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Kitabı oku: «Nubes de estio», sayfa 3

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Llegando, pues, este sujeto como él llegaba de ordinario a aquel sitio y otros tales, hablando a voces y encajando en cada frase media docena de interjecciones crudas, entre mordisco y chupada a su cigarro sempiterno y de los peores, increpó de este modo a los cinco mozos de la tertulia, casi al mismo tiempo que arrancaba con los dientes el tercio superior de su tabaco, que parecía un hisopo:

– ¿Qué canastos hacéis aquí vosotros, pollos invernizos, mientras andan por ahí afuera esas mujeres tan guapas, muertas de necesidad? ¡Reconcho, qué morena! Cada día me parece mejor. Ahí arriba me he topado con ella. ¡Canastos, qué ojos tiene, y qué despachaderas en el gesto! Esas, esas son, reconcomio, lo que hay que apetecer: las que a mí me gustan; las bravías; que haya que cogerlas a lazo y sujetarlas con acial. ¿No es verdad, compañero? (su coetáneo). ¡Canastos, qué mujer esa!… Verdad que a usted ya le tienen estas cosas sin cuidado… ¡Si fuera usted un pobre huérfano desamparado como yo!… Y tú, Casallena de los demonios, ¿para cuándo guardas las coplas finas y el ponerte tristón y languiducho? De seguro, para lavar la cara a las cursis de Madrid, como las que iban con ellas… Con ellas he dicho, porque, canastos… ¡mira que la hermana, en su clase de rubia garapiñada!… Te digo que debe ser una pura guindilla… Hombre, tú, que eres médico, y a propósito de estos delicados particulares, ¿cómo me explicas ese fenómeno… fisiológico?… ¿Cómo de un padre tan feo y tan bruto, pueden resultar dos hijas tan guapas? ¡Canastos, qué morena!… Córrete un poco allá, Picolomini, mal jurista, que hoy necesito yo mucho espacio y mucho viento… y mucha fragancia marina, como decís los poetas de regadío; muchas sales de… ¿de qué, Casallena? Porque resulta ahora que las aguas del mar abundan en sales de… en fin, de esas que vienen a respirar los escrofulosos de Zamarramala, engañados por los de tu oficio. Pues de esas sales necesito yo también ahora, o del aire que las trae, que no es lo mismo; y además… ¡Casaa!… ¡Así llaman los de Becerril al mozo del café!… ¡Concho, qué brutos!… Tráete un vaso de agua con azucarillo; y por si acaso está muy fría, tráete también la botella de coñac para echarla unas gotas. Pues sí, señor: la trigueñita esa, es cosa de verse de cerca. ¿Usted, compañero, ya ha tomado su uvita para amortiguar las neuralgias? ¡Canastos! en otros tiempos se curaba usted las murrias que le partían, con canutillos a pasto… ¡Eso sí! arrojando siempre la punta de ellos, con cara de asco, como si los tragara a la fuerza, cuando lo hacía porque no llegaba la crema hasta allí. ¡La hipocresía de la gula!… por la falta de creencias. Ahora, todo lo malo que se hace es por la falta de creencias. ¡Canastos con la falta de creencias! Ya estoy yo de esas faltas hasta la coronilla… Para eso, el pobre Casallena no se ha tomado, contando por los indicios visibles y los antecedentes que se le conocen, más que un chocolate con media arroba de tostadas fritas, dos platillos de pasteles y una copa de Jerez. ¡Ángel de Dios!… Pero, hombre, éste siquiera tiene la franqueza de su voracidad: se come hasta las migajas, y lame las paredes del pocillo. Lo peor es que, para lo que te luce… Y ¿dónde habéis dejado al gomoso de mi otro sobrino? ese sportman platónico, quiero decir, sin caballo ni esperanzas de tenerle… casi lo propio que el amigo que le ha pegado esos vicios y no tiene más cabalgadura que una pollina casera. En octubre la manda a estudiar a los montes de su lugar, y en junio se la traen pelechando. Pues apuesto una desazón a que ese sobrino mío está esperando en casa el perfumado billete de la última condesa de Madrid que se ha prendado de él, sólo con verle pasar por enfrente de sus balcones. ¡Canastos con los tenorios anodinos que se gastan ahora!… Por supuesto, también por la falta de creencias… ¡todo por la falta de creencias!… Pues volviendo a la rubia, quiero decir, a la otra, porque yo prefiero, pero con mucho, ¡con muchísimo! a la morena… ¿qué demonios me han contado a mí de esa real moza, ahora que me acuerdo? Pues yo algo sé… por supuesto, de lo limpio… Y después de todo, a mí ¿qué canastos me importa? Agua que no has de beber… Pero conste que su padre no se la merece, ¿no es verdad, muchachos?… Ni tampoco ninguno de vosotros, con franqueza, aunque la modestia o la necesidad os haga crear cosa muy distinta… Esa mujer debió haber nacido en mis tiempos, cuando los elegantes no andábamos, como los de hoy, en babuchas y de corto y apretado por la calle, como niños zangolotinos… ¡Reconcho, qué raza y qué modas!…

