Kitabı oku: «La liturgia, casa de la ternura de Dios», sayfa 4
María no entiende por qué les deja Jesús. ¿Es extraño que nada entendamos nosotros tantas veces? Algo puede ayudarme en mis incomprensiones —y ante las ajenas— saber que la madre que me ayuda tiene experiencia humana inmediata de ellas.
Contemplar el plan del Padre: cómo va formando el corazón de la Virgen, sacramentalmente —con experiencias humanas espiritualizadas— para el cumplimiento de su misión maternal. Contemplar la belleza de estas respuestas de la Virgen —fiat continuo—. Y creer que ahora ella colabora con el Padre para hacer lo mismo conmigo. Y así se me desenvuelve esa fe en mi vocación que me llevará a cumplirla. Lo que sin duda lleva consigo el cumplimiento, al menos relativo de otras muchas, que de otra manera no se cumplirán. Horror de no ser santo: No hay tragedia comparable. La única mayor es también incomparable por el otro extremo: la condenación eterna.
Dichosa porque ha oído la palabra de Dios y la ha guardado. Qué plenitud de sentido tiene esta frase de Cristo aplicada a la Virgen, entendida bajo la iluminación del Espíritu Santo…
Marcos 3, 34-35: «Quién es mi madre…». Elogio de María. Establecimiento de las nuevas realidades. Pensar la inteligencia de santa Teresa respecto de este pasaje. Y las múltiples expresiones del malentendido habitual…
Juan 19, 25-27: «He ahí a tu madre…». Leer en la página 60 el admirable comentario de Orígenes.
En los Hechos de los Apóstoles se nombra —y nada más— a María con los apóstoles…
La oración de san Efrén:
Santísima señora, madre de Dios…
que vivís más allá de toda pureza, de toda castidad, de toda virginidad…
vedme culpable, impuro, manchado en mi alma y cuerpo
por los vicios de mi vida impura y llena de pecado;
purificad mi espíritu de sus pasiones,
santificad y encaminad mis pensamientos errantes y ciegos;
regulad y dirigid mis sentidos;
libradme de la detestable e infame tiranía de las inclinaciones y pasiones impuras;
anulad en mí el imperio del pecado;
dad la sabiduría y el discernimiento a mi espíritu en tinieblas, miserable,
para que me corrija de mis faltas y de mis caídas,
y así, libre de las tinieblas del pecado,
sea hallado digno de glorificaros;
de cantaros libremente, verdadera madre de la verdadera luz, Cristo, Dios nuestro;
pues solo con él y por él sois bendita y glorificada
por toda criatura, invisible y visible,
ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
He pensado copiarla en una estampa grande y rezarla cada día, al menos durante un tiempo, para actualizarme la conciencia de esta realidad. Pues, ciertamente, así es, como Efrén dijo, y en el sentido más pleno y literal. Recuerdos de mi infancia: mamá estaba siempre junto a mí, educándome —¡como ella sabía!— ya que ni siquiera fui a un colegio en mi niñez. Así, al pie de la letra, pero más, pero ya sin error, sin incomprensión posible, está la Virgen conmigo. Ella me sabe enderezar interiormente… En la última temporada he experimentado en varios campos su acción maternal. Se trata de que la deje actuar en toda la anchura de mi vida.
