propia paradoja es que los dos grandes pedagogos del siglo XX que más admiro, Lorenzo Milani y Paulo Freire, no utilizan un lenguaje demasiado preciso ni, mucho menos, me llevan hacia la falsa conclusión de que «en la escuela se aprende y en la vida nos educamos» (aunque tantas veces sea verdad) 7.

El de Barbiana, por ejemplo, en un párrafo explícito de la Carta a una maestra que escribió con sus alumnos, demostró conocer bien ambas necesidades humanas:

Si [el padre de Gianni, el eterno suspenso] pudiera hacerlo él solo, no os mandaría a Gianni a la escuela. A vosotros os corresponde sustituirle en todo: instrucción y educación. Son dos caras de un mismo problema (LP 69).

Milani también distinguía el aprendizaje de otra acepción todavía más casera de educación. A quien había hospedado en su casa a varios de sus alumnos le escribió:

Maresco me ha dicho que sus niños son tan educados que impresionan. Sin embargo, los míos son muy instruidos y poco educados. ¡Ojalá! En cualquier caso, estaría bien que Vd. prevea ya desde ahora un curso de ejercicios espirituales para la recuperación moral y social de los suyos tras nuestra marcha 8.

Él había experimentado durante su primera escuela nocturna con jóvenes obreros que el saber y el vivir podían ir unidos y, en una confidencia íntima, casi los confunde:

Debo todo lo que sé a los jóvenes obreros y labradores a quienes he dado escuela. Lo que ellos pensaban que estaban aprendiendo de mí he sido yo quien lo ha aprendido de ellos. Les he enseñado solo a expresarse, mientras que ellos me han enseñado a vivir 9.

Pero si alguien no cedió a las metáforas ni a los verbos transitivos del educador fue él: «No vivo más que para hacerlos crecer, para hacerlos abrirse, para hacerlos florecer, para hacerlos fructificar» (EP 69).

Paulo Freire, por su parte, nos ha regalado la más profunda descripción de la educación como devenir existencial, cuyas tres dimensiones explícitas detalla:

Existir es un concepto dinámico, implica un diálogo eterno del hombre con el hombre; del hombre con el mundo; del hombre con su Creador. Es este diálogo del hombre sobre el mundo y con el mundo mismo, sobre sus desafíos y problemas, lo que le hace histórico 10.

Y, sin embargo, no se aparta de la mera instrucción, y así lo afirmó claramente:

No hay, nunca hubo, ni puede haber educación sin contenido [...] El acto de enseñar y de aprender, dimensiones de un proceso mayor –el de conocer–, forman parte de la naturaleza de la práctica educativa. No hay educación sin enseñanza, sistemática o no, de algún contenido 11.

Me parecía contradecir de plano mi insistente recomendación de separar la instrucción escolar de la educación vital. Cuando yo cifro la sustancia de lo personal en nuestras relaciones con el entorno, Freire –que no lo niega en absoluto, pues lo aprendí también de él– profundiza más y las encuadra en un proceso superior y progresivo de concientización: ni un mero conocer ni, menos aún, entregar los saberes de uno a otro. «Tomar conciencia» significa liberarse poco a poco de un conocimiento infantil demasiado ingenuo –puro espejo imposible de lo real– y avanzar hacia una comprensión más ponderada y crítica. Se inicia así una doble y verdadera relación con la inagotable realidad y con quienes la afrontan desde otros puntos de vista. Freire nos pide reconsiderar la realidad en un diálogo permanente con los demás implicados que, tal vez, nombraron de forma interesada o errónea. En consecuencia, nos provoca y compromete en la transformación de la realidad.

Existir, humanamente, es pronunciar el mundo, es transformarlo. El mundo pronunciado, a su vez, retorna problematizado a los sujetos pronunciantes, exigiendo de ellos un nuevo pronunciamiento. Los hombres no se hacen en el silencio, sino en la palabra, en el trabajo, en la acción, en la reflexión (PO 104).

