Kitabı oku: «La guerra del streaming»
JOSÉ MARÍA ARESTÉ
LA GUERRA DEL STREAMING
EL ASCENSO DE NETFLIX
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2021 by JOSÉ MARÍA ARESTÉ
© 2021 by EDICIONES RIALP,
Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID
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Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5335-8
ISBN (versión digital): 978-84-321-5336-5
Índice
Portada
Portada interior
Créditos
Frases
Introducción
1. Ver cine cuando, como y donde yo quiera
2. Una foto a la cultura corporativa de Netflix
3. El salto al streaming
4. El reto tecnológico: algoritmo y ancho de banda
5. Ha nacido un estudio
6. Quiero ser como Netflix
Bibliografía
Autor
Hank: «Normalmente, cuando conoces a una chica, vas al cine a ver una película. Pero cuando estás muy cómodo con ella, te quedas en casa y ves Netflix».
(Swiss Army Man, Dan Kwan y Daniel Scheinert, 2016)
Stefan: «¿Quién me está haciendo esto? Sé que hay alguien allí. ¿Quién está ahí? ¿Quién eres? Sólo dame una señal. Vamos, si hay alguien ahí, sólo dame una señal. ¿Me darás una señal? Sé que hay alguien allí. Sólo dame una puta señal».
Pantalla del ordenador: TE ESTOY VIENDO EN NETFLIX
(Black Mirror: Bandersnatch, David Slade, 2018)
«Se dejó caer en la cama. Las sábanas estaban suaves, las almohadas frescas. Encendió Netflix y dejó que le inundase su brillo tibio, que le guiasen sus algoritmos».
(Recuerdos y desinformación, Jim Carrey y Dana Vachon, Temas de Hoy / Planeta, 2020)
Introducción
VEINTE AÑOS NO SON NADA. Pero a Netflix le han bastado para convertirse en empresa líder del sector del entretenimiento. La victoria le sonríe de momento en la actual guerra de plataformas de streaming para hacer llegar al usuario final los contenidos audiovisuales. Los estudios de cine clásicos de Hollywood la miran con envidia. Y se preguntan por qué ellos, con su historia, experiencia y habilidad para la diversificación no han sabido ver lo que Netflix sí ha visto. Incluso la situación de pandemia del Covid-19, que tanto ha afectado a todas las compañías, se ha convertido para ellos en una ventaja para crecer en número de suscriptores.
Considerando superficialmente sus orígenes —un servicio de alquiler de películas en DVD por correo postal, que seguía la tradición de la venta por catálogo en Estados Unidos, impulsado por outsiders del negocio cinematográfico— nada invitaba a sospechar que llegaría a ser una compañía puntera en la producción de filmes y series televisivas. Pero internet lo ha cambiado todo. Y sectores con actores a priori bien asentados, aparentemente inamovibles, como el bancario o el automovilístico, contemplan con estupor cómo otros ratones se están llevando su queso[1].
No faltan quienes ven en el espectacular crecimiento y alta cotización en bolsa de Netflix un problemático esquema piramidal. Los contenidos propios se financian con las cuotas de suscripción, pero la deuda no deja de crecer, y podría venirse abajo como el “castillo de naipes” a que alude una de sus series más populares. Pero la realidad actual es tozuda. La empresa transmite buenas vibraciones, da sensación de solidez, ha creado una cultura corporativa propia y, a todos los efectos resulta cool y sexy, su imagen de marca es casi inmejorable. Preguntar si prefieres Netflix u otro servicio de streaming equivale casi a preguntar si hay algún refresco de cola que pondrías por delante de Coca-Cola.
La clave del éxito de la empresa liderada por Reed Hastings ha sido mantenerse fiel durante dos décadas a la idea seminal: servir a sus clientes las películas y series de televisión que desean ver, a veces incluso sin saberlo, del modo más eficiente posible. No se han distraído con los cantos de sirena de otras posibles vías de negocio. La meta ha sido siempre buscar a toda costa el grado máximo de satisfacción del suscriptor, poniendo a su disposición lo antes posible los títulos que deseaba visionar. Al principio en soporte físico por correo postal, hoy con un clic vía internet por streaming.
