Kitabı oku: «Estética del ensayo», sayfa 10
La reaparición de los rasgo del autor en la misma superficie de la obra fílmica, cristalizados en ella a través de la manipulación efectuada en su textura visual, adquiere mucha mayor intensidad en el film-ensayo que la que puede promover un autor literario en sus escritos, incluso en el caso de la poesía.3 Aunque los ejercicios de deconstrucción nos han permitido conocer hasta qué punto son reveladoras de la posición metafísica del autor incluso, o precisamente, aquellas maniobras estilísticas destinadas a ocultarlo, la fuerza con que el ensayista cinematográfico se materializa en su obra es mayor que el resultado de esos artificios. Aquí la visualidad da un giro de ciento ochenta grados y si antes, en la pintura, era garantía de transparencia y de invisibilidad del autor, ahora se convierte en reveladora de él, puesto que las inscripciones que provoca el film-ensayo son plenamente visuales y, por lo tanto, más conspicuas aún que las de la poesía y, desde luego, mucho menos recónditas que las del estilo narrativo tradicional en el que los meandros retóricos y sintácticos se esconden tras una capa de naturalismo y tras la proverbial transparencia de la escritura. Es decir, la literatura, comparada con la pintura, la fotografía o el cine realista, es más opaca, pero si la cotejamos con el film-ensayo se muestra casi tan transparente como la propia pintura.
En el film-ensayo estas dos vertientes se conjuntan. El complejo entramado retórico del realismo destinado a suplantar al autor se combina con la potencia visualizadora de la imagen a través de la que aquella pierde su proverbial invisibilidad. Así se recobra la capacidad expresiva y subjetiva de los estilos vanguardistas, pero directamente, sin ambages ni contradicciones.
No deja de ser significativo que esta inscripción actual del autor en la obra tenga un antecedente tan claro en los Ensayos de Montaigne, los cuales, según afirma Michel Beaujour, «son como un sepulcro o cenotafio con la esfinge de Montaigne».4 La utilización de esta metáfora visual por parte de Beaujour es doblemente ilustrativa porque refuerza no solo las relaciones entre el film-ensayo y el ensayo literario, en lo que respecta a la figura trascendental de su creador, sino que revela el hecho de que los Ensayos, al desgajarse de la corriente principal de una literatura aún en formación pero que se dirige con claridad hacia la novela realista, apuntan en dirección a una metanarrativa cuyo apogeo no puede sino ser plenamente visual, como sucede en el film-ensayo. Esta visualización adquiere ya en Montaigne caracteres de autovisualización, puesto que el autor francés lo que hace es autorretratarse mediante sus ensayos. Él mismo lo reconoce cuando afirma: «je me decris sans cesse»5 y cuando añade: «ce ne sont mes gestes que j’écris, c’est moi, c’est mon essence».6 Observemos que no habla de describir sus gestos o describirse a sí mismo, sino de escribirlos y, por tanto, de escribirse. No podía quedar más clara la voluntad de ser representado por el texto, ni podía ser más acertada la visión de que el ensayo, por su propia estructura, tiende hacia la visualización del autor, algo que forzosamente el film-ensayo hará de forma eminente. Para Starobinski, en los Essais, el yo se convierte en su propia obra: se trata de convertir el yo en espacio.7 Aunque nunca nadie ha hecho mejor este ejercicio de convertir el yo en espacio que Charlotte Salomon cuando dibujó su autobiografía, a la que tituló significativamente ¿Vida? o ¿Teatro?8 Salomon, que vivió en los tiempos trágicos del nazismo, plasmó sus recuerdos en miles de imágenes que recogían momentos de su vida y en las que, por consiguiente, su identidad quedaba doblemente enmarcada como autora y como sujeto de la representación. La pregunta que formula el título de su obra y por medio de la que se inquiere si esta constituye la propia vida de la autora o una representación teatral de esta se resuelve recurriendo de nuevo al concepto de Astruc de cámara stylo. Salomon no utiliza una cámara pero hace que su representación «teatral», en viñetas como en un cómic, tenga la inmediatez y la energía de un escrito. Estamos, por tanto, ante un escrito en imágenes y muy cerca consecuentemente del film-ensayo. Un ejercicio equivalente en el campo del audiovisual, aunque menos dramático, lo podemos encontrar, por ejemplo, en Cyberchild, de Lynn Hershman (1998). En ambos casos, estamos ante autorretratos visuales, pero también en ambos casos se llega a ellos por medio de un ejercicio complejo de representación que va más allá del retrato tradicional, basado en la simple similitud. No todos los films ensayo son autorretratos, pero sí que todos ellos contienen en mayor o menor medida un grado de representación de la figura del autor, a veces voluntariamente, en otras ocasiones de manera involuntaria.
