Kitabı oku: «Animales disecados», sayfa 4

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Como cualquier viajero desprevenido, dijo tener prisa ya que il suo treno partía en mezz’ora. Con la hora de la comida encima, el tráfico por la Castellana comenzaba a hacerse pesado y dificultoso. Un golpe de nostalgia invadió de repente el corazón de Antonio que, vistas las circunstancias, pensaba que quizás esa sería la última vez que atravesaría Madrid, un lugar que en el fondo le gustaba mucho por esa sensación de estar cerca y al mismo tiempo lejos de casa.

El coche aprovechó los semáforos en verde para cruzar velozmente por la plaza de Emilio Castelar. Tan rápido, que Antonio ni siquiera pudo darse cuenta que acaba de pasar muy cerca del moribundo objetivo que, tras hacerle la foto a un turista en la plaza de Colón, acudió con su paso tranquilo a una revisión médica que tenía programada aprovechando su estancia en Madrid.

Para cuando el objetivo empezó a sentir los primeros espasmos, Vincenzo d’Aosta ya había llegado a Chamartín y cambiado de taxi, esta vez rumbo al aeropuerto.

Al principio los médicos pensaron que se trataba de un paro cardíaco, o tal vez un fuerte golpe de calor. Intentaron estabilizarlo, pero todos las pruebas resultaban fallidas.

—¡Hijueputas perros, me envenenaron! —Era lo único que balbuceaba el objetivo ante el esfuerzo estéril de médicos y enfermeras.

A esta hora el objetivo ya debía estar muerto en cualquier esquina de Madrid, pensó Antonio mientras se confundía con el gentío que atestaba los mostradores de Barajas. Las largas filas de turistas, maletas y gritos ofrecían el mejor disfraz para escapar.

Como última medida de distracción, se acercó a la oficina de venta de billetes de Alitalia y compró un tiquete con destino a Nápoles a nombre de Vincenzo d’Aosta.

Con la tarjeta de embarque en su mano, se metió en el baño y la rompió junto con el pasaporte italiano. Vincenzo d’ Aosta murió ahogado en la taza de un inodoro de Barajas mucho antes de embarcar hacia Nápoles. Ahora era Antonio, y solo Antonio quien salía de los servicios rumbo al mostrador de Iberia.

A la una y cincuenta se registró la hora del fallecimiento del objetivo. Casi veinte minutos antes que la policía recibiera una llamada notificando la muerte repentina de un taxista frente a la recepción del hotel Palace, justo cuando entregaba una cámara fotográfica que un cliente había dejado por descuido en el asiento trasero de su coche.

—¡No toquen niente! —Fue lo primero que dijo Italo Torrisi al entrar al hotel que había sido acordonado, causando un gran escándalo entre los clientes que no estaban acostumbrados a ese tipo de escenas.

Tanto el portero del hotel como el taxista, antes de morir, y el encargado de la recepción habían identificado al dueño de la cámara como un italiano llamado Vincenzo d’Aosta que acababa de dejar su habitación. Por orden del detective italiano, Arcas, su asistente, había metido la cámara de nuevo en la bolsa con cuidado de no tocarla.

—Può essere una prova determinante —dijo Torrisi.

A simple vista parecía una muerte muy extraña y curiosamente similar a la del narco arrepentido cuyo cuerpo recién había ingresado a medicina legal con síntomas de envenenamiento. Con su olfato de perro viejo, Italo Torrisi intuyó que había algo más que muertes accidentales y tristes coincidencias. Antes de que la prensa morbosa llegara al hotel y frente a la desesperación evidente del gerente del Palace, ordenó retirar el cadáver y encontrar como fuera al tal Vincenzo d’Aosta antes de que pudiera escapar.

Lo que no podría imaginar en ese momento era que d’Aosta, o al menos los restos de sus documentos y su tarjeta de embarque, pasaban bajo sus pies rumbo a una depuradora de aguas residuales.

Mientras el verdadero asesino de la fotografía, Antonio Misas, ocupaba el asiento 30K del vuelo 3528 de Iberia con destino a Bogotá. El mismo que habían abordado Helena Bastidas y Walter Alabama, pero que en ese momento no eran más que simples turistas rumbo a un lugar llamado Colombia.

