Kitabı oku: «¡La educación está desnuda!», sayfa 2

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Agradecimientos

Cuando se cerraron las aulas de la universidad, tuve la fortuna de encontrarme impartiendo en ese cuatrimestre la materia “TIC y e-Learning: Entornos virtuales de aprendizaje. Diseño y aplicaciones”, una asignatura optativa del Máster de Psicología de la Educación de la Universidad Autónoma de Madrid. Así que pasamos de pronto de la teoría a la práctica, convirtiendo la materia en un espacio virtual de diálogo y enriquecimiento mutuo sobre la enseñanza y el aprendizaje virtual que se estaba desplegando en directo ante nosotros de forma tan imprevista. Dudo que si la asignatura hubiera seguido su curso normal hubiera tenido una interacción tan rica y continua con mis alumnas, a quienes agradezco no solo su implicación e interés, sino también todo lo que aprendí con ellas en estos meses y que en parte me llevó a pensar en la necesidad de escribir estas páginas.

También debimos repensar sobre la marcha la propia investigación que veníamos desarrollando dentro del proyecto “Aprendizaje e instrucción en dominios específicos: el papel del cuerpo y de las representaciones externas”, financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades (EDU2017-82243-C2-1-R), que también ha servido de soporte para la preparación de este texto. Debimos aparcar los estudios que teníamos previsto aplicar en las aulas entonces cerradas y nos centramos en su lugar en realizar encuestas on-line y en recabar datos sobre las prácticas de enseñanza y aprendizaje que estaban teniendo lugar en la escuela confinada. De esos estudios, y de las reflexiones y los debates habidos para su preparación se enriquecen asimismo estas páginas. Agradezco a Beatriz Cabellos y a Daniel L. Sánchez su entusiasmo, del que también se ha beneficiado este texto.

María Puy Pérez Echeverría no solo impulsó esos estudios y mantuvo la nave a flote, sino que ha tenido la paciencia de leer y corregir los borradores de este texto. Otros compañeros, como Toni Badia y Carles Monereo, como siempre con un corazón generoso, aunque no tan blanco, me proporcionaron información muy valiosa, de la que en parte se alimentan también estas páginas. Augusto Ibáñez hizo una lectura tan minuciosa y crítica del borrador de este texto, que, sin duda, aunque solo fuera por corresponderlo, me obligó a mejorarlo. No creo que haya cambiado mis ideas y obsesiones, pero espero haber logrado explicarlas mejor.

También debo agradecer a tantos investigadores, algunos de ellos citados en estas páginas, que, con enormes reflejos y disciplina, realizaron en unas pocas semanas estudios muy valiosos sobre la escuela confinada que nos han permitido ir comprendiendo casi sobre la marcha lo que estaba sucediendo en las pantallas, y sobre todo en las mentes, de docentes, alumnas y alumnos. Sin esos estudios, estas reflexiones tampoco hubieran sido posibles. Pero, sobre todo, gracias a los profesores y profesoras, estudiantes, madres y padres que han sido quienes durante estos meses han mantenido abiertas las aulas de la escuela confinada.

Introducción

La emergencia global generada por la pandemia del coronavirus ha desnudado muchas de las debilidades de nuestras sociedades supuestamente prósperas y acomodadas. Nos creíamos invulnerables y, de pronto, una amenaza invisible ha hecho temblar, ya veremos durante cuánto tiempo, los cimientos de nuestra actividad social, económica y cultural, desde luego nuestra vida laboral y personal, y nuestras emociones y relaciones sociales, trastocando con ello también algunas de nuestras creencias más profundas o implícitamente arraigadas. No sabemos si esta situación tan crítica e inesperada, un verdadero “incidente crítico” (Monereo, 2010) a nivel planetario, provocará un cambio de mentalidad en nuestra forma de ver el mundo, pero al menos debería obligarnos a repensar algunos de los supuestos en los que basamos nuestras vidas y nuestra cultura.

