Kitabı oku: «El color de los sueños», sayfa 2
CAPÍTULO III
Habían pasado tres días después de los Santos en noviembre, cuando Paulino decidió ponerse en marcha hacia Moraleja, aunque en casa creyeron que se dirigía a la cercana aldea del La Zarza a contratar un peón, del cual le habían dado muy buenas referencias, y para la recogida de la cosecha de la remolacha le hacía falta una buena ayuda.
Se informó Paulino de que aquel día el párroco don Antonio se quedaría en la aldea, y eso lo tranquilizó, ya que todo lo que en esos pueblos y aldeas sucedía, era el párroco quien primero lo sabía, precisamente era el cura quien llevaba y traía noticias a Teresita, de su madre, porque esta nunca la visitaba.
Cruzaba Paulino aquellos campos solitarios, camino de Moraleja. El sendero estaba embarrado a consecuencia de la lluvia caída la noche anterior y la mula tiraba lentamente del carruaje, dando tumbos de izquierda a derecha. Cuando llegó a un cruce donde otro camino conducía a Olmedo, recordó aquel domingo inolvidable, en el que apenas recién cumplidos los siete años, fuertemente cogido de la mano de su madre, se dirigían a un lugar mágico. ¡Era un día especial! Llegaron desde muy lejos los payasos, los titiriteros, el circo! Lloviznaba, no quería mirar al cielo para no ver aquellos negros nubarrones que amenazaban una fuerte lluvia, necesitaba pensar que el sol saldría muy pronto.
—¿Verdad que dejará de llover mamá?
—Claro, hijo —respondió esta.
Fue una respuesta no muy convincente. Seguimos andando, la lluvia arreciaba, los zapatos que había estrenado ese día se hundían cada vez más en el barro del camino. Íbamos tan rápido, que mis calcetines desaparecieron dentro de ellos y mis pies se enfriaron, y mis mejillas deberían de estar muy rojas a causa del viento frío y la emoción.
—Ya estamos cerca —oí decir a mi madre, con su sonrisa llena de amor y ternura. Me apretó fuertemente a su falda, que también empezaba a mojarse.
Dentro de aquella enorme carpa de lona, una vez sentados mi madre y yo en unas gradas duras y húmedas de madera, de improviso y como por arte de magia, delante de mí, comenzó a pasar una cabalgata de animales, titiriteros, monos que saltaban haciendo piruetas, payasos y músicos, un espectáculo que nunca había visto antes. Mis ojos se abrieron y mi boca quedó abierta ante tanto colorido y sonido. Gritábamos todos al unísono. Mi madre, abrazándome, me miraba con una sonrisa de satisfacción, y en su rostro se reflejaba su cariño, y la alegría que sentía al verme tan feliz. Mi corazón latía con fuerza, cuando desde lo más alto de la carpa, unos hombres saltaban de un sitio para otro, dando vueltas en el aire, y sujetándose a una barra de madera atada a unas cuerdas, lo hacían una y otra vez. Mi madre me dijo que eran trapecistas. Estuvimos en aquel lugar hasta que el último enano desapareció detrás de una cortina roja, y al que recuerdo por su extraordinaria agilidad, saltaba y botaba como una pelota maciza. ¡Su figura diminuta en el aire era gigantesca!
De todo cuanto vi aquel día, lo que más se quedó grabado en mi mente, fue una figura maravillosa, era todo color, alegría y sonrisas, aun recuerdo su mirada, tan triste, y su boca tan grande, pintada de rojo y blanco. Me asombró su nariz, era como una bola de billar, sus grandes zapatos, ¡cuánto me hizo reír! Mi madre me dijo que se llamaba Coco, ¡el más payaso de todos los payasos!
Fue un día inolvidable.
El sonido lejano de una campana cascada de iglesia, en aquella fría y gris mañana, hizo que Paulino despertara del bello encanto de su sueño, rompiendo la burbuja de sus dorados recuerdos.