Siete

—¡Grappa!

Javi terminó de secar un vaso que en realidad no estaba mojado, levantó la cabeza y vio la figura cansada y vieja de Torrisi.

—¿Qué has dicho?

—Grappa ho detto —repitió Torrisi con toda la naturalidad del mundo.

Javi repasó las botellas casi vacías de whisky, de ginebra y de vodka barata que tenía en el mostrador pero no encontró nada que se pareciera a la grappa.

—Lo que ves es lo que hay —dijo con indiferencia.

Torrisi levantó la mirada para examinar mejor esas botellas que daban lástima. Sacó un Chestrefield, lo encendió y entendió que grappa no había allí.

Tampoco podía esperar milagros un lunes en la mañana. Si el bar estaba abierto después de todo lo que había pasado era porque Javi no tenía nada mejor que hacer, y no veía razón alguna para colgar el cartel de “Cerrado por luto” escrito con rotulador negro.

—Dame un pò di café con cognac —pidió resignado el italiano.

Javi aprovechó para hacer uno para sí mismo, como para tratar de despertarse del mal sueño que venía viviendo.

—É un bel posto —soltó Torrisi como para romper el hielo—. Un pò decadente, pero tiene il suo encanto.

—Es un bar como cualquier otro —respondió Javi con amargura.

—Sono Italo Torrisi, il detective que está llevando il caso del cadáver en el frigorífero.

Javi se acercó un poco para mirar mejor al policía que tenía delante. No se parecía en nada a los que lo habían interrogado la noche anterior. Este parecía más un prejubilado al que le sobraba más tiempo que vida. De alguna manera, a Javi le dio la impresión de verse a sí mismo unos cuantos años después.

—Detective, ya se lo he contado todo a tu gente, así que no preguntes cosas que ya os he dicho —respondió enseguida—. Escucha las grabaciones o lee el reporte, o alguna de esas cosas que hacéis, pero no me toquéis más los huevos.

Estaba cansado de repetir la misma historia una y otra vez, sin omitir siquiera el asunto de la tortilla, del suplemento de El País, del Ducados, del sudaca, de Meg Ryan y de todo lo demás.

Torrisi apoyó el Chesterfield sobre un cenicero rojo de Marlboro, tomó aire y se pasó la mano por la cara.

—Capisco que non è una situación molto agradable, pero questo è un caso molto especial y no tenemos muchas pistas.

En silencio, Javi terminó de preparar los cafés al tiempo que entendía que en el fondo Torrisi no parecía tan estúpido como los demás policías que llegaron al lugar, incluyendo a Arcas.

—Pues nada —dijo el barman—. ¿Tienes un pitillo?

El italiano sacó la cajetilla de Chesterfield del bolsillo derecho de su abrigo y lo puso sobre la barra mientras Javi le empujaba el carajillo, como si se tratara de un trueque.

De inmediato, Torrisi le dio un sorbo largo dejando que el cognac barato mezclado con café quemado le raspara la garganta demasiado curtida como para percibirlo. El café español le parecía realmente asqueroso.

—¿Cuándo viste a Helena per última vez?

—Ya lo dije, la noche del sábado aquí. Se encontró con un tal Antonio, y ella lo presentó como un viejo amigo de Colombia y nos pusimos a beber whisky. Ella no dejó de bailar y cantar en toda la noche. ¿Por qué no buscais al sudaca ese? Seguro que él tiene algo que ver.

—Non te preocupes, Javi. Tú solo responde a las mías preguntas. ¿Estaba felice? ¿Celebrando algo?

—No sé, pero aquí nunca hay mucho que celebrar. Si fuera por eso, lo mejor sería dedicarnos a otra cosa.

—Dices que el domingo por la mattina, cuando te despertaste, viste al tal Antonio pasar por delante del bar. ¿En quale direzione iba?

—Creo que hacia San Bernardo.

—¿Creo?

