Kitabı oku: «Fotografía sin más»
Proyecto realizado con el aporte de la Dirección de Artes y Cultura de la Vicerrectoría de Investigación, Pontificia Universidad Católica de Chile.
Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2021-A-7676
ISBN: 978-956-6048-66-4
ISBN digital: 978-956-6048-67-1
Imagen de portada: Fotografía de José Pablo Concha Lagos, Lima, Perú, 2015.
Diseño de portada: Paula Lobiano Barría
Corrección y diagramación: Antonio Leiva
© ediciones / metales pesados
© José Pablo Concha Lagos
E mail: ediciones@metalespesados.cl
Madrid 1998 - Santiago Centro
Teléfono: (56-2) 26328926
Santiago de Chile, septiembre de 2021
Diagramación digital: Paula Lobiano Barría
Índice
Perspectiva
Perspectiva
La perspectiva tiene un doble sentido, en este libro resuenan ambos muy poderosamente: el de punto de vista y como estructura constitutiva del tipo de imagen que inaugura la fotografía en la visualidad occidental. Identificar la perspectiva como ese modo de construir en la bidimensionalidad la tridimensionalidad material de la «realidad» supone un distanciamiento crítico de la propia experiencia, pero, además, y más difícil aún, es comprenderla como una cuestión de carácter ideológico. La perspectiva, en este sentido, da forma visual a la manera en que Occidente aprehende el mundo. Tomar posición y hacerla explícita es exponer el punto de vista, la perspectiva desde dónde se observa, lo que implica que todo aquello que es observado desde ese lugar está determinado por ese significado estructural.
La perspectiva desde la cual este libro observa a la fotografía latinoamericana es desde mi calidad de fotógrafo y de investigador. Es decir, desde quien reconoce como propios algunos asuntos que se observan en la práctica disciplinar regional, pero también como investigador desde la academia. Esta perspectiva doble en algunas oportunidades se torna engorrosa, ya que los elementos que la constituyen se interfieren, se disputan la preeminencia dentro de la argumentación: por un lado, la mirada abarcadora de lo académico; por otro, la interpelación, a veces emocional, al fotógrafo. Este aspecto es, en muchas ocasiones, la motivación inicial, lo que permite la movilización a la observación crítica posterior, pero que quedará suspendida a favor de esta.
Pienso que la permanente indagación por la identidad latinoamericana, como respuesta a la fuerza colonizadora hegemónica occidental, ha ocasionado una construcción identitaria reactiva, por lo tanto siempre dependiente de los criterios definidos por el centro hegemónico; es como si siempre estuviéramos pidiendo permiso por lo que vamos siendo, y más aún: desde aquí se definen, incluso, nuestros propios criterios de gusto.
La razón de este libro se funda en mi propia necesidad de volver a mirar la fotografía regional, tratando de encontrar alguna autonomía en mi juicio estético.
El libro está conformado por cuatros partes. La primera «Teoría», plantea ciertas definiciones necesarias y críticas de lugar y sujeto, pero siempre en tensión con el centro hegemónico. Esto implica una dificultad metodológica: ¿cómo nombrar un lugar y un sujeto (propio) con el lenguaje de otro? Este asunto, clásico y permanente en la filosofía latinoamericana, expone la dificultad de pensar problemas regionales con conceptos creados para otros lugares y sujetos.
En la segunda parte, «Fotografías», me enfrento a obras realizadas en distintas épocas y por distintos autores, tratando de desarmar los criterios instalados desde el centro (pero además incorporados inadvertidamente en nuestra propia conciencia) que han definido el valor cultural y estético de trabajos como los de Martín
Chambi y de Manuel Álvarez Bravo. También analizo algunos ejemplos de fotografía peruana desde los años ochenta hasta hoy, en los que, creo, hay una potencia autónoma muy importante. En este caso, trabajo el proyecto Tafos, la obra de Chambi, Daniel Pajuelo, Nicolás Torres y el colectivo LimaFotoLibre. Finalmente, me centro en el trabajo de dos fotógrafas argentinas de distintas generaciones, pero ambas vigentes, Ananké Asseff y Adriana Lestido. En sus respectivas obras veo una investigación profunda de cuestiones que surgen desde sus propias experiencias, íntimas, ideológicas y de género. Como es evidente, estas y estos autores no cubren toda la producción latinoamericana, pero desde mi perspectiva proponen asuntos importantes de pensar; por lo demás, no es objetivo de este libro cubrir toda la producción regional, eso estaría en contra de una idea clave respecto de Latinoamérica, su absoluta heterogeneidad.
