Kitabı oku: «Falso Subalterno», sayfa 3
1 La participación del azar en la dinámica histórica del país no es solo banalidad folclórica; en los discursos cotidianos de la población existe una cronología histórica que remite a las fechas de los movimientos telúricos para fijar los hitos principales de la vida (así se recuerda, por ejemplo, el terremoto de la Manivela el 8 de julio de 1971, debido a un popular programa televisivo que estaba al aire en ese momento). En cuanto al edificio Diego Portales, es importante recordar que en él se estableció el Poder Ejecutivo durante la dictadura y cuyo incendio terminó por arrasar simbólicamente la hegemonía de dicha autoridad que, de modo similar, había alcanzado el poder mediante otro incendio perenne en la memoria colectiva chilena: el ataque y posterior incendio del palacio de La Moneda en 1973.
Capítulo II
Testimonio y ficción en la narrativa de postdictadura
La retórica del consenso constituyó un campo de batallas discursivas, un enfrentamiento entre posiciones de enunciación que buscaban legitimar representaciones de diverso signo cultural. En el campo de la literatura significó asumir un esquema dicotómico entre, por una parte, una homogeneización de las diferencias y, por otra, la manifestación de la diversidad cultural como contrapartida discursiva a la retórica del consenso; en otras palabras, entre la producción literaria del fenómeno editorial conocido como Nueva narrativa y aquellas escrituras originadas en la representación de subjetividades excéntricas, subalternas o marginalizadas. Si bien este esquema interpretativo mantuvo su vigencia durante la década de los noventa, no cumplió, ni entonces ni ahora, la tarea de describir en profundidad la producción del campo literario de la época. Quizás por esa misma ineficiencia descriptiva se produjo una confusa proliferación de discursos críticos en torno a la producción literaria que, pese a la emergente pluralidad de sentidos, no dejó de acatar la política consensual de silenciamiento y censura de la diversidad cultural2. Como un acápite más en la reflexión postdictatorial, se planteó también el debate en torno a la evolución de los discursos testimoniales después de concluida su función como expresión política durante los años de régimen dictatorial en la mayor parte de los países de América del Sur. Las nuevas condiciones en la región habrían abierto la posibilidad de representar las experiencias traumáticas de las víctimas mediante los discursos de la memoria, ya no de la denuncia, que mantuvieron la confianza en la literalidad referencial del testimonio. Algunos autores, provenientes de la academia y agrupados en el campo de los Estudios subalternos latinoamericanos, debatieron en torno a la capacidad de representación de los sujetos subalternos a través de códigos discursivos considerados parte del orden hegemónico de la cultura. Otros autores, y desde otras posiciones de enunciación, manifestaron su acuerdo o escepticismo frente a dicha capacidad referencial del discurso testimonial. Entre estos últimos, Beatriz Sarlo (2005) constata la problemática relación que subyace en la organización discursiva de toda experiencia vivida, poniendo énfasis en la intencionalidad persuasiva, en la fuerza ilocutiva de todo discurso testimonial, lo que redimiría su posibilidad referencial: “No hay testimonio sin experiencia, pero tampoco hay experiencia sin narración: el lenguaje libera lo mudo de la experiencia, la redime de su inmediatez o de su olvido y la convierte en lo comunicable, es decir, lo común” (29). Sarlo sostiene que el discurso testimonial en los contextos postdictatoriales latinoamericanos se ha involucrado y ha propiciado la emergencia de nuevas subjetividades y, extendiendo la lectura del testimonio más allá de su tradicional función política, afirma: “vivimos una época de fuerte subjetividad y, en ese sentido, las prerrogativas del testimonio se apoyan en la visibilidad que ‘lo personal’ ha adquirido como lugar no simplemente de intimidad sino de manifestación pública” (25). A esta