Kitabı oku: «El peso del vacío», sayfa 3
—Papá, cada uno se relaciona con el arte desde su propia perspectiva, lo importante es que lo amas con toda tu alma. Además, los artistas necesitan personas como tú. Sois las que hacen que el arte sobreviva, de hecho gracias a vosotros pueden existir el arte y los artistas. Yo estoy muy orgulloso de ti.
En aquel momento llegó Selene.
—Mamá, ¡voy a tocar en el Metropole!
—Lo sé Michel, tu padre me lo ha dicho hace un rato. Te lo mereces. Todo el trabajo de estos últimos años ha sido espléndido. El Metropole solo será el primer paso de una carrera larga y brillante, estoy segura. No podemos estar más orgullosos de ti, Michel, dame un abrazo.
Se abrazaron con fuerza, mientras su padre sonreía apurando las últimas gotas de su Chivas Regal sin hielo.
9
Ginebra, invierno de 1983.
Aquella mañana, el ensayo con la orquesta había sido especialmente fluido y había terminado pronto. Ra se dirigió a su casa con su violín a la espalda, un poco antes de lo habitual.
Al entrar en el portal le sorprendió encontrarse con una mujer joven, que llevaba a una niña en una silla de ruedas. Estaba tratando de colocarla en el ascensor, pero este era tan estrecho y alargado que la silla entraba con mucha dificultad, debido también a que la niña, de unos 12 años, debía pesar bastante.
—Permítame que la ayude —dijo Ra.
—Muchas gracias. Se lo agradezco. Mi hija se hace mayor y cada vez me cuesta más manejarla.
—Creo que ya sé cómo podemos hacerlo —dijo Ra—. Yo me colocaré dentro y estiraré de la silla, mientras usted empuja desde fuera. Yo daré al botón, ¿a qué piso van?
—Vivimos en el 4º B.
Ra sintió un escalofrío. Eran sus vecinos. Los inquilinos del piso de donde procedían los espantosos gritos que había oído aquel día.
Entonces se fijó en la niña, que estaba totalmente ausente en su silla de ruedas: tenía la cabeza ladeada, los ojos eran de un color verde, claro y transparente, y tenía pequeñas convulsiones. Aquella niña poseía una belleza extraña. El cuerpo estaba retorcido. A Ra le pareció percibir que la columna estaba presionada por unos músculos en tensión constante, que forzaban toda su estructura corporal hacia el lado derecho. Ambas manos estaban apretadas con fuerza, con los dedos doblados y el color de la piel era de una palidez extrema.
—Yo también vivo en el 4º. En el 4º C. Somos vecinos —acertó a decir Ra.
—Ah, ¿así que eres tú quien toca el violín?
—Sí.
—Me alegro de conocerte. Soy Martine, y esta es mi hija Desirée. La llamamos Desi. Tiene parálisis cerebral.
—Encantada Martine, yo soy Raquel, Ra para los amigos. Parece que he llegado en el momento oportuno. Te voy a ayudar a colocar la silla. Vamos a hacerlo juntas.
Ra pasó primero y estiró de la silla hacia dentro del ascensor. Martine empujó con fuerza y finalmente consiguieron entrar las tres en aquella estrecha jaula.
Subieron al cuarto piso y repitieron la operación inversa para salir.
Se quedaron un momento en el vestíbulo. Ra se fijó en que los ojos de aquella joven madre reflejaban un sufrimiento y un cansancio infinitos. Martine se dirigió a ella con una sonrisa:
—Muchas gracias por tu ayuda. ¿Quieres pasar un momento y nos tomamos un café? Estoy sola.
Ra dudó un momento, pero enseguida tomó una decisión.
—Claro Martine, encantada. Permíteme que deje a mi colega en casa —dijo señalando al violín— y enseguida estoy con vosotras. Dame cinco minutos, si quieres puedes ir pasando.
—Perfecto, hasta ahora.