En la tercera parte, «Violencia neocolonial y fotografía», abordo un problema central en la práctica fotográfica en general, que es lo relativo al contenido de violencia que existe en el ejercicio documental, pero que se acentúa poderosamente en el documentalismo realizado por fotógrafos o fotógrafas europeos o norteamericanos en Latinoamérica. El caso de Susan Meiselas es especialmente clarificador, ya que desde el lugar que ocupa en la relación centro-periferia, no es capaz de reconocer su propia violencia colonizadora.
En la última parte, «Fotografía y sentido hoy», presento algunas reflexiones generales sobre la práctica fotográfica y algunos alcances respecto de las posibilidades de comunicación de la fotografía misma.
La voluntad final de este libro es, en lo posible, volver a mirar la fotografía hecha en nuestra región, pero tratando de hacerlo desde la mirada descolonizada, desde cierta autonomía del pensamiento, desde la libertad de enunciación.
Para despejar algunos conceptos
La fotografía, en su historia occidental, ha transitado desde el lugar ilustrado hacia uno popular; desde prácticas cultas a, rápidamente, ser absorbida por capas sociales extensas para registrar sus experiencias cotidianas o familiares. Esta afirmación implica conceptos complejos, como «prácticas cultas» o «lo popular», centrales para nuestra reflexión, que muestran el recorrido que ha experimentado este sistema imaginario; desde un uso aristocratizante hacia uno masivo, lo que es coherente con el elemento constitutivo fundamental: la reproductibilidad técnica como manifestación del cambio paradigmático de un sistema de producción de carácter artesanal a otro de carácter industrial definido por la producción en serie, asunto propio de la fotografía. Además, y este es uno de los puntos clave de este libro, la relación simbólica entre el centro (hegemónico, europeo) creador del dispositivo fotográfico y la periferia (en este caso sudamericana) receptora de este invento. En esta relación se descubren asuntos políticos que se evidencian en prácticas colonizadoras subrepticias, prácticas de violencias propias del dispositivo fotográfico y ejercicios documentales que, investidos de motivaciones nobles, no hacen más que enfatizar las distancias y diferencias en el resultado significativo y en el sentido de la práctica específica; entre el operador que es parte del lugar de origen de la fotografía y quien, en tanto operador también, es mero receptor de una nueva tecnología.
Entendemos como «prácticas cultas», en nuestro espacio latinoamericano, aquellas que son usos y costumbres del grupo dominante –política y culturalmente–, que no aspira a diferenciarse del circuito hegemónico y homogeneizante determinado por el centro occidental, primero solo Europa, luego al que se suma Estados Unidos de Norteamérica. Este grupo, que ha detentado el poder desde la colonia y que se refrenda en las repúblicas, verá a «lo popular» como caterva amenazante al orden jerárquico que los ubica en la posición dominante. Walter Mignolo (2005) observa que los criollos, al inicio de las repúblicas en Sudamérica, rompen lazos con España y Portugal en un intento de independencia cultural, pero girando, según él, a Francia como referencia para el orden institucional (y cultural), a diferencia de lo ocurrido en el proceso independentista norteamericano, en donde el corte con Europa fue claramente más decidido y que consideró una autonomía en la definición de sus propios sistemas políticos y sociales, es decir, se autorreferenciaron. Este hecho, para Mignolo, explica en parte la dependencia y subordinación de Sudamérica al centro europeo.
El «pueblo» podría constituirse en un reducto de resistencia por la condición inmunológica que le dio en determinados momentos (todo el siglo XIX y buena parte del XX) la distancia cultural con los centros hegemónicos. La dificultad en el acceso a corrientes de pensamiento, a modas de todo tipo, podría significar una cierta autonomía que pudiese haber sido vista por la elite dominante sudamericana como cargas debilitadoras de los procesos de homogeneización con los centros hegemónicos.
