Kitabı oku: «Yehudáh ha-Maccabí»
YEHUDÁH HA-MACCABÍ
JUAN PABLO APARICIO CAMPILLO
YEHUDÁH HA-MACCABÍ
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2021
YEHUDÁH HA-MACCABÍ
© Juan Pablo Aparicio Campillo
© de la imagen de cubierta: María Aparicio Izquierdo
Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2021.
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ISBN: 978-84-18730-59-7
JUAN PABLO APARICIO CAMPILLO
YEHUDÁH HA-MACCABÍ
Dedico la obra a aquellos que encomiendan su vida a
defender la libertad de los Pueblos.
A todos los justos que hacen de la humildad y
la generosidad su principio de vida.
A quienes nunca discriminan al prójimo y sienten su
cultura y religión como una Sagrada Vía para conocernos y evolucionar
en la virtud y hacia la pureza.
Índice
Presentación
Los antecedentes históricos de la Revuelta Macabea
CAPÍTULO I: El martirio
CAPÍTULO II: Matityáhu
CAPÍTULO III: Matityáhu y Yehudáh
CAPÍTULO IV: La vida de los rebeldes. Un ejército para defender la Toráh
CAPÍTULO V: Los fugitivos se organizan
CAPÍTULO VI: Los Maccabím. Primeros enfrentamientos organizados en el campo de batalla
CAPÍTULO VII: En harei Yehudáh
CAPÍTULO VIII: Regreso a Yerushaláyim
CAPÍTULO IX: El último aliento
CAPÍTULO X: La transfiguración de Yehudáh
Notas y comentarios
NOTAS AL CAPÍTULO I: El martirio
NOTAS AL CAPÍTULO II: Matityáhu
NOTAS AL CAPÍTULO III: Matityáhu y Yehudáh
NOTAS AL CAPÍTULO IV: La vida de los rebeldes. Un ejército para defender la Toráh.
NOTAS AL CAPÍTULO V: Los fugitivos se organizan
NOTAS AL CAPÍTULO VI: Los Maccabím. Primeros enfrentamientos en el campo de batalla
NOTAS AL CAPÍTULO VII: En harei Yehudáh
NOTAS AL CAPÍTULO VIII: Regreso a Yerushaláyim
NOTAS AL CAPÍTULO IX: El último aliento
NOTAS AL CAPÍTULO X: La transfiguración de Yehudáh
Bibliográficas
Presentación
La figura de Yehudáh ha–Maccabí pertenece a la historia sagrada del Pueblo hebreo. Si bien los tesoros arqueológicos nos permiten constatar muchos datos de interés sobre la vida en la Tierra Prometida, también revelan la acción destructiva de los hombres. La aportación más trascendental de los hebreos, las Sagradas Escrituras, muestran el devenir histórico del Pueblo de Avrahám y las innumerables intervenciones divinas con las que Di–s mostró Su Voluntad y Su Justicia a unos y a otros.
Yehudáh fue un hombre recto, valeroso y de gran amor a su Pueblo. Hizo cuanto estuvo en su mano para proteger a los herederos de la Alianza (el pacto establecido con Di–s en el monte Sinaí) y evitar su aniquilación. Rebelándose contra la injusticia y el hostigamiento, se enfrentó a uno de los más terribles enemigos que Israel haya conocido en su dilatada historia de persecución y dolor. Su vida fue un ejemplo que perdura en el espíritu del Pueblo judío, así como en quienes amamos las virtudes del ser humano cuando brillan bajo la luz divina.
Desconocemos la práctica totalidad de la vida de Yehudáh. Hemos caracterizado la personalidad de nuestro protagonista sobre la base de las fuentes bíblicas, los libros de los Macabeos y los relatos de historiadores como Flavio Josefo. Si bien estos textos aportan escasas referencias para nuestro propósito, son las obras más importantes con las que contamos. A partir de las vivencias con su familia, con sus hermanos de lucha, a través de sus sentimientos y reflexiones, la novela presenta a Yehudáh con las virtudes y debilidades de todo ser humano. La superación de estas últimas por fidelidad a la Alianza y por amor a su Pueblo, le revestirán de las cualidades propias de un héroe.
