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INTEGRISMO Y RELIGIOSIDAD EN LA ESPAÑA CONTEMPORÁNEA
A partir de la Revolución francesa, la mentalidad ilustrada y liberal fue apoderándose de los resortes del poder social, político, económico y cultural, a costa de la mentalidad y la tradición católica, causando considerables rechazos en quienes por su mentalidad y formación no participaban del nuevo talante. Este enfrentamiento se dio entre restauracionistas y liberales, entre aristócratas terratenientes y capitalistas de la industria, entre asociaciones obreras y patronos, entre creyentes y deístas o agnósticos.
En el campo católico, la reacción se produjo en función de las concepciones existentes, tanto sobre el modelo de Iglesia como sobre su ubicación en la nueva sociedad. Los liberales pretendieron recluir la religión en la interioridad de las conciencias, de forma que no dudaron en marginar toda presencia social eclesiástica, despojándola de muchos de sus instrumentos de acción, expulsándola de algunos de sus tradicionales campos de apostolado, minimizando de tal manera su proyección social que no podríamos comprender la historia de la Iglesia contemporánea sin tener en cuenta las reacciones que tal provocación suscitó en el interior de la comunidad creyente.
Es con esta ocasión cuando se configuran diversas mentalidades en el mundo católico influidas por la propia doctrina religiosa y por los caracteres psicológicos individuales, por su formación intelectual y por las opciones políticas y económicas concretas de los actores principales. Nunca hasta este momento se había producido una conexión tan estrecha entre el conservadurismo político y el tradicionalismo religioso, de forma que, a menudo, el paso de un campo político a otro de distinto signo conlleva también el cambio religioso correspondiente.
Pero resultaría equivocado deducir que la reacción dentro del cuerpo eclesial fue monolítica o uniforme. Entre los católicos hubo quienes rechazaron de plano el liberalismo, el pensamiento ilustrado o la sensibilidad moderna y quienes pensaban, por el contrario, que, siguiendo la tradición, había que aceptar lo bueno de ella y, al mismo tiempo, rechazar lo incompatible. Para unos, toda componenda era inaceptable, mientras que para otros resultaba urgente bautizar las libertades modernas tal como en otros tiempos los antiguos cristianos fueron integrando el espíritu romano, el aristotelismo o el humanismo. Es decir, en el interior de la Iglesia se manifestaron los conservadores y los progresistas, los tradicionales y los católico-liberales, los modernistas y los ultraconservadores. En cada comunidad eclesiástica y en cada Iglesia nacional encontramos representantes de una y otra tendencia, y el predominio de unos u otros marca y dirige la historia de las Iglesias de este período.
En España no encontramos muchos católicos liberales, como no hubo en su tiempo muchos erasmistas ni más tarde protestantes, y, si bien es cierto que durante el siglo XVIII se va produciendo una separación entre los dos talantes de la vida española –la conservadora y la reformadora–, también lo es que la Revolución francesa marca un momento crítico en esa escisión, endureciendo las actitudes y enfrentando a los adversarios. La «ley del doble frenesí» ha tenido una especial vigencia en nuestro país: liberalismo absoluto, utópico, de un lado; restauración rigurosa y cerrada, del otro. El brusco y brutal aniquilamiento de la experiencia liberal de Cádiz y la reacción radical del Trienio y de la época de Mendizábal dieron al traste con la posibilidad de un catolicismo liberal español, centrado y equilibrado, a diferencia de otros países europeos, más sensatos y equilibrados en sus reacciones.
Por este motivo, dado que al hablar de los conservadores hacemos mención casi exclusivamente de su carácter dominante en la vida eclesiástica y católica del siglo XIX y de buena parte del XX, vamos a limitarnos a hablar en este capítulo sobre quienes constituían la rama más radical y más significativa del sistema, es decir, sobre los integristas, especie cultivada con innegable éxito y persistencia en nuestro país.
¿Qué es el integrismo?