Uno de esos ámbitos en los que la crisis del coronavirus ha desnudado nuestras carencias, abriendo brechas impensadas hasta hace poco, enfermedades crónicas que desconocíamos, es, sin duda, la educación. Casi de la noche a la mañana —en el caso de la Comunidad de Madrid, a partir del 11 de marzo, el tristemente célebre 11-M una vez más— se cerraron todos los colegios y centros educativos —desde las Escuelas Infantiles hasta la Universidad, los Conservatorios, Escuelas de Arte, academias, centros deportivos, etc. Se nos dijo entonces que eran 15 días, aunque solo los más ingenuos lo creyeron, pero esos 15 días se fueron extendiendo hasta convertirse en meses, impidiendo prácticamente el retorno a la actividad normal, presencial, hasta el curso siguiente, e incluso entonces en circunstancias muy inciertas y limitadas.

Pasada la perplejidad inicial, ha sido necesario reconstruir nuestros hábitos, nuestras formas de enseñar y aprender, de educar, para adaptarlos a esa nueva realidad que es la educación virtual, a distancia u on-line, como queramos llamarla. Profesores3 y estudiantes hemos tenido que convertir nuestras casas en partes de un aula desmembrada, cambiando los tiempos y los espacios, lo que ha hecho necesario reconvertir las actividades e incluso, en muchos casos, las prioridades educativas para ajustarlas a ese nuevo formato, a esa nueva forma de enseñar y aprender. Se tardarán meses, si no son años, en recabar datos que nos permitan desentrañar y comprender lo que ha sucedido con la educación en estos meses. Sin esperar a ese análisis riguroso y sistemático, que no es desde luego el propósito de este texto, podemos sin embargo aventurar ya que, como en el cuento de Christian Andersen, esta crisis nos ha mostrado a todos que la educación formal, tal y como la conocemos y practicamos, está desnuda. Esa desnudez, o ese desamparo, no es un efecto secundario del coronavirus, sino que convivíamos con ella desde hace ya bastante tiempo, pero casi ninguno queríamos verlo. Solo unos pocos, los más atrevidos, o tal vez, como en el cuento, los más ingenuos o infantiles, venían gritando a su manera “¡La educación está desnuda!”.

Ahora, enfrentados a las contradicciones que ha traído consigo esta situación, a la irrelevancia de buena parte de los debates que ha suscitado y, sobre todo, a la imposibilidad de mantener, en este contexto, las formas de enseñar y aprender habituales, somos ya mayoría quienes, a coro, debemos reconocer que sí, que la educación está desnuda. Y que, pase lo que pase, dure lo que dure esta terrible pandemia y sus efectos sobre la organización de los espacios educativos, tendríamos que salir de esta crisis repensando las metas y los medios que ponemos en marcha para educar a nuestros futuros ciudadanos. Tenemos que confeccionar o construir entre todos nuevos trajes, nuevas formas de vestir la educación para que responda, realmente, a las necesidades de una sociedad compleja, cambiante, en la que la información fluye de manera muy diferente a como lo hacía antes, en la que las relaciones e interacciones sociales son también muy diferentes y en la que, en definitiva, las metas y los medios que usamos en la enseñanza actual se ajustan cada vez menos a las verdaderas necesidades formativas de la población.

Debemos reconocerlo, tenemos una escuela para una sociedad que ya no existe (Pozo, 2016). Y cuando pienso aquí en la escuela lo hago en un sentido amplio, abarcando todos los espacios de la educación formal, incluida la Universidad. Si, tras vernos en el espejo deformado de esta nueva realidad educativa, si tras enseñar y aprender en tiempos del coronavirus, no tomamos conciencia de nuestra desnudez, seguiremos paseándonos desnudos, atrapados en la seguridad de nuestros hábitos, y habremos perdido una gran oportunidad de repensarnos y de convertir esta crisis en un momento de aprendizaje y cambio radical. En Psicología se dice que los cambios profundos, en cualquier ámbito, personal o social, solo pueden surgir de las crisis, los conflictos, que nos empujan a dudar de lo que somos, a aprender de nuestros errores. Aprovechemos, pues, que estamos viviendo, también, una crisis educativa para salir de ella diferentes. Y, a ser posible, “bien vestidos”.

