Kitabı oku: «Tantas cosas dicen»
Tantas cosas dicen
Juan bautista durán
Imagen de la portada:
Ilustración de Paco Durán Compte, 2019
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Diagramación: Roger Castillejo Olán
© Juan Bautista Durán, 2020
© Editorial Comba, 2020
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08036 Barcelona
© Ediciones Exodus, 2020
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ISBN: 978-84-122232-1-7
A Paco y Jimena
parlanchines geniales
Cena con los suegros
Esta noche van a venir, esta vez sí, después de tantos intentos y ese jamás ponerse de acuerdo de las familias. Los espero solo, o al menos casi solo, porque estoy con Fabia. Su presencia me alivia. Está aquí tan calladita y medio dormida, como acostumbrada ya a la inquietante espera. Dijeron que llegarían en torno a las nueve y ya son las ocho y media. Falta media hora solamente, y todavía así, Fabia y yo esperándolos, a ellos y también a su hija. Si no llega a tiempo, me pregunto quién les va a preparar la cena. Yo no he preparado nada, no sabría cómo hacer el arroz de bacalao de esta noche. Lo he dejado todo listo, eso sí, la mesa puesta y los ingredientes a punto para cocinar, todo en su sitio, como en una parrilla de salida: los lomos de bacalao, el tomate, la cebolla, el arroz… Y para qué continuar, oye, le pegué un silbido a Fabia y nos hemos dado un paseo.
Cerré la puerta con vueltas, una, dos y tres, hasta el clec final. Me gusta cerrar con vueltas, ese clec me da confianza, como si fuera capaz de llenar mi ausencia y la de todos, porque no quedaba nadie. Nos hemos ido Fabia y yo… ¿Quién iba a cuidar de la casa, entonces? Bajamos por las escaleras, Fabia primero, aunque sin adelantarse. Si me hubiera parado en algún piso, seguro que ella también lo habría hecho, se habría dado la vuelta y me habría mirado ladeando la cabeza, como preguntándome qué observo. Fabia es muy preguntona. Viene hacia mí asomando el hocico, en busca de la correa de piel con que luego habré de atarla, no bien salgamos a la calle. Parece que le gusta. Nunca me preguntó por qué la ato con la correa si lo mismo podríamos andar los dos sueltos, uno al lado del otro, sin ese juego de espejos que supone la correa. Cuando la ato, ella está atada a mí y yo a ella. Fabia me conduce por la calle de Muntaner y por la Diagonal, sorteando a la gente pero deteniéndonos en algún que otro rincón, al pie de los bancos, sobre todo, y en los alcorques. Yo la comprendo, le gusta saber cómo andan las cosas y qué otros perros habrán pasado por las mismas calles que ella. Y si algo le gusta, pues bueno, yo miro para otro lado y ella agacha las patas traseras.
Fabia es muy limpia, no vayamos a confundirnos. Fabia es espléndida. Por eso hoy, cuando hemos visto a Mariana paseando por el otro lado con ese señor, no ha dicho nada, ni un simple ladrido. Al contrario, ha tirado de la correa y me ha llevado por las calles de Casanova, Amigó y Cubí en dirección al Turó Park, uno de sus lugares favoritos. A menudo se encuentra allí con compañeros que se han asomado a los mismos rincones que ella o simplemente con gustos similares. A eso le da mucha importancia, se le nota: le van los perros con los que pueda echar una carrera por ahí, un par de vueltas al parque, persiguiendo una pelota o un pájaro, quizá, y luego ya está, oye, luego se sienta a mi lado y observamos alrededor.