emergencia de nuevas subjetividades, y la consecuente visibilidad de lo personal, Sarlo la califica como giro subjetivo (22), término que, no obstante, no considera significativas las posiciones de enunciación que desestabilizan y condicionan justamente la intencionalidad persuasiva del discurso testimonial, en tanto omite una reflexión sobre la capacidad representacional del sujeto. La persuasión como eje articulador de un discurso no puede definirse sin considerar que sus argumentos se encuentran atrapados en las mismas redes significantes que los originan, en campos sociales específicos que diversifican y jerarquizan los discursos que refieren a la experiencia. No necesariamente el lenguaje libera lo mudo de la experiencia ni existe literalidad inmediata en la narrativa testimonial. Antes bien, la relación entre experiencia y narración no solo carece de consecución lógica y temporal, del modo en que tradicionalmente se concibe el testimonio, como el relato liberador de una experiencia, sino que dicha relación problematiza los términos en juego al haber trasladado su intencionalidad referencial al ámbito de la ficción literaria. La democratización de la escritura, la voluntad de autobiografía y la revaloración de la primera persona gramatical no garantizan la representación de subjetividades emergentes o subalternas. Pareciera que en los últimos años, en cambio, esa tarea ha quedado a cargo de la escritura de ficción, como una necesidad imperiosa de romper los límites entre experiencia y testimonio, en un contexto cultural marcado por la derrota de toda intencionalidad testimonial ante las fuerzas semánticas de la retórica del consenso. No hacia la subjetividad, sino hacia la ficción se ha orientado el giro, porque ella permite las condiciones de verosimilitud que legitiman la relación, compleja, contradictoria, a veces indescriptible, entre experiencia y testimonio. Este giro ficcional posibilitó, efectivamente, la expresión de una diversidad cultural en múltiples formatos discursivos, que dieron cuenta de la experiencia de nuevos sujetos y mundos en el campo literario chileno durante la década de los noventa, configurando un espacio inédito de producción literaria que amparaba, por cierto, el propio cuestionamiento sobre la referencialidad de la literatura. Un espacio que ya no es la marginalidad expulsada del núcleo institucional de la sociedad en dictadura, sino un lugar que constituye nuevos márgenes de cuño indefinible e inclasificable. Dicho tránsito se habría producido desde la marginalidad del campo literario en los años ochenta a los márgenes constituidos en los años noventa:
Los ochenta son por definición homogéneos, existen en la sociedad grandes poderes expuestos, existen bloques por los cuales se debe tomar partido y desde ahí escribir; en los noventa se da paso a la heterogeneidad, al poder disperso y oculto, a la multiplicidad de escenarios [...] Ha quedado expuesto el desplazamiento desde una zona marginal a un escenario más difícil de clasificar, toda vez que ahora solo es nombrado como margen. El margen es un territorio que existe en medio de lo oficial y del símbolo de la marginalidad, es un tatuaje distinto (González, 9).
La representación del margen, de la diversidad de sujetos, de los discursos heterogéneos y subalternos recreó, en el contexto de la postdictadura, la retórica testimonial para exhibir los engranajes de su escritura. Ante esta nueva situación, y ante estos nuevos sujetos representados, el discurso testimonial se adaptó al mandato ficcional de la obra literaria: se produjo una ficcionalización del testimonio, o giro ficcional, exhibiendo aun con mayor intensidad la relación conflictiva entre experiencia y narración. El giro ficcional releva también la idea del giro como ficción, replicando en su propio significado la voltereta sin destino, el movimiento en sí mismo. Al interior de la ficción literaria no puede sino suponer un giro entre los componentes del texto, entre el autor, el personaje y el lector. Una vuelta del texto sobre su propio organigrama.