Netflix es la compañía que más se parece a los estudios de Hollywood de antaño, porque pone el foco en dar a los usuarios las películas y series que quieren ver. En cambio, las majors han adoptado los rasgos de diversidad y dispersión propios del gran conglomerado que no quiere poner todos los huevos en la misma cesta. Disney ha comprado a Fox, y maneja canales televisivos, equipos deportivos, parques temáticos, videojuegos y licencias de merchandising. Paramount, Universal y Warner juegan en la misma división, con gigantes del cable. Y Columbia hasta cambió su nombre por Sony, el gigante electrónico japonés, con la electrónica de consumo y las videoconsolas como parte esencial de su cartera de negocio. Y no dejan de mirar a Netflix, el nuevo miembro del “club”, dando vueltas a cómo adaptarse a un streaming que sirve al fin la tan anhelada televisión a la carta. Mientras, compañías de otro perfil, Google, Amazon, Apple y Facebook, se han ido adentrando en el goloso terreno de la producción y distribución de entretenimiento fílmico y seriado, aunque su especialidad original fuera internet, el comercio electrónico, las redes sociales y los ordenadores. De nuevo, la diversificación.
La historia de Netflix no ha sido otra cosa que refinar, refinar y refinar su razón de ser, servir a los clientes las películas que les gustan, de modo que no tengan necesidad de buscarlas en otro sitio. De ahí la consolidación de un catálogo de películas y series, en DVD, Blu-ray o streaming, lo más amplio posible. La compra de derechos de títulos para distribuir, en exclusividad o no. La producción de contenido original, con idea de crear un fondo propio, por lo que en el futuro pudiera ocurrir. Y alrededor, el desarrollo de un algoritmo de recomendación, que pone en valor todo el catálogo, incluidos los títulos más desconocidos pero susceptibles de satisfacer al suscriptor. Netflix llega así a conocer a su público, sin resultar intrusivo. Se diferencia de otras empresas de servicios en internet y su manejo abusivo de las cookies, quizá porque no vende productos de terceros. Solo se vende a sí misma, a unos suscriptores que ya han pagado, para lograr su satisfacción y que no se arrepientan de pagar su cuota mensual.
Las páginas que siguen describen la historia de un singular combate, entre un pequeño David, capaz de moverse ágilmente, y numerosos Goliats más poderosos, con mejor know how y bien pertrechados de armas, pero que se han movido torpemente en el entorno cambiante. Y es que, en contra de lo que se suele pensar, un canijo con cintura, desprovisto de pesados arreos, armadura, espada y escudo, puede jugar con ventaja, como invitaba a considerar Malcolm Gladwell[2].
Muchos de sus ahora rivales, Disney, Universal, Warner, nunca vieron a Netflix como tal. Es más, celebraban su ingenioso modelo de negocio, que les permitía difundir aún más su catálogo de películas. No consideraron que un día pujarían por los mismos directores, guionistas, actores, para hacer películas. Y tampoco los grandes videoclubes como Blockbuster, con su tupida red de tiendas físicas, habían imaginado que una compañía que sólo disponía de almacenes y trataba al público a través de una interfaz de ordenador, le satisfaría mejor.
Netflix ha sabido usar a su favor las nuevas herramientas tecnológicas: DVD, Blu-ray, e-commerce, internet, streaming, descargas digitales... Tiene la gran ventaja de un contacto inmediato con sus usuarios, más de 195 millones, del que no abusa. Está presente en todo el mundo, y trata de hacerse a cada sitio, respaldando la producción local. A la vez, logra dar a conocer títulos exóticos en todos los mercados, algo impensable en el modo tradicional de difusión, en salas de cine y televisiones. Usa con ingenio las herramientas del marketing y la promoción, convirtiendo el lanzamiento de muchos de sus títulos en un acontecimiento. E incluso ha sabido hacer de la necesidad virtud ante crisis como la burbuja de las punto.com, la debacle financiera de 2008 o la pandemia del Covid-19 en 2020.