No es nada nuevo, sin embargo, suponer que los gestos creativos dejan siempre huella en la obra creada y que estas huellas contienen algún tipo de significado específico. Así, podríamos suponer que también las pinceladas de un pintor o los golpes de cincel de un escultor corresponden en alguna medida a un acto de pensamiento que se ve reflejado en ellos. No cabe duda de que en las obras de arte es posible encontrar siempre esta correspondencia por insignificante que sea, pero sepamos que el trabajo con las imágenes en el film-ensayo pertenece a una categoría de esta relación entre actuar y pensar mucho más relevante que la que se da en el trabajo artístico en general. Pero si contemplamos la pintura o la escultura a través de sus ejercicios de representación, a través del mundo creado mediante actuaciones técnicas, estaremos más cerca de nuestro caso. Freud, en sus conocidos análisis del Moisés de Miguel Ángel y del cuadro de Leonardo Santa Ana, la Virgen y el Niño,9 efectúa un acercamiento insólito a las relaciones posibles entre la composición de la figura y la psicología profunda del autor. Se da por sentado, en este caso, que la elección de determinada estructura representativa por parte del artista –por ejemplo, la posición del cuerpo de la figura o el gesto que esta representa con la posición de una mano– son reveladoras de un proceso de «pensamiento» inconsciente. En el film-ensayo se trataría de todo lo contrario, puesto que este tipo de elecciones, o sus equivalentes «más abstractos», no obedecerían a pulsiones inconscientes, sino que buscarían conscientemente la revelación de un pensamiento cuyo destino sería el ser expresado como tal. Estamos hablando, por tanto, de dos mundos, uno irracional, el otro racional; en uno de ellos, la forma parece ligarse al contenido de forma necesaria, en el otro, de manera más o menos arbitraria. Pero hay algo más que separa estas dos maneras en que la figura puede convertirse en reveladora de un contenido psíquico. Tengamos en cuenta que la propuesta de Freud, a pesar de su radicalidad, se inserta todavía en el paradigma mimético que ha dominado el arte hasta nuestros días pese a los intentos del modernismo por transgredirlo. Es decir, Freud busca, en este caso, el significado latente en la puesta en escena realista de una determinada figura o situación. Claro está que las desgaja del conjunto como en el trabajo de los sueños, pero también, como en estos, la solución se encuentra en un escenario real. El valor hermenéutico del fragmento está ligado a su origen, mientras que en el caso del film-ensayo, como veremos, las figuraciones combinan el valor del pasado con una función heurística que las proyecta hacia el porvenir de la creación.
Pero, sin necesidad de ir tan lejos como Freud, que propone una relación un tanto mecanicista entre psique y figura, aún podemos considerar que las decisiones que toma un artista a la hora de confeccionar una representación corresponden de alguna manera a actos de pensamiento. En el caso del film-ensayo, este tipo de reflexión es voluntaria y comunicativa. Por el contrario, no podemos decir que el pintor o el escultor busquen expresar su pensamiento directamente a través del juego con las formas. En todo caso, lo hacen indirectamente: sus elecciones son relevadoras de un proceso reflexivo más superficial que el que pretenden desvelar los análisis de Freud, aunque ambos se sitúen en la misma línea. Como digo, en el film-ensayo ocurre todo lo opuesto, porque de lo que se trata no es de pensar las formas para lograr una representación, siempre «mimética» en mayor o menor medida, sino de pensar a través de las formas y, en consecuencia, de trascender la representación. En un caso, la reflexión da lugar a la forma; en el otro, es la forma la que da lugar a una reflexión en un proceso que es evidentemente dialéctico y que, por lo tanto, una vez iniciado, no se detiene. Es de esta manera como la forma acoge la figura del autor y la muestra en la superficie de la obra, puesto que es en esta superficie donde se efectúa parte del proceso de reflexión.
