Kitabı oku: «El sacrificio de la misa»

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CARDENAL JUAN BONA

EL SACRIFICIO DE LA MISA

Tercera edición

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original latino: De sacrificio Missae

© 2021 de la presente edición traducida por BLAS GARCÍA DE QUESADA y LAURENTINO HERRÁN

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 MADRID

(www.rialp.com)

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Realización eBook: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-6041-7

ISBN (versión digital): 978-84-321-6042-4

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRESENTACIÓN

ADVERTENCIA

I. CUESTIONES PRELIMINARES SOBRE EL MISMO SACRIFICIO DE LA MISA

II. DE LOS REQUISITOS NECESARIOS EN EL SACERDOTE PARA LA RECTA Y PIADOSA CELEBRACIÓN DEL SACRIFICIO

III. VARIAS CONSIDERACIONES PARA ANTES DE LA MISA

IV. DE LO QUE PRECEDE PRÓXIMAMENTE A LA CELEBRACIÓN DE LA MISA

V. LA CELEBRACIÓN DE LA MISA

VI. COSAS QUE DEBEN HACERSE DESPUÉS DE LA MISA

VII. MODO DE CELEBRAR, CUANDO EL SACERDOTE NO PUEDA ORAR CON MAYOR DETENIMIENTO

AUTOR

PRESENTACIÓN

TIENES EN TUS MANOS, LECTOR, un libro sobre la santa Misa escrito en el siglo XVII, que conserva la fuerza del amor y la piedad que le hicieron nacer.

Su autor, el cardenal Juan Bona, teólogo y escritor ascético, nace en Mondovix, en el Piamonte, el 12 de octubre de 1609. A los 16 años ingresa en la Congregación de Feuillants, reforma dentro del Cister iniciada en la abadía de ese nombre. Estudia Filosofía y S. Teología en Roma; y de tal manera se distingue por su ciencia y su piedad, que su Orden le confía por tres veces la carga de Superior General, y el papa Clemente IX le honra con la púrpura cardenalicia. Muere santamente en Roma el 28 de octubre de 1674.

Fue hombre de mucha humildad, manifestada en todos sus escritos. A una felicitación recibida con motivo de la publicación de su obra Manuductio ad coelum, el cardenal responde: «No me reconozco en el retrato que habéis hecho de mi persona. Si me juzgáis por mi Manuductio ad coelum, me siento en la obligación de desengañaros: si en mi libro yo he pintado a un hombre admirable, el pintor no es más que un pobre hombre».

Su vida y su obra son luz clara en medio de la oscuridad producida por el quietismo en muchos espíritus de la época, antes de que la Iglesia hubiese condenado los errores de Molinos.

La espiritualidad de Bona es litúrgica, ascética y mística. Entiende claramente el papel central de los oficios litúrgicos en la vida espiritual. De esta manera, él quiso enseñar a todos los sacerdotes la excelencia de la recitación del Oficio divino y de la celebración de la Misa, y proporcionarles una serie de reglas prácticas para ejercerlos santamente.

Otra característica de la espiritualidad de Bona —y sus escritos los dirige a todos los fieles, «a todos los elegidos de Dios en el mundo entero»— es la importancia que da en la vida espiritual a las aspiraciones, oraciones vocales muy cortas, jaculatorias, por las cuales el hombre se eleva hasta Dios en cualquier momento. Estas oraciones son como alas que pueden elevar al alma a las más altas cimas de la unión con Dios.

Entre sus obras de espiritualidad destaca este Tractatus asceticus de Sacrificio Missae, que la colección Neblí edita en castellano[1].

El autor justifica ampliamente su intención al escribir el libro en la Advertencia que le sirve de preámbulo. No es un tratado acerca de la teología o la liturgia de la Misa, sino un conjunto de consideraciones nacidas de su estudio y de su experiencia ascética, y dirigidas a fomentar la rectitud, la atención y la devoción del sacerdote y de los fieles al acercarse cada día al altar de Dios. En el pequeño libro se incluyen muchos ejercicios salidos de la abundancia del corazón para encender la devoción personal, con la esperanza de que el Espíritu Santo enseñará otros medios más sublimes.

Porque la santa Misa es el acto central de la vida de un cristiano. Quizá no hemos comprendido la exactitud y la profundidad de la definición vulgar que se da del cristiano cuando se dice: «Es un hombre que va a Misa»; o del sacerdote: «Es un hombre que ofrece el Santo Sacrificio».