Netflix lucha por triunfar en los festivales de cine más prestigiosos y en los codiciados Oscar. Recupera clásicos inacabados. Respalda documentales. Atiende a públicos nicho. Gasta recursos ingentes en producción propia, pues las películas y series de otras compañías pueden desaparecer de su contenedor en cualquier momento, como ya ha ocurrido con Disney y Warner, que impulsan sus propias plataformas, Disney+ y HBO Max. Prácticamente todos los días Netflix genera alguna noticia en los medios de comunicación. Su dinamismo no deja de sorprender, todos quieren replicar de algún modo su éxito, los estudios de Hollywood y las grandes compañías tecnológicas.
En esta tesitura surgen inevitables los interrogantes. ¿Llegaremos a la saturación de producciones audiovisuales? ¿Hay tarta para todas las plataformas de streaming? ¿Se cansará el público? No es fácil aventurar respuestas, pero por ahora hay una demanda creciente y público más que suficiente. De modo que el espectáculo debe continuar...
[1] Metáfora usada por Spencer Johnson, ¿Quién se ha llevado mi queso?, Empresa Activa, 1999.
[2] Cfr. su libro David y Goliat: Desvalidos, inadaptados y el arte de luchar contra gigantes, Taurus, 2013
Capítulo 1
Ver cine cuando, como y donde yo quiera
QUIERO VER ESTA PELÍCULA Y QUIERO VERLA YA. Sin demoras. No mañana, ni la semana que viene, ni dentro de un mes o de un año. Vivimos en un mundo que no sabe esperar. Prima la búsqueda de la gratificación inmediata, olvidada tan pronto como se alcanza. Y con tantas cosas accesibles en internet a un clic, ya no sabemos disfrutarlas.
Las productoras audiovisuales trabajan a pleno rendimiento para satisfacer una creciente demanda. Pero las fábricas de sueños que antaño perduraban en el imaginario colectivo, corren ahora el peligro de entregar obras efímeras. Brillan por un momento en el firmamento fílmico o serial, para desvanecerse sin dejar rastro. El público ya está pensando en lo que vendrá después.
UN POCO DE HISTORIA
Mucho han cambiado las cosas desde la invención del cinematógrafo. Entonces, asegura la leyenda, los primeros espectadores se levantaron asustados de sus asientos, pensando que el tren que veían en la pantalla les iba a arrollar. Se trataba de la exhibición pública de una película de los hermanos Louis y Auguste Lumière en París, en enero de 1896, de brevísima duración, un minuto, y sintomática de la vocación colectiva del cinematógrafo.
Unos años antes, pioneros como Thomas Edison experimentaban con otro aparato de filosofía diferente, el kinetoscopio, que ofrecía una experiencia individual. La gente hacía cola para aplicar sus ojos a un visor y gozar del cine de otra manera y por apenas unos instantes, aislados del resto del mundo. Siendo los aparatos caros en uno y otro caso, acabaría prevaleciendo el cinematógrafo, por la ventaja de imágenes de mayor tamaño y público simultáneo. Y sin embargo...
La vida da muchas vueltas. Muchos avances se han producido a lo largo de la historia del cine, de los que no son pequeños el sonido y el color. Pero uno, decisivo, fue el desembarco del cine en los hogares. Tras la multiplicación de las salas de proyección en todo el mundo, algunas denominadas pomposamente “palacios”, y la condición eminente de las películas como entretenimiento popular, que difundía todo tipo de historias, la llegada de la televisión introdujo una nueva variable. No hacía falta salir de casa para disfrutar de determinados espectáculos. Además, se asentó el formato serial, que ya había tenido recorrido en los cines.
De entrada, los estrenos de películas seguían aterrizando primero en las salas de cine. Y para llenarlas de espectadores, hubo un esfuerzo de inversión en impactantes formatos de pantalla. Pero un “interruptor” se había encendido alterando el paisaje. Aunque la exhibición pública aguantaba, vinieron más cambios con el lanzamiento de los reproductores domésticos, y la posibilidad de alquilar y comprar películas en soporte físico: cintas magnéticas —Vídeo 2000, Betamax y VHS— y discos —DVD, Blu-ray, 4K Ultra-HD—. Y al fin se pasó a acceder a ellas mediante el streaming y la descarga digital vía internet. Además, proliferó el fenómeno de la subida y descarga ilegal de películas en el ciberespacio. Los archivos digitales compartidos facilitaban la piratería, por la sensación de impunidad de los que movían las películas sin detentar sus derechos de difusión, y del consumidor final, que se autoengañaba diciéndose aquello de “yo no hago daño a nadie”.