Ra entró en su piso, dejó el violín bien guardado en el armario y se quedó un momento pensativa, tratando de entender la situación. ¿Esa niña tan aparentemente frágil era capaz de emitir aquellos terroríficos sonidos? Se dio cuenta de que Desi ni tan siquiera la había mirado, parecía ausente de todo. Tampoco cuando la habían metido en el ascensor y había sufrido varias sacudidas fuertes había reaccionado… No sabía qué pensar.
Cogió una caja de té y salió de su casa. Llamó al timbre del 4º B. Martine abrió la puerta y con un gesto la invitó a pasar. El piso era sencillo y humilde como el suyo, pero estaba decorado con muy buen gusto. Había un orden y una limpieza impecables.
—He traído té. Yo no tomo café.
—Ah, bueno —dijo Martine—, a mí también me encanta el té, y tengo de varios tipos, si quieres.
—No, tranquila, tú me estás invitando a tu casa y yo al té. Hoy tomamos del mío.
Las dos se sonrieron.
—Voy a prepararlo todo. ¿Te quedas un momento aquí y vigilas a Desi? ¿Quieres una galleta?
—Claro, sí gracias. Ve tranquila.
Desi estaba en el comedor vuelta hacia ella, pero no parecía reparar en su presencia. Ra se acercó y le cogió la mano. La piel era de una suavidad radiante, parecía de seda. Los ojos eran limpios y serenos, pero su boca tenía un rictus de sufrimiento, que le hacía parecer menos niña de lo que era en realidad. Ra sintió que se le abría el corazón hacia aquella personita inmóvil y con la mirada perdida. En un impulso le dio un beso en la mejilla. La niña no reaccionó.
Martine apareció con la tetera, tazas y un plato con galletas.
—Bueno, esto ya está. He traído miel y azúcar, porque no sabía cómo te gusta… por cierto, el té que has traído tiene un aroma maravilloso.
—Sí, a flores de bergamota. Me encanta ese perfume. Y no te preocupes por el azúcar o la miel, yo lo tomo solo.
Martine sirvió el té en las tazas y señaló a Ra el plato de galletas.
—Las hago yo misma, con jengibre.
—Gracias, tienen una pinta estupenda —dijo cogiendo una.
Martine observó a aquella joven comiendo su galleta. Irradiaba una gran calidez y confianza. Agradeció que estuviese allí.
Hubo un momento de silencio. Ra miró a Desi y luego a Martine.
—¿La cuidas tú sola?
—Estoy casada. Mi marido Stelian es de Rumanía y trabaja durante toda la semana en Francia. Solo está aquí de viernes por la tarde a domingo después de comer. Es el encargado en una fábrica de ensamblaje de piezas para automóviles, que está a treinta kilómetros de la frontera suiza. Desde luego que cuando está aquí me ayuda, pero podríamos decir que prácticamente la cuido yo sola.
—¿Tú eres suiza?
—No, francesa, de Lyon, pero llevo aquí muchos años. Desi nació aquí.
—¿Desde cuándo está así?
—Nació bien. Era una niña perfecta. Me miraba con aquellos ojos luminosos y nos reíamos las dos. Yo le daba el pecho y se desarrollaba sana y preciosa. Cuando tenía un año y medio, y ya empezaba a decir algunas palabras, tuvo una extraña infección, que le afectó a los vasos sanguíneos del cerebro. De un día para otro se quedó rígida y dejó de hablar. La zona del cerebro que rige el movimiento de ciertos músculos está dañada. No puede caminar, ni hablar, ni controlar sus esfínteres. Su cuerpo ha quedado en un espasmo sin fin. Es una parálisis espástica, la peor de todas.
Los ojos de Martine estaban llenos de lágrimas. Ra se acercó y la abrazó. Martine irrumpió en unos sollozos imparables. Estuvieron así un buen rato, abrazadas, llorando juntas y compartiendo aquel dolor que unía a dos personas, que, hacía unos momentos, eran absolutamente desconocidas.
10
Ginebra, sede de la Suisse Romande. Primavera de 1984.