3. El autor en el film-ensayo
Aunque actualmente los planteamientos estructuralistas quizá han perdido algo de su capacidad de incidencia en la cultura, algo queda de sus idas, como sucede siempre con los movimientos intelectuales de alguna relevancia. Por ello es posible que aún pueda despertar alguna suspicacia el hecho de que el film-ensayo nos obligue a hablar de nuevo de la figura del autor, cuya condición ilusoria habría sido dictaminada de una vez por todas. Volver a hablar del autor10 podría considerarse pues una operación regresiva, incluso quizá reaccionaria, después de que su desaparición hubiera sido decretada por un buen puñado de disciplinas a lo largo de todo el pasado siglo, por razones que en su momento parecían contundentes. Pero no deberíamos permitir que la ideología del progreso histórico nos conduzca tan fácilmente a suponer que no existe recuperación posible sin un retroceso correspondiente. Ya he apuntado antes las posibilidades de una genealogía compleja que nos permite valoraciones históricas quizá sorprendentes pero sin duda enriquecedoras: por ejemplo, considerar que, estéticamente, podemos estar más cerca del siglo XVIII que del XIX. Ello nos permite, cuando menos, pensar de nuevo muchas ideas que se daban por sabidas o superadas por simples motivos de calendario. Aunque quizá sería mejor dejar de hablar linealmente y pensar que no se trata de regresar a ningún lado, sino de la reestructuración de diversas capas temporales, y en consecuencia estilísticas, que están presentes siempre aunque colocadas a distintos grados de profundidad. El tiempo las mueve y las recoloca, y a veces incluso puede hacer que se hundan tanto que dé la impresión de que han desaparecido.
Al margen de las razones teóricas, no parece haber ningún motivo que justifique el escándalo ante la idea de que pueda seguir habiendo seres humanos pensantes que comunican abiertamente sus ideas y que ello tenga alguna relevancia. Las teorías que nos informan de que esto es una ilusión no nos impiden vivir como si no lo fuera, incluso estando de acuerdo con ellas. Nos encontramos así ante una paradoja que enfrenta el significado de la existencia con la existencia misma, el saber con el ser.
Pero esta paradoja no debe solucionarse cortando el nudo que la provoca, sino observando con atención las cualidades del nudo. De igual manera que, pongamos por caso, el conocimiento de las teorías de la desconstrucción no impide que los escritores sigan escribiendo como deseen, tampoco la conciencia de que el sujeto es algo más complejo que lo que nuestro uso existencial de él nos permite asumir debería llevarnos a la inanición. Esto por lo que respecta a la vertiente existencial. Y en cuanto al planteamiento desde la perspectiva del saber, vale decir que sus procedimientos no pueden ser normativos, so pena de autoanularse. Si bien esto no resuelve la paradoja, la atempera.
Es en el territorio del film-ensayo donde lo paradójico deja de ser un inconveniente, puesto que este modo se mueve precisamente por el nudo que provoca la contradicción. En el film-ensayo el autor se alimenta de su propia conciencia de ser una ilusión. El saber que disuelve la figura del autor se procesa hasta convertirse en la forma de esa figura que impulsa todo el proceso. En el film-ensayo no existe, pues, un autor externo propiamente dicho, sino un autor interno que aparece por obra del propio deambular retórico del ensayo, pero que no es un personaje ni un narrador, es decir, un desdoblamiento del autor como demiurgo que maniobra desde fuera, sino el autor en un sentido fuerte que se hace a sí mismo desde dentro a través de lo que conoce de su propia condición ilusoria.
El film-ensayo no hace más que anunciar un fenómeno que se va a desplegar luego con las redes sociales, es decir, la nueva dialéctica que se crea en la sociedad actual entre el individuo y la masa. En las redes sociales, el individuo se hace voluntariamente visible a través, precisamente, de una red que es masiva. Puede volver a sentirse individuo pero a condición de que se mantenga unido a la nueva masa y se manifieste a través de ella. El film-ensayo participa de una fenomenología equivalente, pero no a través de una dialéctica individuo-masa, sino mediante una textura compuesta por la combinación de los impulsos autoriales y sus contrarios.