Me duele mucho volver a lamentar que a Freire –tan citado y alabado– no le hayan hecho ni caso la mayoría de pedagogos contemporáneos, al menos en uno de sus axiomas más importantes y coherentes con su antropología.

Nadie educa a nadie, así como tampoco nadie se educa a sí mismo; los hombres se educan en comunión, mediatizados por el mundo. Mediatizados por los objetos cognoscibles que, en la práctica «bancaria», pertenecen al educador, quien los describe o los deposita en los pasivos educandos (PO 90).

Y no hay depósito que valga. Mediatizados significa condicionados, casi importunados, por el mundo; y de ninguna manera que el mundo sea un medio educativo más a nuestra disposición. Pero es un verbo raro portugués y español –no italiano, por ejemplo– clave aquí y todavía más oscurecido por la actualidad de lo mediático.

3. El concepto escurridizo y volátil de educar

Debimos abandonar hace tiempo la idea de educar al prójimo, o a la población, como pretendieron los totalitarismos, y estudiar mejor el hecho existencial de educir, salir, brotar, crecer, florecer, fructificar y madurar, conscientes de que nadie te crece ni te madura. En todo caso, que nos educamos juntos (ni siquiera mutuamente, como se traduce mal a Freire). Pero esto no significa ver la educación como un fenómeno vegetativo y espontáneo, impersonal e incontrolable: puede ser fomentado, ayudado..., «desafiado» –dice el brasileño– por la vida y por quienes desean contribuir al crecimiento propio y ajeno y acompañar a los principiantes 12.

Pero seguimos pensando en un sujeto –educador– que traspasa educación al educando. Tanto es así que muchos –y también cristianos– cifran nuestra crisis en un fracaso general de la transmisión (familiar, social, cultural...). Sin negar su importancia, también podríamos adjudicar el fracaso a una educación bancaria que no ha cultivado en las aulas el auténtico desarrollo humano existencial y colectivo.

Y es que cuanto más se parezca la educación a la vida misma y más se relacione con ella, menos sabemos ubicarla en la escuela tradicional, donde ni siquiera se lee a diario la primera página de la prensa. Temerosos de la propaganda política, religiosa, etc., muchos evitan la actualidad en las aulas 13. Reconozcamos, por lo menos, que educación es un concepto cuando menos polivalente y no tan claro. Solo ruego al lector que no tema y que siga el viejo truco socrático: «Malo que te engañen, ¡pero si te engañas a ti mismo...!». La educación que impartía aquel austero ateniense –hijo de una partera y de un marmolista (nada metafóricos, por cierto)– se confundió con corromper a los jóvenes. Y los pedagogos deberíamos restaurarla una y otra vez.

4. Algunos ejemplos concretos

Tratemos de ver a cámara lenta cómo algún hecho existencial concreto se transforma en avance personal. Hay cientos de ellos en la vida diaria; improviso solo cuatro:

• Una joven madre siempre comprometida en lo social oyó, por fin, la frase mágica en labios de uno de sus hijos de 12 o 13 años: «Mamá, hay que hacer algo para cambiar eso tan injusto». «Venga –le respondió enseguida–, si quieres cambiar el mundo, empieza por hacerte tu cama todos los días». Parece una broma.

• Una niña sueca no lograba entenderlo. El calentamiento del planeta ponía en peligro la vida de la gente y en su país no se hacía nada. Así que se plantó ella sola con una pancarta ante el Parlamento todos los viernes. Chicos y chicas de todo el mundo siguieron su ejemplo. Tenía 15 años y se llama Greta Thunberg.

• Yo mismo invité a un joven, supuesto escocés, a explicar directamente a mis alumnos –unos cuarenta, de 14 a 18 años– su ingeniosa oferta: comprábamos una enciclopedia y, cuando nos la enviaran desde Escocia, a él le sumarían más puntos para su beca universitaria de periodismo. Lo hizo muy bien y hasta le invitamos a cenar, pero el riesgo del fraude había que asumirlo. A los míos les tocó crecer –y pagar–; ¿y al escocés?, daban ganas de imitar su sangre fría.