En un sentido amplio, se puede sostener que el proceso de ficcionalización del testimonio implica la transformación de referentes extratextuales en elementos ficticios al interior del mundo representado por la obra literaria. Ya en el período de postdictadura, el objetivo del discurso testimonial se concentrará en la ficcionalización de nuevas subjetividades, sin dejar de lado del todo las tareas de la denuncia y la memoria. En el trasfondo de este desplazamiento se ha producido, en verdad, una modificación en la relación entre literatura y política. No solo han ingresado nuevos sujetos al campo de representación literaria, sino también al mundo de lo social, y son estos quienes reelaboran sus posiciones de enunciación y sus discursos para manifestar, desde la ficción, su propio testimonio. Johansson (2013) concluye que en Chile, en los últimos decenios,
se hace evidente la especial implicación que adopta la relación entre literatura y política mediante una variedad de desplazamientos estéticos que modifica tanto las posiciones de enunciación y los procedimientos retóricos como las articulaciones entre ficción y referencialidad. En esta línea es posible concluir que el impacto del género documental, durante el período revisado, desplaza las fronteras del campo literario e incorpora a la producción de los últimos decenios nuevos modos de representación que transforman los presupuestos narrativos (231).
En esta modificación, o ficcionalización, del discurso testimonial caben los procesos supuestos en el giro ficcional y la representación de nuevas subjetividades. La condición transitiva de este discurso viene a corroborar el carácter transgenérico que Leonidas Morales (2001) atribuye al testimonio, como discurso susceptible de incorporarse a formas genéricas más amplias, en especial los llamados géneros referenciales, cuya operación de extrarreferencialidad implica la identidad del sujeto de la enunciación con una persona con existencia civil: “donde el sujeto de la enunciación remite a una persona ‘real’, con existencia civil, cuyo ‘nombre propio’, cuando los textos son publicados, suele figurar como ‘autor’ en la portada del libro que los recoge” (Morales, 2001: 25); o como postula Philippe Lejeune (1994), algunos géneros referenciales se definen por la identidad entre autor y narrador. La diferencia entre géneros referenciales y ficcionales tiende a desaparecer con la incorporación común de la lógica testimonial. Es el caso de los escritores chilenos Cynthia Rimsky, Eugenia Prado y Juan Pablo Sutherland, quienes evidencian nuevas formas en que lo testimonial ingresa al interior de sus discursos ficcionales.
En el caso de la narrativa de Cynthia Rimsky, el relato en Poste restante (2001) asume la forma de un diario de viaje, con la reseña de los lugares visitados, las impresiones obtenidas, imágenes de mapas y recortes de periódicos, aunque una escasa cronología que permite, al menos, establecer la continuidad temporal del relato. Este texto ilustra un tipo de relación específica entre narrativa y diario de viaje, pues su particularidad radica en la conformación progresiva del sujeto autorial a través del propio relato del cual es narrador y protagonista; a medida que avanza la narración se va produciendo paulatinamente un proceso de legitimación del sujeto autorial, pero a la vez también un proceso ambiguo que pone en duda el carácter referencial del texto: hay una ficcionalización del nombre del autor mediante mecanismos retóricos que pertenecen a la figura de la metalepsis3, denominación que desde la teoría estructuralista del texto designó las intervenciones de autor, de lector o de un personaje en los diferentes niveles de enunciación que configuran todo relato. En suma, la narrativa de ficción y los géneros referenciales entrecruzan sus elementos constituyentes mediante procesos de ficcionalización que buscan derogar los límites entre lo ficticio y lo verídico, en beneficio del primero.
Dentro de los géneros referenciales, Morales también incluye el ensayo, enfatizando el caso particular de algunos escritores que mantienen una doble vertiente en su ejercicio escritural, una producción ensayística paralela a su producción narrativa: “La tradición del escritor (y del artista) que se desdobla en productor de imágenes simbólicas y, a la vez, en productor de análisis críticos suscitados por sus mismas imágenes o las de otros escritores (y artistas), o por el entorno social y cultural al que tales imágenes articulan su sentido” (2001: 201). El análisis de Morales recurre a textos ensayísticos de Diamela Eltit para señalar la reflexión crítica de esta autora a partir de conceptualizaciones sobre su propia obra narrativa, sin caer en un mero desdoblamiento autobiográfico o anecdótico, como ocurriría en la mayor parte de la “tradición del desdoblamiento” en la historia literaria chilena:
privilegiando los enfoques biográficos dentro de un registro de insistentes tendencias memorialísticas y autobiográficas [...] y que nunca llega a convertirse en un universo de diversificaciones temáticas, conceptualizaciones y puntos de vista, suficientemente desarrollado y consistente en sí mismo como para erigirse en un referente necesario, en el “otro” imprescindible de cualquier diálogo crítico con los textos narrativos de cada escritor (2001: 202-203).