¿Qué tensión aparece cuando es el mundo popular el que se apropia de un sistema ajeno a su ámbito? Esta pregunta se puede entender desde dos lugares distintos, pero siempre desde la cuestión crítica del poder y de su ejercicio o padecimiento; por ejemplo, en la estructura Occidente-periferia (Sudamérica), o la burguesía y el pueblo.
En la estructura Occidente-periferia (que algunos creen tema anticuado), la creación de sistemas técnicos de denominación de mundo determina el orden jerárquico: la colonización se hizo a punta de renombrar los territorios y por este gesto ejercer el control o dominio y así la fagocitación de la cultura dominada.
Jesús Martín Barbero perfila muy nítidamente la relación perversa, antojadiza e interesada entre el «ilustrado» (la elite) y el «pueblo». Aquel funda la soberanía de la democracia en este (justificando de este modo la ilegitimidad de la tiranía), pero, al contrario, lo considera sometido a la irracionalidad que lo dispone superior, en tanto ilustrado (1991). Sudamérica encarna la esquizofrenia de compartir el mismo cuerpo para dos identidades opuestas: el ilustrado y el pueblo. García Canclini será más optimista y verá como resultado de esta relación la posibilidad de una cultura híbrida (1991).
¿Cómo pensar la categoría de «pueblo» en Latinoamérica? Mignolo (ibíd.) observa críticamente la supuesta «entidad ontológica» de «Latinoamérica», la que sería impuesta fundamentalmente por organizaciones internacionales que solo ven regiones económicas abarcadoras y que, en la reducción y definición de aspectos «esenciales» comunes, sería susceptible de reconocer una «identidad» común regional. Pero acá seré categórico: no es posible asignarle una «entidad ontológica» a Sudamérica, esta solo es el resultado de la intención imperialista europea, especialmente francesa del siglo XIX, no solo por lo expuesto por Walter Mignolo en La idea de América Latina (2007), sino que desde una perspectiva filosófica no es factible asignarle a un territorio, que es puro devenir, una caracterización estática (esto solo es posible desde una perspectiva teológica como soporte de una metafísica que a estas alturas solo es reconocible para las necesidades del espíritu europeo medieval y que para nuestro caso es totalmente inútil). Este devenir tampoco puede ser homogéneo, ya que la conformación cultural es heterogénea, en principio: negros, blancos e indígenas y una serie de otras «minorías» emergentes producto de sus empoderamientos a partir de ecos y resonancias ideológicas desterritorializadas desarrolladas al margen de las vías oficiales de comunicación. Los indígenas son parte de la larga tradición cultural territorial; los negros, creadores sincréticos, y los blancos, descendientes de criollos, dependientes de los dictados de los centros hegemónicos. El devenir de cada uno de estos grupos es radicalmente distinto y nada tienen que ver entre sí, solo la ocupación de un mismo territorio, pero del que unos se arrogan el dominio (los blancos); otros, marginados y desterritorializados (los negros), y los últimos, invisibilizados, deslegitimados y restringidos (los indígenas). Cada uno con sus urgencias y demandas respecto de los otros; historias que se cruzan, enredan y conflictúan, pero que evidentemente no conforman una «entidad ontológica».
Rodolfo Kusch, en Esbozo de una antropología filosófica americana (1978), propone la posibilidad de hacer una filosofía situada determinada por el suelo que habita y pisa, este sería el «molde simbólico» desde el cual hacer filosofía, entendiendo este ejercicio como «gravidez del pensamiento» que se sostiene en lo que el filósofo define como cultura: «Cultura no es solo el acervo espiritual que el grupo brinda a cada uno y que es aportado por la tradición, sino, además, es el baluarte simbólico en el cual uno se refugia para defender la significación de su existencia» (p. 14). Vista así, la cultura será un espacio de refugio para una amenaza, la del otro. ¿Qué pasa, entonces, en un territorio cohabitado por –en principio, nuevamente– tres culturas en tensión y a las que habría que agregar las disidencias sexuales, movimientos ecológicos, etc.? ¿Sería esta una falencia o aporía del pensamiento que aspira a ser filosófico? O ¿es absurdo pensar en una filosofía que piense cada uno de estos grupos en términos abarcadores o absolutos? Siguiendo a Kusch, el molde simbólico que perfila «el suelo» del pensamiento entregaría elementos peculiares a cada uno de los grupos coexistentes. Si bien no es posible un pensamiento absoluto, si la modelación simbólica entregará ciertas especificidades, no creo posible llegar a una idea absoluta. Justamente a partir de esta imposibilidad conceptual es que se deberá cambiar de estrategia para acercarse a la comprensión de cada uno de ellos, ya no desde una aplicación de ideas abstractas de «modelos simbólicos» a una realidad particular y forzar a esta a entrar en las categorías predeterminadas, sino acercarse a cada fenómeno y tratar de comprender desde el encuentro y desde el suelo. En este caso, lo que estoy pensando es que el ejercicio hermenéutico no puede aspirar a ninguna verdad, solo al encuentro sincero.
