Kitabı oku: «¡Quiero ver sangre!»

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Índice de contenido

CAÍDA DE ADVERTENCIA

HAZ EL BIEN SIN MIRAR A LA RUBIA

MUERTE SÚBITA

LEYENDAS ENMASCARADAS

PRESENTE POST MORTEM DEL CINE DE LUCHADORES

FILMOGRAFÍA TOTAL DEL CINE DE LUCHADORES

APENDICES

LOS DOBLAJES Y LAS NARRACIONES

DEL RING A LA PANTALLA

BAILE DE MÁSCARAS

EL MONSTRUO NO SOY YO

LA GESTA REVOLUCIONARIA DE EL SANTO

ENCUENTRO CON BLUE DEMON

PALABRAS DE UN GIGANTE SABIO

SE FUE HURACÁN RAMÍREZ

LOS AUTORES

FILMOGRAFÍA TOTAL

INSENSATEZ Y SENTIMIENTOS DE CULTO...

APUNTES, RECORTES, LIBROS, REVISTAS, CAFÉ, PAN DE PIEZA...

LO QUE VENDRÁ

ULTIMA CAÍDA

SEGUNDA Y ÚLTIMA CAÍDA DE ADVERTENCIA

FILMOGRAFÍA TOTAL CORREGIDA Y AUMENTADA

LA MEJOR PELÍCULA DE EL SANTO*

EL CÓMIC NO LO ES TODO… SÓLO GANAS DE CHINGAR. LA TIRA DEL SANTOS

UNA ENTREVISTA CON LA SOMBRA VENGADORA

JULIO ALEMÁN: ESTÁ BIEN, ¡ME RINDO!

JULIO ALDAMA JÚNIOR: EL CINE MEXICANO DE LUCHADORES: RÁPIDO Y BARATO, BAJO LA INFLUENCIA DE ED WOOD Y LLOYD KAUFMAN

EL VAMPIRO Y EL SEXO. SANTO EN EL TESORO DE DRÁCULA ¿Y DÓNDE ESTÁ EL VAMPIRO Y EL SEXO?*

SE ACABÓ LA LEYENDA URBANA: ¡EL SANTO SÍ FILMÓ UNA NUDIE MOVIE!*

NUESTRO EPÍLOGO*

NI TANTO QUE QUEME AL SANTO. EL VAMPIRO Y EL SEXO OTRA VEZ A LA BODEGA*

EL VAMPIRO Y EL SEXO TENDRÁ NUEVAMENTE ALFOMBRA ROJA EN NUEVA YORK*

SIN PREVIO AVISO APARECE EN EL MERCADO BUCANERO EL VAMPIRO Y EL SEXO*

HISTORIA ILUSTRADA DEL CINE DE LUCHADORES. ¡QUIERO VER SANGRE!, RAÚL CRIOLLO, JOSÉ XAVIER NÁVAR Y RAFAEL AVIÑA

NO POR MUCHO MADRUGAR AMANECE MÁS TEMPRANO… EN EL CINE DE LUCHADORES (MISCELÁNEA DE CURIOSIDADES)

PRESENTACIONES EN FERIAS DE LIBROS Y FESTIVALES DE CINE

LLAVES DE RENDICIÓN (DE CUENTAS)

ÚLTIMOS AGRADECIMIENTOS

AVISO LEGAL



El Dr. Caronte (Armando Silvestre), un villano clásico. Varios rostros ensancharon la careta pero con una sola voz, la de Narciso Busquets.