A la entrada de Moraleja, se encontraba ubicada la casa de doña Amelia, la cual vendía los mejores huevos de la zona, aunque en tiempos de antaño, se le conocía como la casa del mandil, y aun conservaba el nombre por encima del travesaño del portón, por ser donde cortaban los mejores delantales de cuero o tela, de aquella comarca. Romualdo le había indicado a Paulino con detalle dónde se hallaba dicha vivienda.
Se acercó Paulino al portalón y golpeó el picaporte con timidez. Al abrirse el postigo, apareció Teresita. Sin apenas poder pronunciar palabras, se encontraron frente a frente, sus manos se unieron fuertemente, Teresita bajó la cabeza con rubor, él extendió su mano y alzándole el rostro lentamente, la besó con ternura. Se escuchó una frágil y temblorosa voz que procedente del interior, preguntó:
—¿Quién es?
—A comprar huevos que vienen, tía Amelia.
—Pues dáselos frescos.
—Recién cogidos están —respondió Teresita.
Al girarse Teresita, pudo observar Paulino cuánto le había crecido el vientre, lo que le produjo una sensación extraña, al pensar que ella llevaba en él la criatura que le haría padre.
La cajita de huevos que Teresita le entregó contenía una nota escrita por ella.
Paulino, apenas dejó atrás el pueblo de Moraleja, se detuvo y abrió la cajita donde encontró la nota escrita, que decía:
“Cariño mío, ten paciencia, quizás te sea difícil volver de nuevo pronto, pero según mis cuentas, para la última semana del mes de febrero, daría a luz, arregla todo para unirte conmigo el dieciocho de ese mes, te esperaré al amanecer, junto al caserón que hay a la salida del pueblo. Ten mucho cuidado, te quiero”.
Era la segunda vez que Paulino regresaba a casa sin resultado positivo para lo que había salido, que era contratar un peón de ayuda. El padre comenzó a pedirle explicaciones de por qué no encontraba a nadie, después de todo era para que él se beneficiase, Paulino le respondió que no habían llegado a un acuerdo en el precio del jornal. Depositó la caja de huevos en la alacena de la cocina y, sin mediar palabra, se retiró a su alcoba a descansar.
A Paulino le parecía que el reloj no marcaba las horas, el tiempo se había detenido, los días eran interminables, fueron las Navidades más amargas de su vida.
Se acercaba la fecha en la que debería reunirse con Teresita, y Paulino ya había preparado el plan para partir de madrugada, y cuando se aseguró de que todos dormían, se alzó de su lecho, se dirigió a la parte trasera de la casa donde tenía preparada la bestia unida al carro, y apenas sin hacer ruido, con mucho sigilo, se alejó de la aldea, camino de Moraleja.
Apenas veía, porque era con un candil con lo que se alumbraba el camino. Aunque él conocía aquellos senderos muy bien, transitarlos de noche era algo peligroso. Paulino se ciñó al cuerpo la escopeta de caza de su padre.
Alejarse del hogar de aquella forma sería un gran golpe y preocupación para su familia. ¿Quién podría labrar el campo? Sus hermanas no eran capaces de hacerlo y su padre solo, tampoco. Esto le atormentaba, pero no podía volver atrás, dejó encima de su lecho un papel escrito, en el que les pedía que no lo buscaran y ser perdonado, ya que algún día, con la esperanza puesta en su regreso, sabrían la verdad de su huida.
Recorrió el camino sin ningún peligro, aunque el miedo que sintió fue grande y cualquier ruido o movimiento que surgía de entre la maleza, producido por algún animal nocturno, le sobresaltaba, hasta tal punto, de que hubo un momento en el que se echó la escopeta al hombro, y conteniendo la respiración, agudizó el oído, paró el carro, y ante sus ojos, apareció una familia de ciervos, que cruzó el camino.