Son muchas las voces, a veces a gritos, que nos han ido avisando, en estos tiempos convulsos, de que nuestra educación está desnuda, de que todo el entramado que suponíamos tan sólidamente construido era en buena parte de cartón piedra. Son muchos los ámbitos en los que han emergido las contradicciones y la ineficiencia de algunas prácticas que dábamos por válidas, que asumíamos casi como las únicas posibles y que, de la noche a la mañana, se han mostrado inservibles, huecas. Como ha sucedido en nuestra sociedad, en la que las actividades que creíamos esenciales se han mostrado claramente prescindibles, mientras que las que creíamos secundarias o menos importantes han resultado ser esenciales, nos vemos obligados a repensar el orden de nuestras prioridades educativas.

De pronto, se han hecho aún más evidentes las desigualdades sociales endémicas en nuestro sistema educativo, ya que bastantes estudiantes no disponen de los recursos tecnológicos o del entorno familiar necesarios para acceder a esas aulas virtuales que apresuradamente se les ofrecen. La brecha digital ha agrandado la desigualdad. Pero ¿de verdad alguien desconocía esa desigualdad educativa?

De pronto, se ha hecho evidente la importancia de las familias en la educación confinada y la exigencia de implicarlas en el proceso de educación escolar de sus hijos, de integrar mejor la educación familiar y la escolar. Pero ¿es que alguien dudaba de que esas dos esferas de educación —formal e informal— deben relacionarse y apoyarse?

De pronto, descubrimos la escasez de recursos tecnológicos, pero también didácticos, que proporcionamos a nuestras escuelas, a nuestros docentes, para hacer una labor cada vez más compleja y diversa. Pero ¿es que alguien creía aún que cada “maestrillo tiene su librillo” y que con ese bagaje personal ya puede afrontar las demandas cada vez mayores a las que se enfrenta? Como consecuencia, nos hemos dado cuenta también de forma repentina de que buena parte de nuestros docentes no han sido formados adecuadamente para asumir los desafíos tecnológicos, pero sobre todo didácticos, que estos nuevos espacios, más diluidos en el espacio y en el tiempo, requieren. Pero ¿es que alguien no se había dado cuenta de que la formación docente inicial, sobre todo la permanente, no está proporcionando a los profesores las competencias profesionales que requiere la educación en una sociedad digital?

También nos hemos dado cuenta de que, en el entorno de esa sociedad digital, nuestras escuelas siguen siendo analógicas, viven de espaldas a las tecnologías de la información y la comunicación (en adelante, TIC), ubicuas en todos los demás espacios sociales. Pero ¿es que alguien no se había dado cuenta, en una época en la que se prohíbe a los alumnos llevar los móviles al aula, de que no hemos sido capaces de incluir esas tecnologías en los procesos de enseñanza y aprendizaje?

Y, por terminar esta lista, nos hemos dado cuenta, de repente, de que las formas de enseñar y de evaluar están en buena medida obsoletas, son insostenibles en cuanto salimos literalmente de los espacios y los tiempos del aula tradicional. Ahora vemos que dedicamos buena parte del tiempo a enseñar y evaluar saberes que están al alcance de un clic; vemos que, si no podemos vigilar a los estudiantes para que no copien, buena parte de las actividades de evaluación habituales son inútiles. Pero ¿es que no nos habíamos dado cuenta de que las formas de enseñar habituales no responden ya a las demandas formativas de la sociedad en que vivimos?

Y en vez de rasgarnos las vestiduras porque los alumnos en los exámenes de la escuela confinada se lancen a copiar sin límite ni sentido de culpa, ¿no éramos conscientes de que esas formas de evaluar conocimientos accesibles en cualquier buscador son inútiles y no valoran realmente lo que nuestros alumnos y futuros ciudadanos deben saber y saber hacer para ayudar a transformar nuestra sociedad? ¿Es que no nos habíamos percatado de que las formas en que evaluamos el conocimiento en los exámenes pierden todo sentido fuera del aula, que es donde los estudiantes deben usar el conocimiento supuestamente adquirido y donde siempre tendrán a su alcance el teléfono móvil o el ordenador? ¿Es que no sabíamos que deben estudiar para aprender y usar el conocimiento en una sociedad digital, abierta, cambiante, mediada por las TIC, y no para practicar el efímero, aunque sin duda trascedente para ellos, deporte de superar exámenes?