Y así sucesivamente: los amigos del preopinante escuchaban a veces riéndose, y a veces temblando de miedo, a que entre aquel encadenamiento de ocurrencias fulminantes, expelidas a voces, estallara a lo mejor una claridad que resonara demasiado en los ámbitos del café, que iba colmándose poco a poco de concurrentes; pero no pudieron meter baza por ningún resquicio del monólogo. El alud los arrollaba siempre, hasta que entrando en escena nuevos contertulios, este pintor, aquel periodista, el otro estudiante y el recomendado de más allá, la tormenta fue calmándose, y se encauzó la murmuración, haciéndose más extensa.

En esto se andaba, citando se plantó delante de todos, en la acera inmediata, el mismísima señor de los Brezales, como él se firmaba, o Brezales a secas, como le llamaba todo el mundo. Ya se ha dicho de este sujeto que era el tipo de la vulgaridad enriquecida; y aquí se confirma el aserto, con la añadidura de que era así, no sólo en conjunto, sino en cada uno de sus pormenores físicos y morales: vulgar de pelo, y de orejas, y de pies, y de bigotes, y de espaldas, y de ojos, y de ropa… vulgar, en fin, hasta en la manera de atreverse a ser chancero y gracioso, o solemne y profundo, según los casos, entre gentes de poco más o menos, con la osadía que da a los hombres de escaso meollo la posesión del dinero atropado con la escobilla del atril. Gentes de poco más o menos eran para él las de la mesa; y por serlo, se anunció a ellas con el registro chancero en esta forma:

– ¿A quién se despelleja hoy aquí, señores del plumeo?

– Precisamente a usted y a toda su casta,– respondió López con la velocidad y la fuerza del rayo.

El señor de los Brezales soltó una carcajada. Pura broma, para corresponder a la del otro. Porque toda aprensión podía entrar en su cabeza, menos la de que fuera, en ningún caso, materia despellejable un hombre tan rico y tan serio como él, y que, además, se carteaba íntimamente con un «estadista» de los más sonados.

– ¡Ah, pícaros, beneméritos de una cárcel!– añadió a la carcajada.

– En cambio— replicó el implacable López,– a otros, con menos títulos, los creerá usted merecedores de la patria… y así va el mundo chapucero…

– ¡Oh, qué buenas cosas tiene este don Fabio!– dijo brezales volviendo a reírse, pero sin caer en la cuenta de que merecedor no significaba lo mismo que benemérito; y luego, cambiando de tono y de actitud, prosiguió:– Vamos a ver, caballeritos: yo ando reclutando gente, y a eso he venido aquí.

– Y ¿para qué es la recluta?– le preguntaron.

– Para la junta de ahora mismo— respondió.– ¡Pues me gusta la ocurrencia! ¿No han visto ustedes la convocatoria en El Océano de esta mañana?

Nadie de los presentes se había enterado de ella.