—Sí. ¿Nunca te has levantado con resaca? —respondió Javi, dándole una calada larga al Chesterfield.

—¿Hora?

—¡Yo que sé! A lo mejor ni lo vi. Quizás aún estaba borracho y me lo imaginé.

—A lo mejor ese tal Antonio non existe —sugirió Torrisi con impaciencia—. Guarda, Javi, la vertià es que no estás ayudando molto. ¿Sabes lo qué es la obstrucción de la justizia?

A esa altura, el barman ya no se sorprendía con nada. Apenas le dio un trago al carajillo y se rascó la cabeza.

—Detective, honestamente, lo que pienses me importa una mierda. Os he dicho ya todo lo que sé y no me interesa meterme en más líos. Ha muerto y punto.

—Ve bene, Javi. Entiendo lo que sientes. Pero si te pones a pensar, eres la única persona que sabe algo de ella. Secondo te, hay una muerta que se chiama Helena Bastidas. Lo hemos requisado todo y no hemos encontrado ni un teléfono ni una carta ni un nome, niente. Nemeno del tal Antonio, que hasta ahora solo existe nella tua imaginazione. Y si he venido hasta aquí es perché necesito que me acompañes al piso nuevamente.

Torrisi habló fuerte; tranquilo, pero fuerte. Sabía que Helena estaba viva, pero necesitaba saber hasta dónde la versión de Javi era una cuestión de ingenuidad o de estupidez.

Javi se quedó pensando en Helena, en la noche anterior y en la promesa que le había hecho. Intentaba serle fiel aunque la creyera muerta.

—¡Me cago en la leche, Torrisi! ¿Qué coños queréis que haga?

Javi estaba más allá de sí mismo y de lo que podía soportar. Más allá de su vida de barman en la que los días eran iguales.

Se vio frágil frente al viejo zorro que era Italo Torrisi, deseando que Walter Alabama estuviera allí para que le dijera qué hacer. También a él tendría que avisarle que su amante abandonada estaba hecha pedazos, literalmente. Extrañó a Helena para que lo besara en la frente y le dijera una vez más que todo iba a estar bien.

—Vamos, Javi —intentó consolarlo Torrisi—, lascia cosí, ayúdame a resolver esto y ya verás como nos olvidamos de esto pronto.

—Como si fuera fácil —respondió fastidiado.

El barman salió detrás de Torrisi y cerró la puerta de La Soledad con llave.

—Así, un locale non puede prosperar —dijo el detective con cierto sarcasmo intentando tranquilizar a Javi.

—Por mí, que se vaya a la mierda. Ni siquiera es mío y lo poco que da, apenas si me alcanza para malvivir.

Cuando llegaron al portal del edificio de la calle del Pez, Torrisi tuvo que valerse de los pocos agentes que vigilaban la entrada para esquivar a los periodistas que montaban guardia. Javi les miró desconcertado mientras se dejaba arrastrar por el italiano. No entendía que podía interesarles de algo tan burdo como la muerte.

En el piso, Javi reconoció a Arcas que seguía buscando entre los rincones algo, cualquier cosa, que pudiera parecerse a una pista. Se detuvo a apreciar la operación, pero le pareció demasiado infame hurgar en casas ajenas.

Tras saludar a su asistente con una mirada cómplice, Torrisi se dirigió a la ventana del salón y desde allí le ofreció un nuevo cigarrillo a Javi antes ponerse uno entre los labios.

—Lavoro é lavoro —se lamentó Torrisi como si le hablase al vacío. Ni siquiera se había fijado que el barman se había perdido mirando lo que quedaba del piso; la cama revuelta, el colchón manchado y lo triste que en realidad era ese lugar.

—Guarda, Javi —dijo Torrisi tomando a Javi del hombro—, per resumir tu historia, tenemos un sospetto principal que es un tal Antonio que solo tú puedes reconocer. Y tenemos un cadáver descuartizado que estamos tratando de comprobar que sea tu amica veramente.

—¿Veramente? —le interrumpió Javi con indignación—. ¿Quién cojones crees que podría estar en el refrigerador? ¿La vecina de al lado? ¡Por supuesto que es Helena!

