Kitabı oku: «Romanza de los naranjos en flor»
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Imagen de portada: Lorena González Vicente
ISBN: 978-84-1386-592-8
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A mi hijo Binh.
I. Preludio obbligato
Una furtiva lágrima
Una furtiva lagrima
negl’occhi spuntó (…).
Cielo, si può morir,
di più non chiedo.
Ah! Cielo, si può, si può morir,
di più non chiedo.
Gaetano Donizetti, L’elixir d’amore
22 de febrero de 1939.
Poco podía imaginar Gustavo Castro que el abrazo que le había dado en la cena a su hijo Alfonso sería el último en muchos años.
Alfonso Castro, alférez del Ejército, falangista y abogado, había llegado por sorpresa al pazo de Buendía, en Serantes, donde vivía su padre, un viejo achacoso pero lúcido, postrado en una silla de ruedas, que era su fiel compañera desde hacía unos años. Y no es que padeciera de parálisis, sino que su agotado cuerpo le impedía sostenerse en pie mucho rato.
A su llegada Alfonso saludó a su padre con efusión pues hacía meses que no se veían. Trabajaba y vivía en Burgos y no le era posible venir a Galicia tanto como él quisiera.
—Padre, acabo de llegar de Coruña y hay algo que tengo que hacer sin premura. Nos vemos a la hora de la cena y charlaremos con calma.
—No te preocupes, hijo —le respondió el viejo—, estaré en mi cuarto leyendo. Nos vemos en la cena.
Desde la ventana de su dormitorio Gustavo contempló cómo su hijo cavaba un hoyo bien profundo. No conseguía identificar lo que había depositado en el hoyo abierto, pero juraría que se trataba de unas prendas de vestir, una camisa y un gorro de color azul, y algo metálico que brillaba. Aquello le dejó un tanto perplejo. Y más sorprendido se quedó cuando su hijo roció las prendas con un líquido, y luego les prendió fuego. Le tendría que preguntar en la cena qué rayos se traía entre manos. Alfonso era su único hijo, la única persona que lo ataba a la vida, el único miembro de su familia, ya que había enviudado hacía diez años. Aparte de su hijo, no tenía a nadie más en este mundo, salvo a su fiel amigo y ayudante Cipriano, que lo cuidaba a él y a su pazo, y su ama de llaves, doña Dolores.
Durante la cena padre e hijo se contaron confidencias y rieron y brindaron varias veces por el feliz encuentro. A los postres, Gustavo sacó el tema.
—Esta tarde te he visto enterrar en el jardín, al lado del palomar, unas prendas y luego quemarlas. Todo ese ritual me pareció muy extraño.
—Padre, lo que vio debe quedar entre nosotros. Solo le puedo decir que enterré parte de mi pasado de los últimos años y que ahora me siento liberado. No le puedo contar más, y mejor que no sepa por qué lo he hecho. Además, aprovecho para decirle que mañana por la mañana tengo que partir sin falta y estaré fuera del país durante algún tiempo. Ya he dejado aviso en el bufete de «La casa de la cisterna», de que pasaré algún tiempo en Lisboa colaborando con despachos de abogados muy prestigiosos. Si viene alguien preguntando por mí, eso es lo que tiene que decirle.
Gustavo, ante la noticia de la inmediata partida de su hijo, compuso una mueca de tristeza y resignación.
—Padre, antes de marchar quiero dejarle tres cosas: este sobre con dinero para sus necesidades, mi cuaderno y el violín.
Dejó el sobre encima del escritorio y le puso en la mano un libro de pastas rojas de piel repujada y con grabados del maestro Doré, que sus padres le habían regalado por su Primera Comunión. Gustavo se acordó de cómo su hijo saltó de alegría al recibir el regalo.
—En los tres últimos años, he ido poniendo por escrito mis recuerdos desde la niñez hasta el momento presente. Quiero que lo lea con calma, ahí está toda mi vida, lo bueno y lo malo. De esta manera espero que llegue a conocerme mejor y a comprender el porqué de nuestros desencuentros pasados.
El padre recogió el cuaderno y lo puso en su regazo.