La historia hebrea solo puede concebirse desde el conocimiento de la Ley Divina que constituye su esencia como Pueblo. De ahí la proliferación de citas y pasajes de las Escrituras que aparecen constantemente en el texto. También se encontrarán gran cantidad de conceptos, descripción de costumbres, referencias a leyes y preceptos o reseñas sobre el medio en el que se desenvuelven los personajes de la novela. La abundancia de información complementaria y la complejidad de los eventos acaecidos hace conveniente ilustrar los pasajes con numerosas anotaciones que, además de enriquecer el marco histórico y religioso de la novela, contribuyen a esclarecer los sucesos narrados.
Toda la información recogida en las notas está explicada en el anexo compilatorio incorporado al final de cada volumen de esta obra. Cada capítulo reinicia la numeración de notas.
Asimismo, se han incorporado planos e ilustraciones que acercarán al lector a la historia y el contexto de la novela. El primero muestra los dominios del Imperio seléucida en el siglo II a. e. c. El segundo, las fronteras de la provincia de Judea y los territorios de su entorno durante la dominación griega. El tercero es un plano de la ciudad de Yerushaláyim (Jerusalén) que entendemos conocería Yehudáh y en la que situamos los hechos. Para la elaboración de éste último, se ha realizado un amplio estudio de las escasas referencias históricas acerca de la configuración que pudo tener la ciudad en el siglo II a. e. c., complementándose con licencias narrativas que ilustran el caminar de los héroes y los sucesos que acaecen en Yerushaláyim y en el beit–ha–Mikdásh (el Templo de Yerushaláyim). Así, los trazados de calles, vías, plazas y espacios urbanos, su designación mediante nombres de profetas y otros personajes vinculados a la reconstrucción de la ciudad en época de Nejemyáh (Nehemías). Su función es ofrecer una ambientación adecuada a la novela, sin pugnar con opiniones más fundamentadas en cuanto a lo que debió ser Yerushaláyim en aquel tiempo.
Hay también otras ilustraciones que muestran la planta del Templo (Heijál y sus ezrót o atrios). Un último dibujo explica el trazado del camino que siguió el profeta Ezráh (Esdrás) en su salida nocturna para inspeccionar el estado de la muralla de Yerushaláyim (Jerusalén). Incluye igualmente la localización de la importante infraestructura que fue el nikbát Jizkiyáhu o Shiloaj (túnel de Ezequías o Siloé).
Debe también llamarse la atención acerca de la descripción del beit-ha-Mikdásh (el Templo) que encontraremos en la novela. El Templo es el lugar más importante y sagrado para un yehudí. Las fuentes que pueden darnos una idea sobre la arquitectura y características de lo que fue ha-beit–ha–Mikdásh de Yerushaláyim (Templo de Jerusalén) van referidas casi exclusivamente al Primer Templo construido por Shlomóh (Salomón). Mientras que las menciones al Segundo Templo que recogen las fuentes, básicamente se centran en el Templo de Herodes, quien llevó a cabo una reforma tan extraordinaria del Templo de Z´rubavél, que no nos permitiría describir el beit–ha–Mikdásh (el Templo) del tiempo de la novela, siglo II a. e. c.
La dificultad de conocer el trabajo de Z´rubavél ha requerido un ejercicio imaginativo que nos ayudase a ofrecer una visión fidedigna del Templo. La novela retrata un Templo que su promotor debió concebir como lo más cercano posible a la obra de Shlomóh, si bien con las limitaciones propias del momento histórico y político de las tierras de Yehudáh (Judea), lejos del esplendor del unificado Reino Davídico. A ello había que añadir las escasas instrucciones contenidas en el Edicto de Ciro. Por último, también se ha hecho a Z´rubavél conocedor y seguidor de la descripción del Templo que dejó el profeta Yejezkél durante el cautiverio de Babilonia. El profeta, ejerció su ministerio entre los yehudím de la galút (la diáspora) a quienes predicó la Palabra de Di–s.
A partir de las citadas referencias, el capítulo VIII recoge una amplia presentación del Templo, con la que se ha pretendido acercar al lector al trascendental significado del beit–ha–Mikdásh para el Pueblo Yehudí (judío). Su descripción contribuirá a situarse en un escenario sin igual. Una vez más, debe advertirse que solo pretendemos ofrecer un contexto verosímil a los hechos. Confiamos en que el resultado muestre todo el respeto y rigor que ha inspirado su redacción.