Dicho esto, regresemos a la figura tradicional del autor, sabiendo que dejamos abierta la puerta de esta importante transformación de la que el ensayo es un ejemplo eminente. En autor se transforma en una figura compleja, pero puede que además continúe existiendo en sus formas clásicas. Lo cierto es que no deberíamos dejarnos llevar más por los desplantes de una vanguardia alegremente futurista que, en su día, confundió la modernidad estética con la modernidad ética (de la misma forma que la Escuela de Frankfurt y, más tarde, Debord confundieron la perversión ética con una forzosa perversión estética y tecnológica). De hecho este tipo de individuos –artistas, escritores, autores al fin y al cabo: personas capaces de expresar ideas a través de diferentes medios– nunca han desaparecido, solo que se las ha apartado del centro de atención para promover el análisis de discursos sin sujeto, muy acordes con la mitología cienticista y con los ecos del infantil entusiasmo por la supuesta modernidad tecnofílica que invadió, como decía, las sociedades de principios del siglo XX. Ni Barthes, ni Foucault, ni todos los vanguardistas juntos nos pueden convencer de lo contrario, ellos que fueron precisamente autores en todo su esplendor. La lectura de sus obras no debe hacerse en el sentido habitual, como una constatación de que el autor desaparece diluido en la estructura de los dispositivos, sino que, por el contrario, hay que ver cómo sobrevive a pesar de ella. Existe, sin embargo, un anti-humanismo más sutil, representado especialmente por Derrida, al que habría que prestar algo más de atención, ya que menospreciarlo pone efectivamente en peligro cualquier aventura intelectual.
Los teóricos estructuralistas o postestructuralistas tienen una cierta relación con el antihumanismo modernista de las vanguardias, el cual ha dejado de tener sentido en la actualidad. Sin embargo, las ideas estructuralistas o postestructuralistas siguen siendo válidas en sociedades que son cada vez más complejas pero destilan una ideología de la simplicidad como forma de enmascaramiento. La figura del autor debe regresar a esta situación y, para ello, es necesario generar una lectura humanista del estructuralismo, de la misma manera que hay una lectura humanista posible de la tecnología. El regreso de la figura del autor no impide que pueda continuarse con cualquier tipo de operación analítica, incluso con ejercicios drásticamente desconstructores de las obras que prescindan de su presencia. Hoy resulta ridículo que, en determinado momento histórico, se hubieran podido confundir tan crudamente los métodos analíticos o críticos con la estética o la dramaturgia, un error al que sin duda contribuyó en gran medida la propia vanguardia artística, ciertamente engañada sobre sus posibilidades. De hecho, debemos darnos cuenta de que una de las ventajas de la deconstrucción es precisamente el habernos librado de la perpectiva modernista de la autorreferencia, distinta de la posmodernista que asume el ensayo fílmico. La idea autorreferencial de la modernidad llevaba a los artistas a tomar como tema los propios mecanismos de construcción de la obra, o, cuando menos, a creer que era eso lo que estaban haciendo, como temerosos de que, de lo contrario, la propia subjetividad se apoderaría de la representación. Para evitar la voz autorial, doblaban la obra sobre sí misma y se ocultaban en su vacuo interior, simulando su propia desaparición. Derrida ha convertido en innecesario este mecanismo, al asegurarnos que, en cualquier caso, siempre existe un reverso, un suplemento, al que no consigue anular ningún intento de objetivación por agudo que sea: es decir que el espacio cóncavo buscado como refugio por el autor modernista era en realidad la sede prevista para el autor y su metafísica. Sartre, por su lado, anunciaba ya este repliegue del yo como una condición intrínseca de este: «la conciencia sería pura remisión al Ego como a su propio sí, pero el Ego no remite ya a nada; se ha transformado la relación centrípeta, siendo el centro, por otra parte, un nudo de opacidad».11