Nos solemos sentar al fondo del parque, en la parte de arriba. Hoy el sol del atardecer envía unos rayos torcidos y todo está extrañamente afectado de fantasía, en una proyección geométrica donde aparecen brillantes árboles, miles de colores y un grupo de quinceañeros no menos estupendos jugando con un balón. Han delimitado una parte del césped con dos porterías hechas con montones de zapatos. No sabría decir a qué juegan. Parece fútbol pero no es fútbol, más bien diría rugby, sin ser rugby tampoco. Se habrán inventado el juego, lo que me parece maravilloso. Fabia no aparta la vista de la zona donde están, corriendo de un lado para otro, gritando, pasándolo bien. El suyo tiene que ser un gran juego. Hay una parte que no alcanzo a ver, sin embargo, donde el sol pega raro y deja la imagen como velada. Éste es el lado hacia donde más mira Fabia. No lo hace de un modo fijo, sino moviendo la atención al ritmo del balón. Si quisiera podría ir para allá. Ahora estamos sueltos, ella y yo, sentados en la hierba y en un banco respectivamente. Tampoco es cuestión de que la correa haga de nuestra unión algo próximo al matrimonio. ¡Qué horror! Esto debe de tener un nombre feo, a saber… ¿Confundir la amistad con el amor?
Paso más tiempo con ella que con mi mujer, en verdad. Se va pronto por la mañana mi mujer, y yo, como trabajo en casa, me quedo con Fabia. Me hace compañía todo el rato, si estoy en el salón lo mismo que en la cocina o en el despacho. Ella viene detrás de mí, en una fidelidad que mi mujer no asimila y de la que le gusta reírse. Algunos días, cuando regresa por la tarde, nos mira y dice que cada vez nos ve más parecidos. «No sé si te pareces tú más a ella o ella a ti.» Mi mujer es muy dada al humor, al bueno igual que al malo. Tiene un humor fuerte, de esos que en un momento dado pueden desconcertar al más pintado. Antes solía decirle que tuviese cuidado, que cualquier día le pegarían un corte; pero eso no cambió nada, en absoluto, ella sigue igual y al único que de vez en cuando le pegan un corte es a mí. La primera en pegármelos, ella.
Esta noche esperamos a sus padres a cenar. Es la primera vez que cenarán en casa. Siempre íbamos nosotros a la suya o bien quedábamos en un restaurante. No nos poníamos de acuerdo. Era un problema entre madre e hija, que se pisan los días y cuando una dice blanco la otra ya piensa negro. Finalmente coincidieron en gris para esta noche, una noche de viernes en la que nos sentaremos los cuatro a la mesa redonda de casa: mi suegro delante de mí, mi suegra a un costado y mi mujer en el otro, enfrente de su madre. Así he dispuesto la mesa, al menos. Y me gusta que sea redonda, así evitaremos estar frente a frente como en las mesas rectangulares, es decir, mis suegros a un lado y nosotros en el otro. Tanto en su casa como en la mayoría de restaurantes a los que hemos ido, nos hemos sentado tal cual, en una simetría bastante incómoda para mí. Verse comiendo delante de los suegros es también un juego de espejos en el que el tiempo retrocede y avanza, según se mire. A lo mejor ellos fueron iguales a nosotros, de jóvenes, y a nosotros nos espera una vida similar a la suya, con los dejes de mi suegro y la trascendencia de mi suegra, no lo sé, y la verdad es que prefiero no pensar en ello. En el fondo, les tengo un aprecio que va más allá de las mesas redondas o rectangulares.
A Fabia la traeré a mi lado, por si acaso, entre mi mujer y yo. Que nos observe desde esa esquina del comedor, a la espera de que le digamos algo o le caiga un resto de comida. Esto es lo que en realidad desea, compartir con nosotros el bacalao o lo que haya en la mesa. Al fin y al cabo es un perro, por más que me deje engatusar por su simpatía o me esfuerce en ver el lado humano que encierra. Fabia tiene una chispa especial, es muy inteligente, y cuando le diga que se ponga a mi lado me mirará con su rostro de pregunta y de allí no se va a mover. Mi suegra tampoco habrá de moverse. Que se quede quieta. Nosotros la invitamos, nosotros le servimos. Mi suegro este problema no lo tiene; él se sienta, opina lo justo y come todo lo que haya en el plato. Es un buen hombre, a pesar de los calambres que le dan cada dos por tres en la mejilla derecha. Alguna vez, de tan fuerte el calambre, tuvo que ir al baño, lo que resultó violento si nos encontrábamos en un restaurante y no sabíamos dónde estaba el baño. Confío en que esta noche no ocurra nada por el estilo, en que los dos se sientan cómodos y logremos tener una cena placentera, sin ninguna controversia.