Nada nuevo, pues ya otras veces en estos días, he visto lo mismo. Pero la experiencia me enseña que nada comienzo a hacer, sino después de haberlo contemplado y deseado durante cierto tiempo. Evidentemente, Dios me dispone a recibir sus gracias con ciertos anuncios anticipados. A veces creo que se me va a dar ya y no, falta aún tiempo para recibir, pues no me hallo todavía dispuesto… Así en esto. Es muy considerable el progreso en mi relación filial, pero aún queda mucho, incluso para que pueda decirse que el fundamento está echado… Viene a ser, como si dijéramos, que estoy en la tarea de poner los cimientos, que ni siquiera están puestos del todo; pero, en fin, se están poniendo. Imaginar —para que se despierte el deseo confiado (que es lo que dispone)— lo que será de mí —y de mi fecundidad pastoral— el día —espero próximo— en que realmente sea consciente de esta presencia maternal operante de continuo…
Voy acabando el rato de oración de la mañana; son cerca de las 2. La idea capital: el poco esfuerzo que la vida espiritual requiera ha de orientarse hacia lo esencial, hacia la base: iniciativa del Padre, por Cristo, con el Espíritu, colaboración maternal de María, en la Iglesia madre, trabajando sobre un fondo ignoto de mi personalidad, pero en lo manifiesto, sobre mis actitudes y últimas inclinaciones desordenadas, hasta llegar a la abnegación. Estimo que, de momento, lo principal es la conciencia de la acción de María en mis actos interiores, según lo expresa con fortuna la oración de san Efrén copiada arriba. Así se trata ni más, ni menos que de renovar al comienzo de las acciones esta conciencia de su intervención. Y dejarla actuar. Viene a ser, por ahora, darla una oportunidad…
(Diario, 1974)
A LAS PUERTAS DE LA NAVIDAD
Oración de 5,30 a 7,30. No es que me estime demasiado bien dispuesto, pero sí mejor dispuesto acaso que ningún año, desde hace muchos, para recibir las gracias de estas fiestas. Más limpio de corazón, al menos en intención, en deseo; más actualizado también. La lectura de Lemarié, muy provechosa para ello. Proyecto de dedicar un buen rato de la mañana a releer despaciosa, reflexivamente, los capítulos dedicados al misterio.
El objeto principal es la encarnación misma. Contemplar es, palmariamente, pura gracia divina. Entrever el misterio basta para ser deslumbrado, para quedar ofuscado frente a cualquier aspecto secundario de la creación, que no será sino percibido crepuscularmente. Frente a los defectos humanos de los otros, frente a la atracción de las cosas naturales, que a veces —¡demasiadas!— se ofrecen tan alicientes. Y sobre todo es quedar irresistiblemente atraído por el misterio mismo, por la persona misteriosa. «Mysterium fascinans et terribile». Conciencia de la grandiosidad impensable de Cristo; conciencia de la hermosura absolutamente inefable; conciencia de la impureza, casi igualmente inexpresable, del hombre pecador; horror ante la posibilidad del pecado, ante el pecado ya perpetrado tantas veces…; conciencia de la grandeza desmesurada frente a toda medida humana, de la divinización del hombre. Un tema tan manipulado en clase —espero que con utilidad real de los alumnos—; necesariamente, en el designio paternal, con incomprensible fruto para mí…
¡Y cómo lo preciso! ¡Y con qué urgencia! Pongamos la visión de ciertas actuaciones pastorales. La confesión de la religiosa capuchina… La pereza que me domina, frecuentemente, ante la idea de salir de casa y dirigirme hasta allí. ¿Cómo puedo emperezarme para absolver y aconsejar a una hija de Dios? De seguro, porque apenas entiendo la maravilla de absolver y aconsejar sacerdotalmente. Probablemente será muy indicado atender a este aspecto sacerdotal del misterio que el Espíritu me presenta en estos días.
Sin duda es muy débil aún la resonancia de las realidades espirituales en mi totalidad humana: el abuso del tabaco, el dominio momentáneo del aliciente de un dulce, de una comida… de una lectura incluso.
Ha de agradecerse a Dios la facilidad para prescindir de muchas cosas, pero ¡queda tanto por recibir! Junto a la vida de cualquier santo, la mía es todavía muy regalona, muy materializada…
Inteligencia del misterio. Una naturaleza humana concreta es divinizada radical y completamente; Jesús hombre es el Hijo de Dios. Pero, consiguientemente, y con la misma realidad, yo quedo potencialmente hecho hijo de Dios. A las personas divinas les cuesta lo mismo purificar mi personalidad al divinizarla que divinizar la naturaleza nunca manchada de Jesús. Y quieren también hacerlo, aunque en proceso diferente.
La liturgia de Navidad es, ante todo, la contemplación y confesión de la gloria del hombre-Dios, de Cristo. Esta contemplación de su gloria, que es glorificante para el que contempla.
La pureza de Jesús. Nuestras palabras, pobremente analógicas, expresan, y tenuemente, el resplandor de esta pureza. Sin mancha… pero carecer de mancha un objeto luminoso, transparente, es ser meramente luz. Pensar en las gradaciones de nuestra iluminación: contemplación del Verbo hecho carne, sin más (lo cual es perspicuamente gracia pura); contemplación del mismo en lecturas bíblicas, de autores espirituales, de literatos o filósofos que se expresan en niveles naturales… Las diversidades son anchísimas y, consiguientemente, los frutos. Sin duda, en mis días, deberá ir tomando más y más importancia —y más y más tiempo— la faena primera. Y el deseo de supresión de toda conversación meramente natural, inconvenientemente (que significa en la práctica deformante) de mi personalidad sacerdotal… Repugnancia ante toda palabra interior, ante toda expresión interior, de palabra o de gesto, que no proceda del Verbo inmediatamente.