– ¡Ésta es más gorda!– añadió Brezales verdaderamente asombrado.– Son ustedes, si mis noticias no fallan, los que escriben ese papel, y ahora resulta que no saben lo que en él se dice. ¡Así anda ello!

– Pero ¿de qué junta se trata, mi señor don Roque?– preguntó Casallena con su voz suave y acompasada.

– De una extraordinaria— respondió solemnizándose un poquito el interpelado,– que va a celebrar dentro de media hora la Alianza Mercantil e Industrial

– Para el fomento– interrumpió Casallena,– y desarrollo de los intereses locales… Ya recuerdo el título.

– Y de la cría caballar– añadió Fabio López a media voz; y luego volviéndose a Brezales y soltándola toda, le preguntó:– Y ¿qué tenemos nosotros que ver con eso?

– Por si lo tienen me he acercado aquí— respondió el buen hombre.– ¿Ninguno de ustedes es socio?

– ¿Qué canastos hemos de ser?– exclamó el otro.– Esa sociedad es de hombres de mucho pelo, y ésta que usted ve aquí es gente de escasa pluma.

– Pues es de lamentar— dijo Brezales,– porque convendría que los que redaztan papeles concurrieran allá para pintar las cosas tal y como son en sí, y no salirnos luego con un sinfundio por fiarse demasiado del relate de otro.

– Pero ¿tan importante va a ser lo que allí se ventile?– le preguntaron.

– ¡Importantísimo!– respondió Brezales acabando de solemnizarse y de erguirse.– ¡Muy importante! Se van a presentar a la discusión de la Junta tres proyectos maníficos. Los conozco bien, porque se me han consultado repetidas veces. He tenido ese honor.

– ¿Y de quién son, si puede saberse?– preguntó el coetáneo de Fabio López.

– ¿Pues de quién han de ser, canastos?– exclamó éste, revolviéndose mucho sobre la banqueta:– de Joaquinito Rodajas. Apostaría las narices.

– Pues se quedaría usted sin ellas— replicó el candoroso Brezales,– porque los proyectos no son de ese caballero, a quien no tengo el gusto de conocer, sino de otro que, por cierto, no es estimado aquí en todo lo que vale… porque somos así; pero que vale mucho, ¡muchísimo! ¡Oh, qué gran muchacho! Jamás le pagará la población la mitad de lo que le debe.

– ¿Y no se puede saber quién es esa segunda Providencia que nos ha caído de lo alto?– preguntó el de los lentes de oro y la cara hosca.

– Joaquinito Rodajas, hombre: ya se lo tengo dicho,– respondió su coetáneo, poniéndose hasta de mal humor.

– Y yo vuelvo a repetir— dijo midiendo las sílabas el sencillote Brezales,– que padece usted una equivocación, señor don Fabio. No son de ese los proyectos; y en penitencia de la terquedad de usted y del poco aprecio que hacen todos ustedes de estas cosas tan interesantes para el fomento y desarrollo de los intereses locales, ni les digo ahora a qué se confieren los proyectos, ni el nombre de su autor. Cuanto más, que mañana se sabrá todo por los papeles públicos. Y con esto me voy, porque ya irá a empezar aquello, y hay que dar ejemplo de puntualidad… Si por caso ven ustedes algún socio de La Alianza, háganme el favor de arrearle para allá de mi parte… Con la tonía y la pachorra de estas gentes, no se puede atar con arte cosa que valga dos cominos. Adiós, señores.

Y se fue, y le cortaron un nuevo sayo los de la mesa; y como ya comenzaban los sirvientes a encender los mecheros de1café, señal de que también estarían encendiéndose las luminarias del ferial, espectáculo que no perdía nunca el amigo y coetáneo del hombre de la cara hosca, y a éste le iba pareciendo demasiado fresco el ambiente que se colaba por la puerta abierta, marcháronse también los dos antiguos camaradas, apretándose el uno los ijares de vez en cuando, y taciturno y avinagrado el otro, indefectible término y paradero inmediato de las mayores alegrías de aquel singular temperamento.