Esperaba Paulino junto al caserón en el que debería reunirse con Teresita a la salida del pueblo, cuando distinguió a lo lejos una figura que se acercaba caminando lentamente bajo la espesa niebla matutina. Al reconocerla, salió a su encuentro, y abrazándola, la ayudó a subir al carromato. Sin perder tiempo, y antes de que despuntara el día, partieron hacia Medina del Campo.
Oscurecía y se avecinaba una tormenta que por el color que iba tomando el cielo, podría ser muy fuerte, de modo que, aunque no habían llegado a su destino, Paulino y Teresita pensaron en detenerse y descansar unas horas, hasta el amanecer, en una pequeña aldea situada en el camino a, más o menos, una legua de Medina.
Aquella noche el cielo lloró en abundancia, el agua caía a cántaros y con una fuerza imparable, apenas pudieron conciliar el sueño por el rumor que hacía la lluvia al golpear sobre aquel endeble tejado, y fue de madrugada, cuando pudieron conciliar el sueño al amainar la lluvia y retirarse la tormenta.
Rompía el alba, cuando Teresita despertó sobresaltada, sentía un fortísimo dolor de vientre y unas ganas enormes de vomitar. Tan intenso era el dolor, que no pudo evitar lanzar un grito, y que a raíz del cual, Paulino sobresaltado, se giró bruscamente y cayó al suelo desde aquel camastro donde apenas habían dormido. Teresita se hallaba desconcertada y por un segundo perdió la noción del lugar donde se encontraba. Paulino, alzándose, apretó fuertemente las manos de Teresita con las suyas, y sin apenas haber pronunciado una palabra, unos golpes en la puerta le hicieron reaccionar.
—¿Quién grita? ¿Qué pasa? —se oyó decir.
Paulino abrió la puerta, y ante sus ojos, apareció un hombre bajito, con poco pelo y desordenado, barbudo y ojos rojizos, que apestaba a carbón.
Teresita se deslizaba de aquel lecho desaliñado, apoyando sus manos en el borde del camastro, y sin apenas fuerzas, pudo sentarse en aquel frío suelo. Con la mirada perdida y la cabeza inclinada levemente hacia atrás, continuaba quejándose de dolor. Sintió que un líquido tibio y pegajoso, le descendía piernas abajo.
Aquel individuo no necesitó tener una respuesta a su pregunta al ver aquel cuadro delante de sus ojos. Salió de aquel cuartucho inhóspito, y bajando las escaleras a toda prisa, se le oyó decir:
—¡Juana, Juana, prepara paños y agua caliente, la huésped va a parir!
Juana era una señora rolliza, de buenos colores, y aunque le sobraban algunos kilos, derrochaba agilidad y soltura en sus movimientos. Por aquellos lugares tenía fama de ayudar a las parturientas en ocasiones, cuando la comadrona no se encontraba cerca. Subió las escaleras a toda prisa, y apenas hubo entrado en la estancia, ordenó a Paulino que la desalojara y esperara en la cocina, donde hacía poco su marido había prendido la chimenea con carbón de leña, y entraría en calor, al mismo tiempo que este le ofrecería un buen tazón de café migado muy caliente. Obedeciendo a la señora Juana, este desalojó el cuarto sin mediar palabra.
Julián, dejando a Paulino junto al fuego, muy nervioso y temblando de frío, se apresuró a subir un brasero de lumbre para calentar la habitación, mientras en el hornillo puso a hervir agua en un gran recipiente de cobre.
Teresita dio a luz un hermoso varón al amanecer del diecinueve de febrero, día de San Eugenio, concebido con tanto amor aquel día inolvidable, durante la visita a Olmedo, donde celebraron unas fiestas medievales. Recordaba Paulino mientras esperaba en aquella cocina, la primera vez que acarició a Teresita, tembloroso viajó por su cuerpo, una y otra vez, se aceleró, la besó con amor y pasión, galopó como potro salvaje en terreno virgen, pisando fuerte, y sin poder detenerse en su carrera, desgarró sin darse cuenta la más delicada flor.