• Los mayores de ese mismo grupo solían ir durante los veranos a trabajar en los hoteles de la costa. Había opiniones para todos los gustos: desde que era una suerte y una temporada de libertad y ligue con las inglesas hasta ¡un «ascazo»! todo aquello... Decidimos hacer un escrito colectivo que pusiera las cosas en su sitio.

Estos cuatro ejemplos contienen vida real, toma de conciencia y decisión por una acción concreta y nueva. No falta en ellos el papel del instigador. Los dos últimos casos están narrados con detalle en un librito de Escritos colectivos de muchachos del pueblo, cuya técnica maravillosa de escritura nos hizo palpar la realidad y nos ayudó a crecer con la vida misma 14. Milani descubrió la escritura colectiva en contacto con Mario Lodi, el Freinet italiano 15, y los escritos colectivos permiten una pedagogía narrativa que adoptaremos en nuestro capítulo final.

Ejemplos tan banales pueden saber a poco y todos tienen la misma dirección: de la vida a la moraleja, podríamos decir. Sin embargo, también los hay en dirección contraria: del programa escolar a los hechos vitales, como veremos en algún ejemplo en el próximo capítulo.

5. Desafíos, relaciones y símbolos

Son las tres realidades básicas de la sencilla antropología personalista que adopto. Son indispensables para comprender el aumento humano que podemos llamar educación existencial. Los conocemos todos de nuestra propia vida.

Los desafíos pertenecen al campo gravitatorio en el que vivimos, y experimentamos fuerzas que nos atraen y nos exigen respuesta. Son interpelaciones, llamadas, casi vocaciones, y con frecuencia provocaciones. Freire utilizó mucho la palabra «desafío», muy frecuente también en las referencias pedagógicas del papa Francisco (por ejemplo, en su encíclica Laudato si’). Los desafíos nos asaltan en los tres niveles de profundidad que ya hemos dicho: uno depende de nuestra más elemental naturaleza biológica y física (tenemos hambre, sed, frío, calor, malestar...) y abarca hasta el enorme poso que la historia ha dejado a nuestro alrededor (desde enseres prácticos, como la cuchara, la rueda o los electrónicos de hoy, hasta las patrias, los derechos y las costumbres sociales). En el segundo nivel se hallan los demás humanos, próximos y lejanos (con sus gratificaciones y conflictos...). Y, en el tercero, lo enigmático de nuestra realidad más personal (acosada o bendecida sin saber cómo por la fortuna o por la mala suerte, por el destino o por alguna voluntad superior cifrada ante nuestra conciencia). Son demasiadas realidades para reunirlas ahora en unas cuantas líneas. Las experimentamos por su carácter desafiante, y hay que responder.

La tarea de quien quiera colaborar en la educación de sus hijos, amigos, alumnos o, por supuesto, de sí mismo y de su grupo está servida: se trata de destapar los desafíos, no de amenazar ni de asustar con ellos; de crear eco en las conciencias y buscar respuestas frente a ellos en los hijos, alumnos, jóvenes... Hay desafíos creativos y estimulantes tan valiosos o más que las alertas de peligro. Demostrar que podemos liberarnos de la dictadura de las modas, las ideologías, la informática, los vicios, la publicidad... ya sabemos que es estimulante. Mostrar las insidias ocultas en la sociedad de consumo, del desarrollismo, etc., también. Descubrir que la sabiduría desafía a la ignorancia –nuestro peor enemigo– es un hallazgo para toda la vida. Las ventajas de la escuela, en este campo vital minado por tantos desafíos ocultos, son extraordinarias: las clases nos permiten explicaciones adecuadas, diálogos, aclaraciones y réplicas, citas, lecturas, seguridad. Me admiran quienes prefieren otros espacios educativos –como el deporte, los viajes, los programas interactivos, las jornadas de encuentro y celebración...– y se olvidan de la escuela. ¿Tan aburrida la hemos hecho? ¿O acaso ha optado por ofertar y dar a elegir y se ha olvidado de provocar? (que significa llamar).

