Kitabı oku: «Aventuras y desventuras de un viejo soldado», sayfa 2
El escorial de instrucción
Es un sector muy especial y específico dentro de la unidad militar, lleno de desechos de escoria mineral, de un color negro intenso y de irregular volumen. Probablemente, esparcido como relleno del área.
Los rayos de una asoleada mañana de estío irritante y asfixiante, los acompañaba, cuando fueron trasladados al temible lugar, al trote y entonando un himno militar. Siempre les había llamado la atención el sector, ya que solo caminar sobre el irregular enclave, se hacía bastante difícil.
Los instructores trotaban alrededor de la columna, avivando con sus voces aceradas y tajantes a los que se iban quedando rezagados por el cansancio, de lo que había sido una extensa mañana de ejercicios de escuela: series de giros, posiciones firmes y desplazamientos en el patio principal del destacamento.
Una vez en «El escorial», el comandante de la sección, procedió, mediante su voz de mando, a realizar los mismos ejercicios de escuela, pero ahora sobre el accidentado e imperfecto terreno.
Pensar o suponer que los movimientos corporales de cada uno de los instruidos, iban a ser un desastre, estaba muy lejos de lo que se les aproximaba. Cuando la orden de mando retumbó como un estallido en sus cabezas: «Cuerpo a tierra», literalmente, cuerpo sobre «El escorial».
La situación se fue colocando cada vez más desagradable, cuando la fastidiosa voz del superior ordenó: «Punta y codo», lamentos y quejidos se escucharon de algunos reclutas, al deslizarse sobre los pedruscos de la desigual y anormal superficie.
La desagradable experiencia del «Escorial» les enseñó y señaló, que las situaciones y circunstancias pueden cambiar de un momento a otro, como en este caso, que desde el patio principal, plano y homogéneo, pasaron abruptamente a otro áspero y tormentoso.
Actualmente, en el punto exacto, se construyeron nuevas dependencias militares dentro del recinto. Sin embargo, con seguridad los soldados de antaño, aquellos que sufrieron y soportaron la rigurosa y estricta instrucción castrense, nunca se olvidarán del temible «Escorial».
Por debajo del trípode
Era la hora de la instrucción. Nos dirigimos al «Almacén de material de guerra de la compañía de fusileros» con el objeto de retirar el equipo y armamento necesario para el conocimiento y adiestramiento como «Sirvientes de pieza de ametralladoras».
Generalmente, este tipo de armamento es pesado y voluminoso, montados incluso sobre un afuste o trípode, de una solidez considerable que es el soporte donde va instalada la ametralladora, cuando es usada como armamento pesado.
Se percibía un hermoso día, ni muy frío ni muy caluroso, con un sol resplandeciente, justamente para un buen día de instrucción. Nos encaminamos, con mis camaradas, hacia la cancha de fútbol de la escuela, Alma Mater de la institución. En aquellos tiempos, su piso y suelo eran, simplemente, de tierra, con sus respectivos arcos y rodeada por una pista atlética de arcilla debidamente compactada.
La cuarta sección estaba compuesta por los soldados más pequeños (bajos de estatura) de la unidad, los reclutas más altos integraban las secciones de fusileros. Diez hombres a cargo del comandante de escuadra, de la sección de apoyo de la compañía. Nos ubicamos a un costado del campo deportivo, un poco más alejados de otros grupos que también se encontraban realizando ejercicios de adiestramiento.
Nuestro comandante de escuadra, un sargento especialista, (paracaidista) de primera línea, con años de experiencia, de estatura sobresaliente y un físico notable, nos distribuyó y designó uno a uno los puestos y misiones, dentro de la primera pieza de ametralladora.
Sirvientes del uno al tres: el sirviente uno, encargado de transportar y disparar la ametralladora; el sirviente dos, del transporte del afuste o trípode e instalación de este; y, el sirviente tres, municionero.