Horst Stein era un director con una enorme intensidad dramática y lírica. Exigente y meticuloso, conseguía una gran profundidad en la interpretación de las obras de sus compositores favoritos: Wagner, Richard Strauss, Max Reger… Su gestualidad al dirigir era rica, clara y efectiva y su trato con la orquesta amable, pero directo.
Ra lo tenía muy cerca y seguía atentamente hasta la menor de sus indicaciones sin perder detalle. Stein la había tratado con cordialidad desde su incorporación a la orquesta, porque vio enseguida en ella una persona entregada y con un talento fuera de lo común.
Los primeros conciertos en el Victoria Hall fueron un éxito. La Suisse Romande sonaba mejor que nunca —al menos eso le parecía a Ra—, que se sentía ya definitivamente integrada en la orquesta. Estudiaba mucho y se preparaba las obras con un interés y una meticulosidad que no pasaron desapercibidas a su compañero de atril.
Cuando Yuri, como concertino, diseñaba los movimientos de arco para la cuerda en una nueva obra, la mayoría de las veces consultaba a Ra. Había llegado a confiar en ella, tanto como en él mismo. Su musicalidad, su perfecto fraseo, su entrega y una técnica excepcional hacían de ella una pieza imprescindible en la sección de los primeros violines.
Habían transcurrido ya tres meses desde que Ra se incorporó y la relación entre los dos había ido creciendo en confianza y compenetración. Se habían hecho realmente amigos. Ra admiraba a Yuri por su increíble seguridad al tocar y el espléndido sonido que era capaz de arrancar de su violín, un E.H. Roth alemán que había conseguido con enorme esfuerzo, ya que su familia, que seguía en Moscú, no le había podido ayudar económicamente.
—En Rusia no se pueden conseguir buenos violines. Si la sonoridad de la cuerda de las orquestas rusas no puede compararse a la del resto de Europa, es porque todos tienen violines de poca calidad —le había comentado a Ra al principio de conocerse, cuando ella se había interesado por su instrumento.
—Y tú Yuri, ¿cómo lo hiciste?
—Bueno, yo ya llevo bastantes años en Suiza y he tenido la suerte de conseguir el puesto de concertino en una prestigiosa orquesta…
—¡Nada de suerte, amigo! —le interrumpió Ra—, te lo has ganado a pulso.
—Bueno, lo que sea, la cuestión es que el sueldo de concertino me ha permitido ahorrar y poderme comprar este violín que adoro.
—Sí, es magnífico.
Alguna vez habían jugado a intercambiarse los violines y ambos se habían sentido extraños con el instrumento del otro. Sin duda, los dos eran de una calidad excelente, pero la conexión entre el instrumento y el intérprete se conseguía con el tiempo y algo muy difícil de explicar desde la lógica que Ra llamaba el «intercambio de fluidos», y esta expresión siempre hacía reír a Yuri.
—Hoy tengo el fluido un poco escaso —le decía sonriendo y guiñándole un ojo.
Una tarde después del ensayo, mientras recogían los instrumentos y guardaban las partituras, Yuri se volvió hacia Ra y le dijo como si tal cosa:
—Hoy es mi cumpleaños. Y un día importante, porque cumplo nada menos que 30. ¡30 tacos!... me he hecho mayor… Y la verdad es que me encantaría celebrarlo contigo. ¿Qué te parece si te invito a cenar?
Ra le miró sonriente.
—Vaya Yuri, ya eres un vejestorio. Jo, 30 ya…pues ¡felicidades! De acuerdo, claro que sí. Nos vamos al sitio que quieras, me dejo invitar por mi amigo y compañero de atril y casi jefe…
Empezó a hacerle cosquillas en el costado jugando como una niña, los dos rieron. Ra le perseguía entre los atriles, porque sabía que Yuri no lo soportaba. Después de tirar varios atriles y tropezar entre risas se dieron cuenta de que se habían quedado solos. Sin saber cómo, habían acabado abrazados en un lado del escenario. Les sorprendió a ambos. Se separaron, fueron a coger los instrumentos y salieron a la calle.