—Le ruego que no empiece a leerlo hasta dentro de unos días y que lo guarde en un sitio seguro. Mañana me marcharé temprano pero, antes de ir a Coruña, pasaré por la oficina de Correos de Ferrol para enviar mi carta de dimisión al servicio donde he trabajado estos últimos años.
Con gran esfuerzo Gustavo se levantó de la silla y abrazó con emoción a su hijo, con un abrazo intenso y sentido, mientras por sus mejillas resbalaba lentamente una lágrima que se posó con suavidad en la comisura de sus labios.
Tal y como había vaticinado Alfonso, una mañana vinieron a preguntar por él. Se trataba de una pareja de la Comandancia de la Guardia Civil de Ferrol, un sargento y un cabo, con aspecto hosco, con el capote calado y el tricornio bien asentado para resguardarse de la lluvia menuda e insistente que caía en ese momento.
—Buenos días. ¿Vive aquí Alfonso Castro?
—Sí, yo soy su padre, pero mi hijo Alfonso no está en este momento.
—¿Sabe dónde podemos localizarlo?
—Hace dos semanas que se marchó a Lisboa en viaje de negocios y no he tenido noticias suyas desde entonces. Es abogado y tiene un despacho en La Coruña. Quizás debieran preguntar allí por si saben algo más de él. No tengo ni idea de cuándo regresará.
—Dos guardias de la Comandancia de La Coruña ya han visitado el despacho. Cuando regrese, dígale que se ponga urgentemente en contacto con el puesto más cercano de la Guardia Civil.
Con gesto adusto, se despidieron de Gustavo con el brazo en alto y gritando: ¡Arriba España!, a lo que este respondió de manera casi inaudible un ¡arriba España!, acompañado de un gesto de desprecio, que, afortunadamente, pasó inadvertido. Mientras se alejaban los guardias, Gustavo se preguntaba: «¿En qué lío andas metido, Alfonso?».
Esa misma noche Gustavo se dispuso a comenzar a leer el libro rojo. Se sentía nervioso y se preguntaba si quizás en esas páginas encontraría el misterio de su precipitada marcha. Le llevaría algún tiempo acabarlo pues tenía bastantes páginas escritas y su vista ya no era la de antes. Así que, una vez metido en la cama y bien abrigado, a pesar de que los ojos ya se le iban cerrando, hizo un esfuerzo para leer las primeras líneas. En la portada aparecía en letras grandes un título y una fecha:
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CUADERNO DE ALFONSO
5 de septiembre de 1936
«¡Qué curioso!», pensó, «este libro se lo regalamos por su Primera Comunión allá por el año 1920, y ha tardado dieciséis años en comenzarlo a escribir». Tras dejar sus cavilaciones a un lado, empezó a leer la primera entrada, que contenía en su parte superior unos versos de Antonio Machado. Pero era tanto su cansancio que sus ojos se cerraron inexorablemente dejando la lectura inconclusa.
Día desapacible
10 de noviembre de 1938.
El alférez Castro desayunaba con parsimonia pan con chocolate, como todos los días. Aunque ya hacía tres meses que había regresado de Galicia tras visitar la colonia penitenciaria de la isla de San Simón, todavía sentía nostalgia por su tierra y su padre. Alto y tirando a delgado, con un bigote poco poblado, con el pelo engominado peinado hacia atrás a lo José Antonio, llevaba una vida bastante frugal, a pesar de su buena posición dentro de FET y de las JONS.
Llegado a Burgos hacía casi un año, procedente de Salamanca, se instaló en una habitación muy limpia y cómoda regentada por una familia del Bierzo. La Pensión Astorga, como así se llamaba, se encontraba situada en la calle Abadía, muy céntrica, a poca distancia del ayuntamiento y de la oficina donde prestaba sus servicios como inspector del ICCP.1
Eran las 8.00 de la mañana, y antes de hacer su paseo matutino, decidió echarle un vistazo al ABC. La dueña de la pensión, doña Úrsula, enviudada al principio de la contienda, mujer hacendosa y muy amable, lo trataba como el hijo que nunca había tenido. Cogió el abrigo y el sombrero —la mañana en Burgos se había presentado gélida— y se dispuso a realizar su paseo habitual bordeando el río Arlanzón. A pesar del frío de la mañana y de un incipiente catarro, caminaba a gusto por el sendero que serpenteaba entre los árboles, cuyo verdor le recordaba a su tierra natal.