Me fastidia cuando mi suegra se mete con los calambres de su marido o con las decisiones de su hija. Toda bagatela, en su boca, cobra peso al cargarse de su personalidad, y eso me fastidia, desde luego, hace que me vuelva un poco como su marido y enmudezca. ¿Qué le voy a decir? Es evidente que su hija no es la mujer perfecta, pero yo la quiero, no me la presione, por favor, es mi mujer. Fabia y yo recordamos algunas escenas tan vivamente como si acabaran de ocurrir, aquí mismo, en el parque del Turó, entre esa luz fantástica del atardecer. Sus aspavientos no son menos exagerados que los de estos quinceañeros corriendo tras el balón, para nada: tiene una fuerza al hablar y al gesticular capaz de impresionar a la propia Fabia. La tiene atemorizada, de hecho, desde un día en que, enfadada, le dio un fuerte golpe.
Ahora Fabia sigue observando el juego de los muchachos, de un lado para otro, pidiéndose el balón y reclamando más defensa, gritando a poco que una jugada les sale bien. Dicen «uuaaaahh» o algo por el estilo. Es difícil describir un alarido de esas características, antes preferiría describir el ladrido de un perro. Esta tarde no cuento demasiados perros, a propósito, y los que hay están al otro lado del parque, en la zona que da a la avenida de Pau Casals, donde están los juegos para niños. Desde aquí se ven las mesas de ping-pong y algunos columpios. Se ve mucho mejor aquello que la parte donde los muchachos pusieron la otra portería. Todavía cae un resol que nos impide diferenciar lo que hay ahí, apenas un todo afectado de fantasía al que Fabia dirige la mirada fijamente. Se preguntará hasta cuándo esta fantasía, hasta cuándo algo puede permanecer oculto tras un rayo de sol y sin embargo estar tan cerca. Claro que podríamos ir y simplemente echar un vistazo, pero quién nos dice que nos gustará lo que vayamos a encontrar.
En la cabeza se me mezclan varias ideas. Pienso en Mariana, pero también en la cena con mis suegros. Ni Fabia ni yo las tenemos todas con nosotros, y nos miramos dudosos, como diciéndonos si esta noche de verdad van a venir o en última instancia llamarán con alguna excusa. No sería la primera vez, desde luego. Nos han llamado para decirnos que les había surgido un compromiso con el que no contaban lo mismo que para hablarnos de un nuevo restaurante en el que no pudieron evitar reservar mesa. Esto lo hicieron una vez y a mi mujer le sentó fatal, era el colmo, dijo, después de haber salido antes del trabajo para preparar la cena. De modo que es poco probable que se repita, que de nuevo arriesguen los nervios de su hija por un restaurante. Por otros temas puede que lo hagan, claro, ya que madre e hija no logran aceptar sus diferencias y eso las pone en guardia; provoca entre ellas una tensión de la que suelen saltar chispas.
A su madre le sabe mal que todavía no tengamos hijos, y digo todavía, ojo, porque somos jóvenes y en cualquier momento pueden volverse las tornas. Fabia y yo sabemos que esto es lo que más le duele. Si no, ¿por qué habría de hablar tanto del amor de madre? Siempre lo saca, es inevitable, el amor de madre está pegado al discurso de mi suegra como el viernes al sábado. Y la vez que le pegó la patada a Fabia vino a cuenta de esto, sin lugar a dudas, ella diciendo a voz en cuello que el amor de una madre hacia su retoño es único e indescriptible, mientras a mi suegro ya le estaba dando el calambre en la mejilla, lo que sulfuró definitivamente a mi mujer. Más no puedo contar, porque luego vino la patada y ahí me cuadré: no iba a permitir que se tomara esas libertades con Fabia. Pronuncié el nombre de mi suegra tan enérgico que se acabaron de golpe los calambres en la mejilla y los amores de madre.