CAÍDA DE ADVERTENCIA

Raúl Criollo y José Xavier Návar

Es muy difícil hablar de absolutos en materia de cine del pancracio. La mayoría de los aspectos más importantes, como la filmografía completa o la estructuración de los rodajes y secuencias en las cintas hechas “por paquete” con destino para dípticos, trilogías, etc., o las decenas de histriones, locutores y gladiadores profesionales que tomaron parte en las películas, todo es materia de aproximación. Con cada referente se transforman los números y hasta los contenidos. Más difícil aún es cuantificar las apariciones especiales y las referencias a la lucha libre y sus personajes en medios como los cómics, la literatura o las películas de otros géneros. Las propias biografías de las leyendas enmascaradas tienen aristas infinitas, como es propio de su condición legendaria, y usualmente se narran en paralelo con lo ficcional, es decir, con los elementos que enmarcan su naturaleza noble, impoluta, la carrera sin sospecha, los buenos actos que continúan fuera de la pantalla. Por tanto este libro fue hecho con espíritu guerrero e indomable y con paciencia zen para lograr una compilación total que venciera todas las imprecisiones, derrotándolas, buscando los títulos enterrados en cuevas de momias, científicos desquiciados que nos negaban el acceso a información (con prácticas desleales como cobrarnos por copias de cintas, etc.), y el surgimiento insospechado de múltiples títulos, chicos y grandes, de cortometrajes, documentales, cintas con apenas algunos segundos de lucha libre, datos contradictorios de estrenos y semblanzas biográficas, entre una lista de pequeñas batallas que podría extenderse hasta formar una suerte de ensayo de lo insondable en el terreno de la investigación cinematográfica. Pasamos por eso y otro tanto, así que entregamos este trabajo con la certeza de que estamos haciendo justicia al género de luchadores (aunque algunos sentencien que ni falta les hace), pero sabedores de que en el largo y sinuoso camino de abrevar en nuevos datos y fuentes, algo podría surgir. Es la carrera de lo eterno, así que no se habla de punto final, por muy cerca que se esté. Cualquier aporte será bienvenido en la historia del encordado, que por su atracción y gusto es la trama que siempre estará escribiéndose.

Los agregados finales a las películas consignan datos curiosos, fragmentos de entrevistas, apuntes técnicos y otras particularidades. Ese espacio se denomina “Piquetes a los ojos” como homenaje al gran Guillermo Hernández, Lobo Negro, gladiador que ayudó a cimentar no sólo al cine de luchadores sino al cine mexicano en general, pues Lobo Negro tuvo una importante columna de lucha libre (“Piquetes en los ojos”) que escribía en los años cincuenta para la revista zas.

HAZ EL BIEN SIN MIRAR A LA RUBIA

Juan Villoro

En el verano de 2006, poco antes del Mundial de Alemania, murió Ángel Fernández, máximo cronista del futbol mexicano, erudito del billar y el beisbol, y ocasional comentarista de lucha libre. Su estilo de narrar dependía de una voz vibrante y una excepcional capacidad para mezclar algunas anécdotas con los datos puntuales del juego. Provisto de una cultura que alternaba lo culto y lo popular, pasaba de las citas de la tragedia griega a las letras de los corridos. Su desmedida capacidad para reinventar lo real convertía cualquier contienda en la batalla de las Termópilas. La epopeya era su ambiente natural; no en balde decía que el público representaba para él su “coro formidable”.

El sepelio de un hombre que convirtió el exceso en mérito narrativo no podía pactar con la discreción. Enrique El Perro Bermúdez se acercó al féretro y lloró por la pérdida de su maestro. Otros repasamos en la mente los apodos y las metáforas que poblaron nuestra infancia. El hombre que vio el incendio del Parque Asturias y entendió que la verdadera causa del deporte no está en la cancha sino en la reacción de la multitud, se había ido. ¿Era justo honrarlo en el silencio? Entonces, entre los cuerpos vestidos de negro, apareció la máscara plateada de El Hijo del Santo.

La aparición fue imprevista pero no extraña. Recordé la asociación de Ángel Fernández con Doménico El Audaz, otro camaleón de la cultura popular que al retirarse de la lucha libre fundó un grupo de música tropical. Por aquel tiempo el mayor de nuestros cronistas había quedado fuera de las principales cadenas de televisión. Doménico le propuso (o fue el propio Ángel quien concibió esa atractiva desmesura) narrar los bailes amenizados por el grupo Audaz. El locutor que había gritado en Maracaná viajó a salones sin acústica para inventar un nuevo género artístico. En las pausas de la música comentaba lo que ocurría en la sala. Así, los bailarines de barrio se convirtieron en protagonistas de una gesta homérica. Con la misma pasión con que describía un gol de “excepcional coraje”, Ángel detallaba los milagros de los zapatos de charol. En medio de la orquesta, Doménico miraba a su amigo luchar con las palabras con la pasión con que él había luchado en el cuadrilátero.