– III—  A claustro pleno

Como en la escalera no había otra luz que la del mechero de la meseta del segundo piso, donde estaba el domicilio de La Alianza Mercantil e Industrial, para, etc., etc., el acaudalado Brezales tuvo que subir a tientas y con tropezones los primeros tramos, bisuntos, desnivelados y estrechos, y acometer después, con las manos por delante, los retorcidos corredores de la casa, porque de la luz del mechero, aunque estaba abierta de par en par la puerta de ingreso, no alcanzaba al interior más claridad que la estrictamente necesaria para que viera el entrante lo denso de las tinieblas en que se zambullía. Envuelto ya en ellas don Roque, comenzó por arrimar su abrigo de verano a la pared, creyendo que le colgaba de la percha, que debía de estar por allí, sobre poco más o menos; y guiándose después por el rumor de las conversaciones de los consocios que se le habían anticipado, pudo llegar al salón que buscaba, sin detrimento grave de su respetable persona.

El tal salón era relativamente espacioso y estaba empapelado de obscuro, por lo que no alcanzaban a ponerle a media luz las de seis medias velucas que se quemaban en dos candeleros de zinc bronceados, que había sobre la mesa presidencial, de modesto cabretón en blanco, con tapete verde, y en dos palomillas de hojalata, contiguas a las jambas de la puerta. La mesa de cabretón, tres sillas adjuntas a ella y como cuatro docenas más arrimadas a las paredes, componían el pobre, pero honrado ajuar de aquella estancia y de la casa entera, alquilada por lo más granado y pudiente del comercio y de la industria, etc… de aquel rico pueblo, para tratar, con el necesario reposo y la debida comodidad, los asuntos enderezados al «fomento y desarrollo de los intereses locales.» Cuando se constituyó la sociedad, el presidente (cuya elección fue una verdadera batalla, porque las falanges de Brezales, que le disputaba el campo, lucharon como leones), que era hombre de buen gusto, y otra docéna de «despilfarrados» como él, trataron de vestir y de alumbrar el local con cierta decencia, que, cuando menos, le hiciera algo llamativo, ya que no resultara, ni con mucho, en consonancia con el esplendor de sus altos destinos. Pero se presentó en la primera junta general un voto de censura fulminante contra los atrevidos, alegando los proponentes, entre otras cosas, que allí no se iba a hacer vida muelle y regalona a expensas de nadie, sino a trabajar y a desvelarse por el bien de todos; por el «fomento y desarrollo de los intereses locales;» que todos estos trabajos y desvelos estaban reñidos con los perfiles del lujo, sin contar con que el comercio, el verdadero comercio, el comercio de los sudores y de los honrados afanes, era de suyo modesto, sencillo y, si bien se miraba, hasta un poco desaliñado y grasiento; que, después de todo, ¿qué más daba una banqueta de pino desnudo, que un sillón de terciopelo; una araña de treinta luces, que un candil de cocina? ¿Tenían algo que ver estas chapucerías de damisela con los importantes asuntos que iban a ventilarse en la casa de La Alianza Mercantil e Industrial, para el fomento y desarrollo de los intereses locales? Vela más, colgajo menos, ¿daban ni quitaban razones en los debates que pudieran promoverse allí? Hubo entre los agredidos de este modo quien se atrevió a replicar humildemente (en vista de que estaba con los suyos, para aquellos y otros análogos particulares, en una insignificante minoría), que bien que el cogollo y nata de los acaudalados de la famosa plaza mercantil se sentara, para celebrar sus juntas más importantes, en banquetas de pino, o en el suelo y hasta en cueros vivos, como los guerreros de Campolicán, si esto les parecía más cómodo y más barato, y hasta les engordaba; pero en cuanto al alumbrado, ¿por qué no había de aumentarse, siquiera con una libra de bujías, cuando las juntas se celebraran de noche, para no entrar a tientas por los pasillos y poder verse las caras los socios en el salón? Así como así, con el aumento de bujías y todo, no llegaría la cuota mensual de cada socio a media peseta. Faltó poco para que se le zamparan por el atrevimiento los protestantes, cuyo leader era Brezales, no por roñoso, sino por haber sido derrotado por ellos en la elección de presidente. Y como, además de esto, se había presentado ya otra proposición, que tenía muchos partidarios en la sociedad, solicitando que ésta se trasladase a un local que los firmantes habían hallado en un barrio más modesto, y que sólo rentaba cinco reales y cuartillo, importando muy poco, al lado de esta gran ventaja, las dos tabernas contiguas al portal, y la pobreza mal oliente de los vecinos de la escalera, los de la minoría, por no perderlo todo, transigieron en lo del alumbrado, y así seguían las cosas.