Yuri sabía que a Ra le gustaba la comida japonesa, así que la llevó al Funakawa, el mejor japo de Ginebra. Era un lugar con una iluminación íntima, muebles de madera lacada y manteles con dibujos en tinta china de pájaros y bambúes. Ra nunca había estado allí. Le pareció encantador. Una música de sakuhachi sonaba dulce y misteriosa, creando una atmósfera melancólica.
—Gracias por este lugar, Yuri, es precioso.
—Pues ya verás la comida, está llena de matices. Es como comerse el «Preludio a la siesta de un Fauno».
Los dos rieron.
—Si lo hubiese sabido tendría un regalo para ti.
—Tu mejor regalo es estar conmigo ahora y aquí.
Ra sonrió.
—Yuri, me gustaría comentarte algo. Hace muy poco he conocido a una niña, Desi. y a su madre, Martine. Son mis vecinas, aunque no las había visto nunca hasta ahora. La niña tiene una parálisis cerebral muy severa. Parece ausente de todo, no la he visto reaccionar a nada. Me he sentido muy cerca de ellas dos y me gustaría ayudarlas, pero no sé cómo…
—Uf, la parálisis cerebral es una enfermedad durísima. Yo he vivido la experiencia, porque tengo un primo en Moscú que está afectado. Se llama Vlad. También va en silla de ruedas y necesita atención constante. Mis tíos lo están pasando muy mal.
—¿Cuántos años tiene?
—Ahora debe tener ya más de 20.
Yuri se quedó un momento pensativo.
—¿Sabes cómo podrías ayudarles?... Tócale a la niña algunas piezas con tu violín. Yo lo hacía de vez en cuando con mi primo y se le iluminaba la mirada. La música para ellos es como agua para las plantas. La necesitan. Su cuerpo está mal, pero su alma está intacta.
—Oh Yuri, te lo agradezco mucho, me has abierto una puerta preciosa y desde luego voy a cruzarla. ¡La música! ¿Cómo no se me había ocurrido? Creo que a su madre también le vendrá bien un pequeño concierto casero. Tocaré para las dos y seremos felices las tres.
Ambos rieron.
—Yuri, eres el mejor amigo y compañero del mundo, gracias otra vez.
Los ojos de Yuri se encontraron con los suyos y la sensación que tuvieron ambos es que se miraban por primera vez. Él cogió su mano. Ra la sintió cálida y firme. Le gustaban las manos de Yuri. Unas manos bonitas e inteligentes —pensó la primera vez que le vio—, que se deslizaban por el mástil del violín como un trineo de su Rusia natal avanza por la nieve, con suavidad y alegría. A pesar de su juventud y humildad, Yuri era un verdadero maestro. Qué mejor compañero podía haberle tocado…
Notó los labios de Yuri sobre los suyos. Un estremecimiento y su corazón se abrió en un latido largo y cálido. Se sintió transportada a su noche transfigurada.
11
Zúrich, 1975.
La muerte de su madre había sumido a Karl en un estado de desconcierto total. No podía entender lo que había ocurrido. La policía le había pedido que no tocara nada, cuando les telefoneó para explicarles lo ocurrido. Aparecieron al cabo de media hora con una médica forense. Examinaron el cuerpo de Anne como el objeto de una investigación y aunque tuvieron con ella cierto respeto, Karl sintió que aquella figura rígida y pálida a la que sometían al protocolo, ya no tenía nada que ver con su madre.
Pensó que la muerte es el mayor misterio al que nos enfrentamos todos. ¿Dónde estaba aquella mujer que tanto amor y cuidados le había dado durante años, antes de que la desaparición de su marido la trastornara? Karl conocía tan bien sus movimientos… su tierna mirada y una risa alegre que había desaparecido con el tiempo, pero que había formado una parte muy especial de su personalidad. ¿Dónde estaba ahora todo eso? ¿Cómo se escapa la vida de un cuerpo? ¿Qué había realmente más allá de lo que creemos saber?