La entrada del Verbo eterno en el tiempo hace estallar el tiempo por todas partes; salta la humanidad en todas sus formas, con el escándalo, la sorpresa, el susto consecuente de los hombres que lo advierten y que, generalmente, no saben de dónde les viene semejante estallido.
Hablamos fácilmente de la vida oculta de los santos; de la vida oculta, en primer lugar, de Jesús mismo o de la Virgen. Cierto, tal secreto ha existido; pero pienso que debe ser fruto de un plan premeditado; pienso que, de suyo, la vida cristiana es escandalosa para la humanidad caída circundante. Hay que ocultarse a posta, de lo contrario, el cristiano está en choque continuo con los hombres que escuchan en torno el estruendo de los estallidos, que advierten una luz que les ofusca, les molesta la vista… Y por supuesto tal choque, tal molestia, debe ser explicado como algo inefable, no expresable por categorías naturales (aunque lógicamente los hombres recurran a ellas en defensa propia…).
Solo tendríamos energía para nacer en un pesebre y morir en una cruz —pasando por una vida de humildad auténtica y de carencia, de «no tiene dónde reposar la cabeza»— cuando la contemplación del Verbo encarnado nos haga capaces de experimentar el vigor divino del Verbo mismo que nos asume a través de su humanidad y nos comunica su Espíritu…
Función de la carne de Cristo, función de las palabras litúrgicas, de mi predicación misma —cuyo primer auditor soy yo mismo—.
Las observaciones de Lemarié, acerca de los enfoques litúrgicos del misterio, consuenan perfectamente con mis concepciones generales. El misterio de Navidad se entiende desde la resurrección de Jesús, como mi vida misma se entiende desde ella y pasa por mi propia futura resurrección… Solo mirándome como futuro resucitado en Cristo puedo entender, con inteligencia operante, el sentido de mi vida terrena. Claro, esto es lo que corresponde al adulto en su madurez «normal». Pero es exactamente lo que yo debo perseguir para mí y para cuantos me escuchan…
Disponerme, ante todo, esta tarde misma con un rato de oración a contemplar esta gloria de Cristo en su nacimiento. Creer en la eficacia de su palabra en mis labios, en el poder vivificante de mi predicación, y no achicar la realidad en mis palabras. Que sean realmente expresión de la gloria de Cristo ante los hombres que me escuchen.
Oficio de lectura (Salmo 77): —¡Que he meditado tantas veces!— relato tan exacto de mi propia vida. El salmo cobra vigor extraordinario en esta víspera de la fiesta de Navidad. Todas las maravillas de Yahvé venían preparando la maravilla de la encarnación, que se continúa ya eternamente. Gravedad de la desconfianza, del olvido de las acciones —de la acción— de Dios: «Hervía su cólera contra Israel, porque no tenían fe en Dios, ni confiaban en su auxilio». Conciencia de la fragilidad substancial del hombre: «No despertaba todo su furor, acordándose de que eran de carne, un aliento fugaz que no torna». La maravilla consiste en que un aliento fugaz de hace 20 siglos que no torna se ha convertido en un aliento eterno, eternamente animador de la carne, unido indisolublemente al aliento personal divino.
Atender a la encarnación como motivo de confianza, y atender a no dejarme mover por la visión de la fragilidad de la carne, porque en adelante está —estará— confortada por el Espíritu divino que Cristo nos alienta.