La Misa, Sacrificio y Sacramento, es el centro de atracción y de eficacia de la Iglesia y de nuestra vida personal.

Como Sacrificio, sustancialmente el mismo que el del Calvario, requiere la incorporación de toda la Iglesia y, por tanto, de cada uno de nosotros a Jesucristo como Sacerdote y como Víctima: ofrecer a Cristo y ofrecerse con Cristo. Decía san Agustín que el sacerdote —y podríamos añadir que todos los fieles— es a la vez oferente y cosa ofrecida. Todos los actos de nuestra vida, los grandes y los más pequeños en apariencia, deben integrarse en la santa Misa como se funden con el vino esas gotas de agua que el sacerdote echa en el cáliz para convertirse luego en la Sangre de Cristo. Todos nuestros días quedan así incorporados en la Misa cuando los colocamos en la patena junto a la hostia que ha de ser consagrada.

En este sentido, el santo Padre Pío XI escribía en la Encíclica Miserentissimus Redemptor estas palabras: «Con este augustísimo Sacramento debe unirse la inmolación del ministro y de los demás fieles, para que también se ofrezcan como hostias vivas, santas y agradables a Dios. Así, no duda en afirmar san Cipriano que el sacrificio del Señor no se celebra con la santificación debida si no se une a la Pasión nuestra personal oblación y sacrificio».

Inmolación de toda la Iglesia unida a la de Cristo e inmolación nuestra por la que todos nuestros actos son promovidos a la dignidad del sacrificio de Cristo, se incluyen en el plan de la Redención. La santa Misa es el sacrificio de toda la Iglesia unida a su Cabeza por la salvación del mundo.

La vida de Jesús fue un caminar hacia el Calvario. La cruz aparece en la vida de Cristo como la meta de toda su actividad. Si leemos de corrido el evangelio de san Lucas nos daremos cuenta de que el evangelista describe el ministerio del Señor como un lento viaje, un ininterrumpido caminar hacia Jerusalén para allí ofrecerse como victima por todos los hombres.

Así la vida de la Iglesia y la de todos los cristianos está orientada hacia la Misa como a su centro.

Y después de nuestra entrega con Cristo a Dios Padre en el Sacrificio, la entrega de Cristo a nosotros en el Sacramento. Dios vivo se nos da con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. «Quien come mi Carne vivirá por mí», «el Pan que yo daré es mi Carne para la vida del mundo». El mundo necesita a los cristianos, y los necesita ofrecidos y generosamente entregados y distribuidos con Cristo.

Nuestra vida así tendrá forma de Misa, y en ella podremos tener eficazmente «los mismos sentimientos que tenía Cristo»: la gloria de Dios y la santificación y salvación de los hombres.

Que, como pide el autor de este pequeño gran libro, la gracia se vuelque sobre los que quieran aprovechar sus experiencias vividas para encenderse en el amor de Cristo al pie del altar de ese Dios Padre nuestro, que llena de alegría nuestra juventud, una juventud siempre esperanzada y estrenada cada día ante la grandeza del Sacrificio Santo.

JOSÉ LUIS JIMÉNEZ

[1] La traducción ha sido hecha sobre el texto original latino del cardenal Bona, inserto en el volumen 23 de Theologiae Cursus Completus, de varios autores, edición de París 1840 dirigida por J. P. M. (sic) pp. 1302-1366.

ADVERTENCIA

MUY POCO TE ENTRETENDRÉ en este vestíbulo, sacerdote quienquiera que seas que te dignas meditar este mi tratado, para darte a conocer mi propósito al publicarlo, su finalidad y manera de aprovecharlo. Ya desde que fui ordenado sacerdote empecé a sopesar lo arduo que es desempeñar rectamente el ministerio recibido e inmolar a diario por mis pecados y los ajenos al mismo Dios en el incruento sacrificio. Inducido, pues, por los estímulos de mi conciencia, repasando los escritos de los Santos Padres y de casi todos los autores más recientes que han publicado algo sobre el modo de celebrar santamente la Misa, de ellos recogí muchos documentos, los reuní y, añadiendo alguna cosa de mi cosecha, compuse este opúsculo que, a instancias de mis amigos, publico ahora después de muchos años. En primer lugar, hago, de un modo general, algunas consideraciones preliminares sobre este sacrificio, su valor y sus frutos. En segundo lugar, trato de aquellas cosas que son necesarias al sacerdote para la recta y piadosa celebración de la santa Misa. En tercer lugar trato de los actos inmediatamente anteriores a la celebración de la Misa y de su preparación próxima. En cuarto lugar, de la celebración en sí misma. Finalmente, de aquello que ha de hacerse una vez terminada la Misa.