El fácil acceso a películas y series en los hogares ha tenido muchas e importantes consecuencias. Acudir a la sala de cine ya no es un “acontecimiento”, ha perdido gran parte de su glamour. No puede compararse a la experiencia de un espectáculo en vivo, un concierto, una representación teatral o un partido de fútbol. Tras un plazo de tiempo cada vez más breve —las ventanas de explotación tras el estreno se achican y hasta desaparecen— la película está a disposición del espectador en el salón de su casa. La experiencia colectiva mengua. De compartir la sala oscura con un grupo amplio, compuesto en su mayor parte de desconocidos, se pasa en el mejor de los casos al núcleo familiar, que vive bajo el mismo techo y se aglutina alrededor del que solía ser un único televisor, instalado en la sala de estar. Queda si acaso la masa amorfa de internet, y los comentarios en las redes sociales.
De ahí las personas pasan a ver solas las películas en ordenadores, portátiles o no, y en toda clase de dispositivos con distintos tamaños de pantalla, desde una videoconsola a un teléfono móvil, pasando por las tabletas. Y consumen contenidos no sólo en su casa sino, aprovechando los desplazamientos, en avión, tren, bus, automóvil o metro. Incluso en el hogar, con la multiplicación de dispositivos, la contemplación de películas se convierte con frecuencia en experiencia individual. Cada miembro de la familia ve su programa favorito, a veces pertrechado de cascos y tumbado en la cama. Con este panorama, podríamos decir que Edison y los pioneros del kinetoscopio han tenido al fin su revancha. El hábito del visionado individual de productos audiovisuales crece, mientras que las salas de cine han de conformarse con llenar su aforo, si lo logran, durante los fines de semana, y con películas palomiteras trufadas de efectos especiales, cuya espectacularidad visual es la única razón que justifica pagar el precio de la entrada. E incluso este logro se ha visto amenazado en 2020 por la pandemia del coronavirus y el cierre preventivo de los lugares públicos de proyección.
ACCESIBILIDAD EN UN MUNDO GLOBALIZADO
La consideración social y colectiva de las películas adopta un nuevo rumbo con la proliferación de las redes sociales. Ya no comentas la película sólo con el amigo o la novia que te ha acompañado al cine, o el capítulo de una serie que emitieron anoche con los compañeros de oficina. Ahora, incluso durante el visionado, puedes estar activo en Twitter con tu teléfono móvil comentando lo que ves usando un determinado hashtag, aplaudiendo o despotricando, y descubriendo las reacciones de otros usuarios de la red social.
Además, cabe acceder a películas y series exóticas, de todas las nacionalidades. Lo que supone una rica inmersión en contextos culturales distintos al propio. No hace tanto era raro que un espectador español visionara una miniserie taiwanesa. Pero ahora los numerosos canales y plataformas necesitan producto, ya sea para rellenar la parrilla de programación, o unos contenedores digitales que deben contar con una oferta más atractiva que la del rival. El desafío de los responsables de contenido consiste en descubrir películas de interés en el mercado internacional, pues se puede caer en la tentación de comprar películas de ínfima calidad a precio de ganga.
Otra muestra de cambio de costumbres es el fenómeno de personas que, ya sea por compartir una experiencia satisfactoria, o por el deseo de dar a conocer un título con el que tienen alguna conexión, suben películas muy poco conocidas a YouTube u otras plataformas, a veces con subtítulos caseros. Lo que ha permitido una difusión de obras nunca vista, eso sí, al precio de que se hace difícil distinguir qué merece la pena. El baremo más popular acaba siendo el número de visualizaciones. También cuenta, pero a la baja, la opinión del crítico —especie en extinción, ahora todo el mundo se considera crítico, y “postea” su punto de vista en blogs y redes sociales—, erudito o cinéfilo de confianza, que certifica que aquello tiene interés. O un algoritmo que nos diga la película o serie que nos va a gustar. Las líneas que separan la libertad del condicionamiento se desdibujan.
