Kitabı oku: «Paisajes de la alegría», sayfa 2

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AGRADECIMIENTO A MARGUERITE YOURCENAR

PRONTO, las huellas que creímos

profundas se tensan, sin sombra,

en la piel de los calendarios.

Donde hubo atención y silencio,

donde el amor más alto cultivaba

sus jardines, se levantan derruidas columnas,

ruinas de imperios por las que vaga la memoria

en pos de sedas y oro,

ramas de mirto tras la furia

del viento y los solemnes desfiles de la Historia.

Una noche he soñado a Marguerite Yourcenar

soñando los sueños de Adriano,

dispuesta a escribir la primera página

de una novela que justificara su vida,

los viajes, el estudio,

la palabra labrada

en el tiempo con la larga paciencia del agua,

poco a poco, lentamente: de país en país,

de los folios al color de los mapas,

de los hallazgos al fracaso,

de las alimentadas esperanzas

a las tristezas más amargas

pero dueña, tras el mar de la muerte, de su ser,

el mismo que viajó por el pasado de Grecia

y el Nilo ofreciéndome en las Memorias de Adriano

el paisaje de los atardeceres

en los que quise sentir la sangre de la Tierra,

las dudas de los hombres,

la unidad tantas veces perdida en los destellos

falsos de la memoria y el deseo.

MIENTRAS LEÍA EL «ELOGIO A MARCO AURELIO» DE JOSEPH BRODSKY

COMO llegado de otro mundo,

leía el texto del «Elogio a Marco Aurelio»

de Joseph Brodsky.

Lo leía sintiendo, al mismo tiempo,

una lejana, olvidada alegría;

sentía como si la sangre

corriera con más fuerza,

como un poderoso río de agua transparente,

un río que ponía las cosas en su sitio:

las ambiciones y los artificios,

los miedos, sobre todo, de tantos que no saben

mirarle los ojos a la libertad.

Leía el texto del «Elogio a Marco Aurelio»

mientras agradecía

el beso de los míos,

mientras pensaba en la belleza oculta

almacenándose

en los polvorientos archivos

escritos por la Historia.

Y como era imposible,

de pronto, adueñarse del misterio de la vida,

cerré los ojos para olvidar,

cerré los ojos para soñar,

para agradecer en muda plegaria

el solo hecho de una lectura

que me llevó a mi hogar,

a esa rara unidad desde la que es doloroso

pensar en el ciego aplauso y en la indiferencia

después de tantas representaciones.

LA LECCIÓN DE SÖREN KIERKEGAARD

ANTES fue la pasión,

el penetrar en el vientre de la luz

con los ojos de los conquistadores,

con mapas de eldorados

impregnando las manos

con el olor de la Utopía.

Antes era la apertura del alma,

el ser de las cosas preservando su misterio.

Ahora el hombre viene y va

en el buscado consenso del aturdimiento.

«El hombre no se tranquiliza

hasta que no ha hecho del error, dogma,

solo entonces se ve seguro contra la verdad»,

decía el sabio

cuando el mundo seguía

con sus ropajes de apariencia

y los santos y los poetas

buscaban iniciales brisas

en el templo de la incomprensión y la soledad,

donde anunciaron el precio de vivir:

Renuncia. Sacrificio.

La misma vida.

La vida entera.

Y que lo hecho, vale la pena.

EVOCACIÓN DE SANTIAGO AMÓN

NINGÚN acontecer como tu entrega,

ningún huracán, ningún querer

ni deseo imaginado como tu palabra

aquella vez, en Carrión de los Condes,

una ardiente y solitaria tarde de verano.

Te recordaba en los versos de César Vallejo

manando como almíbar de tus labios

cuando, en la antigua escuela,

comenzaste a recitar versos

del palentino Gabino Alejandro Carriedo.

Después, quedaron las conversaciones

sobre pintores y poetas,

sobre el Románico y los paisajes de Brueghel y Vermeer,

Velázquez y Giorgione,

Antonello de Messina y Carpaccio.

Volaste luego hacia nuestro mar

sin saber que ―muy niño siempre―

no podrías saltar la alta ola del destino

y rompiste mi programa de vida,

me dejaste la ilusión herida entre las luces

de unas manos que, obstinadas, buscaban

nombres a los enigmas que nada respondían.

Como el «sí» del amor como inolvidable símbolo,

recitabas, casi solitario, los poemas

de Alejandro Carriedo

ofreciéndome, de una vez por todas,

el néctar de la entrega,

la certeza de quien sabe los soles

que levantan los barcos

chorreantes de esfuerzo y dulzura

en los abismos del silencio

y los infinitos dibujos

que colorea el aliento del verbo.

Han pasado años desde entonces

y mi mano buscaba cómo darte las gracias,

cómo decir tu nombre de maestro

tan solo por breves encuentros,

la conferencia de César Vallejo

y aquella tarde de oro

tan bella como el Románico en un atardecer.

Tanta oración de piedra.

ENTRE TAÜLL Y SAN MILLÁN DE LA COGOLLA

EN la senda del tiempo

se levanta la sonata del fuego,

el calor de fogones

que envuelve recuerdos y confidencias,

el compromiso de compartir

todas las lenguas en densos silencios

en los que, alta, brilla la amistad.

Corren sobre las mesas ríos densos,

ríos de nieve que embellecen

las medievales piedras de los puentes,

de los muros que levantan campanas de plata,

tejados azules que recogen migraciones

de nubes y rebaños,

el festejo de las tormentas,

los ojos fatigados

de buscar Belleza imposible

u oculta por los límites,

los errores o la insoportable mediocridad.

Corren sobre las mesas los libros y los trenes

al tiempo que refrendamos el pacto de amistad

en San Millán de la Cogolla,

la dicha del deseo

como una flecha en la blanca diana del porvenir.

Miro en un álbum de fotografías

nuestra imagen en Taüll

y escribiendo, revivo,

vuelvo a sentir aquellos entrañables rumores,

los mismos aromas de hogueras, manzanas y pan,

el frío entre las venas alimentando el fuego

de la misma emoción,

palabras cantando con la lluvia entre los pueblos

que embellecen más el Románico

bajo las cataratas y bosques de Bonaigua.

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