No resulta fácil comprender lo que es el integrismo. Además, ¿existe un solo integrismo?; ¿no cambia con los tiempos, con las circunstancias, con los «peligros» que en cada momento acechan a la patria y a la religión? Vamos a acercarnos a algunos autores representativos y a reseñar características y aspectos presentes en sus vidas y escritos. En primer lugar, conviene advertir que existen en realidad tres integrismos. El primero es, fundamentalmente, político y eclesial, que abunda en los primeros tiempos democráticos decimonónicos; el segundo es el social, que aparece, sobre todo, como reacción al grupo demócrata-cristiano, que nace en 1919, y el tercero, más específicamente doctrinal y religioso, está presente sobre todo después del Vaticano II, que se agudizó con los movimientos sociales de 1968. El origen, carácter y talante es el mismo, pero las expresiones y manifestaciones pueden ser diferentes.
Unamuno, con su lenguaje vivo y directo, definía el integrismo como «ese tumor escolástico, esa miseria de bachilleres, canónigos, curas y barberos ergotistas y raciocinadores» 1.
Dice el P. Congar que el integrista condena todo matiz del pensamiento moderno y pone el acento más en una imagen de gloria de la Iglesia, ya en su plenitud escatológica, que en una Iglesia terrena y peregrina, compuesta por hombres pecadores y errantes. En esta concepción de la Iglesia no se considera la mediación de la vida concreta, historia de una humanidad que avanza a través de las contradicciones del pecado hacia el Reino de Dios. También la solución de los problemas políticos y sociales se presenta en esta visual integrista cual teoremas matemáticos, como principios inmutables de la revelación a los que el hombre ha de someterse. Es decir, se trata de instalar sobre la tierra, inmediatamente, la ciudad de Dios, de hacer que el bien triunfe sobre el mal ya ahora, sin tener en cuenta la parábola evangélica.
Según la pastoral Essor ou déclin de l’Église (1947), del cardenal Suhard, arzobispo de París, el integrismo doctrinal no acepta la adaptación de la expresión de la fe, porque rechaza a priori la evolución, la ley de la historia, que es devenir, y que vale también para la Iglesia. El integrismo táctico y el integrismo moral tienen en común el desprecio del mundo, reino del pecado y del error, al que hay que combatir oponiendo bloque contra bloque. En la España de la posguerra, es este integrismo el que predomina en todos los ámbitos, sin alternativa aparente.
La consecuencia inmediata fue la progresiva separación de la intransigencia doctrinal y política católica de la realidad dominante y de la conciencia del mundo contemporáneo. Son dos líneas que se van separando cada vez más, porque una queda imperturbablemente congelada y la otra evoluciona al ritmo de los tiempos y de las circunstancias.
Creo que conviene insistir en las predisposiciones de carácter, en el caldo de cultivo cultural y social previo a la doctrina y al dogma. No es el integrismo una consecuencia necesaria de la vida religiosa, sino que, por el contrario, se vive la religión en buena parte dependiendo de la manera psicológica e intelectual de ser de cada uno.
Escribía García San Miguel que
la concepción integrista desconoce la suprema dignidad humana. Al pretender dirigir al hombre hacia el bien, desconoce un hecho elemental: que el hombre solo puede alcanzar el bien cuando lo elige por sí mismo. Un bien forzado impuesto al hombre es un bien mecanizado, degradado, no es un auténtico bien. Habría que añadir además que, en la práctica, los intentos de rígida dirección de la vida humana terminan frustrándose en la esterilidad, al renunciar a esa importantísima fuerza de reacción y progreso que es la libertad 2.
Nos encontramos ante un difícil problema, discutido y estudiado, no siempre resuelto y, en cualquier caso, no antes del Vaticano II: el de la aceptación del pluralismo al mismo tiempo que se mantiene la firmeza de la fe. La falta de confianza de la jerarquía en la formación y fidelidad de sus fieles explica el convencimiento del clero español decimonónico, e incluso de nuestro siglo, de que la libertad de cultos llevaría consigo la indiferencia o el abandono de buena parte de los católicos.