Una manera eficiente de llevar a cabo esta tentativa es a través de la observación rigurosa de los símbolos producidos por una
determinada cultura. Kusch afirma que «todo grupo humano estructura su pensar en torno a símbolos… A través de lo supuestamente degradado del símbolo se advierte la propuesta filosófica» (p. 19). ¿Cómo acercarse a la comprensión del símbolo y luego acceder al sentido que puede contener lo degradado de él? Lo degradado lo comprendo como el sentido persistente que permanece luego de la aparición fulgurante de un determinado símbolo. Ya no el sentido específico y propio del símbolo, por ejemplo los monumentos ecuestres tan presentes en las capitales de nuestro continente. Ya no es relevante el sentido original de su instalación, por ejemplo la importancia histórica específica de San Martín u
O’Higgins, sino más bien buscar la razón de su permanencia, lo que resuena de sus figuras en el imaginario social. Lo que resulta evidente es que esta resonancia se irá modificando según los tiempos que corran, es decir, su contexto. Cada «modelo simbólico» y sus remanentes significan según su suelo y su tiempo; por lo tanto, la acción hermenéutica debe tener claridad sobre el permanente devenir de sentidos. «El pueblo», «el suelo» y «el modelo simbólico» son elementos centrales para pensar Sudamérica, es decir, para una filosofía sudamericana no amarrada a una búsqueda esencialista de identidades generalizantes y por esto reductoras, sino a la apertura del sentido en la particularidad de cambio constante.
La fotografía producida en la región se enfrenta a tensiones intensas que tironean los sentidos de los «modelos simbólicos» que ella construye. Esta imagen, en su origen, es el resultado de asuntos específicos de un suelo particular, diríamos que la fotografía es un «modelo simbólico» que sin mediación llega a nuestro territorio y le comienza a dar una forma estética y a través de esta un significado que poco tiene que ver con este suelo. La fotografía es un «modelo simbólico» en sí mismo, que además construye, propone, impone nuevos «modelos simbólicos». En este contexto, los sentidos que pueden articularse en la superficie fotográfica están presionados por significados que laten en el «dispositivo fotográfico», determinados por su suelo de origen. ¿Es posible una apropiación del dispositivo eficiente que permita encontrar un sentido liberado? Esta pregunta pone en jaque toda la cultura sudamericana y su posibilidad de autorreferencia y emancipación, lo que, como indica Mignolo, no hicieron los criollos fundadores de nuestras repúblicas.
Un modo en que se ha desarrollado la fotografía en nuestro territorio ha sido a través del género documental, tanto por parte de fotógrafes locales como foráneos. Naturalmente, la producción no se agota en esta práctica; el periodismo, la publicidad y el arte, por nombrar solo algunos, han sido prácticas recurrentes. La publicidad y el arte comparten la manera explícita con que intervienen al fenómeno para decir otra cosa. El periodismo y el documental transitan rutas similares y es acá, en estas prácticas, en donde vemos mayores tensiones. En general, la revisión histórica de estas fotografías cumple con la descripción, a veces en una segunda capa de sentido, de las circunstancias contextuales de la toma, pero siempre dependiendo del hecho fotografiado. Por ejemplo, el conocimiento de determinadas prácticas sociales, como costumbres en general, cuestiones de carácter social y político, modas en el vestuario, etc. Pero la fotografía es, en estos discursos, una transparencia que solo es cuestionada por las subjetividades que operan en su ejercicio. Pero, como ya he planteado anteriormente, la lectura de la fotografía comporta cuestiones de carácter ideológico en la tensión Occidente-periferia muy complejas y presentes desde el siglo XIX hasta hoy, pero que requiere una mirada crítica más profunda. Las maneras de leer el sentido de las fotografías, observar las prácticas de los propios fotógrafos y los modos de circulación de las imágenes, son asuntos fundamentales de pensar y es lo que he tratado de analizar con este trabajo.