Tras una hora de paseo, y a escasos cien metros de la oficina, mandó un recado a través de un mozo avisando de que se encontraba indispuesto.
Sin decidirse a volver todavía a la pensión, se encaminó en dirección a la catedral para tomar un café bien caliente en uno de los muchos locales que se arremolinaban a su alrededor. Se detuvo ante el Café El Cid Campeador, para tomar un café con pastas. Sorbiendo rápidamente el líquido oscuro que le sirvieron —era el Burgos del racionamiento y el estraperlo— recordó con nostalgia el café de pota que le preparaba su madre todas las mañanas antes de marchar al colegio. Sintiéndose cada vez más débil, tomó rumbo a la pensión para comer y luego pasar la tarde entera encerrado en la habitación.
Tras la comida se puso a practicar su instrumento favorito, el violín. Aunque no era un excelso intérprete, podía sacar notas melodiosas con corrección, de sus compositores favoritos: Paganini, Vivaldi y Mendelssohn. Media hora después de empezar a tocar, dejó con desgana el violín encima del escritorio. «¿Qué me pasa? Está claro que hoy no es mi día», se respondió a sí mismo. Echaba de menos a su tierra, a su padre enfermo, a sus amigos de infancia y juventud, el Pecas, el Rana y Manolito. Qué bien lo pasaban juntos de pequeños, jugando a la peonza, haraganeando por las calles de la ciudad antes de todo el follón que ocurriría años después y que los separaría para siempre.
Cogió el cuaderno de tapas rojas, en el que de vez en cuando, desde hacía más de dos años, escribía sobre sus recuerdos y vivencias. Acostumbrado a redactar informes técnicos para el ICCP, en las cuartillas del cuaderno volcaba toda su memoria para escribir el informe más personal de su vida. Antes de escribir las primeras palabras, se fijó en el grabado que aparecía frente a la hoja en blanco. Se trataba del mito de Sísifo, aquel personaje que subía la pendiente con una roca y, una vez llegado a la cima, la roca volvía de nuevo a rodar pendiente abajo, lo que obligaba a Sísifo a repetir el mismo esfuerzo. Era una estampa impresionante. Y es que el libro estaba plagado de escenas de la Divina Comedia, con grabados realizados de manera magistral por Gustavo Doré. A Alfonso nunca le habían dado miedo esos dibujos de almas que purgaban durante toda la eternidad, sino que despertaban en él una viva curiosidad.
A pesar de no sentirse bien, encontró las suficientes fuerzas para arrancar unas pocas palabras a la pluma. Tras el esfuerzo se tumbó en la cama a descansar. «Si sigo así de mal unos días más, tendré que llamar al doctor Saavedra para que me recete algún medicamento», pensó.
Tarde desapacible, con la lluvia repiqueteando en el tejado de forma monótona. Con el ritmo insistente y cansino de las gotas, Alfonso se quedó profundamente dormido.
El mar corrompido
I looked upon the rotting sea,
And drew my eyes away;
I looked upon the rotting deck,
And there the dead men lay.
Samuel Taylor Coleridge,
The Rime of the Ancient Mariner
14 de diciembre de 1937.
Caído el Frente del Norte, unos novecientos soldados republicanos fueron concentrados en el puerto de Gijón para zarpar en el vapor Bermeo, rumbo a Galicia, a la retaguardia. En sus bodegas se hacinaban hombres sucios, con las ropas medio raídas, caras barbudas, sin expresión. Apenas conversaban entre sí, bien por el cansancio, bien por el temor a ser oídos. Los oficiales se concentraban en su rincón separados de los soldados rasos.
De cuando en cuando, se oían algunas conversaciones entre los innumerables lamentos.
—Tú, ¿de dónde eres?
—De Luanco, soy labriego, y tenía a mi cargo a mis padres ancianos. No sé qué será ahora de ellos.
Más lejos se oía a otro cuchichear.
—Yo era profesor de violín en el Conservatorio de Oviedo, y militante cenetista. Me apresaron los falangistas en julio de 1936.