En realidad, se trata de un mecanismo de seguridad. Dios se ha revelado y hay que obedecerlo y aceptarlo tal cual, es decir, según unas fórmulas muy concretas e inalterables, aunque en realidad no fuesen las utilizadas por la revelación. En este sentido acusa Maritain:
El integrismo, miseria del espíritu […] abuso de confianza cometido en nombre de la verdad […] Se apodera de fórmulas verdaderas que vacía de su contenido viviente y que congela en los refrigeradores de una inquieta policía de los espíritus […] En esas fórmulas verdaderas no es la verdad lo que realmente importa. En las fórmulas que elabora, el integrismo ve y quiere unos medios humanos de seguridad, ya sea para la comodidad de los intelectos […] ya sea por las facilidades de gobierno que procuran […] como instrumentos de prohibición, de amenaza más o menos oculta y de intimidación […] sistemas de protección requeridos por esa primacía de la seguridad, el principal de los cuales consiste en un vigilante ardor por denunciar todo aquello que pudiese turbarla 3.
Se utiliza habitualmente el argumento de que no hay que dañar o escandalizar a los menos preparados, sin darse cuenta de que, a menudo, se están utilizando criterios estrechos o de pereza mental para afrontar los nuevos signos de los tiempos. Solo ellos poseen la doctrina pura, la más segura, y están convencidos de que el enemigo intenta penetrar en el recinto sagrado y destruirlo desde dentro. Y de que no hay que tener consideraciones con quienes perturban la paz eclesiástica; todas estas y otras causas influyeron en la creación de un clima intraeclesiástico que podemos calificar de poco evangélico: denuncias, ataques furibundos, utilización de epítetos desconsiderados...
Como hemos señalado, ya el P. Mariana afirmaba: «Ningunas enemistades hay mayores que las que se forjan con voz y capa de religión; los hombres se hacen crueles y semejables a las bestias fieras», pero nada parecido a lo que se ha dado en tiempos más vecinos a nosotros, sobre todo porque ahora se daba dentro de casa, unos contra otros, a modo de guerra civil. En su polémica con Menéndez Pelayo, el P. Fonseca calificaba al ilustre polígrafo de torpe, impostor, calumniador, perturbado... hasta el punto de que don Marcelino exclamó dolorido: «¿Qué guarda el P. Fonseca para el Sr. Salmerón si esto hace con los católicos?». Encontramos constantemente el hábito de acusar con acritud a otros de herejes, creyendo ver heterodoxos y rebeldes por todas partes o fabricándolos, si a mano viene, mediante particulares excomuniones, a coartar la libertad de los otros y a limitarles su campo de pensamiento y de acción en nombre de una pretendida prudencia allí donde la misma jerarquía de la Iglesia no lo ha hecho.
¡Cuántas batallas inútiles y cuántas energías tontamente malgastadas a causa de estos enfrentamientos! ¡Cuántos enemigos fabricados y cuántos posibles colaboradores marginados! Escribía Palacio Valdés al canónigo Arboleya: «He leído con placer y a la vez con indignación su folleto. Yo no puedo comprender que alienten en España todavía esos fósiles. Al parecer se requiere que el católico signifique no solo monárquico y conservador, sino absolutista. Estoy en que cada uno de esos enmohecidos clérigos hace más daño a nuestra religión que cien ateos y doscientas beatas» 4. Por su parte, Francisco de Paula Canalejas afirmaba en el prólogo a Doctrinas religiosas del racionalismo contemporáneo: «A pesar de los exorcismos de los positivistas, cada día soy más devoto de la libertad de razón, y, a pesar de las injurias de ultramontanos y tradicionalistas, me siento cada día más cristiano, convencido [...] No se me alcanza ni concibo impiedad más impía que la de los que presumen disfrutar exclusivo privilegio para hablar de Dios y de sus leyes, de sus atributos y vínculos amorosísimos con el mundo y con la humanidad».
La historia nos ofrece demasiados casos de cristianos íntegros que tuvieron que abandonar su puesto o un trabajo, a pesar de su valía y del bien que hacían, a causa de las acusaciones y denuncias. Sánchez Albornoz cuenta que el jesuita P. Villada tuvo que renunciar a su puesto en el Centro de Estudios Históricos por presión de sus superiores inmediatos, contra la que fue impotente el mismo general de los jesuitas. «Le ruego que renuncie –le escribió–, yo no puedo con los jesuitas españoles» 5. En realidad, este trato feroz para con los de casa no fue nunca fortuito, sino fruto de convicciones subjetivas y de estrategias inconfesables, tal como confesaba uno de los prohombres del integrismo: «Jesucristo no nos previno contra los grandes y públicos pecadores, a quienes él mismo acogió bondadoso a la primera señal de arrepentimiento: no nos previno, porque es bien fácil guardarse de ellos; pero nos previno con indignada insistencia contra los fariseos, los solapados, los hipócritas, los católico-liberales de entonces, a quienes condenó cien veces; nos previno porque no es fácil descubrir su maldad y porque, por consiguiente, son los enemigos más perniciosos» 6.