Todo iba bien hasta el momento, atentos a las disposiciones y normas, en el uso de la ametralladora, con una rapidez y ligereza inusitada para el cometido y tarea asignada a cada uno. Pero en nuestra inocencia como soldados novatos, no contábamos con la agudeza de nuestro instructor, hasta el momento en que nos ordenó cambiar nuestros puestos y misiones.
Si no había sido fácil el aprender cada una de nuestras labores y posiciones, volver a desempeñar en forma alternativa cada uno de los puestos como sirvientes, nos parecieron las instrucciones, como un relajo que podríamos aprovechar.
Así que, de mala forma y con un procedimiento un poco flojo y perezoso de nuestra parte, empezamos nuevamente a retomar los nuevos puestos y aprender las nuevas misiones para cumplir con las órdenes de nuestro superior.
Eso sí, que nuestra actitud cambió muy rápidamente cuando «Mi sargento», sacó su cinturón y a correazo limpio y con el cuerpo en tierra y a punta y codo, tuvimos que pasar por debajo del trípode, no solamente una vez, sino varias veces… Nuestra fisonomía corporal nos favoreció por la delgadez y menudo de nuestro cuerpo de muchacho adolescente, pertenecientes a la sección de apoyo del destacamento.
Quedamos claritos y con una preparación catedrática exacta, de la instrucción y misión de cada puesto en forma alternativa, como sirvientes de ametralladora… ¡Y lo más importante, con una plusmarca!
El circo de campaña
Quedaban solamente algunos días para el término de la campaña en el interior de la provincia, todas las materias correspondientes al «Período básico de instrucción militar» planificadas, se habían cumplido cabalmente.
Todo el esfuerzo, todo lo aprendido durante los días de instrucción, capacitación y enseñanza, bajo las órdenes y experiencia de los instructores, amparados en normas, manuales y preceptos reglamentarios, se veían reflejados y consolidados en cada uno de los reclutas instruidos.
Tan ardua y dura etapa estaba finalizando, como todo ciclo concluido, llegaba el momento de la tranquilidad y sosiego. Había llegado el instante de relajo y distensión.
Se le realizó una limpieza minuciosa al armamento, se dispuso un aseo cuidadoso a los sectores de instrucción, campamento (Vivac) en general y se ordenó todo lo respectivo para el regreso a la unidad de combate. Comenzando así, la preparación para el «Gran circo de campaña», donde participaría la mayoría de los soldados que tuvieran un talento oculto que mostrar, exhibir u ofrecer a sus compañeros para una larga noche de algarabía, junto a una fogata esplendorosa.
Todo lo anterior, solamente con recursos de la zona táctica. Todo servía: piedras, cartones, ramas, árboles, tierra, arcilla o cualquier otro artefacto para disfrazarse y representar al personaje o celebridad que se iba a personificar.
Al atardecer, se formó toda la unidad alrededor de una gran pira de leña y arbustos secos recolectados durante el día, los superiores jerárquicos recibieron cuenta del personal y se procedieron a presentar, en forma ordenada y por turno, los números artísticos, dirigidos por un instructor.
Se presentaron en escena diferentes actos y figuras: cantantes, payasos, malabaristas, contorsionistas, humoristas e imitadores de superiores y subordinados, que arrancaron risas, carcajadas, provocando el jolgorio y alegría de todos los presentes:
—Señor, no cabo en la trinchera —dice un soldado a su cabo.
—No se dice cabo, se dice quepo, soldado.
—Sí, mi quepo.
—¡Soldado ice la bandera! —indica un capitán.
—¡Lo felicito mi capitán, le quedó muy bonita! —responde el soldado.
—A ver soldado, ¿qué pasaría si no tuviera orejas? —pregunta un oficial durante la instrucción.
—No podría ver, mi teniente.
— He dicho orejas. ¿Qué pasaría si no las tuviera?
—No podría ver, mi teniente —repite.
—¿Y por qué no podría ver?
—¡Porque se me caería el casco, mi teniente!