América Latina como especularidad remisional
La bidimensionalidad técnica será el último nivel de conceptualización emprendida por el punto de fuga único. Es decir, lo que conceptualizó la razón espiritual, lo confirmó la razón técnica. La posibilidad de imprimir sin mediación humana una imagen del mundo equivale, precisamente, a darse ese mismo mundo. La articulación entre perspectiva única y soporte fotosensible ya no es metáfora de la verdad o la iluminación de la razón, sino que son verdad y razón.
Si vemos que la aparición de la imagen técnica se da precisamente en el mismo momento en que se desarrolla en Europa el proceso crítico de desestabilización de las estructuras que sostenían al ser sujeto –desde la filosofía hasta la política–, es entonces en la filosofía (y a la revelación nihilista de su condición) y el arte en general (en el romanticismo especialmente) donde esta crisis se hace más patente. Esta imagen, como parte del sistema simbólico decimonónico europeo, comprendida ahora desde la distancia histórica, significó precisamente una incertidumbre esencial, en tanto resultado de una ideología y desde aquí como figuración –ahora técnica– del nihilismo como condición espiritual europea.
Sabemos ya con la fenomenología sartreana, que la imagen solo es posible desde la «ausencia» del objeto requerido, que es, además, aquí una pura parcialidad que completa su significación por la acumulación de perceptos. Si el objeto reaparece en la experiencia, la conciencia lo privilegia de inmediato, dejando en la inoperancia a la imagen como presentación. Esta acción manifiesta, por un lado, la intención y prerrogativa de la experiencia y, por otro, la debilidad ontológica de la «reproducción». Así, la ausencia del ente es la imposibilidad de la experiencia. Pero la pregunta que cabe hacerse es: ¿cuál es la razón por la que dicha debilidad ontológica –la reproducción– sea tan relevante en la voluntad de quien la piensa? La imagen al interior de la conciencia es capaz de modificar la voluntad porque ella es pura voluntad, ella es pura «intención», ya que no es mera evocación, sino que ella «es» mundo, el mundo fáctico, ella «es» la «objetividad» del acontecer del sujeto.
El mundo vive un extrañamiento. Las matrices de sentido se resquebrajan, nada de lo que era sigue siendo; el ser humano deja de ver y entender lo que lo rodea del mismo modo que antes.
La imagen técnica es un sustituto igualmente débil que la del interior de la conciencia. Aquella –como confirmación de la materialidad del mundo– se hace urgente frente a la inminencia de la pérdida. Esto es lo que está presente cuando se expone la relación entre imagen técnica y memoria; de esta forma, la distancia material y temporal justifica la producción de esta imagen, entonces ¿qué le queda al sujeto luego de todas las caídas, incluso la de su propia razón? El peso de su propio cuerpo. Pero ya vemos que esta estructura se sostiene sobre presupuestos débiles. En este sentido, la habitabilidad del mundo se hace en función de constantes promesas, de objetos inalcanzables, pero siempre con la promesa de la posibilidad. Se necesita de la imagen debido al no dominio del objeto ofrecido, porque, como ya decíamos, se justifica la imagen desde la carencia, y si hoy se constata que el paisaje es iconográfico, este es en función del deseo. Sin deseo no hay necesidad de imagen, ni de producción, ni de consumo, es decir, el sentido de la imagen sigue estando en la precariedad.
La condición nihilista asociada al relato mítico occidental
–cristiano– se hace cada vez más evidente cuando se gira hacia la autonomía del sujeto respecto del estado normador. El asunto es que el tránsito hacia un nihilismo americano implica el reconocimiento de la orfandad y, peor aún, la de hijo ilegítimo respecto de la figura paternal europea. Este es el sentido nihilista.