Nos preguntó si éramos conscientes del vacío que supone una vida sin descendencia, del vacío, sobre todo, que dejaremos a nuestra muerte. ¿Lo éramos, lo somos, lo seremos? Mi suegro debe de ser quien más lo siente pues en realidad no es el padre de mi mujer, sino que se juntó con su madre cuando ellas tenían cuatro y veinticinco años respectivamente. Ignoro si ya entonces le daban calambres en la mejilla. Aquella noche se encerró en el baño mientras mi mujer discutía con su madre y yo le daba unos masajes a Fabia. Será bruta, me decía. Le pegó en las patas con tal mala baba que la perrita anduvo coja varios días. Estuve por llevarla al veterinario, pero mi mujer también quería que le lamiera las heridas y, entre una cosa y la otra, al fin todo se solventó.
Menos mal que Fabia es un perro fuerte. No sé cómo no se rebotó, porque del mismo modo que mi mujer saltó, ella podría haberle pegado un mordisco a mi suegra. Se lo tenía bien merecido, siempre dando la vara con las mismas historias, que si el dinero, que si los hijos… Y dale, dale, dale… ¿Acaso no conoce usted a su hija? El amor de madre, nada menos, el eterno amor de madre que se extiende delante de ella como un biombo y le impide ver a su hija. Lo curioso es que comparten varios rasgos, y eso nos da miedo, quiero decir a Fabia y a mí, nos da miedo que a esos rasgos un día se les sume el mal humor. Por eso probablemente aún no tenemos hijos. Un hijo podría cambiarla y yo prefiero saberla feliz, ser feliz a su lado, coleccionar sus miradas igual que colecciono los cortes y desaires que de cuando en cuando me pega. Además, el trabajo la absorbe tanto… A veces me da la impresión de que le faltan horas para hacer todo lo que quisiera. Pero, en fin, somos jóvenes, ella, yo y hasta Fabia, somos jóvenes y éste es nuestro momento.
Lo dijo mi suegro otra noche más relejada, en una de las pocas intervenciones acertadas que le recuerdo. No suele meterse en las cosas de su hija; y si a eso añadimos que es un hombre callado, hay que agradecer que ese día diera un voto a nuestro favor. Dijo que a la gente de nuestra generación no hay que meternos prisas, que el mundo laboral está muy complicado y cada vez es más exigente. Lo dijo con una soltura poco habitual en él, ajeno tanto a su mujer como a los temores que suelen acecharlo. Lo dijo sin más, de pronto, y a todos nos gustó. El amor de madre se escondió detrás del biombo, de donde no hubo de salir un solo momento.
Somos jóvenes, qué le vamos a hacer, aunque no lo suficiente jóvenes para venir un viernes por la tarde al Turó Park e inventar un nuevo deporte entre el fútbol y el rugby. Yo soy así, de pronto veo a estos chavales corriendo ahí delante y me dan envidia. Por eso Fabia, supongo, por eso y por otros motivos que tampoco voy a enumerar pues me iría por las ramas y se nos haría tarde. No quiero llegar tarde a la cena, faltaría más. Mi mujer ya debe de haber regresado y no es cosa de entretenerse más de la cuenta con Fabia. Luego se lo toma a mal. No entiende que cuando Fabia y yo salimos no vamos solamente a que ella estire las patas y haga sus necesidades, no, vamos y vemos cosas y nos entretenemos y nos dejamos impresionar si hace falta.