Eltit lograría, así, formular una reflexión crítica paralela a su obra narrativa. Una situación similar puede describirse en el caso de la producción de Juan Pablo Sutherland, quien mantiene junto a su obra narrativa una vertiente ensayística que reflexiona y conceptualiza, en especial, las operaciones de representación de mundos y sujetos subalternizados. En este sentido, es posible sostener que tanto en Eltit como en Sutherland ocurren procesos de ficcionalización que conjugan y acercan sus vertientes escriturales, en uno y otro sentido, desde la ficción al ensayo y viceversa.
En definitiva, lo que ha primado recientemente en la relación entre narrativa y géneros referenciales es aquello oblicuamente testimonial: discursos narrativos, de ficción, que exhiben referentes extratextuales ya no para legitimar veritativamente la representación de sujetos y mundos, sino para exhibir los propios procesos retóricos de ficcionalización de aquellos referentes como integrantes de su misma ficción, con el objetivo de cuestionar los límites entre discurso narrativo y discurso referencial. La ruptura explícita de los umbrales que delimitan los espacios del autor o del lector, y que posibilitan su intervención en la historia narrada, implica una nueva forma de discurso testimonial, pero esta vez a partir de referentes extratextuales ficcionalizados, un giro ficcional cuya consecuencia última es la derogación de los límites entre lo ficticio y lo real.
En la novela Poste restante (2001) de Cynthia Rimsky, aunque también en su novela siguiente, Los perplejos (2009), se da la forma más canónica de las intervenciones aludidas, la de autor, como una manipulación o intervención en la historia narrada. Esta novela se constituye como un diario de viaje hacia el lugar de origen de los antepasados del narrador, suscitado por la compra de un álbum de fotografías antiguo que incluiría sus apellidos. Es el relato de la formación de un sujeto autorial mediante un proceso narrativo que culmina en la adopción del nombre propio como operador individualizante de su propio acto de enunciación4. La intervención de autor se concreta en la carta enviada por la autora desde Ucrania a un periódico santiaguino, titulada “En Odessa, escritora Rimsky olvida a Chile” (Rimsky, 2001: 159), puesto que en esta carta la autora, que así es designada —además del uso de su nombre propio—, alude a su novela Poste restante, consignando una forma de salida del relato que hemos leído y produciendo un verdadero enajenamiento entre texto leído por el lector real, Poste restante, y novela aludida en la ficción, Poste restante. Así, la técnica retórica del texto dentro del texto se transforma paradójicamente en una manifestación del texto fuera del texto, por tanto, en una intervención extratextual del autor. El viaje de la protagonista ha devenido en un encuentro con su propio nombre de autor, con un relato que habría escrito antes de su partida de Chile, o bien gestionado editorialmente durante su viaje: “En Chile, nadie se interesó por publicar estas viñetas tituladas Poste restante y otras entrevistas” (2001: 159). La ambigüedad representacional en que permanecen estas llamadas viñetas dentro del relato de Rimsky, no hace sino enfatizar el carácter fuertemente simbólico de este objeto de escritura: constituyen el punto de llegada de su evolución escritural y transforman el texto de Poste restante en el destino que concreta la posición autorial de Cynthia Rimsky, tanto en calidad de protagonista como en calidad de autora del relato.