Es decir, estos integristas de piedad y soberbia sin límites pretenden explicar, dar respuesta o solucionar todos los problemas eclesiásticos, sociales y políticos, única y exclusivamente desde una opción religiosa determinada, rechazando como abominable todo acercamiento, búsqueda o convencimiento que no se identifiquen con los propios.
En nuestros días, la soberbia intelectual de estos exponentes llega a atacar directamente al papa Francisco con un descaro que desconcierta. Deciden quién es hereje o peligroso y se encuentran urgidos a perseguir con cualquier medio a su alcance, la mentira, el despropósito o la calumnia.
Verifiquemos estas afirmaciones con algunos ejemplos, temas o situaciones que han marcado el catolicismo español de los dos últimos siglos y en los que han sido protagonistas, de una u otra manera, conocidos integristas.
El liberalismo es pecado
En 1884, el presbítero catalán Félix Sardá y Salvany publicó el libro que ha quedado en Europa como símbolo de la reacción y del rechazo total del liberalismo. Un cuarto de siglo más tarde mantenía su puesto de honor en los hogares integristas, tal como lo cuenta José María Gil Robles: «Un ejemplar de la edición de lujo de este famoso y polémico libro ocupaba siempre un lugar de honor en el salón donde se celebraban las tertulias» 7. Para los integristas fue el primero y principal libro de texto después del catecismo de la doctrina cristiana 8. Para los estudiantes de teología de la Facultad de Oña, y probablemente de otros muchos centros, fue alimento casi cotidiano durante algunos años 9.
Esta obra alcanzó numerosas ediciones. Una de ellas, políglota (en castellano, catalán, vasco, gallego, latín, francés y alemán), es de tal esmero que pocos libros españoles han gozado de tanto lujo editorial. La dedicatoria que la encabeza es significativa: «La Academia de la Juventud Católica de Barcelona, con el producto de pública suscripción y cuantiosos donativos de sus socios, publica esta edición políglota monumental del libro El liberalismo es pecado por haber merecido aprobación y loa de la Sagrada Congregación del Índice en X de enero y XXIX de agosto de MDCCCLXXXVII, y la dedica a su autor, D. Félix Sardá y Salvany, pbro.».
Los principios liberales subrayados y rechazados por Sardá eran: la absoluta soberanía del individuo con completa independencia de Dios y de su autoridad; la soberanía nacional, es decir, el derecho del pueblo a legislar y gobernar con independencia de lo que no provenga de su propia voluntad, expresada por el sufragio universal y por la mayoría parlamentaria; la libertad de pensamiento; la libertad de imprenta; la libertad de asociación.
Para su autor, el liberalismo basado en tales principios niega la jurisdicción absoluta de Dios sobre los individuos y la sociedad, la necesidad de la revelación y la obligación que tiene el hombre de admitirla si quiere alcanzar su fin último. Negaba también el motivo formal de la fe, es decir, la autoridad del Dios que revela; la fe en el bautismo, al admitir la igualdad de todos los cultos; la santidad del matrimonio, al admitir el matrimonio civil, y la infalibilidad del romano pontífice.
Por consiguiente, consideraba que el liberalismo era radicalmente inmoral, destruía el principio de toda moralidad, que es la razón eterna de Dios. El liberalismo en el orden de las ideas era el error absoluto, en el orden de los hechos era radicalmente un desorden. Por ambos conceptos era un pecado. «El liberalismo es pecado mortal», concluirá, con una fórmula que se ha convertido en emblemática y descriptiva de su mentalidad.