Realmente se me dice: «Despierta, Jerusalén: revístete de fuerza, Sion, vístete el traje de gala, Jerusalén santa, porque no volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros». Realmente, me lo dice Dios. Despertar: abrir los ojos a la luz, dejarme iluminar, espantar, fortalecido por la luz, todo lo que es sueño, que es mentira, lo que no es… (recuerdo las intuiciones de los primeros filósofos griegos). La nube de pensamientos inútiles, falsos que impurifican el alma y la adormecen…
«Mañana quedará borrada la iniquidad de la tierra y sobre nosotros reinará el salvador del mundo». Confianza inmensa a la entrada de estas fiestas (pensar que litúrgicamente la fiesta no es solamente lo que llamamos el día de Navidad, sino el período entero). Si espero, recibiré esa eliminación de mi iniquidad, y quedaré unido al salvador para borrar la iniquidad de muchos…
(Diario, 1976)
TODO ESPERA LA GRACIA
Actualizar la esperanza. Ignoro cuáles serán los dones particulares del día; imposible que no sean. Ser liberado de tantas limitaciones que me tienen confinado en la mediocridad, sin aparentarlo siquiera. Pues la mediocridad del entorno es todavía más espesa, más oscura… Por cualquier parte tropiezo con estas fronteras de tibieza, mezquindad. Los impulsos casi todos malos. Envuelta el alma en carne, en egoísmo. De modo que apenas la luz que soy —participada, cierto—, la luz que es Cristo resplandeciendo en mí, atraviesa las manchas densísimas de mi cristal. Y apenas ilumino. Yo, encargado de iluminar a muchos… Por eso no gozo del fruto pastoral congruente: la visión continua del paso de muchos de las tinieblas a la luz.
La celebración litúrgica del nacimiento de la luz en la tierra ha de ser irrupción de resplandor sobre mi personalidad: limpiando manchas, alumbrando oscuridades, rompiendo tinieblas; enderezando impulsos…
¡Si pudiera contemplar, con ese asombro no desconocido de otras veces, alguna de estas tendencias súbitamente rectas, rectificadas, vigorosas, afanosas en sí mismas del bien, repugnando espontáneamente el desorden ya acostumbrado…!
La salvación que trae Cristo, la salvación que es Cristo, que es solo Jesucristo, consiste en eso: unirme a Dios. Pues «los que se alejan de ti, se pierden». «Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio, y contar todas tus acciones en las puertas de Sion». (Salmo 72). ¿Cómo «junto a ti»? No de otro modo, sino como el Verbo en el principio: «apud Deum». Tomar conciencia personal de mi realidad personal: pues en el Verbo, «apud Deum», soy yo. Ser remontado a mi origen, que es exactamente mi final. El conocimiento de mí mismo —que es necesariamente conocimiento en Cristo— me mejora (Fray Luis)…
Estar con Dios, proclamar sus maravillas: es el programa mismo de los apóstoles, cuando designan diáconos.
Estar con Dios, «adhaerere Deo», es lo opuesto a la actitud de los malvados: «¿Es que Dios lo va a saber?». Con su autosuficiencia, su tono posesivo y su hablar altivo y aliciente para los ignorantes, las gentes del común…
Respecto a mí: debilidad de las virtudes morales: fortaleza-templanza. Todavía no ha asumido mi inteligencia iluminada por la fe, mi voluntad levantada por la caridad, la energía de mi corporalidad: por eso los impulsos brotan desordenados. Pues que sean vigorosos, incontenibles, eso no ha de ser mudado. Viceversa: han de crecer todavía en intensidad, en capacidad de arrollarlo todo. Y más y más, conforme pasan por el tiempo. Pues divinizado el hombre, según pasa por el tiempo, se nutre de eternidad… Ya que la «eternidad» obra en el tiempo, y para nosotros es la única manera de estar en contacto con ella.
A los ojos humanos, «a este lado del reino de la muerte», puede parecer lo que parezca. La realidad es que los años transcurriendo no son otra cosa que el signo de la eternidad operante en el hombre que está dispuesto a ser actuado, «obrado», movido…En una palabra: «animado» por el Espíritu eterno.
Notar bien claro: en el Espíritu Santo no hay eternidad, sino que es eternidad él mismo, y por ello me eterniza con su acción. No ya la experiencia humana acumulada por repeticiones, por sucesivas correcciones, que al cabo desgastan (tengo la impresión de que los «ancianos» de la literatura pagana son un poco demasiado sabihondos, plúmbeos); sino por la irrupción de la eternidad en que tienen su realidad los objetos, las personas y los acaecimientos de la tierra.
Viene el Verbo, viene Jesús… Más bien: somos subidos nosotros… Los enunciados de la realidad son desconcertantes, a poca que sea nuestra debilidad carnal: pues la realidad visible —derivada, consecuente— permanece intacta, indigente de interpretación intelectual sobrenatural…
La mezquindad de nuestra esperanza limita la amplitud del fruto del Espíritu: «los cálculos lentos son extraños a la gracia del Espíritu». Expresión de san Ambrosio, ofrecida en la lectura del 21 de diciembre. Y el 22, san Beda: «solo aquella alma a la que el Señor se digna hacer grandes favores puede proclamar mi grandeza con dignas alabanzas y dirigir a quienes comparten los mismos votos y propósitos una exhortación como esta: «glorificad al Señor conmigo y exaltemos alternativamente su nombre». Quien tenga en menos proclamar su grandeza… despreciable en el reino de los cielos. Pero es necesario acoger la humillación; si no, imposible acoger la salvación.