Esta novela ha sido escrita en dos volúmenes. El primero contextualiza y recrea el ambiente de una época otra vez marcada por las muertes, las persecuciones religiosas contra el Pueblo judío y una gran desestabilización social. Estas circunstancias fueron la causa de la Revuelta Macabea, comenzada hacia el año 167 a. e. c. por Matityáhu, sacerdote del beit–ha–Mikdásh (el Templo de Yerushaláyim) y seguida por sus hijos. (1)
Será necesario hacer un breve recorrido por los acontecimientos que tuvieron lugar desde la muerte de Alejandro Magno (323 a. e. c.), porque en ellos encontramos los antecedentes que explican la llegada al trono de Antíoco IV, cuyo reinado déspota y sanguinario exacerbó el padecimiento del Pueblo judío.
En la novela, Matityáhu ha perdido a su esposa en el parto de El’azár y Yehonatán, a los que caracterizamos como hermanos gemelos. Matityáhu educa a sus hijos en el fiel cumplimiento de la Toráh (el Pentateuco). Su familia encarna el sentimiento de comunidad y el valor de la responsabilidad colectiva tan importantes en la vida del yehudí (judío). Matityáhu y sus hijos son yehudím (judíos) piadosos, siempre dispuestos a ayudar en su comunidad y servir al Pueblo.
Cuando ocurre el incidente que origina la Revuelta Macabea (Matityáhu da muerte a un apóstata que se disponía a honrar uno de los altares a los dioses paganos) son declarados proscritos y tienen que abandonar su ciudad, Mod´ín, para refugiarse en las montañas.
A pesar de que Matityáhu y sus hijos carecen de preparación para la lucha y, aún más para llevar a cabo una campaña militar de enorme envergadura, la acometen sin desaliento porque confían en que su Di–s les guiará en un combate justo como hizo con sus antepasados.
Pronto conformarán un grupo de hombres hermanados en la defensa de la Alianza. Cada uno dará hasta su vida para proteger al Pueblo de la crueldad de Antíoco, un rey obsesionado con humillar los sagrados deberes de todo seguidor de la Toráh (el Pentateuco) y empecinado en obligarles a renegar de su Di–s bajo pena de muerte. Matityáhu y sus hijos se desenvuelven y ejercen como auténticos defensores armados del Pueblo. Yehudáh, el tercero de ellos, destaca por su fuerza, audacia y sabiduría. A partir del diálogo íntimo que en todo momento mantiene con Di–s, florece en Yehudáh el yo más valeroso apoyado en la piedad, la justicia y la prudencia iluminadas por su Creador, gracias a lo cual será capaz de enfrentarse con éxito a uno de los peores azotes de la historia de Israel.
La narración va revelando la importancia de muchos sucesos, así como la trascendencia de algunos encuentros, de los que destaca uno que cambiará la vida de Yehudáh.
La primera parte de la historia comienza con el relato del martirio de siete hermanos y su madre (recogido en 2 Macabeos, 7). Si bien se hace la transcripción completa del citado pasaje, debe advertirse la introducción de figuras literarias en el texto, así como de otras aportaciones que cumplen la función de adaptar los hechos al ritmo y estilo narrativo de la obra sin pretender desvirtuar la redacción original de su fuente. También debe observarse que la unión de este terrible testimonio con la vida de Yehudáh, es mera composición literaria con la que se ha reforzado el mérito de aquel sacrificio y la inspiración que debió suponer para el Pueblo el martirio de hermanos de fe piadosos.
La segunda parte se centrará en la dimensión épica de Yehudáh. Nuestro protagonista ha conocido el horror, la destrucción y la persecución de los yehudím (judíos), la muerte ajena y las muchas circunstancias en las que no perdió su propia vida por acción de Di–s. Todo esto ha transformado a Yehudáh en un líder de gran carisma y autoridad. Es un referente de valor, pero también de cumplimiento de la Toráh (el Pentateuco) y de respeto hacia quienes no viven según la Ley Mosaica. Los éxitos militares contra los ejércitos seléucidas se suceden porque todas sus acciones son inspiradas directamente por Di–s, a quien entrega su vida para proteger la Alianza y salvar al Pueblo llamado a ser luz para el mundo.
Este segundo tomo también se sirve de un amplio volumen de notas que enriquecen y esclarecen la narración.