El panorama ha cambiado para el investigador y el cinéfilo, que accedían con dificultad a determinados títulos, fiándose de su memoria y de lo que contaban los estudiosos del Séptimo Arte en sus eruditos libros. Para acceder a un director de su interés, el amante del cine de a pie debía confiar en que un día una filmoteca le dedicara un ciclo, o que una cadena televisiva demostrara las razones culturales de su existencia programándolo. Luego surgió el mercado de películas en formato doméstico, la posibilidad de crear tu propia videoteca. Y así hasta llegar a la “nube” que teóricamente todo lo soporta, cabe soñar en la filmoteca universal, todas las películas y series del mundo al alcance de un clic.
El problema de la proliferación de las plataformas de streaming, que ofertan decenas de miles de títulos es la saturación y el empacho. No hay tiempo para verlo todo. Falta en muchos usuarios criterio y sentido común a la hora de elegir. Y no saben alternar con otras actividades. Hay auténticos adictos a las series, especialmente jóvenes y adolescentes, capaces de pasar todo el fin de semana viendo temporada tras temporada de una serie, maratones o atracones interminables —binge-watching es el término acuñado en el mundo anglosajón— que no pueden ser buenos para la salud, pues propician el aislamiento y la vida sedentaria, y alteran los hábitos de sueño. Alimenta el fenómeno la costumbre de Netflix de estrenar temporadas completas de series —antes las televisiones emitían semanalmente un capítulo—, combinada con el deseo de muchos fans de verlas enseguida para comentarlas y no sentirse excluidos en su entorno social, con frecuencia virtual.
UN VIDEOCLUB DIFERENTE
NetFlix.com, más tarde conocida como Netflix Inc., fue creada por Marc Randolph y Reed Hastings, ingenieros de programación, y tiene fecha y lugar de constitución bien precisos, el 29 de agosto de 1997, en Scotts Valley, California. El nombre de la compañía, decidido por votación de los integrantes del pequeño equipo que la puso en marcha, lo componían dos sílabas evocadoras de internet y cine. Con su cuartel general en Los Gatos, California, esta productora y distribuidora de películas y series de televisión es hoy la campeona mundial del streaming. Según Fortune, terminó 2019 ocupando el puesto 197 en la lista de las 500 empresas del país con mayores cifras de ingresos, 15 794 millones de dólares. Según datos de Netflix cuenta con 7100 empleados, 195 millones de suscriptores de pago y presencia en más de 190 países. Las acciones se cotizaban a más de 325 dólares, una cifra espectacular si se tiene en cuenta que, en 2005, el año de la salida al mercado, valían 2,59 dólares. Y durante la pandemia del coronavirus de 2020, un año de sobresaltos, con subidas y bajadas, han llegado a alcanzar el precio récord de 548,73 dólares. Hasta llegar a ese punto el camino ha sido largo y apasionante.
LOS PADRES FUNDADORES
Reed Hastings (Boston, 1960) era de buena familia. En el pedigrí de sus ancestros hay logros empresariales para el ejército, como el desarrollo de la red de ordenadores de Defensa precursora de internet. Apasionado de las matemáticas, se formó en Bowdoin College, y fue profesor de esta materia en el cuerpo de paz de Suazilandia. Tras obtener un grado en Stanford, comenzó sirviendo cafés en Symbolics.com, que pasa por ser la primera empresa puntocom del mundo. Pero a los 30 años impulsó la creación de la compañía Pure Software en Silicon Valley, y más tarde absorbió Atria e Integrity QA. Precisamente Marc Randolph (Chappaqua, Nueva York, 1958) era de los miembros fundadores de esta última, donde ejercía como jefe de marketing de producto.