La forense le dijo que a primera vista podría tratarse de un ictus cerebral. Un coágulo mortal instantáneo, pero que no estaría segura hasta hacerle unas pruebas. Karl pensó que al menos no habría tenido sufrimiento y esto le alivió un poco. La policía le comunicó que tenían que hacer una investigación rutinaria.
El inspector le hizo unas cuantas preguntas para el informe y le comentó en voz baja que, dadas las circunstancias, era obligado hacer la autopsia para determinar con exactitud la causa del fallecimiento. A Karl se le revolvió el estómago, cuando imaginó el cuerpo de su madre abierto, manipulado, roto, profanado… aquel cuerpo que le había contenido a él. Cerró los ojos sin poder evitar las lágrimas en silencio. Dio su consentimiento, firmó el documento y salió de la habitación.
Dos personas de la funeraria Holstein habían aparecido por la mañana, cuando Karl les llamó. Anne lo tenía todo previsto y ya estaban pagados los gastos del sepelio. Había dejado por escrito que deseaba que se la enterrase junto a su marido en el cementerio de Zúrich, pero aún quedaban algunos trámites por hacer.
—Le acompaño en el sentimiento —le dijo el hombre del traje oscuro dándole la mano.
—Gracias.
—Su madre tenía una póliza con nosotros que cubre todos los gastos: sepelio, maquillaje, ataúd, flores, ceremonia religiosa e inhumación junto a su marido en el nicho familiar. Lo que su madre no había hecho es escoger el ataúd, tendría que hacerlo usted. Si me permite le enseñaré los modelos que tenemos.
Karl se sintió desvalido, teniendo que tomar una decisión que en aquel momento le aturdía.
—Es importante que lo haga ahora —oyó la voz del hombre—, porque si le gusta uno del que no disponemos en este momento, aún habría tiempo de pedirlo a fábrica.
Karl escogió un ataúd de madera clara, sólido y bien construido con un crucifijo plateado. A ella le habría gustado.
Al cabo de una hora llegó una ambulancia y dos sanitarios subieron hasta el piso una camilla. En presencia de la policía, de los miembros de la funeraria y de él mismo, colocaron los restos de su madre en una bolsa de color gris. Cuando la cremallera se cerró y Anne quedó metida en aquel triste saco plastificado, Karl sintió una inmensa tristeza y se dio cuenta de que todo había acabado, que aquello era tan solo un cuerpo, pero no su madre.
Con cuidado, los sanitarios bajaron por las escaleras el cadáver atado a una camilla y lo depositaron en la ambulancia. Los empleados de la funeraria dieron a Karl un montón de papeles para firmar y se despidieron. Quedaron en avisarle en cuanto se supiese el resultado de la autopsia y se procediese a la inhumación.
Karl no quería una exposición de su madre en el tanatorio después de la autopsia, ni tampoco ceremonia religiosa, así que al cabo de dos días, el coche fúnebre llevó a Anne dentro de su flamante ataúd al cementerio. Detrás, en un taxi, solo dos personas: su vecina Rose y él. Lo recordaría como el viaje más triste de su vida. Rose lloraba. Él permanecía en silencio mirando por la ventanilla la mañana nublada y fría.
La inhumación fue sencilla y breve. Nadie pronunció unas palabras, únicamente Karl y Rose colocaron un ramo de crisantemos blancos sobre el ataúd, antes de que la tierra lo cubriese.
Karl pudo distinguir durante un momento el féretro que contenía los restos de su padre. Estaba deteriorado y gastado por los años. Su querida esposa estaría junto a él para siempre. Ese pensamiento le reconfortó.
El frío cortaba su cara. Notó la mano de Rose en la suya.
—¿Nos vamos Karl? Ya no podemos hacer nada más.
Caminaron juntos por el paseo central del cementerio en dirección a la parada de taxis.