En la novela Lóbulo (1998) de Eugenia Prado acontece una forma particular de ficcionalización mediante la intervención del lector5 que, paradójicamente, se pone en evidencia por los espacios vacíos en el texto y en los capítulos denominados “Nota a los incrédulos lectores” y “Palabras para el lector”. Es en estas secciones de Lóbulo donde se sostiene la hipótesis de una intervención del lector, pues en ellas el narrador concede al lector la posibilidad de inmiscuirse en el relato, incluso cambiando el curso de los acontecimientos: “Si no se le ocurre nada puede seguir, si lo desea, leyendo en las próximas páginas. Y a lo mejor después podríamos solucionar una nueva alternativa para algunos descalces entre este texto y los otros” (Prado, 1998: 75). La condición extratextual del lector que interviene en el relato de Prado provocará que incluso deba hacerse cargo de los costos de su propia intervención: “dejar 2 páginas en blanco, agregar en los costos solo el valor del papel, no incluir la tinta, las películas ni el copiado de planchas. La tinta correrá por cuenta del lector en caso de atreverse a rayar un libro nuevo o anotar simplemente algunas opiniones” (Prado, 1998: 72). Esta intervención del lector y la posibilidad de interferir en el relato, le da a Lóbulo una condición de obra en proceso. De modo similar, las constantes apelaciones al lector y la presencia de un teléfono, cuyo interlocutor permanece incógnito, funcionan como índices de este tipo de intervención. El caso particular del aparato telefónico es relevante, pues opera como metáfora de una voz extratextual que desde el otro lado de la línea, y del texto, pretende intervenir en los acontecimientos narrados. Sofía, la protagonista, evoluciona desde el miedo hasta la necesidad de oír su voz: “me seduce, me fragmenta, el desconocido me determina. Verme, madre, escrita desde siempre en un fragmento, como algo que no me representa en su totalidad, porque mi cuerpo afectado, susceptible, me hace resbalar. Madre, respondería como una señal negativa a la página en blanco, como a una vida en blanco, si ese hombre no completara mi desproporcionada forma” (Prado, 1998: 30). La escucha telefónica se torna en metáfora de la posibilidad de completitud del sujeto protagónico fragmentado, que hace del teléfono un objeto de perfecta realización fática: “se queda un tiempo conectada a esa forma, que a la altura del lóbulo de la oreja encaja de una manera casi perfecta” (Prado, 1998: 35). El desconocido al otro lado de la línea se instala como personaje ausente, de modo similar a como el lector —ausente también, apenas evidenciado— se instala desde el afuera del texto, pero esta vez diríamos que por necesidad de completitud del autor.
Por último, en el caso de Juan Pablo Sutherland, el cuento “Furiosos en dos meses”, incluido en la segunda edición de la colección de cuentos Ángeles negros (2004)6, posibilita la lectura inversa de los procedimientos de ficcionalización, pues la intervención de un personaje en el ámbito extratextual supone la eliminación de las fronteras de la ficción7, sin por ello transformar el cuento en un relato verídico sino, más bien, desestabilizando nuestras certezas sobre lo real y lo imaginario. Este cambio inverso de nivel, desde la ficción a la realidad o, en términos simplificados, desde la narración a la experiencia, se sustenta en indicaciones del narrador del cuento de Sutherland en torno a nombres “reales” de personajes incluidos en la ficción del relato y en la alusión a la escritura de algunos textos, que no son otros que aquellos que forman parte de la producción ensayística de Sutherland, donde aparecen mencionados los mismos nombres que en el cuento. La relación entre el nombre de uno de los personajes, José —“nombre oficial” según el narrador—, y los textos que el narrador dice haber publicado previamente, se establece al considerar que estos han sido dedicados al personaje señalado, José. En definitiva, el personaje José transgrede los umbrales de representación en el cuento “Furiosos en dos meses” mediante la coincidencia de su nombre con aquel a quien se dedican y agradecen los textos de la producción ensayística del autor Sutherland. En esta misma línea, se postula también una continuidad entre la producción narrativa y ensayística de este autor, bajo la perspectiva de la “tradición del desdoblamiento” señalada por Leonidas Morales (2001), para aludir a escritores que, como Diamela Eltit, producen paralelamente escrituras de ficción y de ensayo.