Para mí y para los que como yo aún permanecen en el umbral de la perfección, inserté algunas oraciones y ejercicios que, si se rezan con frecuencia, fácilmente podrán preservar de las distracciones y encender en el amor de Dios. A otros, sin embargo, que se encuentran en un grado más alto, la unción del Espíritu Santo les enseñará más sublimes ejercicios.

Ahora bien, estos ejercicios no se han escrito con el fin de que cada día los recite el sacerdote que va a celebrar, sino que se recomienda leer algunas veces el librito, hasta tanto que las ideas en ellos expresadas sean perfectamente captadas y con ellas la voluntad se imbuya en piadosos afectos; entonces cada uno puede escoger aquellos con que más se sienta impresionado; y cuantas veces vaya a celebrar, puede de esos tomar según su arbitrio y devoción.

Su abundancia y extensión espantará a algunos; pero ello es debido a su inexperiencia, pues ellos mismos, una vez formados con el ejercicio y la práctica, llegarán a convencerse de que es facilísimo y de muy poco trabajo lo que antes creyeron difícil y laborioso. La mente camina con mayor rapidez que la lengua, y lo que no puede explicarse sino por un largo discurso, se concibe con un único acto de la mente.

Mucho enseña la experiencia, con la ayuda de Dios, y pido insistencia, sobre todo para mí, «no sea que habiendo predicado a los otros venga yo a ser reprobado»[1]. Que la gracia del Señor se vuelque con largueza sobre mí y sobre los que quieran utilizar mi trabajo.

[1] 1 Cor 9, 27.

I.

CUESTIONES PRELIMINARES SOBRE EL MISMO SACRIFICIO DE LA MISA

QUÉ CLASE DE SACRIFICIO ES LA MISA

Aunque muchos eran los sacrificios en la antigua Ley, en la nueva, sin embargo, solo existe un único sacrificio, que tanto más perfectamente excede la diferencia de todos los holocaustos de la Ley mosaica cuanto más excelente y aceptable a Dios es la víctima que en él se inmola. Es, pues, la Misa sacrificio latréutico o de adoración, ofrecido a Dios para rendirle el supremo culto y el más alto honor, como a nuestro primer principio y nuestro último fin, en testimonio de su excelencia infinita, de su dominio y majestad, y de nuestra dependencia, servidumbre y sujeción a Él. Es eucarístico: acción de gracias por todos los beneficios (que nos hace el mismo Dios en cuanto es nuestro bienhechor) de naturaleza, de gracia y de gloria. Es propiciatorio y satisfactorio por los pecados y las penas merecidas, pues aplica a todos aquellos por quienes se ofrece la fuerza y la virtud del sacrificio de la cruz; más aún, es el mismo sacrificio en la sustancia (quoad substantiam), la misma hostia y el mismo oferente principal, aunque se ofrezca de diverso modo. Y se llama propiciatorio porque por esta oración el Señor es aplacado y concede la gracia y el don de la penitencia a los pecadores que no ponen obstáculos; condona las penas merecidas por el pecado porque por el sacrificio de la Misa se aplica el sacrificio de Cristo, quien satisfizo en la cruz por los pecados de todo el mundo. Condona las mismas penas a los difuntos que están en el purgatorio, porque con este fin fue instituido también por Cristo, como consta por la potestad que se confiere a los sacerdotes en la ordenación, de ofrecerlo por vivos y difuntos; este efecto nunca se puede impedir, porque es imposible que aquellos pongan óbice alguno. Por tanto, para aquellos por los cuales se ofrece, vivos o difuntos, la remisión de la pena será en la misma medida que en su misericordia fijó el mismo Cristo. Pues aunque la víctima que se ofrece es de valor infinito, sin embargo, nuestra oblación, según enseñan comúnmente los teólogos, solo tiene un efecto finito. Para los que conjuntamente ofrecen el sacrificio, este efecto se aumenta según la devoción y disposición interior de cada uno. Por último, habiéndonos merecido Cristo no solo la remisión de los pecados, sino también otros muchos beneficios, este sacrificio es por consecuencia también impetratorio de todos los bienes, primero de los espirituales, y en segundo lugar de los temporales, en cuanto que a aquellos conducen. Pero como de por sí solamente tiene el poder de impetrar en general, para que algo determinado se impetre, la intención del oferente debe aplicarse a ello de modo especial. Sin embargo, para impetrar por la Iglesia siempre interviene la intención de la misma Iglesia, principalmente con relación a aquello que en las oraciones de la Misa se pide a Dios; pues también la Iglesia es oferente en la persona de su ministro.