Podemos comprender que quienes participaban y seguían las doctrinas de este libro se colocaban al margen de los principios que constituían el mundo moderno: el sistema político representativo, la libertad de conciencia, la separación Iglesia-Estado, la libertad de prensa y de pensamiento. Lo que para unos constituía el logro más preciado del hombre contemporáneo, para otros representaba el fruto de la soberbia y de la corrupción. En esto, el integrismo responde a una mentalidad tradicional, no sé si mayoritaria pero sí importante, en la vida de la Iglesia, pesimista y negativa en relación con la naturaleza humana y con su capacidad de llegar a la verdad. En un capítulo se pregunta el autor sobre los motivos por los que algunos se hacen liberales y responde: «Por deseo natural de independencia y ancha vida. El liberalismo es por necesidad simpático a la naturaleza depravada del hombre. El catolicismo, por naturaleza repulsivo a la misma naturaleza. El liberalismo es emancipación, el catolicismo es enfrentamiento». «Por el anhelo de medrar. El liberalismo es hoy día la idea dominante. Reina en todas partes y singularmente en la esfera oficial. Es, pues, segura recomendación para hacer carrera». «Por la codicia. La desamortización ha sido y sigue siendo la fuente principal de prosélitos para el liberalismo».
Fijémonos en la primera causa, que nos recuerda una iconografía y una piedad propia del jansenismo y del agustinismo, y que habla de la corrupción del hombre, fruto del pecado y de vivir en un valle de lágrimas. Nada espontáneo, ninguna libertad, ninguna búsqueda personal, sino más bien autoritarismo, imposición, obediencia, según el camino marcado. El mismo autor nos señala la vía: «Aquí desde san Hermenegildo hasta la Guerra de la Independencia y más acá, la defensa armada de la fe católica es un hecho poco menos que canonizado. Y lo mismo decimos del estilo algo recio empleado en la polémica, lo mismo de la poca consideración otorgada al adversario, lo mismo de la santa intransigencia, que no admite el error ni siquiera las afinidades más remotas [...] de esta suerte deseamos siga defendiendo el pueblo la santa religión, no como tal vez aconseja o exige el estado menos viril de otras nacionalidades». Un siglo más tarde, con una guerra civil de por medio y con estados viriles suficientemente probados por ambas partes, somos más sensibles a estas afirmaciones y a estas «santas intransigencias», aunque no falten en nuestros días guerrilleros de Cristo Rey o cruzadas o milicias o terroristas descarnados en páginas web. Hace un siglo, el ambiente que se respiraba en periódicos, boletines o sermones era más combativo, menos dialogante, pero no faltan tampoco ahora en muchos ambientes católicos en los que la falta de comunión eclesial les lleva a romper audazmente la caridad y la comunión eclesial con cualquier medio, aunque sea antievangélico.
Esto nos lleva a redimensionar actitudes y a comprobar los orígenes de una postura y el influjo de la psicología individual y de grupo de no pocos cristianos a quienes les resulta más fácil revivir querellas del pasado que esforzarse por crear comunidades unidas por la fe y el amor de hermanos en una sociedad más autónoma y más conocedora de la tradición y de las exigencias del amor compartido.
El liberalismo es pecado fue aprobado por Roma y efusivamente aceptado por comunidades religiosas, por obispos y por laicos. En realidad, algunas de sus condenas más llamativas y de sus rechazos tajantes constituyen el eco de dos documentos pontificios del siglo pasado: la encíclica Mirari vos, de Gregorio XVI, y el Syllabus, de Pío IX. Nuestro autor añadió escolasticismo, vehemencia hispana y conclusiones lógicas, pero las premisas resonaron decenios antes, cuando el papa escribía que la libertad de conciencia o la libertad de prensa constituían un auténtico delirio y nunca serían suficientemente condenadas. En 1884, probablemente, Roma estaba dispuesta a matizar, completar o incluso marginar algunas de sus afirmaciones anteriores, pero nuestros integristas no estaban dispuestos a olvidar, ni a matizar, ni a cambiar lo que tan bien sintonizaba con su ánimo, con su estilo y con sus proyectos.