El mayor narrador oral de México no se podía ir sin una despedida a su altura, rodeado de célebres enmascarados. Quiso la casualidad –o el dios de la épica– que El Hijo del Santo llegara al velatorio cuando se celebraba la misa de cuerpo presente. El sacerdote dijo: “Santo, santo es el Señor”, y vimos la máscara de plata. Ningún homenaje podía ser mejor para Ángel Fernández que esa mezcla de religiosidad, humor e idolatría popular, un momento de ingenio y dolor semejante al encabezado con que un periódico honró la muerte del luchador más famoso de nuestra historia: “¡El Santo al cielo!” Pocos ámbitos tan desmedidos como el de quienes se golpean con una elaborada gestualidad de ofensas. Desde que sube al ring, un luchador revela su carácter. Recuerdo a Adorable Rubí, que confirmaba su narcisismo poniéndose perfume antes de la pelea, o al Hippie Vikingo, cuyo amenazante aspecto revelaba que ciertas mezclas culturales no deben cometerse. El repertorio de las llaves sigue códigos equivalentes a los del toreo o el teatro kabuki, un sistema de signos que llamó la atención de Roland Barthes. En su libro Mitologías comenta al respecto: “La función del luchador no consiste en ganar sino en realizar exactamente los gestos que se esperan de él [...] Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma”. Si el boxeo es una actividad competitiva cuyas técnicas pueden perfeccionarse, la lucha no es tan libre como proclama su nombre. Cualquier agresión está permitida siempre y cuando forme parte del libreto. Ahí, la calidad no depende de la mejoría atlética ni de estrategia alguna, sino de la repetición de valores compartidos, ademanes que encarnan el bien y el mal.


El gran Blue Demon en una de las típicas imágenes que trataron de proveer un carácter “intelectual” a los enmascarados.

El luchador rudo vive para la trampa, la ruptura de las reglas, el codazo a traición, el limón en los ojos del inocente adversario. Su salario es el ultraje; su propina, el abucheo. El luchador técnico está acorazado por su bondad. Aplica llaves terribles, domina la “quebradora”, la “rana” y la “tapatía”, pero cuando el oponente está en la lona y el público exige: “¡San-gre, san-gre!”, no propina el golpe ruin y definitivo. Al contrario, le concede un respiro a su rival, se distrae con el cariño de la gente, permite la recuperación del enemigo y es aviesamente atacado por la espalda.

Los nombres de guerra, las máscaras, los tics definitivos (El Caníbal que mastica orejas, El Adonis de nariz fracturada que se mira en un pequeño espejo) hacen que la lucha libre sea intensamente narrativa. Nada de lo que ahí sucede reclama otra verdad que la del teatro. Y más aún: la de un teatro extremado, que aspira al colmo de la representación. Cuando un rudo entre los rudos pierde la batalla en la que apostó su cabellera, la etiqueta exige que se arrodille en la lona, implore clemencia, vea llegar al peluquero que habrá de trasquilarlo y llore sin consuelo ante los gritos que lo humillan. Sólo lo excesivo es normal en ese entorno. Cada luchador compite en dramatismo con el instante en que Tosca se lanza a su muerte segura desde la muralla del presidio.

La lucha libre ocurre a escala desmedida: su psicología repudia la talla chica. Quien tenga dudas al respecto puede ir a la tortería El Cuadrilátero, fundada por Superastro en el centro de la ciudad de México, en Luis Moya 73. Ahí, la torta “gladiador júnior” desafía a que alguien se la coma entera.

Iba a este templo de gastronomía para gigantes cuando trabajaba en el periódico La Jornada, que estaba a unas cuadras de distancia. Una torta bastaba para alimentar a media redacción. Desde entonces me acosa una pregunta que sólo puede ser respondida en clave mitológica: ¿existe la torta “gladiador senior”? Algunos rumoran que la han visto y otros agregan con perturbador conocimiento de causa: un coloso que oficiaba en la Arena México la devoró sin problema alguno y además pidió postre.