En suma, en tiempos del coronavirus nos hemos dado cuenta, de pronto, como en la película Casablanca —“¡Qué escándalo, aquí se juega!”—, de que en muchos aspectos nuestra educación está desnuda desde hace tiempo: se ha destapado su profunda desigualdad, la desconexión entre escuela y familia, la escasez de recursos tecnológicos y didácticos de que disponen los docentes, la inexistencia de un verdadero proyecto de educación para una sociedad digital, las lagunas en la formación docente para responder a esos retos, y el mantenimiento de formas de enseñar y evaluar que no responden ya a las metas supuestamente exigidas al sistema educativo en la sociedad del siglo XXI.

En las siguientes páginas, sin ánimo ninguno de exhaustividad ni de sistematicidad, abordaré cada una de estas perspectivas de la desnudez educativa, sin pretender con ello agotarlas, ya que seguramente quien lea esto, desde su experiencia, pueda añadir más fotografías a esta galería de escenas de la educación desnuda, que, no nos engañemos, no ha sido desnudada por la crisis del coronavirus, sino que, al igual que hemos podido descubrir con nuestro sistema sanitario, del que tan orgullosos estábamos, venía encontrándose desnuda desde hace mucho tiempo, sin que los gritos que nos avisaban de ello fueran escuchados como merecían. Si los sanitarios han debido luchar, en condiciones muchas veces horrorosas, para vestir —a veces literalmente con mascarillas, trajes y recursos improvisados a partir de bolsas de basura — a un sistema sanitario más desnudo de lo que creíamos, somos los docentes quienes debemos comenzar por reconocer que nuestra educación está en muchos sentidos desnuda, porque solo así podremos reconstruirla o vestirla mejor.

Capítulo uno

La brecha digital hace crecer la desigualdad educativa

De todos los desajustes de nuestro sistema educativo, el que se destapó de forma más evidente ya en los primeros días de la crisis fue la desigualdad de recursos que tenían los estudiantes y las familias para afrontarla. Pero también fue desigual la respuesta dada por los docentes y por los centros educativos. Desde el mismo momento en que profesores y estudiantes hubieron de encerrarse en sus casas, se supo que no todos los alumnos tenían acceso a los recursos tecnológicos necesarios para continuar con sus aprendizajes de forma virtual, ni tampoco todos los profesores y todos los centros podían ofrecer el mismo tipo de apoyo.

Ya en condiciones normales, los sistemas educativos reflejan, a nivel global, una gran desigualdad, que no es sino el eco de la que hay en toda la sociedad. Como sabemos, además, esa desigualdad ha crecido en nuestras sociedades en los últimos tiempos a raíz de la crisis financiera de 2008. Y el sistema educativo no es ajeno a esa desigualdad creciente. Estudios como el famoso Informe PISA así lo acreditan, edición tras edición. En consecuencia, por ejemplo, en España el estatus socioeconómico “explica el 12 % de la variación del rendimiento en matemáticas en PISA 2018 —comparado con el 14 % de media entre los países de la OCDE—, y el 10 % de la variación del rendimiento en ciencias —comparada con el 13 % de variación media en los países de la OCDE—” (OECD, 2019)4.

Pero si ya en las condiciones habituales de la escuela presencial existen diferencias en las oportunidades educativas ofrecidas a los alumnos en función del centro al que acuden y de su entorno sociofamiliar, según un informe de la propia OCDE publicado en estos tiempos del coronavirus “es probable que la pandemia de la COVID-19 genere la mayor disrupción en oportunidades educativas a nivel mundial en una generación” (Reimers y Schleicher, 2020, pág. 6).

Las diferencias entre países en el acceso al aprendizaje son ya de por sí muy grandes, y se incrementan cuando este aprendizaje se vuelve remoto. Pero también existen grandes desigualdades dentro de los países, que se ensanchan en esta situación. Para poder seguir aprendiendo se requiere un dispositivo digital que pueda ser conectado a una red de banda ancha, pero también tiempos y espacios que permitan acceder a esos recursos; se requiere una cultura familiar que priorice y apoye esos aprendizajes remotos, permitiendo organizar entornos que los hagan posibles en un momento en el que toda la familia está confinada compartiendo esos recursos limitados.