Como se ha señalado hasta aquí, la ruptura de los umbrales de representación implica distintos grados y direcciones en el proceso de ficcionalización del discurso testimonial; es más, la ruptura de los umbrales narrativos supuesta en las intervenciones, sean de autor, lector o personaje, ella misma constituye una de las formas esenciales que adquiere dicho proceso en los textos narrativos de postdictadura. Si bien se ha mencionado anteriormente el esquema dicotómico para clasificar y ordenar el panorama literario de la década de los noventa, con sus dos polos opuestos entre la llamada Nueva narrativa y la escritura de nuevas subjetividades, existen puntos en común entre uno y otro campo de producción literaria que cuestionan la rigidez del esquema propuesto por la crítica, entrecruzando tanto los contextos de escritura como los mundos representados y en los cuales, finalmente, los desplazamientos e intervenciones señaladas tendrían cabida como formas de inclusión de referentes extratextuales.
El conjunto de textos que subyace bajo la rúbrica de Nueva narrativa se caracteriza como un fenómeno propio de los primeros años de la postdictadura, que implicó un retorno al realismo y el rechazo del experimentalismo formal de, principalmente, la escena de avanzada de la década anterior8. Más allá de las valoraciones estéticas de este corpus9, es imprescindible describir los rasgos esenciales de este conjunto, relevando los puntos de contacto con las escrituras emergentes y que, por lo tanto, desestabilizan el esquema bipolar del campo literario chileno. En primer lugar, gran parte de los textos, publicados por Editorial Planeta en su colección Biblioteca del Sur, pone en evidencia la lógica mercantil dentro de la que se inserta esta literatura como objeto de consumo: “con la transición política ad portas, el escritor vislumbra la posibilidad real de inserción social a través de un mercado editorial en tímida expansión. En fin, a los encuentros disidentes de antaño, les suceden las ferias del libro, en las cuales aparece la figura del escritor profesional en busca de un público consumidor” (Cánovas, 1997: 19-20). Cánovas concentra la producción literaria de inicios de los años noventa en la generación de escritores que se organiza en torno al año 1987, reconociendo tres tendencias dentro de esta generación lo que, además, cuestiona las definiciones exclusivas de literatura de consumo o mercantil con que se ha categorizado a este grupo. La primera tendencia, o imagen generacional, se aboca a la producción de narrativa breve, adquiriendo organicidad con la publicación de dos antologías de cuentos, Contando el cuento (1986) y Andar con cuentos (1992), recopilados por Ramón Díaz Eterovic y Diego Muñoz. En la segunda tendencia de esta generación se concentra particularmente el fenómeno aludido de la Nueva narrativa, en torno a la publicación de novelas. Por último, la tercera tendencia o imagen generacional, los más jóvenes de este grupo, se define por un conjunto de escrituras más cercanas a los medios de comunicación que a la tradición canónica de las letras; la antología Cuentos con walkman (1993), realizada por Alberto Fuguet y Sergio Gómez, resume su proyecto de escritura.
Sin embargo, lo que caracteriza a esta generación en su totalidad, según Cánovas, es la condición de orfandad que representan sus personajes y su visión de mundo. Cánovas (1997) postula la novela de la orfandad para referirse a aquellas obras “donde los componentes —padre, madre, hijos— reproducen, desde su lugar simbólico particular, un sentimiento de absoluta precariedad por el cual se desconstruye el paisaje nacional” (40). Cánovas distingue dos novelas como paradigmas de estas narraciones de la orfandad, Santiago Cero (1990) de Carlos Franz y Mala onda (1991) de Alberto Fuguet. Así, sin cuestionar el carácter mercantilizante de la Nueva narrativa y con la propuesta de la novela de la orfandad, Cánovas agrega una perspectiva de análisis sobre este conjunto de textos para, finalmente, insertarlos dentro de una reflexión crítica y contingente sobre la realidad nacional, tarea que también cumpliría la vertiente de poéticas minoritarias y alternativas a la que pertenecen Cynthia Rimsky, Eugenia Prado y Juan Pablo Sutherland: “La novela de la orfandad diagrama un paisaje nacional fundado en las contradicciones existenciales e ideológicas de una comunidad nacional en crisis” (1997: 45). Pese a los rasgos mercantiles de este conjunto literario, entonces, existiría al menos la constatación del quiebre producido en el significado unitario y homogéneo de la comunidad nacional como consecuencia de la dictadura; ya no es posible pensar a la literatura como expresión unívoca de la Nación.