Al italiano le sorprendió la seguridad que tenía Javi en la identidad del cadáver.

—Piano, vamos con calma —corrigió el italiano—. Aquí hay cosas que no cuadran bene. Per esempio, digamos el tal Antonio existe y que pudiera ser el asesino. ¿Por qué bebía contigo la noche anterior? ¿Para que lo pudieras reconocer? ¿Para que lo vieras salir con Helena? No, Javi. Secondo me, questo no funziona cosi. Y menos, si te lo presentó como un amico. Aquí alguien está mintiendo e aspetto que no seas tú.

—¿Yo? ¿Crees que yo la maté? ¿Y porqué cojones querría yo matar a Helena y luego llamar a la poli? —comenzó a preguntar Javi tratando de poner al italiano contra las cuerdas.

—È bastante semplice, Javi, perche la amabas y no podías soportar verla con altro. Perche ella no te quería. Y perche tu coartada es precisamente la de haber llamado a la policía varias horas después del crimen. Tutti tenemos motivos para matar a alguien.

—¿Y qué pasa con el tal Antonio? ¿Habéis hablado con él? ¿Lo Habéis encontrado? Ya sabes como es esto con los colombianos, cada vez que muere uno es un ajuste de cuentas, ¿no?

—Ecco perchè sei qui —dijo Torrisi—. ¿Arcas, has traído lo que te pedí?

—¡Por supuesto, jefe! —respondió el agente, sacando de un maletín varios archivadores con fotografías y poniéndolos sobre la pequeña mesa del comedor que aun tenía algunas migas de pan, quizás de algún desayuno olvidado ya en la memoria.

—Ho pensatto que era mejor hacerlo aquí, diciamo che para ayudarte a refrescarte la memoria. Necesito que mires queste fotografie y me digas si alguno de ellos es el tal Antonio. Alla fine eres un barman, ¿no? Y los barman recuerdan bene una faccia.

Javi suspiró y se rascó la cabeza. Miró hacia los amarios de la cocina como buscando algo.

—Será mejor hacer un poco de café —dijo como si fuera el dueño de la casa.

—Hai raggione. Arcas, encárgate del café —ordenó mientras se sentaba en una de las dos sillas de bar que estaban junto a la mesa—. É meglio que los compres en el bar de la esquina, per non estropear la escena del crimene.

Torrisi creía que sin la curiosidad de Arcas respirándole en la nuca a Javi, este se sentiría más cómodo.

—Dai, mettiamoci al lavoro —le propuso al barman mientras ponía el paquete de Chesterfield sobre la mesa.

Javi abrió el primer archivador e inmediatamente admitió que aquello sería completamente inútil. Todas las fotografías eran iguales: miradas fijas y facciones marcadas. Quizás unos más gordos o más delgados que otros, pero por lo general, imperaban esos ojos achinados, ese pelo castaño fino y a veces ondulado, y algunos bigotes esparcidos por ahí.

Sin pedirle permiso al detective, Javi sacó un Chesterfield del paquete, lo encendió y le dio una calada larguísima, expulsando el humo azul por la nariz con la poca fuerza que le quedaba en los pulmones.

Al cabo de unos minutos Arcas regresó con los cafés y se marchó de nuevo por orden de Torrisi: alguien debía averiguar la identidad del extraño cadáver del refrigerador.

Javi seguía mirando ya sin esperanza alguna. ¿Quién era toda esta gente? A todos ellos los podría haber visto alguna vez. En el metro, en el bar, en la calle, cerca de su casa; por Callao, Gran Vía o por Sol. En el Rastro. Algunos eran dibujos a mano alzada, otros retratos hechos por ordenador. Ninguno sonreía. Todos miraban fijamente a Javi a cada página que pasaba.

El barman empezó a sentirse intimidado, como si fuera un soplón o un chivato; como si todos esos rostros, de alguna manera, lo estuviesen amenazando. O simplemente diciéndole que a veces hay cosas en la vida que es mejor olvidar. Es lo más conveniente.