Imposible acercarse al pancracio sin ánimo legendario. De niño leía las revistas Lucha Libre y Box y Lucha con la curiosidad de quien sigue un cómic trepidante. Mil Máscaras, Blue Demon, El Perro Aguayo, Huracán Ramírez y Black Shadow ponían en escena una saga que pedía a gritos continuar más allá del encordado. ¿Cómo vivían esos héroes cuando no estaban bajo los quemantes reflectores de la arena? ¿Llevaban una doble existencia, al modo de los espías, o también en la intimidad seguían los dictados de su personaje? En su novela breve El principio del placer, José Emilio Pacheco trata el tema de la pérdida de la inocencia a partir de un personaje aficionado a la lucha libre que madura en forma amarga: descubre que fuera del ring los acérrimos rivales son amigos. El drama entre el bien y el mal no es otra cosa que simulación.

Gran aficionado a la lucha libre, Pacheco fue uno de los primeros en detectar que El Santo era Rodolfo Guzmán, quien había luchado con el apodo de Rudy. En El principio del placer se sirve del espectáculo de las caídas para simbolizar el rito de paso de un adolescente: perder la ingenuidad significa comprender que el mundo no está habitado por técnicos y rudos, prístinas figuras de la niñez perdida.

Averiguar que los héroes fingen significa un duro golpe a la fantasía. Sin embargo, lo que primero fue creído como verdad puede entenderse más tarde como teatro. Entre los seguidores de la lucha libre está el que cree a pie juntillas en los suyos –el niño eterno que no ha visto a los rivales compartir cervezas– y el que sabe que todo es embuste y se apasiona con el cumplimiento de los lances prometidos.

La justicia que los luchadores imparten a tres caídas sin límite de tiempo es demasiado tentadora para permanecer entre las 12 cuerdas. Fuera de la arena, un mundo menesteroso reclama vengadores. No es casual que el género haya inspirado a luchadores sociales como Superbarrio, Superanimal o Fray Tormenta (este último alternó las tareas pastorales de sacerdote con las de gladiador profesional y mantuvo un orfelinato del que salió un luchador dispuesto a demostrar que los músculos son un artículo de fe: El Místico).

En el ámbito del cómic y el cine, Héctor Ortega y Alfonso Arau imaginaron a un luchador armado de más picardía que fuerza, una especie de antiBatman de barrio: El Águila Descalza, que patrullaba las calles en una infructuosa bicicleta.

Abundan las alusiones que el cine ha hecho al género. José Buil logró una pieza maestra sobre la vida privada de un icono de masas: La leyenda de una máscara. En la historia del cine mexicano esta cinta ocupa un papel equivalente al de El sheik blanco, de Federico Fellini, donde Alberto Sordi representa a un héroe de la cultura pop detrás de las bambalinas. Durante años, Nicolás Echevarría planeó una versión del Popol-Vuh protagonizada por luchadores, con máscaras diseñadas por Francisco Toledo, quien se ha ocupado del tema con fortuna (en el Museo Estanquillo, que reúne la colección de Carlos Monsiváis, un elocuente rincón muestra cerámicas de luchadores y escenas del ring pintadas por Toledo).

Pero fue en el cine popular donde la lucha encontró su mayor caja de resonancia. Este libro es la bitácora definitiva para viajar al esquivo mundo de las producciones de bajísimo presupuesto que trasladaron la mitología del ring a las más diversas zonas del espacio exterior, con escala obligada en la ciudad de México. Como tres gladiadores dispuestos a jugarse el destino en una serie de relevos australianos, Raúl Criollo, José Xavier Návar y Rafael Aviña elaboraron el catálogo razonado del cine de luchadores. El principio que anima esta reunión no es la lucha como tema incidental de una película (aunque se registre su existencia) sino la cinematografía con leyes de ring-side.


Una de las fotografías más conocidas de El Cavernario Galindo. Curiosamente no es producto de la prensa luchística, sino un fotograma de la cinta La última lucha (Julián Soler, 1958).