Había metalúrgicos, carpinteros, profesores, hombres muy jóvenes que habían luchado voluntariamente en el ejército leal y hombres de más edad llenos de cicatrices por todas partes. Otros simplemente eran presos gubernativos, que no habían luchado en el ejército pero habían sido detenidos por apoyar la causa republicana. El olor del habitáculo era nauseabundo: olía a muerto, y en verdad algunos murieron por hambre o enfermedades durante la travesía. En ese caso se recogían los cadáveres y, sin ninguna ceremonia ni responso, se les arrojaba por la borda atándoles al tobillo una piedra de considerable peso.
La travesía duró dos eternos días, habiendo sufrido vientos que ralentizaban la marcha, y que incluso en algún momento pusieron en aprietos la estabilidad del barco. Atracaron en el puerto de La Coruña una mañana brumosa. Gran cantidad de camiones esperaban en la explanada del puerto. Los guardias se afanaban, utilizando varas y fustes, para que los presos se levantaran y bajaran deprisa del barco. Más de uno recibió tal paliza que apenas se podía tener en pie.
Una vez llenados los camiones —cuyo interior estaba casi en total oscuridad a no ser por las rendijas en las lonas que hacían la función de respiraderos— los presos iban hacinados como ganado que va al matadero El viaje fue realmente tortuoso, sin recibir ni agua ni comida alguna y sin hacer paradas.
Al llegar a destino, saltaron de los camiones y les obligaron a formar una fila. A pesar de los bastonazos que les iban dando los soldados a medida que avanzaban, su entrada en el campo de Padrón la hicieron cantando de manera altiva:
Al olivo, al olivo,
al olivo subí,
por salir de Gijón
prisionero caí.
Prisionero caí.
¡Qué le vamos a hacer!
El que juega a las cartas
va a ganar o perder.
Siempre así sucedió.
A la altura de Peñas
un bou nos apresó.2
El oficial jefe del campo era un teniente de origen santanderino, que los vecinos apodaban O Manco, un hombre sin escrúpulos que gustaba de atormentar a los prisioneros, al igual que su segundo, un sargento al que llamaban O Rabioso, que solía dar bastonazos a los presos sin razón alguna, por el puro placer de infligir daño. Al ser en esa fecha un campo provisional, las instalaciones no eran las más adecuadas. Los prisioneros dormían sobre el suelo de cemento, cubiertos por capotes o mantas raídas, y por la noche era tal la humedad que hacía —debido a que fluía muy cerca el río Sar— que los hombres, desesperados, no dejaban de tiritar y gritaban pidiendo ropa de abrigo. Por respuesta, el sargento, seguido de los cabos de vara, entraba en los dormitorios y se paseaba por entre los quejosos dando bastonazos a diestro y siniestro para que se callaran. Resistirse o quejarse no servía de nada.
En poco más de una semana que estuvieron los presos asturianos en Padrón, murieron dos personas acribilladas por intentos de fuga, y tres por las secuelas de enfermedades. La comida era más bien escasa, aunque de vez en cuando, sobre todo por la noche, les daban como rancho un líquido que supuestamente contenía fideos. A aquellos que recibían las primeras raciones solía tocarles líquido, teniendo más suerte los que forcejeaban para situarse los últimos, ya que les tocaba algo más sólido. Durante esos días no recibieron ropa nueva y, como el campo no tenía organizados grupos de trabajo, la mayor parte del tiempo lo pasaban con los brazos cruzados en los dormitorios o en el patio, y aprovechaban para despiojarse.