La obra conducirá al lector por la vida de Yehudáh, desde la niñez hasta su muerte reconstruyendo su personalidad y espiritualidad, que se revelarán a partir de las reflexiones del héroe, de las conversaciones con su padre y, fundamentalmente, con su maestro. Yehudáh, un hombre sencillo y piadoso, devendrá el mazo que golpeará al poderoso ejército seléucida combatiéndolo, junto a sus hermanos, en defensa de la Alianza.
Los hechos reflejados y la forma en que Yehudáh y su familia los afrontan encomian al personaje. La novela procura dar orden y realce a la historia de Yehudáh mediante una semblanza del líder cuyas características se configuran a partir de las limitadas fuentes. Su vida es conmovedora y sus logros excepcionales. Por todo ello, es considerado ejemplo de valor e integridad en muchas culturas y ocupa tan destacado lugar en el alma y la tradición del Pueblo hebreo.
La novela procura, en suma, desvelar el misterio de la fuerza interior y la sabiduría con las que Yehudáh desempeñó su liderazgo en tan adversas circunstancias, como ya lo hiciera nueve siglos antes David ha–Mélej, el rey David. Asimismo, el final prematuro de Yehudáh (190-160 a. e. c), quien mantuvo un diálogo con Di–s tan fructífero para su Pueblo, nos invita a plantearnos si acaso sucedió algo que nunca debió ocurrir.
Consideraciones finales de esta presentación
Hubiera querido escribir esta obra en hebreo, porque cuando se narra en la lengua original de cada Pueblo y lugar, el relato desprende un aroma diferente. Por su belleza y significado profundo, he procurado respetar algunos términos en la lengua de la que éstos provienen marcándolos en cursiva y acompañándolos de la correspondiente traducción o explicación. Por la misma razón, los nombres propios hebreos aparecen en cursiva y transcritos en caracteres y fonética castellana conservando su sonido hebreo. El texto presenta una tildación expresa de los términos hebreos que no se corresponde, en general, con las reglas de acentuación castellanas. El propósito es guiar al desconocedor de la lengua hebrea al sonido original de esas palabras.
Dos acotaciones más. Todos los términos referidos a Di-s y Sus cualidades, son destacados en mayúscula queriendo en señal de respeto y devoción. Por último, durante las primeras referencias a términos hebreos que se repetirán a lo largo de la obra, se ha mantenido su traducción entre paréntesis al objeto de que dicha reiteración permita al lector familiarizarse con el sustantivo en su lengua original.
En cuanto a las principales fuentes inspiradoras, como son los citados libros sobre los Macabeos (2), la obra no alberga propósito alguno de discutir su autenticidad ni su carácter canónico.
Con relación a las fechas, he adoptado la forma de la historiografía hebrea que marca la eras con el acrónimo «a. e. c.» (antes de la era común) en lugar de la fórmula «a. C.» (antes de Cristo).
La información contenida en las notas procura ceñirse lo más posible al momento histórico de los sucesos que se narran en la novela. A parte de las fuentes hebreas, hay también algunas referencias a los textos evangélicos pues aportan ciertas descripciones útiles sobre lugares y tradiciones que pueden ayudar a conocer las existentes en el tiempo de los macabeos. Del mismo modo, se ha evitado recurrir a otros textos latinos elaborados con posterioridad, a excepción de la obra de Flavio Josefo cuando narra acontecimientos acaecidos en el siglo II a. e. c.
Los textos bíblicos citados proceden de la versión castellana de la Toráh, (el Pentateuco) según la tradición judía efectuada por Moisés Katznelson (editorial Sinaí, Tel-Aviv, Israel, 2007).
Si la historia de los pueblos debe ser siempre contada con el máximo respeto, aquellas que tienen como protagonista al Pueblo Yehudí han de ser, además, tratadas con devoción. Pido humildemente perdón si alguna sensibilidad quedase herida por esta obra y confío en que no sea así, ya que, en ese caso, mi trabajo no habría valido la pena.
Los antecedentes históricos de la Revuelta Macabea
De Alejandro Magno (356-323 a. e. c.) a Antíoco IV (215-163 a. e. c)
En el siglo IV a. e. c., Alejandro Magno asegura el dominio sobre toda Grecia y se lanza a la conquista del gran Imperio persa. Con su intensa actividad expansiva comienza la época llamada «helenística», caracterizada por la difusión de la cultura y la lengua griegas en todos sus dominios desde la cuenca del Mediterráneo hasta Egipto, Mesopotamia e India, produciéndose una transformación política y cultural sin precedentes.