Si bien la mayoría de los adolescentes españoles, según datos recogidos en ese mismo Informe (OECD, 2015; Reimers y Schleicher, 2020), afirman tener acceso a dispositivos digitales en el hogar, es menos claro que hayan podido hacerlo de forma continuada en momentos en los que toda la vida familiar —teletrabajo, aprendizaje virtual, acceso a la información, relaciones sociales, consumo, etc.— estaba requiriendo compartir esos recursos, que en muchas familias son bastante limitados y que, con seguridad, se distribuyen socialmente de forma muy desigual. La famosa brecha digital es, sobre todo, una brecha económica.

Según un estudio del Proyecto Atlántida, realizado mediante una encuesta a más de 3700 profesores y casi 6000 familias (Luengo y Manso, 2020), en torno al 30 % de los estudiantes no han podido continuar su aprendizaje en remoto del modo adecuado, lo cual, si se traslada al total de la población estudiantil, nos habla de millones de alumnos desconectados, casi siempre ligados a contextos sociales vulnerables. Esos déficits se han intentado paliar de diversas formas; en el mejor de los casos mediante iniciativas solidarias o institucionales para proveer a esos estudiantes de tabletas, ordenadores, etc.; en otros, creando redes alternativas “analógicas” para distribuir los materiales y actividades escolares, desde la televisión educativa a otras más imaginativas como los riders, que se han ofrecido como voluntarios para repartir esos materiales fotocopiados por los domicilios, o incluso estudiantes en zonas rurales con acceso limitado al sistema wifi que han mantenido el contacto con sus profesores mediante walkie-talkies.

Todas estas soluciones, si bien han podido mitigar en parte el distanciamiento educativo al que han sido sometidos algunos estudiantes, hacen aún más visible la desigualdad, al poner de manifiesto las condiciones precarias en que esos estudiantes mantienen ese fino hilo de contacto con su entorno escolar, frente a aquellos otros que pueden aprovechar las oportunidades que les ofrecen esos nuevos espacios virtuales, ya de por sí restringidas en una situación así. Sabemos también que la respuesta de los centros educativos ha sido desigual, siendo mejor, al menos en términos cuantitativos, en los centros privados y concertados5 que en los públicos6. Hubo también diversidad en las respuestas de los docentes, debida no solo a su diferente predisposición y formación, sino también a la etapa y la materia impartida. Los profesores de Bachillerato, probablemente acuciados por la alargada sombra de la EBAU7, se han mostrado más activos que el resto, especialmente que los profesores de los primeros cursos de Educación Primaria, tal vez por las limitaciones de comunicación digital de los propios niños o por el menor apremio de los contenidos que debían ser enseñados (Pozo, et al., 2020).También la respuesta de las familias refleja esas desigualdades, ya que el 40 % de ellas manifiestan no haber podido apoyar debidamente los aprendizajes de sus hijos en este período (Luengo y Manso, 2020).

Algunos estudios muestran que la desconexión anual de la escuela, debida al período habitual de vacaciones de verano, supone en sí misma una “pérdida de aprendizaje” para la mayor parte de los estudiantes, que, según dicen, equivale a un mes de aprendizaje en el año académico. Sean o no ajustados esos datos —uno pensaría que seguramente en vacaciones los niños y jóvenes tienen también aprendizajes no académicos muy relevantes que la escuela no computa—, lo que sí es cierto es que esa pérdida se incrementa en el caso de los estudiantes que proceden de familias con bajos ingresos (Cooper, et al., 1996). Con mayor motivo, la desconexión forzada de estos alumnos más desfavorecidos habrá supuesto mayores pérdidas para sus aprendizajes que la de aquellos que han vivido un distanciamiento más atenuado, al poder mantener de forma sostenida una conexión virtual con su entorno social y escolar habitual. En esta línea la ONU ha alertado sobre el riesgo que el cierre prolongado de las aulas puede suponer para la formación de toda una generación, consciente de que esa pérdida no va a poder ser compensada por la apertura de esos espacios virtuales alternativos8.