Su único vínculo con aquella ciudad acababa de cortarse. Sintió que tenía que irse de allí.
12
Lausana, junio de 1984.
Después de oírle tocar, Lucien, el director del Metropole, había propuesto a Michel un ciclo de tres conciertos. Estuvieron hablando con entusiasmo sobre qué programa sería más adecuado para el público de Lausana.
Michel propuso que fuese algo poco habitual. Después de dar muchas vueltas acordaron hacer un tríptico. Tres recitales completamente diferentes. El primero sería exclusivamente de música barroca, el segundo de compositores europeos y el tercero de los grandes maestros rusos. Un programa arriesgado y complejo, pero de una riqueza insuperable.
—Así una misma persona puede venir cada día a escucharte y disfrutar de una audición completamente nueva. Vamos a llenar todos los días.
—Sí Lucien, tienes razón. Lo único que me preocupa es memorizar un programa tan extenso y variado. Es realmente un reto enorme.
—Lo sé —dijo Lucien visiblemente excitado—, muy pocos pianistas podrían ofrecer un ciclo como este. Pero te he oído tocar Michel, y yo tengo mucho ojo para detectar talento. Sé que vas a ser una figura de primerísima línea. Este tríptico será tu presentación. Eres muy joven y el público aún no te conoce, pero voy a invitar a los críticos musicales más importantes de Europa y si yo les anuncio algo que merece la pena, van a venir. También a las fuerzas vivas de la cultura de este país. Voy a apostar por ti.
—Necesito al menos cuatro meses.
—Claro Michel. Mira, una fecha maravillosa para todos sería cerca de Navidad. Es el mejor momento. Viernes, sábado y domingo en diciembre. Fechas de lujo. Y aún puedes disponer de seis meses.
—¿Qué tal es el piano?
—Espléndido. Lo compramos hace tan solo tres años y me he hecho asesorar por un experto. Es un Steinway excepcional, de una calidad fuera de serie. Y de paso te digo que la acústica de la sala ya era muy buena, pero la hemos mejorado con los últimos adelantos técnicos de control de la reverberación mediante paneles móviles. Según el tipo de concierto, podemos hacer adaptaciones para lograr una sonoridad espléndida.
—Realmente impresionante para una ciudad relativamente pequeña como Lausana.
—Sí, pero tú sabes perfectamente, Michel, lo exigente que es el público aquí. La música clásica forma parte del alma de la ciudad y nos hemos esforzado mucho por estar a la altura de lo que se espera de un auditorio como el Metropole.
—De acuerdo Lucien, vamos a hacerlo, y además me encantará. Prepáralo todo y muchas gracias por tu apoyo.
—No me las des, creo absolutamente en ti y además me vas a hacer ganar un montón de dinero, ¿qué más puedo pedir? Seguimos en contacto. Empieza a prepararte ya, lo que hemos diseñado es una auténtica bomba.
Miró a Michel sonriente y le abrazó antes de salir.
Cuando se quedó solo, Michel se derrumbó en el sofá del comedor. Se sintió atenazado por la emoción y el miedo. No sabía si sería capaz de una prueba tan al límite de sus posibilidades. Desde luego, ya había dado bastantes conciertos, pero todos ellos en auditorios pequeños o medianos y, por supuesto, no ante un público tan entendido como el que iría al Metropole. Además, vendría la crítica. Se acordó de Prodini: «Te pueden destrozar en veinticuatro horas si tienes un mal día»…
Lo que le preocupaba de verdad era poder memorizar ese programa tan extenso y variado. Desde luego se lo sabía. Lo tenía aprendido, pero ¿sería capaz de llevarlo a cabo al primer intento, sin la menor vacilación y encima disfrutando el momento, con la presión que tendría encima?