A pesar de la magnitud de sus conquistas, el Imperio no tardará en desmembrarse. En tan solo trece años, Alejandro el Macedonio había hecho temblar a los reinos, imperios y naciones con sus triunfos. Sin embargo, el joven conquistador murió a los 33 años en extrañas circunstancias en su palacio de Babilonia. Era el mes de junio del año 323 y tras su desaparición se desataron las luchas de poder que, en poco tiempo, desintegraron el vasto Imperio.
Como Alejandro no había hecho disposición sucesoria alguna, los nobles con los que él se había criado formaron un consejo único para gobernar. (1) Pronto, quienes habían sido sus generales (los llamados diadocos, que significa “sucesores”) se repartieron los territorios creando sus propias dinastías reales y dando lugar a los estados helenísticos, al reino ptolemaico en Egipto (Mitsráyim en hebreo) y al Imperio oriental sobre el que reinó Seléuco. Ptolomeo, hijo de Lagos, instauró la dinastía de los Lágidas, y Seléuco, la de los Seléucidas.
Unos y otros regentes fueron siempre enemigos de la religión de los judíos. A excepción de breves períodos de tolerancia, los yehudím (judíos) continuaron padeciendo el azote de quienes odiaban su religión en cualesquiera naciones donde el disperso Pueblo de Di–s tenía comunidades. Al mismo tiempo, y debido a su ambición, los poderosos entraban gobernantes constantemente en guerra unos con otros.
Antíoco III, apodado Megas (223-187 a. e. c) había tomado el poder tras el asesinato de su hermano Seléuco III. (2) En el año 199 a. e. c. derrotó al ejército egipcio, extendiendo así el reinado seléucida sobre buena parte de los territorios de la dinastía lágida, entre los que se encontraban las tierras de la provincia de Yehudáh (Judea). Las guerras y el desprecio a las tradiciones no helenísticas marcarían la vida de este rey hasta su asesinato en Elymaida tras robar los tesoros del templo de Bel para sufragar sus campañas militares.
Antíoco III había tenido siete hijos. Seléuco, su primogénito, le sucedió con el nombre de Seléuco IV (218-175 a. e. c.), apodado Filopátor, que fue asesinado poco después por Heliodoro, su propio ministro, a quien había confiado el saqueo del beit–ha–Mikdásh (el Templo de Yerushaláyim) para nutrir las esquilmadas arcas del Imperio. Seléuco IV tuvo dos hijos varones: Demetrio y Antíoco, por este orden sucesorio. Cuando su padre es asesinado, Demetrio estaba en Roma a título de invitado-rehén. Este cautiverio era consecuencia del tratado de Apamea con el que romanos y seléucidas pusieron fin a la batalla de Magnesia (189 a. e. c.). En su condición de vencido, Antíoco III tuvo que aceptar muy duras cargas, entre ellas la de pagar una gran suma anual a Roma. Como era costumbre de los pueblos vencedores, el cumplimiento por parte del obligado se garantizaba, además, mediante la entrega de un descendiente de la dinastía que viviría retenido y custodiado por el vencedor, aunque respetándose muchos de sus privilegios. La enorme carga económica con la que se selló la paz de Apamea fue el legado de Antíoco III para sus sucesores y condicionó el destino del Imperio.
Heliodoro, el regicida, se autoproclamó Regente del Imperio aprovechando dos circunstancias que bien conocía: la forzada ausencia de Demetrio, en Roma, legítimo sucesor de Seléuco IV y la minoría de edad de Antíoco.
Pero la perfidia de Heliodoro pronto encontró su castigo a manos de Antíoco, hermano del asesinado rey Seléuco IV, quien, a la postre, se entronizaría como Antíoco IV. Era uno de los hijos de Antíoco III y había sido educado en Roma como rehén-invitado en cumplimiento de lo estipulado en el aludido tratado de Apamea. El citado Demetrio, hijo de Seléuco IV, había sustituido como rehén a su tío Antíoco años atrás y ahora éste se encontraba en Atenas ejerciendo ciertas funciones asignadas por Roma. No obstante su condición de cautivos, los rehenes disfrutaban de condiciones muy favorables para su educación personal y formación política y militar pues los romanos siempre pensaban en futuras alianzas y en la utilidad que tendría para sus propósitos contar con futuros mandatarios instruidos en Roma.