DE LOS QUE OFRECEN ESTE SACRIFICIO

El primero y principal oferente es Cristo, el único que pudo ofrecer un sacrificio aceptable al Padre, y por ofrecerlo diariamente y por medio de sus ministros sacerdotes, se dice que es sacerdote eterno, según está escrito: «Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec»[1]. Cristo, pues, no solo es oferente por haber instituido el sacrificio y por haberle conferido toda la fuerza de sus méritos, sino sobre todo porque el sacerdote en su persona, en cuanto ministro y legado de Cristo, realiza el sacrificio en representación suya, como consta por las palabras de la consagración; pues no dice: «Este es el Cuerpo» o «Esta es la Sangre de Cristo», sino «Este es mi Cuerpo»[2], «Esta es mi Sangre»[3]. Por lo tanto, Cristo juntamente con el sacerdote ofrece a Dios Padre por los hombres el mismo sacrificio; y en virtud de su Persona, que es de una santidad purísima y de una dignidad infinita, este sacrificio es siempre puro y grato a Dios, aunque se ofrezca por un ministro pecador.

El segundo oferente es la Iglesia católica, de quien es ministro el sacerdote y todos sus fieles no excomulgados, que de algún modo lo ofrecen también por medio del sacerdote no en cuanto ministro, sino en cuanto legado o mediador. Pues así como se dice que toda sociedad obra lo que su legado realiza en su nombre, de la misma manera puede decirse también que todos los católicos ofrecen el sacrificio porque el sacerdote, en la persona de toda la Iglesia, sacrifica en nombre de ellos. Aunque no todos de la misma manera, pues unos ofrecen el sacrificio solo habitualmente, porque ni están presentes en el sacrificio, ni piensan en él; no obstante, al estar todos unidos a la Iglesia por la caridad, se supone que hacen habitualmente lo que ella hace. Otros, de manera causal, mandando o procurando que alguien celebre el santo sacrificio, lo que ocurre sobre todo cuando se dan limosnas con este fin. Otros, por último, lo ofrecen actualmente; son los que están de hecho presentes en el sacrificio.

El tercer oferente y ministro propio de este sacrificio es el sacerdote legítimamente ordenado, cuya potestad es tan firme e inamovible que, aun en el caso en que sea hereje o esté suspenso, depuesto, degradado o excomulgado, realiza y ofrece este sacramento, aunque ilícitamente, siempre que emplee la materia y forma legítimas. Y no se mengua tampoco el valor del sacrificio aunque el sacerdote sea totalmente indigno o esté apartado de la Iglesia; pues el fruto no depende de la cualidad del ministro, sino de la institución de Cristo.

EFICACIA DEL SACRIFICIO DE LA MISA

Se puede considerar en este sacrificio una doble eficacia, una que llaman los teólogos ex opere operato, independiente del mérito y de la dignidad del ministro; otra, ex opere operantis, que depende del sacerdote oferente, de su mérito y santidad, de quien recibe su valor y virtud. Enseñan los teólogos que el primer efecto ex opere operato ni el sacerdote ni los fieles lo reciben, en cuanto oferentes, sino en cuanto el sacrificio se ofrece por ellos; pues el sacrificio no produce este efecto sino en favor de aquellos para quienes fue instituido y del modo según el cual fue instituido; ahora bien, fue instituido para que se ofreciera por los hombres, y precisamente en provecho de aquellos por quienes se ofrece; y como quiera que aplica la virtud del sacrificio de la cruz, no causa este efecto sino en la persona a quien se aplica tal virtud, cosa que realiza el oferente al hacer la oblación por una persona determinada. Fue siempre opinión constante entre los católicos que este sacrificio produce ex opere operato (es decir, si no pone obstáculo la persona por quien se ofrece) efectos infalibles y determinados, como son la remisión de alguna pena debida por pecados ya perdonados o el don de una gracia preveniente para obtener la remisión de los pecados cometidos. Por lo que se refiere a la eficacia impetrativa, sabemos por experiencia cotidiana que no es infalible, pues no siempre obtenemos todo lo que pedimos ni aquella intención por la que se ofrece el sacrificio. Esto procede de la naturaleza de la impetración que exige libertad en el que concede, de tal manera que puede conceder o negar a su arbitrio aquello que se pide. Pedimos, pues, exponiendo nuestras razones, que creemos pueden mover a Dios a obrar en un sentido, sin que esté obligado por ello en virtud de un pacto establecido. En consecuencia, no pedimos nada sin que nuestra voluntad esté conforme, respecto de lo que pedimos, con la voluntad de Cristo, a la que por sernos desconocida no podemos acomodarnos del todo. Es cierto, sin embargo, que el sacrificio no carece de este efecto, porque, aunque Dios no conceda lo que precisamente pedimos, nos otorga lo que hic et nunc juzga más conveniente para nosotros.