Al oír Paulino el llanto de la criatura recién nacida, se sobresaltó, y levantándose de aquel asiento, en dos zancadas se encaramó en la planta alta de la posada, dándose de frente con la señora Juana, la cual le dio permiso para que entrase en aquel aposento y conocer a su hijo, aunque eso sí, solo podría estar un momento.
Teresita se encontraba reclinada en aquel camastro, abrazando a su hijo junto a su pecho. Su hermosa cabellera le caía sobre el hombro derecho, el sudor en su rostro y el brillo de sus bellísimos ojos demostraban el esfuerzo y dolor que sintió al dar a luz. Tuvo miedo, y una gran tristeza y soledad le invadieron el alma al sentirse tan lejos de su hogar y de los suyos, se acordaba de su madre, y rompió a llorar con desconsuelo, pero aun así, al ver que Paulino se acercaba a ella, le sonrió. Este prendió su mano y apretándola entre las suyas se inclinó besando con ternura a madre e hijo.
CAPÍTULO IV
Pasaron más de diez días, durante los cuales, Teresita se fue recuperando poco a poco del daño que le había producido el parto. Aunque aún estaba débil, pensó que ya era hora de seguir el camino con destino a Medina, lugar donde la pareja había decidido ir y depositar en el torno de algún convento, al recién nacido, una decisión tomada por su madre, meses atrás en Calabazas, cuando supo que su hija estaba embarazada.
Al amanecer del primer día de marzo de mil novecientos treinta y seis, Teresita, Paulino y el pequeño varón se pusieron en marcha, camino de Medina del Campo. Desde la puerta les despidieron los posaderos, con cierta tristeza. Les aviaron pan, leche, un poco de tocino y queso. Paulino durante los días que estuvo hospedado en aquel lugar, al contar solo con cuatro cuartos, convino con Julián ayudarle en las tareas diarias del campo, y así pudo pagar la deuda contraída.
Una vez más, Teresita volvió a girar la cabeza, viendo como desaparecía la posada ante sus ojos. Casi oculta entre la arboleda que a ambos lados adornaba aquel camino, pudo leer en una tabla claveteada en un poste de leño, Pozal de Gallinas. Así se llamaba aquella aldea, que por cierto, según cuenta la historia de nuestra Península, hace casi cuatrocientos setenta años, se refugió en ese mismo lugar, huyendo de una sangrienta batalla celebrada en Olmedo, un rey castellano, apodado el Impotente. Aquel día se convertiría en la gallina más importante de Pozal.
Los siete kilómetros que distaban desde Pozal a Medina era la distancia de que disponían Teresita y Paulino, para tomar una decisión tan importante como la de depositar o no a su hijo en un convento y no verlo nunca más, o abandonar los tres aquellas tierras y formar una familia en otro lugar, lejos... muy lejos de allí.
La mañana era fría y triste, el cielo cubierto de nubarrones negros amenazaba lluvia. Tan cierto era que, apenas entraron en la ciudadela de Medina, comenzó a llover intensamente. Deambularon por las calles casi desiertas y sin rumbo fijo, pero el ver en la distancia las torres de algunas iglesias, les sirvió de guía. Decidieron acercarse a una de ellas, y casi sin esperarlo, se dieron de frente con el convento de Santa Clara. Con precaución y temor de ser vistos, se acercaron a la puerta del convento. Teresita se detuvo por un instante, miró a su alrededor, y asegurándose de que estaban solos, sosteniendo a su hijo en brazos, extendió la mano y alcanzando el tirador que haría sonar la campanilla para que el torno se abriese, inclinó la cabeza y besó a su pequeño, dulcemente. Paulino que sujetaba una manta de lona extendida por encima de sus cabezas, para protegerse de la lluvia, exclamó:
—No, no me lo perdonaría nunca, no puedo dejar aquí a nuestro hijo, me atormentaría toda mi vida... y tú también.
Con rapidez unió sus manos a las de Teresita, para impedirle que tirase de aquella cadenilla. Soltaron ambos aquel cordoncillo de hierro entrelazado, y se unieron en un tierno y largo abrazo.