Antíoco tuvo noticia del asesinato de su hermano, el rey Seléuco IV, así como de la Regencia ilegítimamente instaurada por Heliodoro tras el magnicidio. Para recuperar el trono dinástico, pidió la ayuda militar de Pérgamo, uno de los reinos creados tras la muerte de Alejandro Magno. Con este apoyo regresó a Antioquía y después de matar a Heliodoro, se coronó rey con el nombre de Antíoco IV. Para mostrar su respeto a la línea sucesoria, nombró rey adjunto a su sobrino del mismo nombre, hermano menor de Demetrio, pero poco después fue también asesinado, por lo que finalmente se entronizó como único rey.
La situación de los yehudím bajo la tiranía seléucida
Durante el reinado de Antíoco IV, muchos fueron los hechos que reflejaron el carácter de un monarca cuyas ansias de poder, dominación y helenización de cada rincón de su Imperio llegaron a degradar la elevada formación recibida por él en Roma durante su estancia como invitado-rehén. Sin lugar a duda, sus peores acciones se dirigieron contra los yehudím (los judíos), a quienes persiguió y ordenó asesinar sin otro motivo que la resistencia a la apostasía por parte de ese minúsculo pero indómito Pueblo del Imperio.
El proceso de asimilación que conocemos como helenización se venía produciendo de forma natural y pacífica en los pueblos conquistados. En la cultura que representaban los griegos (yavaním en hebreo), la vida presente merecía ser vivida intensamente, porque no veían en la muerte liberación ni felicidad alguna. Los griegos aristocráticos se preocupaban por la plena afirmación del individuo y el sentido de su personalidad. Hacían hincapié en la naturaleza individual del destino del ser humano y pensaban que el mayor bien del hombre era su propia valía. Sin embargo, desde tiempos remotos, el judaísmo se caracterizaba por la responsabilidad colectiva del Pueblo. Vivían convencidos de que las acciones de cada uno acarreaban consecuencias para todos. Los helenos rechazaban la mortificación de la carne y todas las formas de abnegación que restaran disfrute y satisfacción. También los yehudím apreciaban y celebraban el placer de vivir, pero siempre orientado por la Toráh (Pentateuco), al amparo de la cual obtendrían la felicidad de todos, no solo la individual. Procurar este gran bien para el mundo exigía obediencia, disciplina y renuncia dirigidas a un fin supremo: que sus actos agradaran a Di–s. Aunque cumplir con la Ley de Moshé pudiera parecer una carga a los ojos de muchos, el yehudí (judío) piadoso hallaba su mejor recompensa sirviendo a Di–s.
El ideal griego seguía su expansión por el mundo y había sido ya adoptado por la mayoría de los pueblos conquistados cualesquiera que fueran sus dioses o religiones. En la tradición griega, la religión no interfería en la moral ni en la ética de la vida personal, familiar o social. Sin embargo, en el judaísmo, la adhesión a Di–s exigía fidelidad y coherencia con los principios éticos y morales de la Toráh (el Pentateuco). Siempre hubo una fuerte resistencia a la conversión, al menos por parte del núcleo más piadoso de las comunidades judías, ya que mantenían su fe en el Di–s único y seguían las leyes, costumbres y ritos establecidos para honrar la Alianza generación tras generación. (3) No alabarían a otro Di–s ni abandonarían sus mandamientos. Por ello, Él amaría y protegería a Su Pueblo elegido y enviaría a ha-Mashiyáj (el Ungido) que liberaría a Israel para la eternidad, convirtiéndolo en el guía de las naciones.
Los yehudím (judíos) que seguían observando la Toráh (el Pentateuco) tuvieron que soportar la traición y la debilidad de muchos hermanos. Los conversos más exaltados llegaban a pedir la destrucción de los rollos de la Toráh, o transgredían la prohibición de comer la carne de cerdo y otros alimentos considerados impuros. En definitiva, la Alianza parecía tener los años contados, porque la población vivía acosada, perseguida y continuamente influenciada por el encumbramiento y la propaganda de los valores de la vida helenística, que traerían tranquilidad y progreso a su miserable existencia.