Crónica negra/1
EL DIARIO HERCULINO___________________________________________Redacción / La Coruña 17 de diciembre de 1937Ayer por la mañana atracó en La Coruña el vapor Bermeo, procedente del puerto de Gijón, transportando a novecientos rojos marxistas, apresados en el Frente del Norte por las gloriosas fuerzas nacionales. Según testigos presenciales, los presos presentaban un aspecto de profundo abandono, malolientes, llenos de pústulas y piojos, fruto de las condiciones inhumanas en las que vivían en la zona rebelde. Después de un suculento desayuno de campaña, y bien atendidos por los guardias que los custodiaban, fueron introducidos en camiones para llevarlos al campo de concentración de Padrón, donde pasarán algunos días a fin de reponerse, antes de ser distribuidos por los diferentes campos de la provincia. Puestos en contacto con la Delegación en Galicia del ICCP nos describen las características del establecimiento penitenciario: |
«El campo de concentración está ubicado en la parroquia de Santa María de Iria, cercana a la villa del río Sar, y las instalaciones, amplias y renovadas, se ubican en una azucarera fundada en 1899, pero abandonada hace unos años. La instalación fabril, compuesta por varios grandes edificios, ocupa un extenso campo cerca del río, del cual obtienen los presos el agua para su aseo. Del mantenimiento del orden público se encargan la Guardia Civil de Padrón y un destacamento de soldados. La jefatura del campo la ostenta el teniente José Higinio Rubiales, natural de Santander. Destaca este campo por sus excelentes instalaciones y comodidad, conscientes como somos de que los rojos son ovejas descarriadas a las que hay que ayudar a integrarse en la Nueva España».¡VIVA FRANCO! ¡ARRIBA ESPAÑA! |
Cuaderno de Alfonso/1
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Siempre he admirado la poesía de Antonio Machado. Cuando el tiempo me lo permite releo sus poemas, pero siempre a escondidas, pues las obras del maestro están censuradas en la zona nacional.
Mis recuerdos más antiguos son, en cambio, de una pequeña ciudad del noroeste de Galicia, La Coruña, y de una calle del centro, Riego de Agua. Hijo único, nací en la Nochebuena de 1908 a las tres de la madrugada. Mi padre, Gustavo Castro Carrodeguas, cuya familia era originaria de Ferrol, se marchó a Santiago a estudiar Leyes. Tras licenciarse probó fortuna en La Coruña y, con gran esfuerzo, consiguió la plaza de secretario judicial en el Juzgado de Instrucción número 1 de la ciudad. Hombre amable y culto, con ideas republicanas muy arraigadas, en el año 1926 se afilió al partido Acción Republicana, de Manuel Azaña, y era socio del Casino Republicano, donde era muy apreciado por sus dotes de gran orador. Tenía un fuerte compromiso político, que luego le traería problemas tras el alzamiento de 1936. Mi madre, alemana de origen, se llamaba Ilse Weiss (lo digo en pasado, porque hace unos años que murió), nacida en Hamburgo en 1887, hija de Hans Weiss, un rico empresario que había hecho su fortuna gracias a su empresa naviera con sedes en varios puntos de Alemania y de España, con agencia en nuestra ciudad, dirigida por mi madre.
Mis padres se conocieron en 1905, de manera casual, en uno de los muchos cabarets de moda que albergaba la capital herculina. Mi padre era tres años mayor que ella, pero eso no fue obstáculo para que se enamoraran y se casaran a los dos años de noviazgo. Mi madre, de tendencias conservadoras, era muy trabajadora. Había venido a La Coruña a reponerse de ciertos problemas respiratorios que la tenían sumida en la desesperación y a hacerse con las riendas de la empresa. Su hermano, Otto, a la muerte del patriarca, se hizo cargo de la central de Hamburgo y de las sucursales repartidas por todo el país.
En La Coruña, en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial, coexistían diversas empresas navieras extranjeras, que unían los puertos de La Coruña y Vigo con las principales capitales costeras de América del Sur. La de mi madre —la Weiss Hamburg Linie (WHL)— era la más importante del sector, tanto por el volumen de viajeros que transportaba como por la calidad y solidez de sus barcos.
Tras los años de noviazgo, mis padres se casaron en la Colegiata de Santa María, en plena Ciudad Vieja. A los pocos meses, un niño llorón que pesaba tres kilos y medio, dio sus primeros berridos que se escucharon por todo Riego de Agua. Nuestro piso era muy espacioso, y estaba situado encima de una sastrería de gran solera, donde toda la familia solía encargar la ropa a medida. Como burgueses de pro, mis padres llevaban una vida llena de comodidades, y aunque no eran habituales de la noche coruñesa, de vez en cuando —especialmente en Carnavales y Navidades— organizaban fiestas en casa para sus amigos.