Pero, si bien estas desigualdades han aflorado de manera patente durante estos tiempos de educación confinada, la desigualdad educativa no ha surgido con la COVID-19. La educación, en lo que concierne a la desigualdad, ha estado siempre desnuda, aunque en otros tiempos hubiera quien no quisiera verlo o no le diera la importancia que tiene. Según el propio Informe PISA, en España el 49 % de los estudiantes están matriculados en centros desfavorecidos9, tanto por sus recursos como por el entorno en el que se encuentran ubicados. Estas desigualdades están en realidad creciendo en el marco de una escuela cada vez más segregada, según denuncia un reciente Informe de la Fundación Bofill sobre la situación en Cataluña (Segurola, 2020), que, con matices, seguramente sería aplicable a otras muchas comunidades autónomas, y no digamos a otros países, en función de las políticas que en cada caso se hayan promovido para paliar esa desigualdad, o, mucho me temo, incluso para ampliarla sea de forma deliberada, promoviendo una educación elitista, o sea por mero descuido. Es el llamado “efecto Mateo”, que aqueja a la mayor parte de los sistemas educativos, que se orientan más hacia los que ya saben o tienen más (Pozo, 2016). En el caso de la educación confinada, este efecto se multiplica debido a la llamada “brecha digital”, que supone diferencias muy acentuadas no solo en los recursos tecnológicos disponibles para acceder a la información, sino, sobre todo, como veremos más adelante, en las competencias que se requieren para hacer un buen uso de esa información en el marco de las sociedades digitales líquidas.

Si algo debiera enseñarnos esta crisis del coronavirus es que los grandes servicios sociales, como la salud, la seguridad económica o la educación, o son públicos, o son para todos, o no son. Ese es el sentido de un servicio público, lo gestione quien lo gestione: debe estar al servicio de todos y en especial de los que no puedan por sus propios medios acceder a él, debe ser inclusivo y no reservarse el derecho a la exclusión. De la misma manera que privatizar la sanidad reduciendo los servicios públicos y de atención primaria para todos ha contribuido sin duda a que la amenaza de una pandemia como la que hemos vivido acabe desnudando las debilidades del sistema sanitario —con los terribles costes en vidas humanas que conocemos— privatizar en el sentido mencionado, o si se prefiere segregar, el sistema educativo hace que pierda buena parte de su función social. Ante la amenaza del contagio por coronavirus, o nos protegemos todos o nadie está protegido. Y ante la demanda creciente de aprendizajes generada por las llamadas sociedades del conocimiento, o este se distribuye de la forma más equitativa posible o el precio que la sociedad paga por ello es asimismo muy alto, en términos culturales, de convivencia y cohesión social, pero también productivos o económicos.

Sin embargo, nuestros servicios sociales siguen pagando ese alto precio como consecuencia de la glaciación neoliberal, que queda tan bien reflejada en la célebre máxima de Margaret Thatcher, cuando dijo "la sociedad no existe. Solo existen hombres y mujeres individuales”. Una afirmación falsa, radicalmente falsa, y no solo desde una perspectiva psicológica. Cuando hablamos de sanidad, y de combatir los efectos de la COVID-19, es obvio que los individuos no existen solos, ya que proteger a los otros es la mejor forma de protegerse a uno mismo. Igual sucede con la educación, si queremos vivir en una sociedad mejor debemos procurar que quienes nos rodean estén mejor formados y hayan aprendido más (Pozo, 2018). Solo concibiéndola como un servicio público orientado a construir valores, conocimientos y formas de vida compartidos tiene sentido hoy la educación formal.