Profundo creyente en el comercio electrónico, Randolph estaba emparentado con el padre del psicoanálisis Sigmund Freud, y con uno de los grandes teóricos de las relaciones públicas, Edward Bernays. Fundó MicroWarehouse, que vendía ordenadores vía internet, y llegó a vicepresidente de marketing en Borland International, empresa que comercializaba compiladores de lenguajes de programación. Tras la fusión en Pure, no habría sido raro que Randolph, casado y con tres niños, hubiera seguido su camino en otra parte, algo habitual en los años de la burbuja de las puntocom. Pero dos encuentros con Hastings cimentaron su relación empresarial y personal. Aunque sus caracteres eran muy diversos, él cálido y apasionado, el otro frío y cerebral, también resultaban complementarios. Y Randolph siguió como jefe de marketing corporativo. Uno se fijaba más en los aspectos tecnológicos, y el otro en los comerciales. Y charlaban a menudo sobre crear desde cero una nueva empresa que aprovechara las posibilidades del e-commerce. La clave para Randolph era dar con una interfaz amigable en el ordenador, que facilitara al internauta la compra de productos. Y por supuesto, tener algo interesante que vender.
IMPRIME LA LEYENDA
La leyenda sostiene que la idea de un videoclub que sirviera las películas por correo postal, surgió cuando Hastings tuvo que abonar 40 dólares de multa por devolver con retraso Apolo 13. Hastings no tenía un problema, como anunciaron los astronautas de la película a Houston, sino la solución. ¿Y si en vez de desplazarnos a la tienda para alquilar una película, con el riesgo de que no esté disponible, y tras verla, deshacer el camino y devolverla, nos la trajeran a casa? Qué cómodo sería. Dicho y hecho. Para ello crearía una empresa, Netflix, donde invertiría parte de los 700 millones de dólares obtenidos de la venta de Pure Atria a Rational Software Corporation.
Esta versión de los hechos, repetida más de una vez por Hastings ajustándose a los parámetros del storytelling en boga, sería desmentida por Randolph, que la reducía a eficaz fábula aleccionadora que ayudaba a explicar la esencia del negocio. Para añadir color al relato, Hastings llegaba a decir que la película la había alquilado en un establecimiento de Blockbuster, sin duda para molestar a su rival; luego cambió su historia y hablaba de que el establecimiento que le multó era un pequeño videoclub familiar[1].
Randolph da una explicación más plausible de cómo nació el negocio, al asegurar que andaba dando vueltas a crear su propia empresa, fundamentada en el comercio electrónico. En los viajes en automóvil que compartía con Hastings, lanzaba ideas variopintas, desde la venta de bates de béisbol personalizados para el cliente, a champú para el pelo y comida para mascotas. El problema de esas ideas, que el otro le tumbaba sin contemplaciones, era que exigían un esfuerzo ajustado a cada cliente. Pero el comentario casual del retraso en el pago de una multa en el videoclub por parte de Hastings levantó la liebre de una idea que aún tardaría un tiempo en madurar. Aquí sí había un negocio escalable y donde se atendía a todos los clientes por igual. Se trataba de servir películas de alquiler a domicilio a partir de un catálogo, aunque había pegas de entidad a tener en cuenta, como la de que el envío era de ida y vuelta, con un coste postal doble, o la fragilidad de las entonces vigentes cintas de VHS. Pero la comodidad de no tener que pisar el videoclub, en un viaje realizado tal vez en balde porque la película deseada no estaba disponible, invitaba a rumiar la idea[2].
Y terminó en la apuesta por el aún incipiente formato DVD, más el sistema de pedir películas vía internet y hacerlas llegar por el sistema ordinario de correo postal, con sobres especiales que identificaban a Netflix. La compañía empezó a operar en abril de 1998, y el planteamiento hizo poco a poco fortuna. Al estilo de otras tiendas de comercio electrónico como Amazon, se pedía una copia física de la película online a través de una interfaz amistosa, y Netflix la enviaba en un sobre, junto a otro prepagado para su posterior devolución. El cliente no recibiría un nuevo título, previa petición, hasta que hubiera devuelto el anterior en el sobre ad hoc. El llamativo aspecto de los sobres rojos de Netflix contribuyó a la popularidad de la compañía. Netflix llegaría a ser uno de los clientes principales de Correos, y el más importante en los envíos de primera clase, de menos de 370 gramos.