Isabel consciente de la gracia: es el niño, declaradamente concebido por la gracia sobrenatural, quien se mueve en su seno, haciéndose notar: no le ha movido ella… Lo mismo la Virgen (que se experimenta agraciada en la humanidad, dentro de Israel…). Y nosotros hemos de concebir, por la fe, la palabra… «Toda alma (creyente) recibe la palabra de Dios, a condición de que, sin mancha, preservada por los vicios, guarde la castidad de una pureza intachable» (21 de diciembre). «Toda alma creyente concibe y engendra la palabra de Dios y reconoce sus obras». Iglesia madre: Días de fecundidad para la Iglesia… La contemplación de María… Por eso ha de aplicarse como participadas —recibidas con su colaboración— las actitudes de la Virgen-madre: la «exhortación» de san Bernardo a María: «Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento» (20 de diciembre). Y la responsabilidad: si todo en cada uno de todos depende de ella, mucho en cada uno de muchos depende de mí: «se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación: enseguida seremos librados si consientes».
Recibir la palabra: «los suyos no le recibieron». Temor…
Al concebir la palabra —y solo entonces— concebimos las personas humanas: la tarea maternal de la Iglesia —del sacerdote—. El horror de la carne —el amor a la vida—, el amor a la vida —Cristo mismo—.
Extremos: los hombres fabrican ídolos (materiales imaginativos: adornando de cualidades imaginarias sus sueños, sus proyectos, sus amigos…) Dios nos crea a nosotros (Is 46, 1-13; 18 de diciembre).
«Recordadlo y meditadlo, reflexionad, rebeldes, recordando el pasado predicho. Yo soy Dios y no hay otro; no hay otro Dios como yo».
El anuncio del futuro: un aspecto de la eternidad —de la realidad eterna del profeta—.
Esperanza: «escuchadme los desanimados que os creéis lejos de la victoria: Yo acerco mi victoria, no está lejos, mi salvación no tardará; daré la salvación en Sión y mi honor será para Israel».
(Diario, 1984)
LOS DONES DE LA SOLEMNIDAD
Oración de 7,30 a 9,30. Ayer poca oración; predicación mucha y charlas y conversaciones privadas y algunas confesiones. Hoy dos misas, tomando con cierta amplitud aquello de celebrar «a su hora» cada una de ellas; pues la de «aurora» voy a decirla a las 11,30.
Solemnidad. ¿Qué me trae esta solemnidad? Liberación: realmente no me siento oprimido, sino por mis impulsos egoístas. Nada cambiaría de mi vida actual más que eso. Por otra parte nada me importaría que me trastocaran desde fuera cualquiera de las caras de esta vida. Toda la lista de impulsos, de modos de ser propios, esos que reiteradamente apunto y no soy poderoso a cambiar. Mejor, que voy cambiando tan lentamente… No siento necesidad de mudar a nadie para mi comodidad; pueden ser como son, no me molestan. Solamente me hieren mis reacciones egoístas, incoercibles. Mis contestaciones impacientes; mis impulsos del tabaco y a veces a la comida; mi impotencia de actuar según los principios tan espontáneos al pensar, al hablar, al sentir… salvo cuando las ocasiones se presentan. Eso y nada más que eso me esclaviza. En cuanto a lo demás puede prolongarse por años… para desembocar en el cielo.