Antíoco IV fue un rey tirano que estableció un sistema opresor sin precedentes sobre el Pueblo Yehudí (judío) al que hizo vivir una de las etapas más nefastas de su historia. Antíoco IV recelaba, al igual que su padre, de todo lo que no fuera griego y lo trataba con desdén. Manifestó en grado sumo la ambición por conquistar el mundo y por extender e imponer la lengua y cultura griegas en los dominios del Imperio. Ejerció una política helenizante agresiva y violenta como nunca se había conocido, y destruyó cuanto se oponía a sus normas hasta que la expansión de Roma terminó con su poder.
Se hizo llamar Antíoco Epífanes, que significa «revelación divina», pero sus súbditos se burlaban de él a sus espaldas y le decían «epímanes», que significa «el loco».
La resistencia del Pueblo Yehudí (judío) a la apostasía fue para Antíoco una afrenta personal que impregnaba de cólera sus días. Impuso una tiranía sin límites contra toda expresión religiosa, ritual o cultural propia de los yehudím (judíos). Asesinó, encarceló y torturó a los sacerdotes, así como a varios líderes laicos de las comunidades. Ordenó el saqueo de las propiedades de los yehudím (judíos) junto con el hostigamiento a la población a fin de doblegar su voluntad, someterles a los caprichos del rey seléucida e imponerles sus ídolos paganos. El arcano Di–s de Israel sería suplantado por Júpiter Olímpico y Hospitalario, la nueva personificación de Zeus que Antíoco había abrazado en Roma.
Las luchas sacerdotales y la profanación del beit–ha–Mikdásh
De entre los yehudím (judíos) que habían abrazado la cultura griega, destacaba Yehoshúa, un alto sacerdote que se hacía llamar Yasón o Jasón. (4) Era hermano de Joniyó III (Onías III), ha–Cohén–ha–Gadól (Sumo Sacerdote). (5)
Debido a su gran ambición, se mostraba servil al soberano ofreciéndose siempre para serle útil en la ejecución de sus más sucios planes. Viéndole sumiso, el rey déspota aceptó que Jasón usurparse el cargo y se ordenase ha–Cohén–ha–Gadól del beit–ha–Mikdásh (el Templo de Yerushaláyim), relevando a Joniyó III, sumo sacerdote legítimo. Esto ocurrió en el año 174 a. e. c., mientras Joniyó se encontraba en Antioquía.
Jasón organizaría la Ciudad Santa al más puro estilo griego, con juegos olímpicos, gimnasios, una efebía y hasta mancebías. (6) Se volcó en la tarea de convertir a los yehudím (judíos) al estilo de vida impuesto por Antíoco. Entre otras medidas, se obligaba a los jóvenes más nobles a educarse a la manera griega, ir a los gimnasios y hasta cambiar su tradicional forma de vestir introduciendo costumbres extrañas a los yehudím (judíos) como el uso del petaso, un sombrero de alas anchas que servía para resguardarse del sol o de la lluvia. Aunque, sin duda, la peor de las ofensas era la prohibición de cumplir con la circuncisión.
Los jóvenes se ejercitaban desnudos y participaban en las actividades propias de los juegos olímpicos. (7) Los que ya estaban circuncisos, trataban de anular las señales de la berit–miláh (circuncisión), sometiéndose a una dolorosa intervención llamada epispasmos, para restaurar parcialmente la piel circuncidada. Lejos de respetar el Sagrado Pacto, los griegos (yavaním para los hebreos) consideraban la circuncisión un acto salvaje, una mutilación que atentaba contra la dignidad personal y la integridad corporal. Mediante la epispasmos, los apóstatas se mostraban rehabilitados para los helenistas.
Por su proximidad con el beit–ha–Mikdásh (el Templo), el gimnasio era una tentación continua para muchos sacerdotes jóvenes, los cuales se trasladaban con facilidad desde un lugar sagrado a otro profano. Se les veía pasar por el gimnasio y competir con los demás jóvenes laicos en el lanzamiento de disco, de jabalina u otras actividades olímpicas al aire libre. Con el fin de alcanzar el más alto grado de helenización, desde el mismo beit–ha–Mikdásh (el Templo) se fomentó el entusiasmo desmesurado por el deporte y la competición. Tanto se relajó la disciplina sacerdotal que se daba más importancia a los placeres que a los sagrados deberes. De esta forma, la honra sacerdotal, el recogimiento religioso y la dignidad dejaron de ser atributos de los siervos del beit–ha–Mikdásh (el Templo).