Este sinsentido europeo –desde una metafísica que se desploma progresivamente durante la modernidad y termina de ser sepultada por la posmodernidad–, en América Latina se daría abruptamente, como si de repente se abrieran los ojos y viéramos que nada hay, que nada hubo y que, con suerte, poco habrá. Walter
Mignolo, en su libro La idea de América Latina (2007), plantea que la creación de América fue un asunto puramente geopolítico del siglo XVI, por medio de la creación del mapamundi de Gerardus
Mercator. Este acto no consideró la existencia de las culturas que habitaban este territorio, produciendo una homogeneización abarcadora que borra toda posibilidad de heterogeneidad cultural del lugar. Además, se suma a esto una cuestión de orden económico y religioso que, según Mignolo, tendrá consecuencias en la instalación del racismo vigente hasta el día de hoy. Dice Mignolo:
Las consecuencias de la conversión del capital en capitalismo fueron la devaluación1 de la vida y la naturalización de la idea de que la vida humana es prescindible. Así se inició un tipo de racismo que ha sobrevivido hasta nuestros días2, como se observa en el trato que reciben los inmigrantes en Europa y Estados Unidos o en la prescindibilidad de la vida de los habitantes de Irak (pp. 54-55).
Precisamente, esta situación se afirma en el momento en que asumimos la dependencia de sentido en relación a los aparatos tecnológicos, pero sin poder producirlos, y el consiguiente estado de dependencia de quienes sí los hacen; o sea, el sentido estará siempre más allá de nosotros… Nuestro sentido se da como especularidad remisional: imagen en tanto útil. La imagen se presenta como ese tipo de objeto que nunca encuentra sentido en sí mismo, sino que siempre en tanto utensilio.
La necesidad de un origen o identidad se manifiesta porque desde este lugar se sostiene el sentido, la posibilidad de reconocer referencias que produzcan aperturas simbólicas. Lo imposible es que no tenemos mito de origen, no hay referencia mítica específica para nuestra condición referencial. A falta de mito se recurre a una apropiación del resultado de un relato del que somos margen renegado. De esta manera, el desajuste se manifiesta como una anomalía.
Ronald Kay (1980) lo caracteriza cuando dice que una fotografía de la Torre Eiffel tomada en el siglo XIX manifiesta un mismo nivel de desarrollo entre significado y significante; distinto a lo que ocurre con una fotografía tomada en el siglo XIX en el espacio americano, donde esta imagen obliga a pensarnos como mera remisión. Somos la imagen de un referente inalcanzable. Jorge Larraín (1996, 2011) describe la condición del sujeto posmoderno como carente de identidad, debido a la intensa fragmentación de que es objeto, y Grínor Rojo (2003) verá una imposibilidad radical de un «centramiento metafísico», como respuesta a dicha fragmentación. Entonces, la identidad se pierde en lo innecesario de una unidad identitaria que se manifestaría en este «centramiento metafísico». Esto no es otra cosa que el deseo de una ontología fuerte en la que se sostendría la identidad, pero, como advierte Vattimo (2002), Occidente es ahora no solo en tanto ocaso, sino que es ocaso en tanto historia del ser, porque el ser es ocaso. La condición abarcadora que se le pretende dar al ser heideggeriano en rigor debe situarse solo en su territorialidad más específica. Si decimos que el ser es occidental no agregamos mucho a la discusión, pero si restringimos la occidentalidad a Europa, aun cuando Ernst Tugendhat (1999) estime lo contrario y afirme la característica occidental de América Latina, se verifica la marginalidad del pensamiento americano.
La adhesión a la técnica, observada en los países como el nuestro, tiene algo que ver con la idea de orfandad. Hoy, el sentido se encuentra en la técnica y en el consumo de sus productos tecnológicos. La obsesión por lo tecnológico aquieta la angustia del deseo insatisfecho, es el mismo aparato tecnológico el que promueve objetos de deseo. La orfandad es la falta de historia, la negación de la historia por la imposición técnica de sus propios relatos de los que nos quedamos al margen, pero con el deseo de acceder a ese espacio simbólico y de consumo: seguimos siendo margen. La orfandad toma forma en el vacío cuando no hay un relato mítico que sostenga los acontecimientos: no somos pueblo originario, no somos europeos, estamos a medio camino de cualquier lugar. Somos una extensa heterogeneidad habitando un mismo territorio.