Sardá y Salvany resalta en la Rerum novarum especialmente aquellos contenidos que implican una crítica al Estado y al orden liberal. Yendo más allá de la encíclica recalca estos aspectos, señalando las raíces liberales del socialismo y del problema social y, por tanto, la incapacidad de cualquier tipo de liberalismo, incluido el conservador, para solucionar el problema, incluyendo en una misma condena a socialistas y liberales, y subrayando la imprescindible aportación de la Iglesia a la solución del problema social 10.
El autor rechaza cualquier colaboración con quienes no defienden en su integridad las doctrinas de la Iglesia, entendidas como él las entendía. Urgía la formación de un «partido católico», pero no sería tal, «ni aceptable en buena tesis para católicos, más que el que profese y sostenga y practique ideas resueltamente antiliberales. Cualquier otro, por respetable que sea, por conservador que se presente, por orden material que proporcione al país, por beneficios y ventajas que “accidentalmente” ofrezca a la misma religión, no es partido católico desde el momento en que se presenta basado en principios liberales u organizado con espíritu liberal o dirigido a fines liberales» 11.
Causas permanentes del liberalismo
Ya hemos señalado los motivos apuntados por el autor como causa del liberalismo, pero quisiera señalar otras tres causas a las que se achaca su desarrollo, causas que, de alguna manera, podrían ayudarnos también a estudiar la época y la sociedad eclesiástica actual.
1) La corrupción de costumbres. «La masonería lo ha decretado, y a la letra se cumple su programa infernal. Espectáculos, libros, cuadros, costumbres públicas y privadas, todo se procura saturar de oscuridad y lascivia; el resultado es infalible: de una generación inmunda, por necesidad saldrá una generación revolucionaria». Esta constituye una causa tradicional en la apología católica de los siglos XVIII-XX. Ya en plena Ilustración, cuando filósofos de todo género pusieron en cuestión muchas de las bases de la apologética tradicional, en lugar de responder con argumentos convincentes se contentaban con atribuir a oscuras pasiones y vidas contaminadas el origen de las nuevas teorías, o de sus críticas, o de sus objeciones. Tanto Sardá y Salvany como buena parte de la literatura piadosa del siglo XX seguirán atribuyendo algunas características de nuestro tiempo a maquinaciones tenebrosas, a sectas infernales y a las costumbres corrompidas.
2) El periodismo. «Es incalculable la influencia que ejercen sin cesar tantas publicaciones periódicas como esparce cada día el liberalismo por todas partes. Ellas hacen, ¡mentira parece!, que (quiera o no) haya de vivir el ciudadano de hoy dentro de una atmósfera liberal. El comercio, las artes, la literatura, la ciencia, la política, las noticias nacionales y extranjeras, todo se da casi por conductos liberales, todo, por consiguiente, toma, por necesidad, color o resabio liberal. Y se encuentra uno, sin advertirlo, pensando y hablando y obrando a lo liberal; tal es la maléfica influencia de este envenenado ambiente que se respira».
En circunstancias muy diversas, todavía hoy repetimos estas palabras con relación a algunos periódicos de actualidad y, sobre todo, a la omnipresencia de las redes sociales, a menudo tan desgarradas. En realidad, podemos decir que, generalmente, los periódicos católicos eran y son de peor calidad, menos interesantes y menos informativos que algunos de los periódicos anticlericales. El católico elegía leer estos periódicos no porque deseara contaminarse, sino porque no se puede obligar a leer mala calidad durante mucho tiempo. El Debate constituyó una excepción en este triste panorama, y no fue bien visto por el integrismo y el conservadurismo ultra. Conocemos la enorme resistencia de las comunidades religiosas a las tendencias renovadoras de El Debate, muchas de las cuales se negaron a suscribirse al periódico, considerando que únicamente El Siglo Futuro, periódico integrista, respondía a sus ideales. Incluso el general de la Compañía tuvo que ordenarlo para que en muchas residencias se recibiese también el periódico de Herrera Oria.
3) La ignorancia casi general en materia de religión. «El liberalismo, al rodear por todas partes al pueblo de maestros embusteros, se ha esforzado por incomunicarle con la única que podía demostrarle el embuste. Esto es, la Iglesia». En nuestros días, la ignorancia religiosa de gran parte de nuestros jóvenes resulta preocupante y de efectos catastróficos.