La película fundadora del género lleva un título tan elocuente que resume todo lo que vino después: La bestia magnífica. Filmada en 1952 por Chano Urueta, fue más un melodrama sobre las condiciones que rodean a los luchadores que una creación de superhéroes. Ahí todo gira en torno a los artistas del tope suicida, pero aún no se descubre que su verdadero cometido es la salvación, siempre provisional, de la raza humana. La saga de El Santo sería la culminación de ese ideal a un tiempo modesto y excesivo: el héroe de barrio mantiene a raya a los vecinos, es decir, a los marcianos.

Durante un par de décadas el género prosperó gracias a la complicidad de un público dispuesto a creer que una bola de cartón es una bomba atómica. Aunque algunas películas mostraban un diseño visual fascinante, como La Sombra Vengadora, la mayoría despreciaba toda noción de verosimilitud. Si la ficción exige que se suspenda la incredulidad, el cine de luchadores la aniquila con una patada voladora. La aceptación de ese ámbito será total o no será. Así se explica la obsesión por la tecnología como tema en un género incapaz de utilizarla como recurso. En vez de paliar la defectuosa recreación de los platillos voladores, los escenógrafos enfatizaron su irrealidad. Nadie podía dudar de ellos por la sencilla razón de que sólo podían ser creídos como un disparate evidente. En El Santo contra la invasión de los marcianos, Wolf Ruvisnkis, líder de los alienígenas, advierte que los terrícolas desconfían de sus ropas siderales. En consecuencia, somete a la tripulación a un cambio de aspecto en una cámara que modifica las identidades. Después de ser cubiertos por la previsible nube de humo, los marcianos quedan vestidos ¡como odaliscas y gladiadores romanos! En el gozoso sinsentido que propone el guión, ése es un disfraz perfecto para no llamar la atención en México.

La convención visual del género es la misma que la del teatro isabelino, donde se agoniza en pentámetros. En los muchos laboratorios que aparecen en las tramas, lo único decisivo es que un matraz eche humo. Las aventuras más delirantes se ubicaban en los escenarios más comunes. En casi todas las películas de luchadores hay una escena en un sitio que parece la casa de uno de los actores, una sala con sofás donde se decide el destino del universo.

Otra extraña obsesión del género consistió en incluir números bailables, serenatas y shows del todo ajenos a la trama. Pero lo más curioso siempre han sido los enmascarados que no pueden actuar. ¿Qué méritos tienen esos intérpretes sin rostro?

El éxito del género dependió de la doble condición de los héroes: podían ser vistos en la Arena México y en el espacio irreal del cine. Pocas veces la cultura popular tuvo representantes tan próximos y tan lejanos. La misma persona que te daba un autógrafo en la lucha del viernes, enfrentaba desafíos extraterrestres en la película del domingo. En el cine, el catálogo de enemigos fue más variado que las conquistas de Don Juan. Se conservaron las rivalidades canónicas (Santo contra Blue Demon, técnicos contra rudos) y se añadieron criaturas de ultratumba, marcianos de un solo ojo, vampiros, científicos dementes con acento ruso, mayordomos impertérritos y celebridades en estado de disparate, como el boxeador Mantequilla Nápoles o el cómico Capulina, “campeón del humorismo blanco”. Además, el cine permitió la llegada del rival erótico, la estupenda mala mujer. Gina Romand, la Rubia de Categoría, promotora de la cerveza Superior, se convertiría en un icono esencial al género. Esto puso a prueba el peculiar sex appeal de los luchadores. Aunque trabajaban con el torso desnudo, los héroes eran castos. Su compromiso con la humanidad resultaba tan grande que no podían particularizar su afecto.

Aunque ha habido contribuciones del cine de luchadores al porno, las obras canónicas tratan a los protagonistas como mártires del cristianismo primitivo, ajenos a otro goce que el servicio social. Bajo su ajustado pantalón, el sexo del luchador es apenas un botón de muestra.

En la perfecta desnudez del David, Miguel Ángel reveló que la discreción de un cuerpo no depende de la ropa: la estatua no suscita la menor curiosidad erótica; su intimidad es la de un bulto de mármol. Los luchadores se someten a esa misma regla: comparecen ante las rubias en calidad de esculturas morales. El cuerpo turgente de la mujer es una tentación adicional para que los héroes sufran más bajo la máscara. Adiestrados a suprimir su intimidad, también suprimen su libido.