Quizá la lluvia, quizás las lágrimas, o las dos cosas, resbalaban por sus rostros. Sabían que esa decisión significaba alejarse de aquel lugar durante mucho tiempo o para siempre. Teresita quiso que Paulino llevase una cruz, a la que tanto cariño le tenía, y desprendiéndose de ella, se la entregó, abrochándosela al cuello.
La desaparición de Teresita y Paulino creó en las familias de ambos una cierta desconfianza, y cuando se preguntaban entre sí que habría sucedido, no había respuesta concreta, todo eran suposiciones. La tía Amelia andaba desconcertada, y aunque fueron a visitarla en un par de ocasiones para obtener información, la anciana nunca aclaró nada, dado que ella tampoco la vio partir, ni le dejó nota alguna, desapareció sin dejar rastro.
La noticia de la desaparición de la pareja corrió por aquellas aldeas como la pólvora. Muchos los dieron por muertos, otros opinaban que se habrían fugado al estar ella preñada y alguien comentó que la chica tenía vocación de monja y se refugió en un convento, hubo comentarios de todo tipo, y algunos fueron casi ciertos, y aunque parte de la verdad era lo que la madre de Teresita sabía, esta la ocultó y confió siempre en el cura Antonio y su secreto de confesión. Nunca permitiría que el nombre de su hija y de su familia se mancharan y fuesen objeto de habladurías perversas y malignas, que tan comunes eran en ocasiones como esa.
Pasaron los días, las semanas y los meses, y en la aldea seguían sin recibir noticias de la pareja desaparecida. Ningún miembro de las dos familias, quiso denunciar el caso, con la esperanza de que en cualquier momento aparecieran, y con una explicación, todo se reduciría a un buen susto, y serían perdonados. Pero lo cierto era que aquella fría mañana de marzo, y cuando aún estaban delante de la puerta del convento de Santa Clara, Teresita y Paulino juraron no desprenderse jamás de su hijo, al cual decidieron llamar Andrés. Y sin pérdida de tiempo, acordaron comenzar un viaje que, aun sin saber dónde formarían su hogar, sí tenían claro que pondrían rumbo al sur.
Fueron innumerables los pueblos y aldeas por los que cruzaron durante el viaje, y en algunos de ellos, como había hecho anteriormente, Paulino tuvo la necesidad de ayudar en las tareas de recogida de cosechas, a fin de que no les faltara el pan de cada día. La idea de continuar el camino hacia el sur era porque les ilusionaba poder vivir lo más cerca posible del mar, el cual aún no habían visto. Teresita no quería pensar en el pasado, y mirar hacia atrás le causaba mucho dolor, pensando en cómo estarían los suyos, creía que estar lo más lejos posible de su casa, le haría olvidar el pasado.
Corría el mes de junio y, ya en tierras andaluzas, el calor era insoportable para ellos, y sobre todo para el pequeño Andrés, que aún no había cumplido los cuatro meses.
Calcularon que sería mediodía cuando decidieron descansar, y al divisar una arboleda a poca distancia de la carretera, hacia ella se dirigieron por un carril tierra adentro. Poder tomar algo y beber agua fresca al resguardo del sol abrasador les vendría muy bien. Con un poco de dificultad, la mula coronó aquel repecho, y justo al llegar al lugar donde la buena sombra les esperaba, observaron que a poca distancia y en mitad del valle, se encontraba enclavada una casa de grandes dimensiones y pintada de blanco. Era un cortijo. La decisión de continuar el carril adentro y llegar a la casa fue mutua. No tuvieron que llamar a ninguna puerta, dado que alguien dio la voz de alarma de que un carro con mula se acercaba. Tan cierto era, que justo delante del caserón, les esperaba el capataz del cortijo, el cual les preguntó:
—¿A dónde se dirigen?
—Hacia el sur —respondió Paulino.
—Bueno, ya estáis en el sur.