Las relaciones surgen de los desafíos y crean nuestros vínculos con realidades que, a veces, nos preceden, como el clima, el paisaje, el ambiente familiar, nuestros padres o ese entorno sobrenatural que nos dieron con la religión. A veces las relaciones aparecen por sorpresa o por nuestra ansia de libertad y de encontrar sentido y camino ante nosotros. Es decir, nacemos ya con algunos vínculos previos, pero otros muchos los entablamos nosotros mismos. Hay relaciones que se deterioran y se evaporan, dejan de ser conscientes, como al perder y olvidar a algún amigo, por poner un ejemplo doloroso, y más aún si se lo lleva la muerte, y con él se lleva parte de nosotros mismos.

Hay conexiones casi físicas, como en la genética o las órbitas planetarias, o en el campo magnético, mecánico, eléctrico, etc. Algunas son visibles y otras no: voy por la calle y corretea por el suelo un carricoche de juguete. Veo lejos al niño que lo dirige a distancia. Él mismo está vinculado a su madre, aunque de otra manera; ella, aún más lejos, no le pierde de vista. La del cochecillo es una relación de dependencia y sumisión al niño, casi de causa-efecto; la de su madre, de afecto puro. Quien ama alcanza enormes distancias de separación sin perder jamás la conexión ni el contacto; puede faltar lo físico, no el vínculo personal.

En muchas ocasiones, más que de entablar nuevas conexiones se trata de caer en la cuenta de las mil y una que nos atan sin saberlo, y de asumirlas. Cada vínculo está potencialmente lleno de energía, pero los hay amenazadores y los rehuimos.

La tarea de un «educador» –dispuesto a ello, si fuera posible– empieza por conocer muy bien la red de relaciones previas que sostienen o merman la vitalidad de sus pupilos, sin olvidar que la primera relación al alcance de sus propias manos es la suya personal con todos ellos. El axioma pedagógico de don Milani y de tantos otros maestros es cierto: «No se puede educar sin amar».

Las relaciones con sus padres y hermanos personalizan poco a poco a un bebé recién nacido, mucho más que su metabolismo y sus genes. Como a los adultos, nos hacen ser quienes somos la seguridad de nuestra cuna y del plato y del paisaje que tuvimos delante, así como nuestras frustraciones en relaciones fallidas. Porque está claro que las relaciones pueden tener buena o mala calidad, mucha o poca resistencia. Pero somos los que vivimos esto o aquello, los que se apasionaron por la música, los planetas, la montaña, la ciencia o el mar. Hoy los frikis evocan la vocación de grandes artistas, investigadores y aventureros que se relacionaron íntima y voluntariamente con la belleza, la ciencia y la aventura. Determinadas relaciones vitales nos marcan más, hasta el punto de que muchas veces son ellas las que nos ponen nombre. El que nos adjudican al nacer suele vaciarse del significado primitivo: Irene fue paz; Teodoro, don de Dios; Emilio, un guerrero, etc., pero hoy son «la nena», «tío Teo» o «Emilitón». Y es que el nombre –que designa a la persona– hay que ganárselo, y la lista de apodos y piropos con que nos referimos a los seres más queridos significan enlaces. Las madres y los enamorados motejan de continuo a los suyos.

Definir la relación cuesta mucho, a pesar de su enorme importancia. Aristóteles la situó entre las categorías del ser, sustancias o accidentes. Y entre estos últimos puso la relación, que parece el más liviano de los nueve accidentes que él enumeró: cantidad, cualidad, lugar, tiempo, situación, estado, acción y pasión. Por liviana que parezca, la relación es capaz de «cambiar una sustancia ante otra [a la que se refiere]» 16. Cambia mucho que un coche sea mío o no, y cambian los padres cuando nacen sus hijos, y estos cuando pierden a sus padres. Santo Tomás define la relación en la Summa theologiae (I, q. 28, a. 1.3) como «estar referido algo a otra cosa», y a él le sirvió para caracterizar nada menos que a las tres Personas distintas del único Dios y única sustancia. Sus adversarios rechazaban que las tres Personas divinas dependieran de meros accidentes, pero algo así decimos de la personalidad humana de cada uno.