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que también el film-ensayo tiene como característica relevante el hecho de que buena parte de esta labor desconstructora que pone de manifiesto los mecanismos de enmascaramiento la lleva a cabo el mismo autor y se encuentra visiblemente expuesta en el complejo tejido de sus operaciones enunciadoras de carácter visual. Esto, entre otras cosas, conserva el film-ensayo del impulso vanguardista, lo cual debería poner en guardia a aquellos modernistas que pudieran considerarlo una regresión por el hecho de recuperar la subjetividad, el autor, etc. Claro que, en tal caso, la defensa no sería menos simplista, ya que la vanguardia no hace sino disolverse en el film-ensayo, donde algunos de sus parámetros encuentran un acomodo mucho más dúctil que el que habían tenido en otros medios hasta el momento. Es lo que sucede la mayoría de las veces con la visualización de la maniobra desconstructora, la cual, en sus formas más puras, se halla incrustada en su propio procedimiento enunciativo, un procedimiento que es distinto al modo en que las vanguardias modernistas se empeñaban en materializar sus mecanismos constructores o creativos. La misma contraposición de los términos por los que se califican estos distintos procedimientos –construir y desconstruir– nos indican ya el alcance de la diferencia que los separa. La vanguardia, por regla general,12 ha estado siempre más preocupada por exhibir la fábrica de su propia poética que por ponerla en entredicho. En todo caso, esta labor crítica la empleaba contra las poéticas que la habían antecedido y a las que se enfrentaba abiertamente para evitar tener que mirarse ella misma en el espejo, mientras que el film-ensayo, como prototipo de la actitud posvanguardista, vuelve esta crítica sobre sí mismo y con ello pone de relieve una actitud de sospecha ante la posibilidad de la fijación de ningún significado concreto, incluido el de su propia posición enunciativa.
¿Qué situación ocupa, pues, el film-ensayo con respecto a la crítica de la metafísica humanista, iniciada en su vertiente más radical por Heidegger, y luego discutida, para radicalizarla aún más, por Derrida? No es mi intención enzarzarme en una disputa filosófica que estaría fuera de lugar y para la que precisaría mayores conocimientos. Lo que me interesa es promover la comprensión del fenómeno del film-ensayo en todas sus dimensiones, y una de ellas pasa precisamente por esta recuperación, o regeneración, de la figura del autor –como prototipo de una recomposición compleja del sujeto– que solo puede ser comprendida correctamente si consideramos lo que ha supuesto para el pensamiento occidental el intento de superar esa figura, la del autor como alegoría del sujeto. Son Nietzsche y Freud, cada uno por su lado y a su modo, quienes se encuentran detrás del desmantelamiento del humanismo, antes de que esta operación adquiriera las complejidades que alcanzó luego con Heidegger, Derrida y Lacan. Cuando Nietzsche y Freud fijan los límites de la operación cartesiana, fundamentadora de la identidad occidental, lo hacen porque ambos han descubierto territorios, epistemológicos o psicológicos, que sobredeterminan la conciencia. Estos descubrimientos son irrenunciables y por tanto cualquier reformulación de esta conciencia, de esta identidad humana rectora, tiene que tenerlos en cuenta: tiene que tener en cuenta la potencia del lenguaje y la presencia del inconsciente. Estamos hablando, pues, de un tipo de autor que se manifiesta claramente en el ensayismo cinematográfico, como también lo hacía en el ensayismo literario, y que aparece como fantasma de la figura del autor característica del humanismo: es precisamente el producto del desarrollo de las técnicas, entre ellas la cinematográfica, lo que hizo pensar en la desaparición del autor en primer lugar. El nuevo autor aparece, pues, como potencialidad de esta técnica cuando esta se alía con el factor humano, en sus diversas manifestaciones. En otra ocasión me referí a la figura del director cinematográfico como una posición estructural dentro de los mecanismos de producción fílmicos, más que como una persona concreta que crea la película.13 Pero esa figura pertenecía a la era industrial del cine, es decir, a sus inicios, prolongados luego casi durante un siglo. La nueva figura fantasmática, producto de la alianza de la técnica y la reflexión, corresponde a una nueva era.