—Sí, pero queremos ir junto al mar —respondió Teresita.
—Ya... Junto al mar, el mar no está lejos de aquí, yo nací junto al mar, en el Puerto.
—¿Qué Puerto? —preguntó Teresita.
—El Puerto de Santa María. ¿No ha oído hablar de él?
—Pues no.
—No está lejos de aquí... bueno si queréis pasad y descansad, podéis tomar algo y continuar vuestro camino, si así lo deseáis.
Una vez dentro de la casa, el capataz los llevó hacia el cobertizo trasero, cuya parra lo cubría a lo largo y a lo ancho, proporcionando una sombra que tanto se agradecía en aquellos días tan calurosos.
—Sentaos, os traeré algo de beber —dijo el capataz, entrando por una puerta de la que colgaba una persiana ruidosa de cuentas de cristal verdes y rojas hacia el interior de la casa.
Teresita, discretamente, se separó de Paulino, y en una de las esquinas del patio, y sentada en una silla de anea, comenzó a desabrocharse su camisón para poder así amamantar a Andrés, que ya empezaba a dar señales de tener apetito.
Apenas pasaron unos minutos, cuando apareció de nuevo aquel hombre, llevando consigo una jarra de agua y unos vasos. Los dejó sobre una mesa y preguntó:
—¿De dónde sois?... porque por la forma de hablar, no creo que seáis andaluces.
—Somos leoneses —respondió Paulino.
—Ya...
El capataz desenganchó un botijo blanco de grandes dimensiones, que se encontraba colgado en una de las ramas del parral, y alzándolo, comenzó a beber y no precisamente por el pitorro, sino por la bocana, y era tanto el caudal de agua que salía, que le resbalaba por la comisura de los labios, empapándole el cuello de su sucia camisa blanca.
—Sois jóvenes —comentó el capataz, mientras colgaba el botijo en la rama—. Aquí os puedo dar trabajo a los dos —dijo.
Al oír esto, Teresita giró la cabeza y cruzó su mirada con la de Paulino. Ella ocultó su pecho, abrochando los botones de su blusa. Con Andrés en sus brazos, se levantó de aquella silla y se acercó a la mesa. Paulino le ofreció un vaso de agua y bebieron los dos, apagando su sed.
Explicó el capataz cuáles serían las tareas de cada uno, así como el jornal que percibirían y cómo encajaban, por ser precisamente lo que ellos sabían hacer mejor, pues llegaron a un acuerdo, sin firmar ningún papel.
—Mi nombre es Manuel —dijo el capataz, extendiendo su mano a la de Paulino.
—Paulino es el mío, ella se llama Teresita, Andrés es nuestro hijo y la mula “La Gallega” que, por cierto, ¿podrían darle de beber? Debe de estar sedienta.
Aquel cortijo en la provincia de Cádiz pertenecía a un pueblecito llamado San José del Valle.
Les habilitaron a los tres un cuarto con derecho a cocina, y a la mula una plaza en las cuadras con derecho a pienso diario y agua. El jornal de Paulino, unido al de Teresita, cubrían más que suficiente los gastos y un sobrante siempre había para ahorrarlo.
Los jornaleros trabajaban en esos campos andaluces soportando en verano temperaturas muy altas, y cuando el sol de mediodía cae de pleno hay que resguardarse de él y buscar una sombra donde poder comer, beber y reposar un poco, pero no mucho, porque siempre están vigilados por un encargado, el cual controla el tiempo de descanso. A veces en esa hora de descanso, se unía a Paulino un joven más o menos de su edad, rondaría los diecinueve años, que decía llamarse José, y haber nacido en un pueblo cercano al cortijo llamado Alcalá de los Gazules, al que tanto quería, y decía que era tan blanco de noche como de día.
Siendo los dos labradores, y estando trabajando en la misma tierra durante todo el día, a la hora de almorzar, ambos se unían para comer, y entre bocado y bocado, mantenían conversaciones, de las que deducían que estaban muy de acuerdo en casi todo, y aunque era poco el tiempo que había pasado desde que se conocieron, descubrieron que tenían mucho en común.
