Kitabı oku: «Te seguiré buscando»
Primera edición, octubre de 2003
Director de la colección: Alejandro Zenker
Coordinadora de la colección: Ivonne Gutiérrez Obregón Dirección comercial: Miguel Ángel Sánchez
Cuidado editorial: Elizabeth González
Coordinadora de producción: Beatriz Hernández
Coordinadora de edición digital: Itzbe Rodríguez Ciurana
Diseño de portada: Luis Rodríguez
Fotografía de interiores y portada: Alejandro Zenker
Modelo: Leda Rendón
© 2003, Solar, Servicios Editoriales, S.A. de C.V.
Calle 2 núm. 21, San Pedro de los Pinos
Teléfono y fax (conmutador): 5515-1657
ISBN 978-607-8312-60-3
Hecho en México
Seguiré buscándote en todas las mujeres de cabello negro, largo y rizado. En las jóvenes de talle delicado. En las que usan falda amplia y colorida, que caminan distraídamente. Aquí y allá he aislado el carbón de tu ceja, la perfecta hilera de tus dientes. Pocas veces he capturado tus delgadas manos que reían contigo, conmigo, cuando conversábamos. Me he detenido en los aparadores de ciertas zapaterías para mirar las alpargatas de tela y yute que calzabas. En los mercados he acariciado las delgadas telas de tus blusas. Por supuesto, en las multitudes, no dejo de escudriñar un sombrero de fieltro morado, el que destinabas a las jornadas de sol intenso. Con frecuencia evoco tu rostro, sombreado por el ala del sombrero: el resplandor te daba de frente y tu paso era desgarbado, aunque tu deseo era mantenerte er-guida. Me divertía la ocurrencia del sombrero, más propio para un día gris y frío. Parte de tu gracia juvenil eran esos hábitos de niña.
Como aquel que tuviste esa mañana que fuiste por mí a la Facultad. Te encontré sentada en las jardineras, mordiendo una paleta de limón. Mis consejos sobre la salud se esfumaron cuando dijiste, displicente: “Se me antojó”. Tu cabello estaba húmedo, como aquella tarde de lluvia que recorrimos el desierto Zócalo. Un paseo semejante al de un carrusel: dar vueltas para sentir el ligero vértigo del movimiento sin moverse del eje y provocar un aturdimiento parecido a la embriaguez. Aunado a la perturbadora visión de las gotas de agua suspendidas en las sortijas de tu pelo. La playera adherida a tus menudos pechos. Me preguntabas de mi pasado. No sé cómo llegamos al tema de las investigadoras que trabajaban conmigo en el seminario. Te comenté que fui la última en darme cuenta de que la mayoría era lesbiana.
—¿Y qué pasó con ellas? —preguntaste—. ¿Llegaste a algo?
—¡No! ¿Cómo crees?
—¿Por qué?
—Porque no me gustaban.
—¿Y yo sí te gusto?
No me lo había preguntado. Cómo esperar semejante interpelación tan desvergonzada. Tú, la chiquilla linda que había conocido en un concierto de música clásica. Ahora supongo que me estuviste observando, detrás de mí, y sólo te acercaste cuando ya se había apagado la luz, para fingir que no alcanzabas a llegar a tu lugar. Debiste haber notado que estuve vigilante, esperando a alguien que nunca llegó. Al final me comentaste que tu amigo tampoco había venido; por supuesto, me ofrecí a llevarte a tu casa. Te rehusaste porque dijiste que vivías muy cerca y preferías irte caminando.
Te miré. Ya me había detenido en tus ojos y en tus labios, pero te había percibido como se mira a cualquiera mientras se conversa. Y, sin embargo, te vislumbré con asombro. Era tan obvia la respuesta, tan rápida y fácil, como si me hubieras preguntando si me agradaba el perfume de las rosas.
—Sí. Tú sí me gustas —contesté con seguridad.
Nos reímos. Como ríen las mujeres que se miran al espejo y se gustan. Me refiero al sentido del gusto, pero también hablo de la alegría.
—Tú también me gustas. Me pareces una mujer muy guapa. Elegante.
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