Nos preguntamos, por ejemplo, quién sería el señor con el que antes vimos a Mariana, al otro lado de la Diagonal. Se los veía sonrientes y arrullados, para qué engañarnos, los dos conocemos de sobra a Mariana y sabemos cuánto le gusta andar con hombres. Menos mal que Fabia torció en seguida, con sorprendente intuición. Habría sido engorroso vernos y tener que saludarnos a lo lejos, de bulevar a bulevar, como en otro juego de espejos. Mariana habría levantado un brazo para decir hola o adiós, al igual que yo, mientras el señor y Fabia se quedaban quietos, uno con su apostura de traje y corbata y la otra moviendo apenas la cola. Y eso que el señor no parecía mala persona, uno como cualquier otro, se entiende, todos bien vestidos y repeinados, el prototipo de hombre con el que se la suele relacionar.
A Mariana la conocí hace algunos años, en nuestra época universitaria, cuando éramos aún más jóvenes y los días fluían de otra manera. Yo terminaba mi licenciatura en derecho y me tiraba largas horas en la biblioteca, donde ella preparaba las oposiciones para juez. Me figuro que ese señor con el que andaba sería un abogado, o puede que un cliente, claro, no hay por qué pensar mal, que le gusten los hombres no significa que… Son simples suposiciones, ¿verdad, Fabia?, simples suposiciones de las que sólo un balonazo podía sacarnos tan repentinamente. ¡Zas! Sonó fuerte, un balonazo de los que deben resolver un partido pero dudo que haya servido. Dio en el mismo punto donde antes no alcanzábamos a ver.
Ahora sí. El sol se ha escondido tras los edificios y se ve bien lo que hay allí: un muchacho tendido junto a la portería, en el césped, al que poco a poco van arropando sus compañeros, entre risas y consuelos. Conque sólo era un muchacho. ¿Y a quién se lo ocurre meterse en el palo de una portería sin palo, de una portería marcada con montones de zapatos? Al balonazo lo secundó un grito de dolor que nos ha alarmado a Fabia y a mí. Ha sido como un calambre de mi suegro, que nos pone a todos en guardia y nos trae de vuelta a la realidad. No pasa nada, Fabia, los balones a veces van al palo.
Pasan pocos minutos de las ocho ya, de modo que será mejor irnos para casa y darle una sorpresa a mi mujer, entrar silenciosamente y dejar que Fabia se meta entre ella y el bacalao, entre ella y el arroz, entre ella y la comida, en fin, y le pegue un lametazo. Vamos por las mismas calles de antes salvo que más deprisa, para poderla sorprender, de Cubí a Amigó y de la Diagonal a Muntaner, hasta la puerta de casa. Cuando voy a abrirla, sin embargo, advierto que sigue cerrada con vueltas. Mi mujer todavía no ha llegado, debe de haberse entretenido con ese señor con el que la vimos. ¿Por qué siempre se demora tanto Mariana? Sus padres tampoco han llegado. Son las ocho y media. Ellos dijeron que estarían aquí al filo de las nueve. Espero que Mariana llegue a tiempo para el arroz de bacalao. Si no, no sé qué vamos a comer. Si no, tendremos que ir a un restaurante.
Eximio escritor y extravagante ciudadano
Aquello sucedió más deprisa de lo que Pauline pudo imaginar. El tren que la llevó de Lyon a Madrid era rápido, por lo que el paisaje quedaba atrás apenas lo veía, luego fue el vigor de la capital española y al final el encuentro. La idea fue de Monsieur Caravate, quien le aconsejó trabajar la obra de Francisco Umbral, entonces un joven escritor, alto y tan vigoroso como la capital española. Monsieur Caravate le propuso tres autores, en verdad, para que ella eligiera el que más le llamara la atención.