En la moderna antropología o filosofía personalista cuenta mucho la relación personal yo-tú. Quizá se la debamos a Martin Buber (1878-1965), que nos mostró como nadie la naturaleza relacional de los humanos, en armonía con otros filósofos de nuestro tiempo 17. He aquí algunas de sus afirmaciones:

Las palabras primordiales no significan cosas, sino que indican relaciones (p. 7).

No hay yo en sí, sino solamente el yo de la palabra primordial yo-tú y el yo de la palabra primordial yo-ello. Cuando el hombre dice «yo», quiere decir uno de los dos (p. 8).

Cuando se dice «tú», para quien lo dice no hay ninguna cosa, nada tiene en vista. Pero sí está [se halla] en una relación (p. 9).

La palabra primordial yo-tú establece el mundo de la relación. Tres son las esferas en que surge el mundo de la relación. La primera es la de nuestra vida con la naturaleza [...] La segunda esfera es la vida con los hombres [...] La tercera es la comunicación con las formas inteligibles [...] Es muda, pero suscita una voz. No distinguimos ningún tú, pero nos sentimos llamados (p. 10).

Puede ocurrir que [...] al considerar este árbol yo sea conducido a entrar en relación con él. Entonces el árbol deja de ser un ello. Me ha captado la potencia de su exclusividad (pp. 11-12).

Cada tú en el mundo está, por su naturaleza, condenado a volverse una cosa, o por lo menos a recaer sin cesar en la condición de cosa (p. 20).

Se diría que Buber haya inspirado también a Paulo Freire (profesor de Historia y de Filosofía de la Educación en la Universidad de Recife hasta 1964), que abre su primer libro con las relaciones, de forma menos germánica, no siempre fácil:

Es fundamental partir de la idea de que el hombre es un ser de relaciones y no solo de contactos, no solo está en el mundo, sino con el mundo [...] Hay una pluralidad en las relaciones del hombre con el mundo, en la medida en que responde a la amplia variedad de sus desafíos 18.

La tarea de la educación está servida –como en los desafíos– si comprendemos la importancia de la relación como zona sensible de nuestra maduración personal –la educación–, que se puede estimular en la escuela como en otras estancias de cada vida humana. Estos autores lo confirman. Si crecer como personas significa, en definitiva, relacionarse más y mejor –sin ser cuestión de cantidad, sino de profundidad y consciencia–, no tenemos más que estimular y propiciar buenas relaciones en nuestros hijos, alumnos y en nosotros mismos. Buena forma de hacerlo es afinar la atención –sobre la que escribió maravillas Simone Weil– y que puede significar escuchar más y mejor y observar lo que pasa y no pasa a nuestro alrededor.

Como somos esencialmente oyentes responsables, capaces de respuesta, hay que cultivar también la calidad de las respuestas voluntarias que damos a cuanto nos llama, pues no todas son iguales. El papa Francisco hizo una curiosa observación en su encíclica Laudato si’, sobre el cuidado de la casa común, la Tierra: muchos jóvenes, dice, «luchan admirablemente por la defensa del ambiente, pero han crecido en un contexto de altísimo consumo y bienestar [...] Por eso estamos ante un desafío educativo» (n. 209). Y no contento con eso hasta sugiere modestas respuestas concretas: abrigarse más en vez de exagerar la calefacción, evitar el plástico y el papel, ahorrar agua, separar los residuos, no tirar alimentos, cuidar las plantas y animales, compartir el vehículo o usar transporte público, plantar árboles, apagar luces innecesarias... (n. 211).

A la escuela le compete confrontar y matizar las respuestas mejores y posibles.