Una tarde de aquel mes de julio, al terminar la jornada de trabajo, invitó Paulino a José a que se reunieran en la cena aquella noche, y así podría conocer a Teresita y a su hijo Andrés, a lo que José aceptó. Anochecía cuando terminaron de cenar, y Paulino sugirió tomar un refresco sentados en aquel hermoso patio, donde aun siendo una noche calurosa, se soportaba mejor la temperatura. Teresita prefirió quedarse dentro con su hijo, y así dormirlo.
José era un joven que desde muy pequeño ya conocía el sufrimiento y la soledad, el hambre y el frío. Le contaba a Paulino que desde los siete años quedaron huérfanos, él y sus dos hermanos pequeños, uno de cinco años y la chica de tres. Una tía, hermana del padre, recogió a los dos, pero a él le dijo que no tenía lugar y tampoco podía mantenerlo, de modo que tendría que buscarse la vida de cualquier forma. Y así fue como José comenzó a labrarse un porvenir que estaba lleno de sinsabores y miserias, mendigaba y pedía limosna por las casas, alguna que otra vecina le daba algo para comer cuando le hacía los recados, vendía agua, limpiaba las cuadras donde él dormía con mucha frecuencia entre los animales, y desde los nueve años comenzó a trabajar en un campo hasta el día de hoy. Nunca supo de su hermana, aunque sí de su hermano Francisco. Estaba José hablando, cuando escucharon disparos en la lejanía. Paulino comentó:
—Es muy tarde para cazar, ¿no crees?
—Creo que no son precisamente perdices lo que matan —respondió José.
—¿Qué puede ser entonces? —dijo Paulino.
—Me temo que es la caza del hombre —contestó José.
Siempre vigilando... siempre vigilando, Manuel el capataz, siempre vigilaba. Aunque no le veías, él sí observaba en todo momento, oía las conversaciones, conocía las ideas políticas de cada cual, sabía lo que comían, incluso a veces, por la noche, cuando todo era silencio en el cortijo, apoyaba su oído en las paredes de los cuartos para así poder escuchar todo cuanto hablaban las parejas. Descubrió que tanto Paulino como José eran de ideas republicanas, claro que ni ellos mismos sabían lo que República quería decir, porque francamente lo que les importaba era que no les faltara un plato de comida a diario y un trabajo, y eso lo tenían con el gobierno de España, que les habían dicho que era republicano.
Al pronunciar José la caza del hombre, fue cuando Manuel, que estaba a la escucha desde una de las ventanas que daba al patio, sintió un escalofrío que le inundó el cuerpo. Sabía que había llegado el momento de actuar, y sin pérdida de tiempo, puso en marcha su plan.
Al día siguiente por la mañana, el capataz Manuel se ausentó del cortijo y se dirigió al pueblecito de San José. Su destino era una pequeña taberna situada a las afueras del pueblo llamada Candiles. Cuando entró, se acercó a la barra y el que se encontraba detrás del mostrador, le sirvió una copa de anís, aunque alguien observó que el recién llegado, fue servido sin aún haber pedido nada.
—Es Machaco —dijo el fulano de la taberna— el que le gusta a usted —agregó.
—Hoy, quizás me tome dos —dijo Manuel.
La señal estaba dada.
Charlaron unos minutos, y los nombres de Paulino y José, los pudo oír con claridad la persona que observaba con discreción. Manuel, al despedirse, le entregó al tabernero en la mano un sobre.
—Ahí van los nombres... ya sabes.
La persona que observaba no pudo distinguirlo con exactitud, pero lo que sí estaba muy claro, y así lo recogieron sus finos oídos, era que ese mismo día por la noche, dos personas serían apresadas en el cortijo de San José del Valle, y los nombres eran Paulino y José.