Pauline había pasado un año entero en Logroño, dando clases de francés gracias a un convenio universitario. «Usted viene a dar clases de francés a alumnos españoles y mejora su español.» Era su último año de carrera, le tocaba ahora hacer el proyecto final acerca de un autor español. A sus compañeros les gustaba el Siglo de Oro, y todos, sin excepción, optaban por orientar su tesina hacia Quevedo o Lope de Vega, Góngora o Calderón de la Barca, etcétera. Pero Pauline no vio en Logroño ningún Siglo de Oro, al contrario, aquello tenía unas trazas más bien deslucidas. Aunque atractivas, eso sí, muy sugerentes. Las opciones que el profesor le dio si quería trabajar un autor contemporáneo fueron, además de Francisco Umbral, Luis Romero y Ana María Matute.
A Pauline los dos últimos no le sonaban de nada, ni de haberlos oído mencionar en la escuela de Logroño, y en cambio de Francisco Umbral tenía una idea más o menos formada. Un autor de bella prosa, atractivo, que escribía a menudo en prensa. El problema era que, al ser tan joven, había poca información acerca de su persona, mucha menos, desde luego, que de cualquier autor del Siglo de Oro. En algún momento estuvo tentada de renunciar a Umbral en pos de algún autor clásico, del Siglo de Oro o bien del otro, al que llamaban de Plata y en el que sobresalían Valle-Inclán, Baroja o Larra. «Úsalos —le dijo Monsieur Caravate—, lee a estos autores y analiza qué hay de ellos en la obra de Umbral.» Era mucho trabajo, más de lo que en un principio creyó: a cada libro de Umbral se le sumaban un par de autores anteriores. Su tarea parecía no tener fin, imposible de abarcar en un año académico.
De Umbral le encantaban el descaro y la soltura con que retrataba la sociedad actual, con un estilo que de pronto se emparentaba con el de Larra y compañía. Podía tomar infinitas citas, si quería, podía ir de un libro a otro con la facilidad con que un yoyó sube y baja. Un compañero de la universidad le sugirió que se quitara de la cabeza ese proyecto, dada su envergadura. Al proponerle a Umbral, decía, Monsieur Caravate obraba por propio interés; con la información que ella iba a sacar, le allanaba el camino en un campo que el mismo profesor iba a investigar. Pero Umbral le parecía a Pauline un hombre serio e inteligente, fuera de lo común, un hombre capaz de renovar sin duda las ideas que expusieron los autores de los siglos de Oro y de Plata. «Bah, no digas tonterías, es un escritor como cualquier otro, que dentro de un tiempo pasará de moda y ya nadie se acordará de él. ¿De qué te habrá servido entonces hacer un trabajo tan grande acerca de su obra? Mejor hazlo sobre un clásico.» Pauline dedujo en las palabras de su compañero poco amor hacia la literatura, y eso que lo quería, es decir que entre ambos había una atracción especial. ¿Y si lo que pretendía Jean-Luc era hacer la tesina juntos?, pensó una noche tumbada en la cama. Bah, tonterías. Esto sí lo era, una verdadera tontería. ¿Cómo iban a escribir una tesina a cuatro manos, y con Jean-Luc, además, que no veía la influencia de los autores clásicos en los modernos?
En la mesilla de noche tenía un libro de Umbral, Travesía de Madrid, con el punto un poco más allá de la mitad. Ya estaba cansada, se le cerraban los ojos, y aun así qué ganas tenía de seguir leyendo. Cuanto más leyera cada día, más podría leer al día siguiente, y así también más autores abarcaba.
Trabajar a un autor contemporáneo era mucho más interesante, en verdad, ya que proyectaba su atención sobre una tradición y una serie de autores a los que sus compañeros no iban a llegar. Y todavía menos Jean-Luc, en quien empezaba a ver cierto aire de holgazán o, peor aún, de seductor. ¿Acaso creía que chafando sus ideas llegaría a buen puerto? Jean-Luc no era malo, sólo que con ser más atento, no tan suyo, a lo mejor ella misma habría dado el paso definitivo. En Logroño lo echó de menos, y sin embargo él… ¿qué hizo? Le mandó alguna carta, nada más. Pauline aún las guardaba, junto con otro par que ella le escribió y al final no se decidió a enviarle. Pensó que no las iba a entender; y en tal caso, para qué complicarse la vida.