Se cuentan aquí todos estos pormenores, que a algún suspicaz pudieran sonarle a pujos de meterse de mala manera en la hacienda del excusado, o cuando menos a voto de censura a los araucanos de aquella mayoría, pura y simplemente porque no se dude de la veracidad del historiador, al describir, como se ha descrito, la desnudez y las tinieblas de aquellos ámbitos, tan ilustres por sus destinos. Se sabe ya, pues, por qué no había más luz ni mejores muebles en el local de La Alianza Mercantil e Industrial, etc., etc., y queda a salvo de la tacha de inverosímil, entre las gentes «despilfarradoras,» la pintura que se hizo de aquel cuadro. Y adelante ahora con el cuento, es decir, con la historia.

Cuando entró Brezales en la sala, aún no había comenzado la sesión, y los concurrentes, de pie y fumando los más de ellos, departían en corrillos sobre el triple objeto de la convocatoria, o sobre la importancia o impertinencia de cada uno de los tres proyectos; o bostezaban de fastidio, según las circunstancias y los genios; pero sobre todos los rumores del salón, descollaba la voz del proyectista, rebozada, digámoslo así, en el continuo y desacorde crepitar de los papeles que manoseaba y revolvía hacia un lado y hacia otro, hacia arriba y hacia abajo, golpeando sobre ellos a lo mejor y metiéndose los al más frío por los ojos. Tras el hechizo de aquella voz se fue el bueno de Brezales, paso a paso y de puntillas, con las manos cruzadas sobre los riñones, la cabeza un poco vuelta y el oído en acecho. Llego así al grupo, conteniendo hasta la respiración y haciendo señas con un dedo sobre los labios para que no se diera nadie por entendido de su llegada; se colocó detrás del sustentante, bajando mucho la cabeza y retorciendo un poco más el pescuezo para recoger, con el único oído que de algo le servía, hasta las migajas de aquel sabroso palabreo; y cuando el hombre que se desmedraba por el bien de sus ingratos convecinos puso fin al razonamiento que tenía entre dientes a la llegada de Brezales, éste, conmovido de entusiasmo, le abrazó por la espalda, exclamando al propio tiempo:

– ¡Eso es hablar con substancia! ¡Eso es pensar con aplome! ¡Eso es hacer algo por el verdadero progreso de la localidad! Señores— añadió dirigiéndose a todos los del grupo,– hay que votar eso y que apoyarlo… hay que echar hasta los hígados para que se realice, y para ello cuenten ustedes con lo que soy, con lo que tengo y con lo que valgo.

El de los proyectos se volvió hacia Brezales, de cuya presencia no se había percatado hasta entonces; y tras una mirada de alto abajo, que, bien leída, significaba «eso es lo menos que yo sé discurrir cuando me pongo a ello,» y respondió en voz melosa y con disfraces de tímida.

– Gracias, señor don Roque; pero verá usted cómo no pasa ninguno de los proyectos, como sucede con todo lo verdaderamente serio y útil que se presenta aquí. A mí, personalmente, poco me importa, porque confío en que no ha de faltar en el día de mañana quien haga justicia a mis desinteresados desvelos; pero lo siento por este pueblo que os vio nacer, en cuyo daño vienen a parar todas esas… miserias, por no decir otra cosa.

– ¡Envidias! dígalo usted, y muy alto, porque es la verdad— exclamó Brezales, decidido ya a todo por obra de sus entusiasmos.– Envidia, envidia y no más que envidia.