Respecto al segundo efecto ex opere operantis, dos son los motivos por los que puede aumentar su eficacia. El primero es la probidad y dignidad del celebrante, cuya raíz son la gracia santificante y las virtudes que acompañan a la gracia; pues cuanto más santo y más grato a Dios sea el sacerdote, tanto más aceptables serán sus dones y oblaciones. La segunda es la devoción actual con la que se ofrece el sacrificio; pues cuanto mayor sea aquella, tanto más le servirá de provecho. Y así como las demás obras buenas que hace el justo son tanto más meritorias e impetratorias, y valen más para la satisfacción y remisión de la pena cuanto con mayor perfección y fervor se hagan, así también este sacrificio, ya se considere como sacrificio o como sacramento, cuanto más devotamente se ofrece y se recibe, tanto más aumenta el mérito y aprovecha más a quienes lo ofrecen por sí mismos y lo reciben y a aquellos por los que se ofrece. Debe procurar, por tanto, el sacerdote ser muy grato y acepto a Dios por el continuo ejercicio de las virtudes heroicas, crecer ante Él en gracia y santidad, y celebrar siempre con gran fervor y devoción. Y con ello, él mismo como aquellos por quienes se ofrece el sacrificio, alcanzan mayores y más eficaces efectos ex opere operantis.

DEL VALOR Y FRUTOS DEL SACRIFICIO

Aunque algunos teólogos estiman que este sacrificio tiene ex opere operato un valor o eficiencia de intensidad infinita por cuanto en sustancia es el mismo sacrificio de la cruz, y la víctima ofrecida, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es de un precio infinito, y el mismo Cristo, oferente principal, es una Persona de dignidad infinita, sin embargo, la opinión más cierta y más común es que no tiene sino un valor finito. La razón principal de lo que acabamos de decir se deduce de la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo, quien no quiso instituir este sacrificio para conferir un fruto intensamente infinito; lo mismo que de hecho los ángeles rebeldes no fueron redimidos porque Cristo no quiso aplicarles los méritos de su pasión. Otra razón estriba en que, para la eficacia infinita del sacrificio, además de la infinitud de la hostia y del oferente principal, se exige también infinitud por parte de aquel que inmediatamente ofrece. Y como quiera que el sacerdote inmediatamente operante es de dignidad finita, también el valor del sacrificio en cuanto a su eficiencia y a su influjo actual será finito, porque aquella acción es producida inmediatamente por una persona finita, y en esto difiere nuestro sacrificio del de la cruz, ya que este fue ofrecido inmediatamente por una Persona infinita, y, por tanto, fue una acción infinita en su entidad moral, e infinitamente grata a Dios Padre. Apoya esta doctrina el sentir común de los fieles, que procuran ofrecer sacrificios muchas veces por sí y por los suyos, lo cual ciertamente no harían si reconociesen una eficacia infinita en cada sacrificio. Y también los sacerdotes podrían satisfacer en ese caso seiscientas obligaciones con un único sacrificio, lo cual está prohibido terminantemente por decretos eclesiásticos. En vano se ofrecerían tantos sacrificios por un solo difunto; bastaría uno para librar a todas las almas del purgatorio. Finalmente, la Misa de cualquier sacerdote se equipararía al sacrificio de Cristo en la cruz, que ciertamente fue único por ser de valor infinito. Y no hay que concebir lo que se contiene en el sacrificio como una entidad natural que obra en proporción al máximo grado de su eficiencia, sino como un ser libre cuya operación tiene el grado de eficacia que determina el agente principal, Cristo nuestro Redentor, quien, por medio de este incruento sacrificio, quiere aplicarnos solo un fruto de su pasión, finito y limitado. Por tanto, el sacrificio tiene una eficacia finita en orden a todos sus efectos, a excepción de la fuerza impetrativa, de la que todos están de acuerdo en afirmar que es finita precisamente porque no consiste en algo producido por el sacrificio, sino en la excelencia y su intrínseca dignidad, en cuanto que objetivamente mueve a Dios a que conceda lo que se pide, aunque no siempre lo conceda, sino cuando juzga que el concederlo conviene a nuestra salvación.