4. Autor, sujeto y sujeto-ensayo
Después de que el cine de autor llegara al paroxismo en la primera época de la revista Cahiers, la teoría cinematográfica se vistió de largo y, bajo el doble impulso del estructuralismo por un lado y el industrialismo por el otro, abandonó la defensa de la figura del autor, situándose así a la par de la crítica literaria liderada por el influjo de la New Criticism. Pero, al ser el film-ensayo eminentemente un proceso reflexivo, nos vemos obligados a preguntarnos a quién pertenece esta reflexión. Hablar de sujeto de la enunciación o de voz en estas circunstancias parece ser más una forma de escamotear el problema que de resolverlo. En una novela o en una película de ficción, incluso en un poema, es lícito dirigir la mirada a estas instancias narrativas, puesto que el mismo autor las ha creado como elementos de la representación por medio de los cuales mantenerse alejado de ella. Es el propio autor el que declara técnicamente su voluntad de no ser confundido con el sujeto de la narración, pero ¿podemos mantener tan fácilmente la distancia cuando hablamos de un proceso de pensamiento que una determinada persona efectúa a través de la forma ensayística? Por supuesto que en el ensayo fílmico, que es potencialmente más complejo que la forma clásica del ensayo literario, el autor puede igualmente utilizar recursos como la construcción de una o diferentes voces narrativas ficticias para el desarrollo de su reflexión, pero este recurso es automáticamente absorbido por la forma ensayo como un elemento más que soporta esa reflexión. El autor queda siempre en contacto directo con el proceso ensayístico, por muchas capas de complejidad técnica o retórica que vaya añadiendo, lo que no ocurre con la ficción literaria, donde esas capas de complejidad son absorbidas no por el proceso autorial directamente, sino por la diegesis. Siempre podremos situarnos por encima de estos mecanismos y relacionar al autor y su obra, pero, en algunos casos, esta búsqueda de intenciones puede resultar, como indica la teoría de la New Criticism, una falacia. ¿Por qué? Pues porque se supone que la obra se sostiene por sí misma sin necesidad de ese recurso a una instancia psicológica que no parece añadir nada importante a esta. Por el contrario, en el film-ensayo, como ocurriría con cualquier otro tipo de ensayo o plasmación de un proceso de pensamiento, el autor está siempre ligado a ese proceso y no es posible huir de esa presencia, puesto que la obra en sí no es otra cosa que la constatación de esta, como ya manifestaba claramente Montaigne. Lo mismo ocurriría con la poesía, excepto quizá con la poesía lírica, pero no es ahora el momento de discutir este apartado. Queda en pie, pues, la pregunta de si podemos desprendernos de Montaigne cuando estamos leyendo sus ensayos, o de Diderot, o de Starobinski o de Sloterdijk cuando leemos los suyos. ¿Podemos prescindir de Rousseau cuando se desnuda ante nosotros en sus Confesiones? ¿No nos están hablando todos ellos directamente a nosotros a través de su obra, en lugar de crear, como los escritores de ficción, el simulacro de un mundo que se presenta como independiente de cualquier creador? Un crítico de la citada escuela de la New Criticism nos respondería, seguramente, a estas preguntas con otra: ¿podemos prescindir de Kant, de su manía por la puntualidad, etc., cuando leemos la Crítica de la razón pura? Admitámoslo: sí podemos. Pero ello no hace sino resaltar la peculiar idiosincrasia del ensayo, incluso cuando se lo compara con otras formas de pensamiento como la estrictamente filosófica. El método filosófico, como el científico, permite considerar eminente la interpretación a-subjetiva, mientras que la otra, la interpretación a través del sujeto que piensa, sería considerada una interpretación accesoria. Pero cuando Derrida habla de Rousseau, tiene la habilidad de responder a todas estas preguntas a la vez. Sí, Rousseau nos habla directamente a nosotros, y sí, Rousseau construye un método filosófico, pero al mismo tiempo:
Negarse a ver cómo los textos de Rousseau están constitutivamente desgajados entre los que quieren decir y lo que dicen, entre el sueño de Rousseau referente a la escritura y la amenaza a este sueño (desgajados entre la constitución y la desconstruccion de esos textos), significa negarse a leer los textos.14
Es decir, en todo texto existe un suplemento que constituye la arquitectura metafísica desde la que se construye verdaderamente el texto, más allá de la intención del autor. Pero este suplemento solo se entiende, en sus dimensiones reales, desde esa intención, puesto que el primer texto, no desconstruido todavía, corresponde al pensamiento del autor: «El suplemento del discurso de Rousseau sobre el suplemento no es pues un apéndice o un suplemento, sino que es el pensamiento “efectivo” de Rousseau, es decir, aquello que hace y deshace efectivamente su texto».15
El pensamiento de Derrida es mucho más complejo que el pretendido objetivismo de la Nueva Crítica, puesto que incorpora al autor y sus intenciones no para considerarlas determinantes, sino para extraer de su deconstrucción el verdadero texto que coincide con el pensamiento efectivo del autor, o sea, el pensamiento que piensa tanto al autor como a su primer texto.