De repente, detuvo la mirada sobre una fotografía muy particular. No se parecía en nada a las demás. Solo se veía a un turista, con gafas de sol y un sombrero que le ocultaban el rostro, de pie frente a la escultura de una mujer gorda que miraba hacia otro lado. Javi no se acordaba como se llamaba la escultura, pero estaba seguro que esa era la plaza de Colón. ¿Qué hacía una foto como esa en medio de tantos matones?

En lugar de fijarse en el rostro del turista, se quedó mirando el trozo de cielo azul que se asomaba por los bordes de la fotografía y que delataba el calor insoportable de ese verano que le recordó a Helena y a sus camisillas de tirantes que dejaban entrever sus tetas pequeñas y firmes.

Levantó la cabeza para preguntarle a Torrisi por la foto, pero el detective parecía en otro lugar, tal vez absorto por tanto pasado que se le acumulaba en los huesos. Puso la foto junto a las demás para ahorrarse una conversación inútil y las siguió pasando con desgano.

Al fin de cuentas creía, de manera ingenua, que el no reconocer al tal Antonio entre toda esa colección de imágenes, era una buena noticia para él y para Helena.

Infelizmente no era así. Y Torrisi que fumaba muy despacio mirando por la ventana a los periodistas impacientes y la gente que pasaba por la calle del Pez a esa hora de la mañana, lo sabía de sobra.

Agotados los archivadores, Javi soltó un suspiro que parecía de alivio.

—Nada —dijo—. No reconozco a ninguno de estos pavos.

Al escucharlo, Torrisi regresó al salón y dirigió sus ojos al barman como si la respuesta no le sorprendiese. En el fondo, era lo que esperaba.

—Va bene, Javi, —le dijo—, en questo caso te tengo una noticia: la tu amica Helena non é morta. O al menos non è la morta que encontramos en el refrigerador.

—¿Qué?

Javi sintió como si una enorme explosión acababa de tener lugar justo al lado de su oído izquierdo.

—¿Dónde está Helena entonces? ¿Y quién es la mujer del refrigerador? ¿Y el sudaca? No creerás que....

—Guarda, Javi —intrrumpió el italiano—, lo que io credo é que tu quizás tengas algo que no me hayas querido contar. O quizás quieras contar mejor lo sucedido. O que al menos puedas dirmi dónde está Helena en este momento, o qui é la donna morta. Qualcosa Javi, senza corpo non c´e crimen, o mejor, é altro crimen, el de altra ragazza. Non capisco niente Javi. Solo capisco que a falta de más testigos, tú eres mi principal sospechoso.

A Javi todo comenzó a pasarle por la cabeza como una repetición continua de lo que había vivido desde que conoció a Walter y a Helena hasta la noche en que se emborrachó con ella por última vez y las cosas que le prometió. De todo lo que hablaron, solo recordaba un pacto de silencio.

¿Acaso formaba parte de una gigantesca tramoya de traiciones? De repente, sintió como si dentro de todo ese tinglado no fuera más que el comodín a usar cuando las cosas se ponían feas. El culpable siempre era el mayodormo, o en este caso el barman.

Casi como un autómata y ajeno a las palabras de Torrisi, Javi encendió otro cigarrillo y empezó a fumar de prisa.

El italiano puso las esposas sobre la mesa y tuvo la cortesía de esperar a que el barman terminara su cigarrillo antes de llevárselo a la comisaria.

Ocho

Noviciado no era la estación más bonita del Metro de Madrid ni la más completa ni la más importante. Era una estación más: una pequeña gruta de cemento y baldosas. Pero la última vez que Javi vio a Antonio Misas pasando frente a La Soledad ese domingo en la mañana, este iba rumbo a esa estación.

A esa hora no había mucha gente. Algunos mendigos que habían pasado la noche allí refugiándose del frío y la lluvia ya se habían marchado. Antonio se restregó un poco los ojos, miró el mapa de recorrido mientras esperaba el convoy y calculó que debía bajarse en Sol y cambiar de línea hasta llegar a Atocha Renfe.