Lamentaba no haber aprovechado en Logroño para leer la obra de Umbral en español, puesto que allí, en auténtico contacto con la lengua, le habría sido más fácil apreciarla. En Francia prefería leer las traducciones, las cuales cotejaba, a veces, con algunas ediciones españolas. «No olvides su trabajo en prensa —le decía Monsieur Caravate—, es muy importante.» Y ahí sí, ahí tenía que leerlo en español. Por aquel entonces, la colaboración de Umbral más importante era en la revista Interviú, de carácter abierto y provocativo, ya que mezclaba secciones donde aparecían mujeres desnudas con reportajes de interés general, firmados por los escritores más destacados del momento. «No dejes de leer el Interviú», insistía Monsieur Caravate, con un tono en cierto punto autoritario.
A lo mejor era verdad lo que decía Jean-Luc y la única razón por la que Monsieur Caravate le sugirió estudiar a Umbral era por interés propio. Al pensar esto, Pauline se enfadaba consigo misma. Y también con Jean-Luc, por meterle extrañas ideas en la cabeza. Le pidió que la ayudara a conseguir ejemplares de Interviú, porque en los quioscos de Lyon no se encontraba, como era natural, y tampoco en las bibliotecas, de modo que había que pedirlo y a ella le daba vergüenza. Sabía bien lo que era Interviú, sí, sí, y por más que llevara buenos reportajes en el interior le daba reparo ir al quiosquero y preguntarle si era posible conseguir ejemplares de aquella revista, en la que salían mujeres en pelotas. Exacto, ésa misma, es para la tesina de la universidad. «Ahí va con las universitarias…» Pauline imaginaba a la perfección la cara del quiosquero. Y no quería pedírselas, pero las necesitaba. Jean-Luc tampoco lo iba a hacer, por más que le insistiera. «¿Y yo qué saco a cambio?», preguntó. Pauline le cantó las cuarenta, al grito de que si era incapaz de hacerle ese favor era un inútil, y que ya iba ella, que no se preocupara: iba a tragarse la cara de asco del quiosquero, y luego, en cuanto tuviera los ejemplares, las tías en pelotas las iba a ver ella sola. Que no le pidiera echar un vistazo.
Pauline se molestó mucho, y con el mismo arranque se dirigió al quiosco. Lo hacía por Umbral, por su tesina, y el quiosquero que pusiera la cara que le diera la gana. Era un hombre poco hablador, aunque chismoso, eso sí, y al decírselo le dejó bien claro que necesitaba la revista para la tesina. Con un par de ejemplares bastaba, dijo. Llevaba tal empuje que apenas se fijó en la expresión del viejo. Se las conseguiría, y esto era lo importante.
En los siguientes meses se distanció de Jean-Luc, encerrada con sus libros en el cuarto de casa donde trabajaba, en cuyas paredes fue pegando fotos de Francisco Umbral. En ellas, Umbral aparecía siempre al contrario que las mujeres de Interviú, es decir, con abrigo largo, gafas grandes, de pasta, y una bufanda amarilla al cuello. Un hombre de aspecto regio, sí, un hombre como ella creía que debían ser, con carácter para cuidar de una muchacha bajita y cabezota como ella. A ratos prestaba más atención a las fotos que colgaban de la pared que a los libros, aunque en ningún momento se dejó llevar por ensoñaciones. A Pauline no le gustaba perder el tiempo. Iba a la universidad para llevarse nuevos libros de la biblioteca y reunirse con Monsieur Caravate, lo que solía ser una vez cada dos semanas, o una a la semana, incluso, si alguno de los dos tenía noticias. Solían reunirse en el despacho de Monsieur Caravate, o bien, y esto le gustaba más a Pauline pues sentía a su profesor más despierto, en una cafetería cercana a la universidad.