Entre mi calle, la plaza de María Pita, la dársena del Puerto y el Parrote discurrieron mis años de niñez y mocedad, pasando el rato después de clase con el Pecas y el Rana. Íbamos al mismo colegio, las Escuelas Municipales da Guarda, en la plaza de Pontevedra (mi madre hubiera preferido que asistiera a una escuela religiosa, pero mi padre se opuso). Se unió al grupo Manolito, un chaval más bien tímido, pero con buen corazón, de familia humilde y muy entregado a los estudios. Era con el que mejor me llevaba.
Siempre fui un niño un poco mandón, no sé si por ser hijo único, al que se le concedían todos los caprichos, o por mi propia personalidad. Tenía alma de líder, me imponía fácilmente a mis amigos, normalmente a través de la palabra y el razonamiento, aunque, si era preciso, también con los puños.
Mis padres poseían una pequeña chalana, amarrada a una roca en la playa del Parrote. Recuerdo las muchas veces que salí a navegar con mi padre, cuya mayor afición, aparte de la política, era la pesca. Gracias a estas salidas aprendí rápidamente a manejar la embarcación. Algunas veces nos acompañaba mi madre, porque decía que le venía bien para su asma. Solíamos pescar alrededor del castillo de San Antón, y cuando el tiempo era apacible, enfilábamos al cercano castillo de San Diego e, incluso, una mañana radiante de agosto, nos propusimos llegar hasta A Marola. Vano intento. Nuestra chalana era un cascarón de apenas cuatro metros de largo y la sola idea de acercarnos a esa famosa roca en el mar parecía descabellada. Como así resultó. Sin darnos cuenta, nos vimos rodeados de olas que, a nosotros, nos parecían gigantes como a Don Quijote los molinos de viento, y visto el panorama abortamos nuestro intento. Nunca más lo volvimos a intentar. El período entre mis trece y diecisiete años fue el mejor de mi vida. Me matriculé en el Instituto de Eusebio da Guarda, aquel donde había estudiado el ahora famoso pintor Pablo Picasso. Todavía enseñaban algunos profesores que lo habían tratado Fueron años de fugaces enamoramientos y salvajes pasiones por algunas rapazas del instituto.
Corría el año 1924 cuando conocí a Ferdinand. Su familia procedía del Ruhr, una famosa región de Alemania caracterizada por la existencia de innumerables minas de carbón. Los padres de Ferdinand se llamaban Georg Spengler y Henrietta Wulff, aunque normalmente ella utilizaba su apellido de casada. Ferdinand y yo nos conocimos en las clases de violín del maestro Andrés Gaos Berea, y a pesar de que había algo inquietante en su mirada, pronto congeniamos. Comenzamos una relación fructífera que duró hasta su temprana muerte. Con el permiso de mis padres, un día invité a Ferdinand y a su familia a venir a casa a tomar té y pastas.
—Así nuestras familias se pueden conocer y nuestras madres practicar el alemán.
A Ferdinand le pareció buena idea y, después de comentarlo con sus padres, quedaron en venir a nuestra casa el último domingo del mes. Pasamos una agradable tarde, nosotros tocamos el violín a dúo, por supuesto piezas de autores alemanes. Esta sería la primera de muchas veladas que vendrían hasta que nuestros caminos cogieron rumbos distintos. En La Coruña de esa época convivían algunas familias alemanas —principalmente de Hamburgo— con intereses empresariales en nuestro país. El señor Spengler poseía la mayoría de acciones en diversas minas gallegas (en Orense, en Carballo, y en Cariño), que producían wolframio y lo exportaban en exclusividad a Alemania, para reforzar los cañones de su ejército. Toda la exportación se hacía por barco, desde el cargadero de Rande, en Vigo. El trabajo del padre de Ferdinand lo obligaba a tener que viajar con gran frecuencia por toda Galicia y, de vez en cuando, a Alemania. Llevaba siete años en Coruña, y el resto de la familia se le había unido hacía tres. Ferdinand tenía una hermana más pequeña, Gretel, una preciosidad de niña, de trenzas rubias y con un carácter muy sociable. Todos eran rubios en la familia de Ferdinand, comparada con la mía. Mi madre podía pasar por una perfecta gallega, con su cara redonda, baja estatura y pelo negro. Y mi padre también compartía las mismas características. Pronto se hicieron grandes amigos, especialmente mi madre y la señora Spengler, y siempre que nos reuníamos no paraban de hablar de su amada Alemania, y de la melancolía que sentían por estar tan lejos de su tierra natal.