Tuvo un momento de pánico. Pensó que aún estaba a tiempo de telefonear a Lucien y anularlo todo…
No lo hizo. Respiró profundamente y subió corriendo las escaleras del piso superior. Entró en la sala y se quedó parado frente al piano. Empezó a caminar dando vueltas con la mayor lentitud alrededor de aquel instrumento, acariciando su madera oscura y a la vez luminosa. Era una auténtica belleza, y en estos momentos el mejor amigo que tenía. Le dedicaba muchas más horas a él que a nadie en este mundo.
Miró en el interior de la caja armónica. Allí estaba su dorada arpa de acero. Aguantaba una presión de cientos de toneladas, sin embargo se mantenía firme. La tensión que generan las ochenta y ocho teclas, la mayoría de ellas formadas por tres cuerdas, era verdaderamente gigantesca. La misma que sentía él en ese momento.
Tocó una nota. A pesar de toda esa carga, aquella nota sonaba suelta, limpia, deliciosa y libre.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Él quería ser aquella nota. Y lo sería.
Se sentó en el piano y tocó con rabia, con locura, con amor, la sonata en Si menor de Liszt.
Sí. Daría aquel concierto. Su vida entera dependía de ello.
13
Ginebra, verano de 1984.
Finales de junio. El corto verano suizo se encontraba en su mejor momento y Yuri estaba dispuesto a hacer que aquellos días fuesen inolvidables. Notaba que cada vez estaba más fascinado con Ra y quería que aquella situación tan especial que ambos estaban viviendo, fuese el punto de partida de una relación profunda y perdurable.
Por su parte, a Ra la historia de amor con Yuri le había pillado bastante desprevenida. No hubiese esperado nunca que aquel muchacho tímido que se sentaba junto a ella en los primeros violines de la orquesta, fuera capaz de tomar una iniciativa tan directa y decidida. Pero una de las características de Yuri era su seguridad en todo lo que hacía, sin por ello parecer una persona impulsiva. A Ra le gustaba la novedad de sentirse cortejada y cuidada. Yuri le caía muy bien y le quería, pero de momento no se sentía enamorada, aunque pensaba que podría llegar a estarlo. Él tenía tantas buenas cualidades… Era un gran músico, guapo, sincero, calmado, inteligente, cariñoso… Si viviesen juntos estaba segura de que congeniarían en casi todo.
Hacía una tarde especialmente acogedora, mientras paseaban cogidos de la mano por el centro de la ciudad.
—¿Sabes por qué me gusta tanto Ginebra? —preguntó Yuri besándole la mano.
—¿Por qué?
—Porque aquí vives tú.
—Ya… —Ra sonrió—, eso es lo que piensan los «patriotas»… que su país es el mejor del mundo, porque es el suyo.
—Yo no soy patriota, pero te quiero.
Ra se sintió tocada. Yuri tenía la habilidad de hacer sonar la nota adecuada en cada momento.
—Yo también te quiero Yuri, aunque estoy un poquito desconcertada.
—Claro Ra, lo entiendo. Yo también. Me asombro yo mismo de la profundidad de mi sentimiento hacia ti. Despiertas en mí una sensación que ya tenía olvidada… Eres una maravillosa novedad.
Ra se juntó más y le cogió del brazo.
—Ya sé dónde te voy a llevar ahora mismo —dijo Yuri—, a uno de los lugares que más me gustan de Ginebra, pero será una sorpresa.
La rodeó con cariño por el hombro y caminaron como una feliz pareja bajo los frondosos árboles que bordean el lago Leman.
Entraron en el Parc de le Grange y bordearon el teatro de l’Orangerie, hasta llegar al espléndido jardín botánico. Se sumergieron en un mundo que poco tiene que ver con la naturaleza centroeuropea y menos aún con la rusa. Invernaderos con una temperatura elevada y una humedad constante albergaban una flora exuberante y sensual. Flores multicolores, orquídeas, trepadoras, árboles colosales entre cuyas ramas colgaban enormes lianas y en los que vivían muérdagos, cuscutas, orobanches…
Ra estaba asombrada.
—No me esperaba esto en plena Suiza, Yuri, me encantan los colores, pero lo más irresistible es el perfume que flota en este aire tan espeso y especial. Gracias por este regalo.