Los símbolos sufren en la cultura media española un desconocimiento e imprecisión aún mayores que el término «educación». Paul Ricoeur los encumbró hasta tenerlos por vigías de nuestro más allá (no necesariamente religioso): «Centinelas del horizonte último de nuestra inmanencia». Pero hablamos de ellos con un lenguaje tan vago como omnipresente que genera mucha confusión. En general, los confundimos con los signos, ni siquiera parientes. No deberíamos decir: «Esto no es más que un símbolo», sino: «Nada menos que un símbolo»; ni tampoco: «Tal cosa simboliza tal otra», pues eso lo hacen los signos, cuyo significado concreto necesitamos saber de antemano para que puedan significar algo: las señales de tráfico significan lo mismo en todo el mundo por una convención legal y, otros signos, por una experiencia natural («por el humo se sabe dónde está el fuego»). También las palabras son signos y nos llevan a su significado en el diccionario y en el uso común. Salvo en la poesía, cuya combinación verbal de belleza, ritmo, etc. nos lleva más allá, si lo logra, o mejor, nos toca más dentro que nuestra inteligencia racional y nos emociona. En algunas realidades simbólicas se muere un día su simbolismo, porque se quedan en meros signos con un significado fijo: la torre Eiffel, París, pero aún puede decir muchas más cosas a quien la contemple con atención. Hasta los gestos de afecto, comunes o raros, se pueden pervertir y dejar de ser símbolo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?» (Lc 22,48). Las poesías de Bécquer –dicen los malos profesores antes de leer una despacio y bien para ver qué pasa en sus alumnos– son románticas, y se les aplica ese significado. Ninguno de los símbolos, en cambio, lo es para siempre ni para todos, y los hay innumerables, pero nacen, viven y pueden morir, aunque los colores de la bandera o las notas marciales de los himnos permanezcan como si nada.

Cuántas veces, para simplificar nuestra relación con otros, tratamos de dar un significado concreto y ya sabido a su rostro: «¡Tiene cara de tonto, de gitano, de...!», porque el rostro humano puede ser el caso más explícito y palmario de lo que es un símbolo. Fue Emmanuel Lévinas (1906-1995), otro gran filósofo judío de nuestro tiempo, quien concretó detrás de Buber –y, como él, en medio de la convulsión del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial– nuestra misteriosa relación con el otro, que se convierte en nuestra responsabilidad radical. Y Lévinas nos desveló el rostro humano como un símbolo: es un objeto material irreductible a la típica generalización de los conceptos, capaces de abstraer de seres únicos e irrepetibles uno por uno, «la gente, el hombre». El rostro no ofrece mensajes de verdad que puedan aferrarse con teorías. Cada uno emite un imperativo ético («no matarás») que hay que obedecer. Ningún rostro impone respeto por su simetría conmigo, sino por su singularidad total, dirigida al infinito con la originalidad imprevisible de su libertad e indeterminación abiertas. Cada rostro –por más que aparezca desnudo, inerme, expuesto– es ante nosotros irrupción, visitación, pregunta, interpelación, llamada, enigma, imperativo, misterio, huella, epifanía del totalmente Otro. «El rostro se niega a la posesión, a mis poderes. En su epifanía, en la expresión, lo sensible aún apresable se transforma en resistencia total a la aprehensión» 19.

Lo menos conocido de los símbolos es precisamente que nos ponen en relación con otra realidad o, la mayoría de las veces, nos la descubren ya presente en nosotros. Es decir, el conocimiento simbólico es autoimplicativo, toca la intimidad de nuestro yo.

Si los traigo aquí es por su inmenso poder pedagógico, tanto porque destapan nuestras relaciones profundas e inconscientes como porque inician otras nuevas y nos hacen crecer (EPL 28; cf. 53 y 100). Si la pedagogía y la escuela españolas han recibido con entusiasmo la inteligencia emocional y el dinamismo neuronal, de los que nadie hablaba antes, estoy seguro de que celebrarán con inmensa alegría el cultivo de la inteligencia simbólica. Solo ella nos alcanza realidades inaccesibles de otro modo, como el yo y el tú antes aludidos, o la belleza y nuestra mejor relación con la naturaleza, con la historia, con los demás y hasta con el misterio de Dios 20. Varias materias escolares parecen más prontas para acariciar las cosas por si debajo hay símbolos 21, como son la historia del arte, la literatura, el conocimiento de las religiones, pero ninguna se escapa de esta posibilidad.

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