Pero un día mi padre le comentó a mi madre que él no se sentía a gusto con los Spengler.
—Son muy educados y cultos, no lo niego, pero Georg tiene un carácter muy autoritario, trata a su mujer y a sus hijos con mano de hierro. No tengo nada en común con él y me molestan sus ideas políticas. ¿No has visto cómo habla del Partido Nazi, y las fotos enmarcadas y firmadas por Hitler? No te prometo estar siempre presente en nuestras tardes dominicales de té y pastas.
—No te preocupes, Gustavo, lo entiendo. Yo también me he fijado en el miedo que le tienen sus hijos. Henrietta es una buena mujer y madre, pero con un carácter excesivamente sumiso. Intuyo que no es feliz en su matrimonio, pero aguanta por sus hijos.
Aunque mis amigos de correrías no me acompañaron al instituto, seguíamos siendo el grupo unido de siempre. El Pecas y el Rana optaron por estudiar en la Academia Mercantil, en la calle de San Andrés, y el pobre Manolito, tras los estudios primarios, se puso a trabajar con su padre albañil para alimentar las bocas de su extensa familia. Algunas veces invité a Ferdinand a pasar la tarde conmigo y mis amigos. Pero intuyo que, o no le caían bien, o no tenía excesivo interés en juntarse con unos chavales de diferente clase social, ya que solo vino una vez. Y el ver su cara de desaprobación hacia ellos me hizo desistir de invitarlo de nuevo, por lo que las únicas veces que compartía el tiempo con Ferdinand era en las clases de violín.
Salíamos los cuatro amigotes de vez en cuando en la chalana de mi padre, que se iba quedando vieja y herrumbrosa porque él ya no salía a pescar y solía estar todo el tiempo varada. Nos íbamos hacia el castillo de San Antón a darnos un chapuzón y hablar de nuestros sueños y esperanzas en la vida y, por supuesto, de chicas.
Había días nublados, en los que no nos apetecía salir a navegar. En ese caso salíamos de nuestro territorio a explorar nuevas zonas de la ciudad. En algunas ocasiones nos íbamos andando hasta la Torre de Hércules a admirar el famoso faro romano y su potente luz, que guiaba a los marineros en las procelosas aguas del Atlántico. Solíamos saltar de roca en roca, muy cerca del mar, y algún susto nos llevamos. Recuerdo que un día de septiembre el más osado, el Rana, en un intento de saltar desde una roca grande a otra pequeña, cubierta de líquenes y musgo, resbaló haciéndose una brecha en la cabeza, que a nosotros nos parecía un surco infinito. Chorreando sangre, y temerosos por la aparente gravedad de la herida, nos apresuramos para llevarlo al Hospital de la Caridad. Afortunadamente, tras diez puntos de sutura, el enorme surco en la cabeza del Rana dejó de sangrar. Cuando no nos apetecía andar tanto, íbamos hasta el jardín de San Carlos, a visitar la tumba del general Sir John Moore y admirar las hermosas vistas del puerto que se veían desde la muralla del jardín. Allí jugábamos a soldados —ejército napoleónico contra ejército inglés— y, por supuesto, dada mi inclinación natural a mandar, yo hacía siempre el papel del general inglés, que moría como un héroe en la Batalla de Elviña. Otras veces, holgazaneábamos por los canales que transcurrían desde el puerto, enfilando por el Banco Pastor, hasta la playa, o nos pasábamos por el lavadero del Orzán, por donde fluía el río Caramanchón, a observar, sin que nos vieran, los brazos desnudos y algún que otro pecho de las mozas lavando con energía la ropa sucia y colgándola en los tendales para que se secara. En mi ingenuidad de niño burgués me alegraba de tener la suerte de vivir en una familia acomodada, que tenía su propio servicio de lavanderas.
Esa fue una época de bonanza para mi familia. Los negocios iban bien. A pesar del bajo salario que mi padre recibía por su trabajo en el juzgado, la empresa de mi madre iba viento en popa y gracias a los beneficios nos podíamos tomar la vida con gran tranquilidad. Por entonces, mi padre tuvo una brillante idea, que nos expuso a mi madre y a mí.