Si hablamos, en cambio, de una infinitud extensiva, a saber: si el sacrificio ofrecido por muchos aprovecha igualmente a cada uno como lo produciría si por él solo se ofreciese, se nos presenta un grave problema, que hay que resolver distinguiendo antes los frutos de la Misa. Pues hay tres partes en el valor de la Misa, o sea, un triple fruto: general, especial y medio. El primero se extiende a todos los fieles; el segundo es propio del celebrante, y el tercero depende de la voluntad del sacerdote, que lo aplica a quien quiere. El primero se sigue de que este sacrificio se ofrece de modo general por todos los fieles vivos y difuntos; es, pues, lo mismo en cuanto a la sustancia que el sacrificio de la cruz, que fue ofrecido por todos, y consta por el Canon de la Misa que el sacerdote debe aplicarlo por todos, por el papa, por el obispo, por toda la Iglesia militante y purgante, sin poder dejar de hacer esto, ya que fue precisamente destinado para ello de modo especial por la misma Iglesia. Por lo cual, este fruto se aplica a todos los fieles que participan de la unidad de la Iglesia y que no ponen óbice, y así puede ser en cierto modo extensivamente infinito, y todos y cada uno, si no queda por ellos, pueden percibir el fruto integro como si se tratara de uno solo. Se discute si este fruto supone solo la impetración o también la satisfacción. El segundo fruto tiene su fundamento en que el sacerdote ofrece el sacrificio también por sí mismo. «Offero —dice— pro innumerabilibus peccatis et offensionibus et negligentiis meis». Debe, pues, como dice el apóstol: «Quemadmodum pro populo ita etiam pro semetipso oferre pro peccatis», y por esta razón debe ofrecer sacrificio en descuento de los pecados, no menos por los suyos propios que por los del pueblo[4]. El sacerdote recibe este fruto, en cuanto celebra por sí mismo como ministro público; el fruto de que hablamos, por tanto, no es aplicable a otro, pues al ofrecer el sacrificio por sí mismo con las palabras pro peccatis et offensionibus meis, a sí mismo se las aplica, y lo que se aplica a sí mismo no se lo puede aplicar a los demás. El tercero se colige de la misma naturaleza, del sacrificio, que por estar instituido para los hombres debe, por tanto, aprovechar a aquellos por quienes se ofrece. Según opinión común, este fruto medio no es extensivamente infinito, sino que a cuantos más se extiende más disminuye. El sacerdote debe aplicar este fruto a aquel por quien especialmente está obligado a celebrar por razón de beneficio, limosna, precepto del superior o por cualquier otro título; y esto antes de la Misa, o al menos antes de la Consagración; pues si la esencia de la Misa consiste únicamente como sostienen la mayoría de los autores, en la consagración, de nada valdría hacer después la aplicación del fruto estando ya el sacrificio consumado quoad substantiam.