—Aún no hemos llegado al epicentro del terremoto —dijo Yuri sonriendo—. Mi sitio favorito se encuentra a la salida del pabellón.
Caminaron unos doscientos metros y allí estaba: el Jardín Japonés... Con su pequeño arroyo, sus arces, su puente de madera y los delicados arbustos con flores de un amarillo imposible.
—Con lo que te gusta la comida japonesa he pensado que estos «sushis» con hojas también los disfrutarías.
Ra sonrió y rozó con suavidad los labios de Yuri. Él la apretó contra su pecho y le devolvió un beso apasionado, que ella dejó que se adentrase por su cuerpo hasta llegar a su vientre, creando unas burbujitas de placer desconocidas.
Se detuvieron en el pequeño puente de madera para observar las aguas tranquilas y diáfanas del pequeño arroyo, en las que nadaban carpas de colores que iban desde el blanco absoluto al oro y al naranja. Los arces japoneses hacían caer el reflejo de sus hojas sobre aquel espejo vivo, creando dibujos de un rojo sangre que palpitaban con pequeñas ondulaciones, convirtiendo aquel lugar en un rincón mágico y de una luminosa belleza.
—Ojalá hubiese traído mi violín —dijo Yuri—. Este lugar me inspira tanta emoción, que podría pasarme horas enteras tocando para ti y al final conseguiría enamorarte.
—Sabes que me encanta como tocas Yuri, pero tú eres mucho más que tu violín y además si me enamoro de ti en un lugar como este, tendrás que ponerme un decorado así cada vez que quieras que te ame.
Los dos rieron y se besaron con ternura.
Caía ya la tarde y la noche se iba abriendo paso lentamente. A esa hora, el perfume del jazmín y del azahar de la China se imponía sobre los demás olores. Las farolas del parque Japonés se encendieron y les señalaron que era hora de abandonar el jardín botánico.
Era martes. No tenían ensayo con la orquesta hasta el viernes. Podían disfrutar de estar juntos y recorrer la ciudad viviendo aquel momento espléndido y aún tendrían tiempo de estudiar las obras del próximo ensayo.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Yuri.
—Pues sí. La caminata y todos estos estímulos sensoriales me han abierto el apetito.
—Pues te voy a invitar a cenar a un sitio que seguro que no conoces.
—¿Más sorpresas?
—Sí. ¿Te gustan?
—Me encantan. Pareces un mago sacando conejos de su chistera… pero yo no soy fácil de engatusar.
Yuri sonrió.
—Aquí la única magia que hay es la que está ocurriendo entre los dos. Por lo menos yo no sabía que existía este sentimiento. Me había pasado con la música, pero nunca con una persona tan joven y preciosa como tú.
—¡Magia Potagia!...
Ra se acercó a Yuri haciendo los pases mágicos de un ilusionista y tratando de hacerle las cosquillas que él tanto odiaba. Salió corriendo y Ra le persiguió, los dos reían como niños. Se abrazaron, se besaron y se dirigieron hacia el centro histórico, que en verano solía estar muy animado.
Yuri la llevó a un restaurante ruso, el «Dostoievski». Le ayudó a escoger la comida y le habló de la vida en Rusia, de su familia y de la nostalgia que a veces sentía, cuando pensaba en su lejano país. Sin embargo, sabía que no iba a volver. Era feliz allí y ahora todavía más.
Hablaban en francés, pero Ra le pidió que le dijera algo en ruso. Yuri le contó un cuento que hablaba de la nieve, trineos con caballos y una bruja que vivía en una casa de hielo. La sonoridad del idioma y la voz grave de Yuri provocaron en Ra un estremecimiento que le evocaba exóticos sueños de lugares desconocidos, lejanos y misteriosos.
Cuando él acabó se miraron fijamente en silencio.
Aquella noche por primera vez durmieron juntos.
14
Zúrich, verano de 1983.
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