Este carácter público, para todos, de la escuela, en un sentido amplio, no está reñido obviamente con la existencia de iniciativas privadas —de grupos sociales, familias o instituciones— para promover formas de ser y de pensar propias en el marco de una educación común. Pero si el sistema educativo no alcanza a toda la sociedad, sobre todo si no se ocupa de los menos favorecidos, deja de cumplir con su función social. Y esta no es una idea romántica o el sueño de un ideario socialista o “progre”. En realidad, es una idea que, a su manera, comparte incluso una organización tan poco sospechosa de afanes socialistas o de idealismo como la OCDE, una de las instituciones que más fielmente representa los valores del capitalismo mundial. De hecho, son esos valores los que impulsan su preocupación por estudiar y mejorar la educación a nivel global —como reflejan los conocidos estudios PISA, pero también otros muchos proyectos que promueve en bien de la “cooperación y el desarrollo económicos”, no lo olvidemos—, ya que asume que, si no formamos productores y consumidores de símbolos competentes, la economía global se resentirá y frenará su desarrollo. No basta con que unos pocos los generen y produzcan y el resto los consumamos, se necesita dinamizar y ampliar mucho más la base productiva del conocimiento simbólico para lograr economías y sociedades más competitivas, para lo que se necesita también, cada vez más, una visión más a largo plazo en el marco de un desarrollo sostenible. La economía capitalista necesita reducir —aunque quizá no mucho, podemos pensar algunos con un cierto escepticismo— las desigualdades en el acceso al conocimiento.

Y es que en las sociedades actuales la riqueza ya no se mide tanto por la producción de bienes materiales como por el capital simbólico, es decir, por el aprendizaje que permite el desarrollo de las tecnologías del conocimiento (Pozo, 2008). Por ello, los estudios PISA se ocupan del grado en que los estudiantes que salen de la educación para todos están alfabetizados en los principales sistemas de producción simbólica, en concreto la lectoescritura y el conocimiento matemático, las grandes metas a las que se dirigieron los proyectos alfabetizadores emprendidos por nuestros sistemas educativos durante el siglo XX —sin olvidar, eso sí, la difusión de los idearios nacionales—. Pero, en la sociedad actual, esas alfabetizaciones básicas ya no justifican las metas de nuestro sistema educativo, ampliado en edad y universalizado, sino que hay que ir más allá de ellas (Pozo, 2016).

Por un lado, es necesario ampliar los sistemas de producción del conocimiento en los que es preciso alfabetizar a todos los ciudadanos para que participen de la vida social. PISA incorpora también en todas sus pruebas la alfabetización científica —el grado en que el conocimiento científico está socialmente distribuido— y se ha ocupado ocasionalmente de otros tipos de conocimiento, por ejemplo, las competencias digitales o el conocimiento financiero. Pero los estudios PISA han sido y son también muy criticados por no ocuparse de otras formas de conocimiento, que parecen interesar menos para esa formación de productores y consumidores de símbolos, como el conocimiento histórico, artístico o incluso moral. Significativamente, los únicos valores en los que por ahora se ha detenido son los que cotizan en bolsa. Tal vez por ello, ante estas críticas, en su última hornada ha incorporado también pruebas que evalúan la llamada competencia global, centrada en la formación en valores relacionados con la multiculturalidad, el desarrollo sostenible, el uso sensible de las tecnologías, etc., en definitiva, los valores necesarios para convivir en una sociedad global10.

Pero, además de extender la alfabetización a nuevos códigos, conocimientos o sistemas simbólicos, la nueva sociedad del conocimiento requiere, también, un cambio en el propio concepto de alfabetización (Pozo, 2016). Ya no basta con saber leer, escribir o calcular, hay que leer o calcular para saber, para aprender. Así, el objetivo explícito de PISA no es evaluar el conocimiento acumulado por los estudiantes, sino lo que saben hacer con él. En palabras del coordinador del proyecto PISA, Andreas Schleicher (2006, pág. 35) “en lugar de comprobar si los alumnos dominan o no conocimientos y destrezas esenciales… incluidos en los currículos, la evaluación se concentra en la capacidad de los alumnos de 15 años para reflexionar y utilizar las destrezas que hayan desarrollado”. El conocimiento ya no es un fin en sí mismo, sino un medio para ayudar a gestionar la actividad de los alumnos y, más allá de ello, la participación social y ciudadana. Las metas selectivas, que tradicionalmente han guiado la acción educativa, quedan así subordinadas a metas formativas. No se trata ya de acumular conocimientos para superar pruebas, sino de saber usar esos conocimientos para transformar la propia actividad.

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