Verdad que mi «figura» interior —y algo la exterior— va siendo «trastocada, mudada, convertida»; que voy transfigurándome. Si durante el año que estamos comenzando —me refiero por supuesto al año litúrgico, incluso al año litúrgico «mío», que comienza con mi bautismo el día 2 de enero– se fueran moderando, bajo los impulsos del Espíritu, ciertas actitudes de impaciencia ante las «intromisiones» ajenas —ante ciertas intromisiones ajenas—, y ante ciertas destrucciones de menudos planes; y ante las peticiones (esta impotencia para rehusar) y ante las solicitaciones del tabaco o la comida… quedaría «transfigurado» igualmente por fuera. Si pudiera dejar que gobernara el Espíritu mismo la espontaneidad carnal de mi conversación (bromas, ejemplos, digresiones, charlatanería, exceso de confidencias personales, indiscreciones) y esta indómita celeridad de mi estilo… Entonces habría experimentado la liberación de Jesucristo, y constituiría para muchos un testimonio irrefragable, innegable, salvo para quienes se obstinan en la dureza de su corazón…
Tal es el «programa» del año, que es pura esperanza, pues yo no me puedo liberar en modo alguno.
Es cierto que el principio vital de mi personalidad es el Espíritu Santo. No digo ya «debe serlo», sino «lo es». Pero ha de romper todavía muchas construcciones materiales, muchas piezas retorcidas, fabricadas a lo largo de muchos años y que no le dejan manifestarse. Y esa es la «transfiguración» aludida. Y como es apremiante; porque voy pasando por el tiempo, porque la etapa terrenal se me va terminando; porque en torno mío se van consumiendo muchos de los encomendados a mi esmero —y mal atendidos por años— he de esperar que la faena del Espíritu se acelere y se manifieste hacia fuera de modo testimonial.
Y, no obstante, pienso que debo aceptar —bueno, aceptado el «castigo» que es operación y efecto purificador; abrillantador— de la vejez maniática y caduca que tanto me asusta. Humillante para mí, cargante para los demás… si es que alguien se ocupa de mi vida si llega la tal vejez…
Pues en lo exterior y en algunos aspectos —todavía no en otros— la vejez y la «caducidad» operan ya en mi biología… Cansancios corporales, nunca sentidos, van doblegando mis energías, impidiendo las realizaciones de proyectos que todavía trazo, olvidado de esa misma caducidad. Todavía no suficientemente ostensible a mis ojos para tenerla siempre en cuenta…
Mas lo interior, la vida verdadera, la caridad y la intercesión y los merecimientos y la expiación e incluso muchas maneras de testimonio… Todo ello puede y debe acrecentarse durante el curso que comienza. De hecho innegablemente he crecido en todo últimamente. Espero que el proceso de conversión, de «transfiguración», de «transformación» sea acelerado indeciblemente, sorprendentemente para los demás, en este año. Simplemente por eso: porque lo espero…
(Diario, 1984)
BENEDICTUS
Pensaba ayer: El Benedictus nos indica con claridad «lo que ha pasado». Bendecir —alabar, dar gracias— a Dios por lo que ha hecho. Al Dios de Israel que lleva obrando a lo largo de toda la historia humana, preparando esta maravilla… visitar, redimir: viene realmente el Padre mismo, se nos presenta para rescatarnos, librándonos de nuestros enemigos.
Yo bien siento quiénes son nuestros enemigos: el diablo, nuestras inclinaciones pervertidas. Perversas, porque de las manos de Dios salimos bien inclinados, y ahora tantas veces nos desorientamos hacia el mal. Son los que nos odian: nosotros mismos, en cierto sentido verdadero, aunque sea con capa de amor… Casi cada persona, salvo los santos, incluye en sí el odio contra sí misma y contra cada uno de los «otros». Combate la tendencia, también real y operante, hacia el bien, hacia la personalización cristiana, eterna, en perfección dichosa.
¡Es terrible pensar que venimos siendo verdugos de aquellos por quienes sentimos aparente amor peculiar! ¡Cuánto daño he causado, a lo largo de toda mi vida, a todos los que pensado amar especialmente! ¡Y cuánto daño me han hecho a mí! Amar a una persona solo se realiza en la medida en que yo mismo tengo ya capacidad para amar personalmente —podría decir: para amar sin más—. Y el egoísmo surge, ruge y brinca vigorosísimamente… y se lanza sobre el otro sugiriendo, ofreciendo, solicitando, halagando… y el otro se piensa amado… y nos destruimos, nos desvivimos…Terrible la mentira, la falsedad del desvivirse humano… ¡Las potencias inferiores en cada uno obran con tanta intensidad!