En esta misma posición ambigua, entre el mercado y la crítica social, se pueden ubicar algunos textos señeros de la llamada narrativa del retorno: novelas que, bajo moldes autobiográficos, escenifican el regreso del exilio y el reencuentro con lugares emblemáticos de la represión política, tal es el caso de Una casa vacía (1996) de Carlos Cerda y El palacio de la risa (1995) de Germán Marín: “Las narrativas del retorno presentan una demanda de memoria que incluye los discursos referenciales del testimonio en los procesos de ficcionalización” (Johansson, 2013: 229). El volumen publicado por Marín (1995) comprende tres narraciones, “Carne de perro”, “Mudo” y “El palacio de la risa”. En esta última, el acto mismo del relato ocurre en un tiempo y en un lugar puntuales: el retorno al campo de concentración de Villa Grimaldi, de lo cual se desprende el objetivo del relato testimonial: recuperación del recuerdo, aunque con conciencia de su pérdida definitiva:
Al situar la ilusión dentro de los hechos verídicos del pasado, no podía menos de imaginar, apoyado en la barandilla, que los primeros invitados surgidos de mi cacumen, prontos a aparecer desde el vestíbulo envueltos en sus pieles o en sus capas, arribarían esa noche a escuchar otro de los conciertos de cámara que solía organizar para las amistades el entusiasta de don Luis Arrieta Cañas. En la reunión se tocarían, era muy posible, tras algún lieder de Wagner, piezas de Liszt y Beethoven, ciertamente. Un buen repertorio en que no existía nada de Verdi, a quien jamás se escuchó allí hasta la aparición del teniente de apellido Canisio (142).
La pérdida de fidelidad al recuerdo y a la literalidad de su expresión se asume como ejercicio ficcional, de modo que el principal acto narrado lo conforma la propia narración ejecutada, el acto mismo de narrar: eso es verdaderamente lo que se denomina narración testimonial: contar o relatar el propio acto de narrar; la narración misma como objeto narrado. En algunos puntos del relato se pueden observar detalles que exhibirían el afán descriptivo de todo discurso testimonial —yo estuve ahí, yo lo viví— poniendo énfasis en la abundancia de elementos deícticos para relatar la situación experimentada y así, quizás, responder a la tarea del narrador que siente el deber de explicar al lector su propio acto de narrar (en palabras de Sarlo: narrar su experiencia), especificando cada detalle contado, abundando en la descripción pormenorizada que aclare y describa, como en un segundo grado narrativo, los acontecimientos relatados por la propia voz narradora que es, a su vez, objeto narrado en un primer grado. En definitiva, de lo que trata esta novela es de un acto de narrar, un acto narrativo testimonial. Por momentos, el narrador reflexiona explícitamente sobre su labor, como modo de reafirmar su acto enunciativo: “Pero no desordenemos el relato y vayamos con alguna calma” (Marín, 137). Incluso, la posibilidad misma de realizar anticipaciones y raccontos temporales en el relato constituye una forma de representación del acto narrativo. Como exponente de la narrativa del retorno, este texto reubica las experiencias del exilio dentro de los procesos de ficcionalización del discurso testimonial. Al reflexionar sobre su trayectoria escritural en tiempos del exilio, el narrador afirma de sí mismo:
Incluso me había planteado como terapia volver a escribir, aunque sabía que para hacerlo necesitaría de unas horas al día y, más que nada, de una motivación profunda de la que carecía. No dejaba de ser como hoy un escritor en bancarrota, que solo tenía a su haber, entre otros papeles garabateados, el proyecto de una pequeña narración titulada Carne de perro. El nombre empleado me gustaba por ser un término fuera del uso del idioma literario, pero más allá del título no había avanzado mucho más (Marín, 156).
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