El cine de luchadores se valió sin reparos del reciclaje. La misma escena podía servir para varias películas y la mezcla de escenas para un nuevo estreno. Esta vampirización recuerda el método de trabajo de José G. Cruz, creador de las historietas de El Santo e impulsor del mito más allá del cuadrilátero. Cruz fotografiaba al héroe en poses diversas y luego le otorgaba insólitos trasfondos. Su frenética capacidad para servirse de las tijeras y el pegamento hacía que un montaje representara al Santo saltando de un edificio y el siguiente lo llevara al fondo del mar (en ambos, la foto del protagonista era la misma). “Lo que importa no es lo que [el espectador] cree sino lo que ve”, escribió Barthes a propósito de la lucha libre. Esta lógica rige los combates, las historietas y las películas del Santo.

La pantalla resolvió de una vez por todas la pregunta acerca de la otra vida de la gente de la máscara. ¿Qué hacían los héroes al abandonar el ring? Rescatar a la humanidad de sus pérfidas tendencias. La vida privada de los luchadores ocurrió en el cine y su inconsciente tuvo la voz de Narciso Busquets. El único virtuosismo reconocible en el género es el doblaje. Incapaces de gesticular, los enmascarados fueron expresivos por sus palabras. En la saga de Caronte el recurso llegó a un caso límite: todas las personas que se ponían la máscara del luchador hablaban como Narciso Busquets. Otorgadora de identidad, la máscara estaba doblada.


“¡Te dije la Arena México, no el Estadio Azteca!” No es el diálogo, pero pudo ser.

Como explican Criollo, Návar y Aviña, hubo personajes que existieron en el celuloide sin subir al cuadrilátero. Fue el caso de La Sombra Vengadora. Fiel a su nombre, nunca se le vio de cuerpo presente. Otra excepción notable fue la del luchador sin máscara, muy común en las peleas pero difícil de aprovechar en la pantalla. La máscara hace innecesario el rendimiento actoral; en cambio el rostro desnudo exige recursos actorales. Wolf Ruvisnskis convenció con sus facciones, ofreciendo un necesario efecto de contraste ante los demasiados héroes sin rostro.

El cine de luchadores ha vivido el ciclo de las artesanías: su ingenuo sentido inicial se volvió obsoleto y más tarde fue revalorado como objeto de culto: sus torpezas representan el conmovedor impulso creativo de una tecnología anterior.

¡Quiero ver sangre! Historia ilustrada del cine de luchadores es una pieza clave en el entendimiento de un género que movió los sueños y las pasiones del México de los años sesenta y setenta, y que se mantiene extrañamente vivo. El cine del pancracio pasó por el purgatorio del kitsch hasta adquirir la posteridad del dvd. Al margen de la programación comercial, ganó espacios en la piratería, los circuitos de género y la variada gama del fetichismo y la erudición, que cristalizan en quienes buscan estímulos en el mercado informal de Tepito o en los sitios virtuales de Japón.

La palabra “máscara” viene de la voz latina “persona”. Más que ocultar una identidad, confiere otra distinta. Es la lección que el teatro otorgó en Grecia y la lucha libre otorgó en mi infancia.

Raúl Criollo, José Xavier Návar y Rafael Aviña han combinado las técnicas del enciclopedista, el notario y el investigador de homicidios para que las máscaras y los rostros del cine de luchadores tengan su registro civil. Su hazaña es, desde ahora, legendaria.

El último parlamento de La Sombra Vengadora resume la condición del héroe enmascarado: imparte el bien en silencio, sin buscar protagonismo, desde la sombra.

Eso han hecho los tres autores de este libro.


El médico Asesino en silla eléctrica rupestre viendo feo a un villano serio, un histórico bajo la tapa: Enrique Llanes. Atestiguando con risa cínica Carlos Muzquiz.

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Hacim:
1072 s. 755 illüstrasyon
ISBN:
9786070249174
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