Serían alrededor de las doce del mediodía, cuando una figura apareció a lo lejos por el camino que conducía al cortijo, y acercándose a José, le susurró algo al oído, a lo que este sin mediar palabra, y una vez que abrazó y se despidió de aquel sujeto, con cautela, se acercó a Paulino, y estando junto a él, ambos inclinados con la mirada puesta en la tierra donde sembraban, le habló en voz baja.
Fue Francisco, el que aquella mañana en el campo advirtió a su hermano José que, al anochecer de aquel mismo día, irían a buscarle, y esto significaba que lo prenderían y lo que sucedería después, era difícil de saber, aunque quizás alguien lo hubiese identificado tirado en alguna zanja o acequia, cosido a balazos, como estaba sucediendo a menudo por aquellos entornos, donde jóvenes desaparecían, y al cabo de un par de días, sus cuerpos eran encontrados sin vida, al borde de alguna carretera o escondido en un cañaveral. Pero, ¿quién estaba detrás de aquellos crímenes?
Caía la tarde cuando regresaban al cortijo los labradores, y allí les esperaba el capataz para pagarles el jornal.
—¿Estás seguro de lo que me dices? —preguntó Paulino, caminando junto a José.
—Mi hermano Francisco estaba esta mañana en el bar, cuando alguien se entrevistó con el tabernero y escuchó con claridad nuestros nombres, y decir que hoy por la noche nos visitarían para darnos un paseo.
—José, por favor, me estás asustando, ¿qué mal hemos hecho? ¡Dime que no es verdad lo que dices!
—No tenemos tiempo que perder —dijo José—. Te espero en mi choza antes de que anochezca, no digas nada a Teresita, y no se te olvide traer tu escopeta, yo no esperaré. Apenas caiga la noche, me largo con o sin ti.
Entraron ambos en el cortijo, y en cola se pusieron, esperando su turno para cobrar, cuando les nombraron, entraron al pequeño cuarto donde Manuel, sentado, y con un bloc de notas sobre una mesa negruzca de madera, apuntaba los nombres y pagaba los jornales. José firmaba con una huella.
Apenas cruzaron las miradas capataz y jornaleros.
José se dirigió por el sendero que conducía a su choza a paso ligero, y Paulino, sin poder dar crédito a lo que estaba sucediendo, entró en la habitación donde se encontraba Teresita con su hijo en brazos. Besó a los dos a sabiendas de que quizá sería la última vez que los besara por mucho tiempo... o quizás... Depositó la paga en un cajón de la cómoda y despojándose de la camisa que traía toda sudada, se refrescó y se vistió de nuevo con camisa limpia.
—Antes de que caiga la noche, voy a ver si puedo traer algún conejo o liebre a casa, que mañana es domingo y me apetece un buen arroz —dijo Paulino, mientras sacaba del armario su escopeta. Metiéndose en el bolsillo una caja de cartuchos salió de la habitación sin mirar atrás.
Nadie, excepto Teresita, lo vio salir, y desde la puerta le dijo:
—No tardes.
Volvió la cara Paulino, y tímidamente la saludó alzando la mano.
Paulino se detuvo cuando caminaba para reunirse con José y dio la vuelta para regresar, pero estaba tan confuso y apenado, que no podía razonar con claridad, pensó: me esconderé en las montañas y regresaré en un par de días. Pero volver sería firmar su sentencia de muerte.
Para Manuel, que todo lo había planificado con maldad y cobardía, el campo le quedaría libre y así podría acercarse a Teresita, a la que tanto soñaba tener en sus brazos desde el primer día en que la vio llegar. Le ofrecería su apoyo y ayuda en todo, y según sus cálculos, ella tan joven, y con una criatura tan pequeña, lo más seguro era que aceptara su ofrecimiento, y que de alguna manera, poco a poco, ella al ver su buena intención, podría llegar a ser su compañera, o quizás su esposa. No era la primera vez que Manuel delataba a alguien y estaba seguro de que Paulino nunca volvería, como nunca volvieron los que él denunció en otras ocasiones.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.