– Eso— dijo humildemente el otro,– a Dios que los juzgue; pero bien pudiera ser.

En esto se oyó, hacia la única mesa que había allí, el repiqueteo de una campanilla clueca, señal de que iba a comenzarse la sesión. Los concurrentes, sin dejar de fumar los que fumando estaban, fueron arrimándose a las paredes del local, descubriéndose poco a poco y sentándose en las sillas. Ocuparon las suyas detrás de la mesa el presidente y dos individuos de la junta directiva; y después de los trámites de reglamento, aquel señor, de buena traza por cierto, con palabra bastante fácil y no mal estilo, dio cuenta del objeto de la reunión. Hecho esto, dijo:

– El señor don Sancho Vargas tiene la palabra.

El aludido por el presidente era el hombre de los tres proyectos. Ocupaba una de las sillas arrimadas a la pared frontera a la mesa. Le hería de lleno la extenuada luz de uno de los cabos de la puerta, y se le distinguía bastante bien a tres o cuatro pasos de distancia. No había nada más visto que él en la población, y quizás consistiera en eso el poco relieve que daba su persona en el flujo y reflujo, en el ir y venir del público semoviente. No chocaba por alto ni por bajo, por flaco ni por gordo, por guapo ni por feo; lo mismo decía su cara afeitada al rape, que con barbas; igual le sentaba el vestido flojo y descuidado, que el traje de media etiqueta, y tanto daba suponerle una edad de cuarenta años, como de sesenta y cinco. Las dos caían bien en su físico adocenado e insignificante. No era nativo de aquella ciudad, a la cual, siendo él muchacho aún, se había trasladado su padre desde otra relativamente cercana y donde la suerte no se le mostraba muy propicia en sus especulaciones mercantiles. Mientras fue mozuelo, no se le conocieron otras aficiones que el atril del escritorio, el fisgoneo de las vidas ajenas y la compañía de los «señores mayores.» Muerto su padre, continuó él, su heredero único, los negocios de la casa, ni muchos ni muy lucidos. Esto acabó de afirmar allí su reputación de juicioso y serio; y como hablaba en juntas, comisiones y corrillos formales, y ponía comunicados en el «órgano de la plaza» sobre el ramo de policía y capítulos del arancel de Aduanas, y nunca se sonreía, y además desdeñaba el trato de los hombres algo mundanos, artistas, poetas y demás «gente perdida» de la sociedad, ciertos señores del comercio le admiraron, y aun le juraron por listo y por capaz de todo lo imaginable… Y como la espuma desde entonces.

Alzose el tal de la silla, con el rollo de sus papeles entre manos, y comenzó a hablar en estos términos, palabra más o menos, con voz lenta, algo flauteada y temblorosa, como la de aquel que tira del hilo de su estudiado discurso con miedo de que se rompa o se le trabe a lo mejor:

– Señores: me levanto con el temor y la cortedad que son propios de las personas humildes como yo, cuando, después de concebir grandes, colosales proyectos, se creen en el deber patriótico de exponerlos ante un concurso tan ilustrado como el que en este momento me presta su atención. («¡Bravo!» en varias Partes de la sala.) Además de estos motivos, hay otros particularísimos a mi humilde persona, que me hacen confiar muy poco en el buen éxito de mis tres últimos proyectos; y digo últimos, porque, amén de los ya bien conocidos de todo el mundo, tengo otros, igualmente vastos y transcendentales, que no conoce nadie más que el modesto ciudadano que tiene el honor de dirigiros la palabra en este instante, y que de día y de noche, robando las horas al sueño y al descanso corporal, se sacrifica al bienestar de sus semejantes y al engrandecimiento de la ciudad que casi le vio nacer. (¡Ah! ¡Oh! ¡Mucho! ¡Mucho!) ¡Gracias, señores míos; gracias por los alientos que me infundís con esas muestras de cariño a mi humilde persona! Y ya que se toca este punto, entiendo yo, señores, que estoy en el deber de dejarle bien ventilado antes de pasar más adelante en mi discurso. Sí, señores, yo me desvelo, yo me desmejoro, yo me desvivo por hacer algo, por crear algo, que no se ha hecho aquí todavía, porque quizás no se ha sabido hacer, o no ha habido hombres con bastantes agallas para intentarlo. Yo con la pluma, yo con la palabra, yo con mi prestigio (que alguno tengo aquí y fuera de aquí; aunque me esté mal el decirlo), he trabajado, vengo trabajando, como todos sabéis, de muchos años a esta parte, en todos los ramos de los intereses materiales: desde la policía urbana, hasta lo que vais a tener el honor de conocer dentro de unos instantes; y todo por la prosperidad y engrandecimiento del pueblo que os vio nacer; y debo decirlo muy alto: me envanezco de verme poseído de este sentimiento patriótico; de ser tan patriota como el primero… ¡más patriota que ninguno de mis convecinos, por muy patriotas que sean! («¡Bravo, bravo!» en los sitios de costumbre.) Pues bien, señores, así y todo, yo tengo enemigos, y de muy varias calidades: hay quien pone tachas a mis concepciones, y más de dos sabiondos que llaman de zapatero a mi estilo. Así, señores, ¡de zapatero! Claro está, señores, que yo desprecio estas miserias, porque estoy a inmensa altura comparado con toda esa cáfila de charlatanes envidiosos. («¡Por ahí, por ahí!» en las sillas de siempre.) Sí, señores, ¡de envidiosos! ¡La envidia! Ésta es la rémora en este desdichado pueblo que casi me vio nacer (¡Bravo, bravo!), donde jamás habrá armonía entre los elementos pudientes, ni se llevará a cabo mejora que valga dos cominos, porque a los hombres de genio se les ahoga; y basta que una cosa la proponga Juan, para que la combata Pedro, su envidioso enemigo, por buena y útil que ella sea…

Al llegar a esta palabra el orador, le atajó el presidente con un recio matraqueo de la campanilla acatarrada.

– Estoy a las órdenes de Su Señoría,– dijo enfáticamente el atajado, soñando, quizás, en sus modestas alucinaciones, que en aquellos instantes estaba trabajando por el bien de la nación entera en los escaños del Parlamento, a la faz de la Europa, que le decretaba retratos de cuerpo entero en las cajas de cerillas.

– Déjese usted, señor Vargas— contestole el presidente, con una suavidad que cortaba un pelo en el aire,– de pomposos tratamientos que no corresponden a la humilde categoría del puesto que aquí ocupo, y tenga la bondad de considerar que todo eso que usted nos cuenta está fuera de su lugar en esta ocasión y en este sitio, ademán de ser muy grave.

– ¿Muy grave?– exclamó el de los tres proyectos, con fingida pesadumbre, porque se relamía de gusto interiormente al caer en la cuenta de que, sin pretenderlo, había revuelto un poquitín de cisco, a modo de incidente parlamentario.

– Muy grave, sí— insistió el presidente,– y muy fuera de sazón, como se lo voy a demostrar a usted.

Y se lo demostró en muy sencillos razonamientos. Sancho Vargas, como todos los humildes de su calaña, tenía por enemigos y por envidiosos a cuantos discrepaban de sus rotundos pareceres en lo más mínimo, y no acataban sus proyectos como a las palabras del Espíritu Santo, cuya sublime autoridad no había alcanzado todavía él. Siendo esto notorio, como igualmente lo era que a sus instancias estaba reunida allí la Sociedad para discutir la importancia de los proyectos que él sometía a su juicio y a su dictamen, o sobraba la reunión, o estaban de más las palabras duras con que el proyectista castigaba de antemano a los que pusieran tachas a sus obras.

– Por lo demás— añadió el presidente,– ¡dichoso usted, que tiene enemigos que le envidien! Para mí los quisiera yo; porque, o no entiendo jota en achaques de la vida, o sólo es envidiable y envidiado lo que descuella sobre la masa anónima del vulgo. En ningún tonto se ceba jamás la envidia.