El problema de la escuela laica
Sardá y Salvany fue también defensor incansable de la escuela católica. En un opúsculo titulado La escuela sin Dios 12 denuncia el objetivo de los revolucionarios de excluir la religión de todos los ámbitos sociales y la colaboración inconsciente prestada por los que él llama practicantes de un «catolicismo aguado», quienes, según Sardá, nunca pierden la esperanza de conseguir un arreglo entre el catolicismo y los principios revolucionarios. Al final descubre que su motivo para escribir el libro fue el de dar argumentos a los católicos con el fin de que se encontrasen pertrechados en las polémicas que se suscitaban una y otra vez al respecto. Sin embargo, debemos reconocer que los integristas se enfrentaron más a menudo con los católicos no integristas que con quienes no eran creyentes.
Sardá rechazó el argumento de la neutralidad del Estado como justificación de la exclusión de la asignatura de Religión: «La neutralidad del Estado en materias religiosas ha de ser por precisión, aunque él no lo quiera, hostilidad; [...] la escuela no católica ha de ser por precisión anticatólica; la escuela que quiera prescindir de Dios ha de educar por precisión a los niños en el desprecio de Dios y en el odio contra Dios» 13. Al fundamentar esta tesis lo hace según su concepción de la verdad pura, que excluye todo error, de modo que no optar por esa verdad es caer en el error sin matices. No cabe neutralidad. También era radical su concepto de educación e instrucción: «Son una lucha contra todos estos gérmenes de error y de mal innatos en él, que con la edad van desenvolviéndose y que al llegar a su plenitud acabarían por dominarle. Educar es combatir los perversos sentimientos, como instruir es combatir las falsas ideas» 14. Queda patente su pesimismo antropológico. Si unimos a esta concepción su seguridad de que solo la religión católica posee la verdad para educar el corazón y la inteligencia, nos resulta claro que una escuela neutra (= anticatólica, según él) solo puede crear «un volcán de concupiscencias, de codicias, de odios, de orgullo y de rebeldías en el corazón, que todo eso es lo que da de sí la triste naturaleza humana cuando se deja sin el contrapeso de las creencias verdaderas» 15.
Añade el argumento de que no es posible enseñar de forma neutra ninguna materia, porque en cualquiera llega tarde o temprano el momento de optar por o contra Dios. Finaliza el opúsculo que nos ocupa con un llamamiento a los maestros católicos a ser fieles a sus convicciones, y a los padres y demás católicos a aunar esfuerzos en orden a organizar escuelas católicas.
Cuando comienzan a desarrollarse las escuelas laicas promovidas por la Confederación Anticlerical, don Félix está al quite y arremete contra ellas en tres artículos: «Escuelas laicas, es decir, impías», «El secreto de la enseñanza laica» y «Las tres mentiras de la enseñanza laica» 16.
En el primer artículo las define con audacia: «Son pura y simplemente escuelas del diablo y lazo de perdición. Son la última calamidad que ha lanzado el infierno sobre este católico país, que tanto viene sufriendo desde principios del siglo pasado; es la última máscara con que pretende seducirle y embaucarle la Revolución» 17. El objeto del artículo es quitarles el disfraz con que se presentan, pues «la enseñanza que en ellas se da se proclama laica o independiente de toda religión; su enseñanza es la enseñanza sin Dios, es la enseñanza atea» 18. Y la única solución es también la misma: no caer en la trampa y llevar a los hijos sin dudar a las escuelas católicas. Lo cual es obligación grave, como expresa en un párrafo tremendista que conviene consignar aquí para ver que el problema se presentaba y vivía, como si en él se jugara la salvación eterna:
¡Padres y madres! Cuando leáis el rótulo o recibáis el prospecto de la Escuela laica o libre, decíos inmediatamente: escuela laica significa escuela sin religión, sin catecismo, sin misa, sin oraciones, sin Dios. Escuela laica significa escuela de ateos, plantel de apóstatas de la religión, criadero de malos hijos, de malos padres y de malos ciudadanos. Escuela laica significa instrucción, pero envenenada; letras, anzuelo de corrupción; ciencias, banderín de enganche para las logias francmasónicas. Esto es la escuela laica, esto es y nada más.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.