A simple vista, no parecía un asesino ni levantaba la menor sospecha. Solo era alguien que se había levantado demasiado temprano, o no se había acostado aún, con la misma ropa del día anterior. Podría venir de una noche de marcha o algo parecido.

Cuando escuchó el ruido del metro acercándose, dejó entrever una sonrisa en su rostro cansado, insomne y lúgubre. Sabía que no tenía todas las cartas ganadoras, pero tenía una que podría ser decisiva para salvar su pellejo. Solo le preocupaba lo que Javi pudiera contarle a la policía sobre él o el cadáver que yacía en el refrigerador cuando lo encontraran. Pero de eso ya se encargaría luego, se dijo.

Desde que salió del piso de Helena sentía que ya la decisión estaba tomada y no podía echarse atrás. El trabajo verdadero no terminaba con el asesinato de alguien sino cuando todos dejaban de preguntar por el asesino, y eso él lo sabía de sobra. Pero esta vez quería que se acabara lo antes posible, como quien cuenta los segundos hasta que el metro alcanza su estación de destino.

Quedaban muchos asientos libres, pero prefirió mantenerse en pie junto a la puerta. Miró a su alrededor y vio que las pocas personas que viajaban junto a él parecían adormecidas por ritmo del vagón. Se metió las manos en los bolsillos y también se dejó arrullar por el compás del metro hasta que llegó a la estación de Sol.

Antonio bajó con paso apresurado, como si fuera el mediodía de un lunes cualquiera. Con la cabeza gacha, mirando el suelo inmundo de la estación, iba siguiendo las huellas de otros zapatos que pasaron por allí antes que él. Zapatos que llevaban personas más normales, más felices y más acompañadas. Todo lo que él añoraba en ese mañana de domingo.

Recordó el rostro de Helena: su piel, su inocencia de cordero y el olor que había dejado impregnado en las yemas de sus dedos. Imaginó sus brazos largos y blancos que parecían esperarle a la otra orilla de ese río tormentoso. Si una sucesión de tristes coincidencias le había llevado a probar cierta dosis de felicidad —y al mismo tiempo a jugarse la vida— era posible, pensó, que una última jugada del azar le ofreciera un final feliz.

Sin darse cuenta, había llegado a Atocha Renfe. Se sentó a esperar el tren de cercanías con destino a Getafe junto a otras pocas personas que hacían lo mismo.

Como si fuera una estatua fija sobre el andén, volvió a pensar en Helena y en los pasos que estaría dando en ese momento sobre su cabeza. Allí estaría, muy cerca, esperándolo y haciéndole señas con su mano frágil en alto.

Se subió al tren y buscó el asiento más cercano a la puerta. Apenas logró acomodarse cuando empezó su lucha contra el sueño que duraría hasta llegar a la estación de La Margaritas, en Getafe.

El aire fresco y más limpio de Getafe lo volvió a despertar. Se ajustó el abrigo y empezó a caminar con la única compañía del ruido de sus zapatos contra el asfalto negro. El siguiente paso sería dormir un poco y dejar que las cosas se tranquilizaran, mientras soñaba que había matado a la Helena de los otros, pero no la auténtica. Con la verdadera, soñaría, se tumbaría en una playa de arena blanca y agua cristalina a ver pasar sin prisa los días que les quedaban por vivir.

—¡Qué carajos! —dijo en voz alta mientras llegaba a la esquina de la residencia estudiantil de la universidad Carlos III, y la tristeza del metro se convertía en una felicidad embriagadora que le susurraba, con la voz de Helena, tranquilo Antonio, todo saldrá bien. Todo saldrá bien.

Solo volvió a la realidad cuando en el umbral de la puerta se asomó una señora bajita, morena y de acento colombiano que parecía recién levantada de la cama.

—¿Y vos dónde andabas metido, mijo? Estaba muy preocupada, pues.

—Discúlpeme —le respondió Antonio bajando la cabeza—. Perdí el último tren desde Madrid y me quedé caminando por la ciudad. No quería molestarla.

Peor antes de que pudiera encontrar una explicación más convincente, la señora ya estaba en la cocina preparando el café sin prestarle demasiada atención.

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