CUESTIÓN DE LOGÍSTICA
Ya desde el principio se descartaron las cintas de VHS, una diferencia esencial con respecto a las tiendas físicas de alquiler. Netflix apostaba por los novedosos discos en DVD, recién lanzados al mercado en 1997, menos pesados y de inferior volumen, lo que abarataba los gastos de transporte, con la ventaja adicional de que sufrirían previsiblemente menos daños en los traslados. Aunque aún no se habían popularizado y los primeros reproductores eran caros, se trataba de adelantarse al futuro, con la agilidad propia de una empresa de nueva creación. Además, al tratarse de algo nuevo, podían posicionarse y convertirse en la empresa número uno en disponer del catálogo casi completo de títulos en DVD.
Se llegaron a testar 200 modos de realizar el envío, incluido el de introducir el disco en el sobre sin protección alguna, lo que posibilitaba el franqueo ordinario. Aunque el disco llegó sano y salvo, este procedimiento fue descartado: se usaría un estuche ligero que ofreciera mayor seguridad. Se tuvo en cuenta el tipo de sobre para la devolución de las películas y la posición del disco con respecto al código de barras que leerían los escáneres de Correos. Y adelantándose a los acontecimientos, se prestó atención a la eventualidad de que un sobre con el distintivo Netflix despertara, en el ínterin del camino a su destino, el apetito de los amigos de lo ajeno.
También era importante el orden de las películas en el almacén, un sistema de clasificación eficiente para atender los pedidos lo más rápido posible. El esfuerzo de logística para proceder a los envíos, enorme y creciente con el paso del tiempo, obligaba a un perfecto inventario de las películas disponibles, y a tenerlas localizadas en todo momento. Lo ideal era que estuvieran en movimiento en todo momento, o en las casas de los clientes, evitando su parálisis en el almacén. El sistema de listas de películas solicitadas, que hacían cola y no eran susceptibles de envío hasta que se hubieran devuelto las anteriores, era un incentivo a que el cliente no se hiciera el remolón.
Los acuerdos para ofertar el máximo número posible de películas llegarían a implicar a 50 compañías distintas, que se llevaban habitualmente el 20% de lo que ingresaba Netflix por el alquiler. Además de contar con los títulos más solicitados, era necesario disponer de un número suficiente de copias, de modo que se firmaron acuerdos con precios ventajosos con algunas de las majors, como Warner y Columbia. Cuando pasaba el momento del lanzamiento de las novedades, las peticiones de estas películas disminuían, por lo que el sobrante se colocaba en el mercado de venta de segunda mano a través de compañías como Wherehouse.
Con el progresivo crecimiento, la maquinaria de envío de películas debía adaptarse y permanecer bien engrasada, para atender con celeridad las solicitudes desde cualquier punto de Estados Unidos. La división del país por zonas no impedía que algunos títulos se acumularan en ciertos puntos, y había que arreglárselas para que las esperas no se eternizaran, incluso enviando las películas desde ciudades lejanas, porque allí se encontraban físicamente. En 2002, y con puntos de distribución en Los Angeles, Boston, Atlanta, Denver, Detroit, Houston, Minneapolis, Nueva York, Seattle y Washington, Netflix movía según el New York Times 190 000 DVDs diarios entre sus entonces más de 670 000 suscriptores, un tráfico de mercancías equiparable al de Amazon, o incluso mayor[3].
EL ESTRENO DE NETFLIX
El 14 de abril de 1998 fue la fecha oficial del lanzamiento de Netflix. A partir de ese día el usuario podía solicitar sus películas a través de la página web de la compañía. Atrás quedaban largos e intensos meses de preparativos y puesta a punto: escaneo de carátulas, inclusión de sinopsis de las películas del website allmovie tras acuerdo previo —las majors rehusaron ceder el uso de las suyas—, diseño del sistema de pedido, pago, envío y devolución de las películas...
Pero justo noventa minutos después de poner el sistema online... se cayó. Los servidores se colapsaron y hubo que improvisar soluciones tecnológicas de urgencia. Se añadieron diez ordenadores para gestionar el tráfico, mientras un aviso en pantalla señalaba que no estaban operativos en ese momento. Aquello podría haber sido morir de éxito. Al final del día habían atendido más de 100 peticiones donde se solicitaban medio millar de títulos. Y descubrieron que la jornada en internet no termina nunca, habían abierto las puertas virtuales de un videoclub que operaba las 24 horas del día.