La referencialidad se juega doblemente: por un lado, desde un punto de vista material, la imagen técnica sigue significando transitividad (su significado siempre está más allá de ella misma), y por otro, desde un punto de vista ideológico, hacia donde se mira como matriz simbólica. Lo difícil es que nuestra matriz simbólica sigue estando allá. Este asunto no se dirige a un regionalismo miope, sino que a tener al menos la capacidad de advertir que nuestro material constitutivo sigue siendo especularidad residual. El sentido dado por la técnica es propio de aquellos territorios que producen tecnología; es en ella donde el relevo ontológico, anunciado por Heidegger, es posible. No hay un ser latinoamericano, no es posible una ontología americana. Si el ser es europeo –en tanto territorio y urgencia histórica– y nuestro deseo es ser remisión, la dependencia ontológica nos muestra que en la especularidad no hay «sí mismo», nos perdemos como imagen del referente, por lo tanto no hay posibilidad de filosofía si pretendemos continuar y ubicarnos en la filosofía occidental.
Pensar desde nuestra fragilidad radical la condición remisional, nos libera de definiciones esencialistas con aromas metafísicos. Ya no es necesario en una identidad al modo de «ser» latinoamericano, porque hacerlo nos situaría en la rigidización absolutizante que supondría un estado de plenitud imposible. Comprendernos como imagen de un referente inalcanzable nos abre en realidad a un horizonte de significación que solo puede ser abordado desde un ejercicio exegético territorial. La descripción del acontecimiento latinoamericano en el espacio latinoamericano, en vistas de una apropiación particular de sentido, nos transforma en imagen intransitiva, en imagen autorreferencial. Si hay autorreferencialidad no hay posibilidad de que la experiencia se desplace a otros lugares. Esta imagen o condición remisional no es sustituto de nada, no hay posibilidad de intercambio porque no hay posibilidad de acceso al referente ido y nunca lo habrá; las matrices de sentido están tan distanciadas que no hay oportunidad de acercamiento a su comprensión. La necesidad de esta imagen como alternativa latinoamericana está en la imagen misma. Así se rompe con la urgencia referencial en tanto fundamento de la imagen. No hay objeto referencial, pero sigue habiendo imagen, y esta existencia funda una reflexión. Si decíamos al principio que la imagen es pura intención, esto quiere decir que una vía de apertura especulativa es precisamente reconocer los fundamentos de la voluntad intencional.
Ronald Kay, en su ahora clásico texto Del espacio de acá. Señales para una mirada americana (1980), plantea asuntos que se actualizan críticamente al momento de pensar una categoría fotográfica como la de Fotografía latinoamericana. Problemas como qué se entiende por «latinoamericano», por «identidad», por «fotografía», por «sujeto y espacio latinoamericano», por aquello que se muestra sobre la superficie fotográfica, en la relación Occidente-periferia…, etc. Kay indica que la fotografía es un dispositivo privilegiado para pensar estos asuntos, porque este aparato –que se crea en Europa a mediados del siglo XIX– impone desde su sistema de registro un modo de concebir al mundo que se extiende a todo lo que es «capturado» por la cámara. La condición occidental de la fotografía la hace parte de la larga evolución del sistema de representación de esta geografía cultural que parte en el renacimiento florentino. El sometimiento del orden espacial a la ilusión perspéctica bidimensional, en el que el eje estructural es el punto de fuga, plantea una voluntad de poder que se proyectó no solo a Occidente, sino que tuvo un alcance global. Este punto de fuga no solo es la ilusión de la tridimensionalidad en la bidimensionalidad del plano, es por un lado la capacidad de la razón de conceptualizar el infinito y, por otro, de definir un lugar –el punto de fuga– desde el cual se estructura el orden representacional que tendrá en la fotografía su mayor expresión, que además, como ya decía, alcanza el orden global. En la historia decimonónica, la fotografía ayudó a la incorporación de grandes territorios a estructuras administrativas que materialmente no podían controlar; es decir, la fotografía se apropia de aquello que «registra». Esta afirmación llega hasta nuestro tiempo en, por ejemplo, la práctica documental.