Entre chistes y bromas, ocurrencias e ingeniosos chascarros, se fue oscureciendo, apagando la fogata, hasta un poco antes del toque de retreta. Como todo lo bueno y divertido se termina, así también se terminó el «Período básico de instrucción militar», su recordado e inolvidable «Circo de campaña» por allá muy lejos, cerca de las altas montañas, dejando un recuerdo maravilloso y magnífico en mi joven corazón de soldado recluta del Ejército de Chile.
El soldado de piedra
El día en el regimiento iba avanzando lentamente, el personal de guardia, en sus respectivos puestos, todas las actividades se realizaban con la exactitud y rigurosidad conforme a la disciplina castrense.
Así se fue terminando la jornada diaria, hasta que el corneta de guardia, tocó retirada y el personal se retiró a sus domicilios, quedando, en la unidad, la dotación de guardia y los que cubrían los diferentes servicios en las unidades de combate, a cargo del contingente.
En la hora de la retreta, las unidades se prepararon para dar cuenta del personal o de alguna novedad que se hubiese producido durante el día, al oficial de ronda. Una vez realizada dicha fiscalización, el oficial ordenó una competencia de «Ejercicios de escuela» para observar el entrenamiento de la tropa.
Satisfecho y complacido ante la demostración de instrucción y coordinación de las maniobras, ordenó que los destacamentos a cargo de los clases de servicio, se dirigieran a los dormitorios al son de cantos e himnos militares.
La oscuridad ocupó el patio principal de la unidad. Era una noche fría, de esas que calan los huesos como cuchillo hiriente que se introduce por cada plegadura de la indumentaria.
Se distribuyeron una a una las parejas de centinelas por los distintos puestos de vigilancia dentro del recinto. Así fue pasando la fría noche bajo un manto de negrura y nebulosidad, el personal en sus puestos y los de relevo descansando y cobijados en la guardia hasta que les tocara su turno.
El suboficial de guardia tomó su manta para capear la persistente frialdad del anochecer, con la finalidad de realizar una más de las rondas por cada uno de los puestos de la instalación militar.
Se fue acercando en silencio, con el máximo sigilo a uno de los puestos de vigilancia, imaginando sorprender a los centinelas dormitando ante las largas horas de custodia. De pronto, observó a lo lejos una silueta o figura humana encorvada, como oculta en la oscuridad. Se acercó muy lentamente y en silencio, pensando que uno de los centinelas había bajado de la garita de vigilancia, apremiado por las necesidades humanas y orgánicas del cuerpo a un lugar no indicado para ello.
El suboficial preparó el mejor de los chutes de futbolista, una patada en el trasero del centinela para hacerlo abandonar tan incómoda acción y que retomara su lugar en la garita.
Se escuchó un solo grito de dolor y congoja. El suboficial de guardia le había propinado una feroz patada en el trasero de «El soldado de piedra», que, en posición de radioescucha del arma de telecomunicaciones, habían obsequiado los artesanos, escultores en piedra de la zona, con motivo de su aniversario.
Uno de los soldados, acompañó al suboficial de guardia a la enfermería de la unidad donde se le diagnosticó fractura de los dedos de la extremidad derecha. Se dice que el suboficial sufrió dicha lesión en una caída, al realizar las rondas por las inmediaciones del recinto militar.
Pero, curiosamente, «El soldado de piedra» desapareció de un día para otro del lugar, no se sabe si para evitar otro desaguisado o, simplemente, por orden de los superiores de la unidad.
Cachamal, paga doble
La instrucción de la mañana llegaba a su fin, había sido una larga y extenuante jornada de ejercicios a cargo de los comandantes de escuadra. El personal de instructores solteros se retiró a sus respectivas dependencias dentro del recinto militar y los casados, hacia sus domicilios.
Por su parte, la compañía de fusileros, al trote y entonando cantos militares, a las cuadras (habitaciones) para retirar, desde sus casilleros, los utensilios de rancho y dirigirse a los comedores del regimiento.