Y Cristo viene para liberarnos de todo eso: de la mentira ante todo. Y consiguientemente del temor, arrancándonos, esfuerzo que le lleva hasta la cruz (dolor) y a la resurrección (gozo definitivo), con las operaciones previas, dolorosas y gozosas en su vida terrenas. Y así en todos nosotros. Y podemos servirle en santidad: en amor divino, todos los días, todos nuestros días. Cierto, ha de haber deficiencias; pero no tiene por qué haber días deficientes…
Y esto nace de la «entrañable misericordia de nuestro Dios». Dios nos ama desde sus entrañas, su seno, del que procedemos, sin salirnos de él… Con el Verbo, con el Espíritu. Nuestro parentesco con el Espíritu y con el Verbo… Incomparablemente mayor que con cualquier otra persona… En último término —aunque jamás sea así, dados los divinos planes— yo podría ser yo sin padre ni madre; pero no podría ser sin esta procedencia del seno del Padre que me emparenta necesaria e indisolublemente con el Verbo y con el Espíritu Santo. Cuando el Verbo se hace carne, declara eficientemente esta realidad, ya necesaria. Por ello la unidad con quien sea solo puede realizarse en el seno del Padre, con el Verbo y con el Espíritu. Quien voluntariamente —no puede ser de otro modo— corta esta corriente de generación eterna, queda irremediablemente separado de mí, «realmente otro», de modo que ya no puedo sentirle como algo mío, como «próximo». De ahí que la condenación del precito no pueda dolernos en el cielo.
Y notar que la visita del Señor se realiza por la encarnación: el cumplimiento de una promesa hecha ya en la tierra… en unidad con el pueblo de Israel y con todos los hombres de buena voluntad.
Cristo viene como «fuerza de salvación». Nosotros en manos de los adversarios, saturados de temor… somos sacados de ahí —de donde no hubiéramos podido salir— en unidad con los antecesores y los sucesores.
Y el proceso es ante todo de luz. Un conocimiento de Cristo y en él del Padre, del Espíritu, de la humanidad, de nosotros mismos y de nuestros caminos —manifestaciones de Cristo mismo: caminos de paz. Y si no son de paz, no son de Cristo— que nos desvían de la discordia definitiva siempre posible en la tierra como realización parcial y como culminación definitiva…
He de atender muy particularmente a la pacífica liberación de la impulsividad y a la conciencia del aliciente de lo que suele llamarse obligación; que si es real es necesariamente bueno, puesto que me liga con Dios.
Entercamiento en la esperanza. La Navidad va acompañada de celebraciones de santos, manifestaciones de la eficacia de Jesús. Esperanza… esperanza.
No quiero apurar el idioma; pero más y más claramente pienso en la eficacia del pensamiento: no es que Jesús sea un descenso del Verbo, aunque abone tal lenguaje el misterio de su ascensión, sino que un hombre es levantado, asumido, de la nada al cielo… En el seno del Padre estamos todos —nos movemos, vivimos y somos— y ahí, «lugar» del origen y del fin, vivimos siempre; solo que en nivel psicológico somos levantados para ser conscientes del lugar en que vivimos, de quienes somos («Reconoce, cristiano, tu dignidad…»). El único descenso es la condenación y, en cierto sentido, el pecado. En la encarnación, en el nacimiento de Jesús, se muestra la inmanencia, pero es para hacernos notar nuestra propia transcendencia en Dios mismo. No, pues, que el Verbo desciende al mundo, sino que el mundo es levantado —por la tarea de creación en santidad— al seno divino: a su propia realidad…
Tal es la faena propia del hombre: dejarse animar por el Espíritu Santo… Por ello todo adelanto hacia la unidad, la universalidad, es signo de la acción del Espíritu.
(Diario, 1983)
MAGNIFICAT
Día 7 de diciembre. Vigilia de la Inmaculada.
Comienzo a las 10,15 la vigilia, aunque en el primer rato sufro varias interrupciones y dedico bastante tiempo a leer comentarios del Magníficat.
Propiamente inicio mis meditaciones a las 11,45.
He determinado hacer la vigilia entera, sin dormir nada, ¡supuesto que resista!, con el deseo de impetrar gracias muy especiales. Probablemente haré un paréntesis en la oración para escribir alguna carta de dirección retrasada.
Esta tarde me han dejado solo casi todo el tiempo (…).
Y ahora intento meditar un poco el Magníficat. Prosigo pensando en simplificar al máximo mi vida: la devoción a la Virgen ha de intensificarse, pero sin multiplicar las prácticas. Sino ahondando en la liturgia. El rezo del Magníficat y de la antífona final del oficio. Y las celebraciones de las fiestas y de las conmemoraciones sabatinas.