Aquí se clavó el de los tres proyectos, tomando por donde más le halagaba la sutil ironía del presidente; y no fue poca fortuna para todos, porque con los razonamientos anteriores, que le escocían como un vapuleo, iba hinchándose de «noble indignación» el vapuleado; sus partidarios se retorcían en sus asientos, y a don Roque se le encrespaban los pelos grises: señales todas de una borrasca que, por poco que durara, había de durar más que la luz de las seis velucas, que se corrían como unas condenadas y se anegaban en lagrimones como rosarios de almendras.

En fin, que tras del obligado tiroteo de explicaciones, y protestas, y salvedades entre el orador y el presidente; dos intentonas malogradas de don Roque de arenga fogosa a sus partidarios para que, «como un solo hombre,» empujaran avante en la Sociedad los grandiosos y salvadores proyectos de aquel perínclito ciudadano (paráclito dijo él), que de su cuenta quedaba después sacarlos triunfantes arriba con la fuerza de sus influjos, bien conocidos de todos; una ligera escaramuza, nacida de estos malogros, entre Butibambas y Muzibarrenas, por asomos de los nunca fenecidos resabios de prepotencia tradicional entre las dos dinastías, y vuelto a lanzar el quos ego por el presidente para calmar el agitado oleaje de aquel mar insulso, desenfundó el hombre de los tres proyectos los papelotes del primero, y comenzó a dar cuenta de él. Decía el rótulo:

Medios de mejorar las condiciones higiénicas, económicas y morales de la masa obrera de esta capital.

Después iba un preámbulo enorme, en que se discurría larga y perezosamente, hasta con citas en latín de Breviario, sobre la reciprocidad de deberes entre los pobres y los ricos; causas con causas, efectos mediatos e inmediatos de las crisis mercantiles del mundo conocido, y, por consecuencia, de las actuales penurias «del proletariado trabajador;» y por fin y remate se exponía el modo razonado, «en el humilde concepto» del razonador, de redimir al obrero de aquella localidad de las dos tiranías más insoportables y perniciosas: la tiranía del propietario, y «la del aire putrefacto o corrompido.» Para conseguir este gran triunfo, se fabricaría un barrio de obreros, al tenor de lo marcado en los croquis que acompañaban a la Memoria, en el extenso campo baldío «radicante» al extremo Oeste de la población. Las casas serían anchas y bajas, aisladas unas de otras, con su jardincito delante y su huertecito atrás; su comedor con estufa para el invierno, y una terraza al saliente para jugar las criaturas y tomar el fresco toda la familia en las noches de verano; amplia y bien soleada cocina, con servicio de agua a caño libre… y por el estilo lo restante.

– Y ¿cuántas casas de esas entran en el proyecto?– preguntó un socio impaciente, no se sabe si con recta o torcida intención.

– Todas las que se necesiten,– contestó con altivez el sustentante.

– Vamos— replicó con suma humildad el otro,– a razón de una por cada obrero que se presente. ¡Pues casas son! Y suponiendo que haya terreno bastante para construir esa nueva ciudad, ¿de dónde ha de salir lo que cuesta tan grande obra?

– De donde lo haya, y sin meter mano en las arcas de usted— respondió muy amoscado Sancho Vargas,– como hubiera usted visto inmediatamente sin necesidad de preguntármelo. ¡Bueno estaría, señores, mi proyecto, si, por aliviar las cargas de esa benemérita clase menesterosa, arrojara yo otra tan pesada sobre los hombros de los pudientes! ¡No, señores, no acabo de caerme de un nido! («¡Bravo!» en algunas sillas. Don Roque guarda la frase feliz en su memoria, para utilizarla en la primera ocasión que se le presente.) Se cuenta con que el Ayuntamiento, disponiendo de lo que es suyo, ceda el terreno gratis, y con que el Gobierno de la nación dé el dinero necesario para las obras. (Rumores de varias clases en todas las filas del salón. El presidente se rasca suavemente la cabeza con un dedo encorvado, y dice algunas palabras al vocal de su derecha, que cierra los ojos, y, a su vez, se rasca la barba con otro dedo, encorvado, también.)