QUÉ MÉTODO HA DE OBSERVARSE EN LA APLICACIÓN DE LA MISA

Como ya dijimos que el fruto debe ser aplicado por los sacerdotes, se hace necesario, según la común y más extendida opinión de los teólogos, establecer alguna práctica o método para hacer esta aplicación que sirva a los sacerdotes para no resbalar en cosa de tanta importancia ni faltar a su obligación. Primero hay que tener en cuenta que el sacerdote ofrece este sacrificio en nombre de muchos: en nombre de Cristo, primero y principal oferente de cuyo mérito emana el valor del sacrificio y de cuya voluntad depende en gran manera su aplicación; además, en nombre de la Iglesia, a la que Cristo concedió la dispensación de sus méritos y satisfacciones; después en su propio nombre, en cuanto que ofrece por su libre voluntad y lo aplica a sí mismo y a otros, según su arbitrio; finalmente, en nombre de los otros fieles, quienes, juntamente con él o por medio de él, ofrecen el sacrificio con voluntad interna, a saber: aquellos que ayudan y asisten a Misa, o han dado limosnas para su celebración. Además, Cristo y la Iglesia quieren que todos los fieles sean partícipes de los frutos del sacrificio cuantas veces se ofrezca, siempre que sean capaces y no pongan por su parte ningún óbice; tampoco se exige aplicación alguna por parte del sacerdote celebrante, para que este fruto común se extienda a todos. Sin embargo, por voluntad y disposición del mismo Cristo, una parte notable de todos los frutos se deja a la libre aplicación y determinación tanto del mismo sacerdote celebrante, en cuanto ministro y dispensador de sus misterios, como de los otros que ofrecen junto con él; lo cual se desprende del consentimiento común de la Iglesia, que aprueba la costumbre de los fieles, según la cual este sacrificio se ofrece particularmente por ellos; y en vano harían esto si todo el fruto del sacrificio estuviese ya aplicado y nada quedara para aplicar por la intención del sacerdote. El sacerdote, en la acción de este sacrificio, es superior a los otros que ofrecen con él; de esta manera, la aplicación de los frutos depende principalmente de la intención; pues, como es un acto de la potestad de orden, está sujeto a su voluntad.

Pero es del todo incierto cuánta y cuál sea la parte del fruto que Cristo Nuestro Señor quiso correspondiese ya a todos los fieles en general, ya especialmente a aquellos a los que se aplica por la intención particular del sacerdote celebrante; ni la Sagrada Escritura, ni la Tradición de la Iglesia, ni los Concilios, ni los Santos Padres han declarado ni definido nada acerca de esto. En consecuencia, basta que el sacerdote quiera aplicar según su obligación o devoción el fruto del sacrificio a determinadas personas, en la medida en que Cristo Nuestro Señor le concedió el poder aplicarlo.

Debe tenerse en cuenta, en segundo lugar, que para que el sacerdote aplique válidamente el fruto del sacrificio es necesaria la intención que, como dicen los teólogos, se requiere para conferir válidamente cualquier sacramento. No es, pues, suficiente que la intención sea habitual; que sea actual es óptimo y laudable, aunque no necesario; basta, pues, la intención virtual, es decir, aquella que procede de la actual, y que, al no haber sido revocada, se mantiene todavía en vigor. Esta intención, sin embargo, debe coincidir con la misma realización del sacrificio, ser cierta y determinada y no dejar en suspenso el efecto del sacrificio, ya que no puede depender de condición futura. Ahora bien, si el sacerdote no aplica a nadie el fruto del sacrificio, o aquel por quien lo ofrece no es capaz o no lo necesita, el fruto queda en el tesoro de la Iglesia. De donde infieren los teólogos que en tal caso es mejor tener condicionada la voluntad y aplicar el sacrificio por alguien que pueda gozar de este fruto. A algunos les parece también ser muy conveniente que el sacerdote, que quiere celebrar por varias personas, las mencione especial y concretamente, no de un modo general y confuso, porque en este caso aprovecha menos a cada uno en particular; el sacrificio produce, pues, su efecto según el modo en que se aplique, y la aplicación es más perfecta en cuanto se les nombra a todos por separado. Para evitar los escrúpulos que puedan surgir a causa de la aplicación, debe el sacerdote dejar de lado todas las opiniones inciertas y aplicar el fruto del sacrificio primera y principalmente por aquel por quien está obligado a celebrar en razón de beneficio, limosna, promesa u obligación especial. Entonces, sin ningún perjuicio por esa parte, hasta donde le sea permitido, podrá asimismo aplicar por otros especialmente unidos o encomendados a él por caridad o por cualquier otra razón, conformando y subordinando perfectamente su intención a la intención de Cristo, Sumo Sacerdote, pues así podrá, sin titubeos de conciencia, del infinito e inagotable tesoro de los méritos de las satisfacciones de Cristo, de quien él está constituido dispensador, extender a muchos una parte de los frutos, parte que, dada la suma e inefable misericordia de Dios, no se puede esperar que sea sino abundantísima.

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9788432160424
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