Si en lugar del concepto de autor nos referimos al de sujeto, la cuestión se complica sensiblemente. En primer lugar, los excesos de la Nueva Crítica parecen evidentes, ya que en ella no se contempla la existencia de un posible sujeto de la enunciación en el sentido fuerte, es decir, más allá de su función narrativa o retórica: de la persona del autor se pasa a la técnica de la narración, pero esta técnica, por mucho que simule a una persona, no posee conciencia y, por tanto, no es un sujeto. Para los seguidores de esa corriente, el concepto de autor se refiere solamente al ámbito biográfico y, en consecuencia, es fácilmente desechable en el terreno de la obra, pero la crítica psicoanalítica, por ejemplo, no lo tiene, ni mucho menos, tan claro. Por esto es tan importante la cuestión del sujeto, puesto que nos aleja del campo de las superficiales intenciones del autor, y nos acerca al trazo que el autor, como sujeto activo, deja en su obra. En este sentido, la creación de dobles narrativos, en lugar de alejar al autor de la obra, lo que hace es acercarlo todavía más a ella.
El rechazo a la figura del autor no es, sin embargo, tan universal como he pretendido al principio con el ánimo de subrayar la importancia del problema. Al mecanismo reductor de la New Criticism, que habla de una falacia de la intención, ligada a la figura del autor, y de una falacia afectiva, relacionada con el lector, se contrapone el intento de Umberto Eco de establecer relaciones entre las diversas intenciones del autor, del texto y del lector. Y en general las pretensiones del círculo hermenéutico de Schleiermacher, con sus enlaces entre los modos gramatical y psicológico, pueden considerarse válidas todavía, sobre todo si tenemos en cuenta que su método de la circularidad autorreflexiva tiene muchos puntos de contacto con el funcionamiento estructural de los films ensayo.
Nos cuesta pensar en un ensayo fílmico producido industrialmente en el que ese proceso de reflexión no corresponda a un sujeto que piensa, sino que sea el resultado de una simple construcción retórica sin sujeto definido y destinada a confeccionar piezas genéricas en las que, por consiguiente, tampoco la reflexión podría considerarse genuina, sino simplemente una simulación. Estaríamos ante la paradoja de un pensamiento sin sujeto.
Tenemos, sin embargo, algunas muestras de esta posibilidad de lo que podríamos denominar ensayismo industrial por ser más el resultado de un procedimiento técnico que de una actividad puramente pensativa. Todas las imágenes son imágenes que piensan más allá de la actividad intelectual que se haya invertido en su confección (muchas veces esta actividad se reduce a una técnica que también ella piensa por sí misma) y entre todas las imágenes las cinematográficas son las que más lejos pueden llegar en este sentido porque son el resultado de una concatenación de operaciones intelectuales y técnicas más o menos ligadas por procedimientos industrializados. Pero cuando nos encontramos con el film-ensayo este procedimiento, aceptable o aceptado en mayor o menor medida, se enfrenta a una básica contradicción que proviene del hecho de que la actividad ensayística solo puede ser genuina o no ser. Sin embargo, existe toda una serie de películas que coquetean a diversos niveles con el ensayo pero que no parecen exhibir un sujeto capaz de distinguirse como autor de esa actividad ensayística. Zelig, de Woody Allen (1983), por ejemplo, se encontraría entre ellas, pero también, en algunos aspectos, estaría en la lista Looking for Richard, de Al Pacino (1996), o una película de ficción como Mon Oncle d’Amérique, de Alain Resnais (1980). Son films creativos que no pertenecen a la vía principal y estandarizada de la industria cinematográfica, ni mucho menos, pero que, no obstante, han sido producidas de manera industrial y en las que, por lo tanto, la autoría se coloca a una distancia del proceso reflexivo que el ensayo no parece capaz de admitir.
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