Una vez les vio Jean-Luc desde la calle, y por la noche, con cierta mala uva, la llamó a casa. «Te está comiendo el coco —dijo—. Dentro de unas semanas, Pauline, no quiero que me llames para decirme que Caravate te hizo esto o lo otro. Yo ya te avisé.» Monsieur Caravate no le hizo nada a Pauline, faltaba más, sólo le pedía cada vez más trabajo, y que, después de ver las influencias de los clásicos en Umbral, viera cómo se proyectaba su obra en el futuro. Era muy exigente, pero eso no tenía por qué ser malo. Pauline creía que iba a beneficiarse de esa exigencia. Y las últimas amenazas de Jean-Luc, por otra parte, le dieron a entender que lo suyo eran celos. Que lo parta un rayo, pues. Cuando más adelante lo llamó de nuevo fue para que la ayudara a buscar un hotel céntrico y económico en Madrid.
Fue cosa de Monsieur Caravate, porque ella no sabía por dónde continuar, de dónde sacar nueva información que tuviera que ver exclusivamente con Umbral y sus contemporáneos, nada de los siglos de Oro y de Plata, sino la pura actualidad. «Manda una carta a Interviú —le dijo—, a la atención de Francisco Umbral, solicitando una entrevista con él. Es quien mejor te hablará de su obra. Le cuentas que eres una estudiante de literatura española en la universidad de Lyon, que preparas la tesina acerca de su aparición en el panorama literario y que te interesa mucho hablar con él.» La respuesta de Umbral no tardó en llegar, de su puño y letra, agradeciendo el interés por su obra y sorprendido al mismo tiempo de que tal interés proviniera de una estudiante de Lyon. «Yo vivo en Madrid —escribía al final—. Le apunto ahí mi dirección y puede visitarme cuando lo considere.»
Pauline se puso eufórica, a punto como estaba de conocer a un escritor de semejante talla. Llamó a Jean-Luc en seguida, de tan contenta, como si no existiera ningún distanciamiento entre ambos. Le dijo que necesitaba un hotelito en Madrid, cuanto antes, que cómo debía hacerlo. Jean-Luc le dijo que él se lo buscaba, que no se preocupara, una respuesta que sorprendió gratamente a Pauline. ¿Sería que había cambiado?
Todo estaba sucediendo tan deprisa, de repente, que casi de un día para otro se vio subida al tren que la llevaba a Madrid. Era de lo más cómodo, y la velocidad a la que iba la ayudó a echar una larga cabezada. Cuando no dormía, miraba el paisaje que dejaban atrás, al tiempo que pensaba en las preguntas que le haría a Umbral. Algunas las traía anotadas en una libreta, eran preguntas que previamente habló con Monsieur Caravate y que no podía quitar; otras iba a soltárselas a su antojo.
Le quería preguntar qué opinaba de sí mismo en tanto que escritor y persona pública, así como de la fama de donjuán que venía ganándose. ¿Era cierto o sólo le gustaba fantasear con ello en los libros? Monsieur Caravate quería que le preguntara cómo veía sus libros traducidos a otros idiomas, si en verdad creía posible traducir su obra a otro idioma, el que fuere. También le dijo que le preguntara, sobre todo, qué autores consideraba sus mayores referencias literarias. A Pauline le interesaba más el futuro, en cambio, con qué fuerza veía su obra dentro de cincuenta años. Eso le interesaba mucho más, saber si un escritor, al ponerse frente al papel, es consciente de estar dirigiéndose a la gente de hoy, a la de hoy y mañana, a la de mañana solamente o a nadie en particular. ¿Cree que las próximas generaciones lo leerán y se inspirarán en usted, en obras como Travesía de Madrid o El Giocondo? ¿Qué libro suyo cree que puede aguantar mejor el paso del tiempo? Pauline tenía cierta fijación en ese aspecto, y le daba infinitas vueltas a la misma pregunta a fin de darle más intensidad. «No permitas que se vaya por las ramas —decía Monsieur Caravate—. Haz lo posible para que responda exactamente lo que tú preguntas.»
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