Terminada esa actividad, se fueron juntando poco a poco en las cercanías, donde se encontraba la compañía, con el fin de iniciar el «servicio de la tarde» y leer la «orden del día», en la cual se designaban cada una de las actividades para el día siguiente.
Las vetustas dependencias de «La compañía de fusileros» se encontraban en un sector, rodeada de añosos pimientos, árbol nativo y originario del Norte del país, de unos 12 a 15 metros de altura, de ancha y desorganizada copa, ramaje con aspecto llorón, tronco grueso, corteza rugosa y que expele un olor aromático muy fuerte; florece durante los meses de abril a julio y sus frutos son de un color rojo, acercándose a granate. Vive alrededor de 100 años.
La estructura de la unidad de combate, físicamente en su frente, la componía una larga y angosta galería con pequeñas ventanillas de vidrio con marcos de madera que la separaba del patio exterior.
Una pequeña escalerilla de cemento indicaba el acceso hacia el interior de las dependencias, que en su extensión, continuaba hacia un pequeño muro o tabique, donde el personal se sentaba a descansar esperando las actividades correspondientes.
Fueron tomando asiento a medida que iban llegando al sector, unos adelante y otros más atrás. De pronto, uno de ellos tomó una pequeña piedrecilla y se la lanzó al de adelante sin que este se diera cuenta, lo que causó la algarabía general. La acción se repitió varias veces, sin que el afectado reaccionara, solamente realizaba un pequeño movimiento de cabeza, sorprendido ante la situación, todos en conjunto celebraban la diversión, en espera de labores de la tarde.
De pronto, la perjudicada, pasiva y martirizada víctima se dio vuelta rápida e inesperadamente y con una velocidad vertiginosa, le propinó un violento y enérgico golpe de puño en plena boca, volándole, con dicha acción, un diente de raíz, cayendo de espaldas, provocando el asombro de todos los presentes.
Hasta ahí llegó el cachamal, paga doble. El agredido al dentista rápidamente y el agresor a presentarse a la brevedad ante el comandante de la compañía. Resultado final y salomónico: pagar el tratamiento dental del agredido y una llamada de atención a todos los presentes en tan insólita e inusitado solaz.
El cachamal: consiste en un golpe en la cabeza para despertar.
El cachamal: dícese cuando se identifica a la persona errónea, por ejemplo, cachamal, paga doble.
El cachamal: golpe de mano que se da en la cara, por ejemplo, le pegaron el tremendo cachamal al cabro ese que andaba robando.
La copa de agua
La copa de agua se ubicaba dentro de la unidad, como una cosa rara, se encontraba determinadamente en desuso, sin embargo, siempre llamaba la atención por su altura difícil de ocultar; al parecer, incluso, más alta que el torreón principal de la comandancia del regimiento, donde diariamente se izaba el pabellón nacional para comenzar la iniciación del servicio.
Parecía un coloso abandonado en medio del destacamento, en tiempos lejanos había servido para acumular, almacenar y distribuir agua a las distintas dependencias de la unidad: casino de suboficiales, rancho de tropa, enfermería de la unidad y, principalmente, la lavandería del regimiento, donde se desempeñaban funcionarias del sexo femenino, contratadas, en aquellos tiempos, por el mando de la guarnición para encargarse del lavado y limpieza del vestuario de oficiales, personal de planta y soldados del regimiento, especialmente solteros.
Este armatoste se componía de una fuerte estructura de cemento y hormigón armado, siendo parte cotidiana del deambular de tantos ejercicios y entrenamientos dentro de la unidad militar. Cercana a ella, se encontraba, también, una cancha de entrenamiento del personal especialista en «alta montaña», donde se practicaban nudos y ataduras. Además, se localizaba la detestada y temida «cuerda colgada» para trepar por ella en vertical siendo necesaria una preparación física y técnica, previa e importante para conseguirlo.
Esta Copa de acumulación de agua tenía como sustento cuatro fuertes y robustos pilares de apoyo, unidos por estribos hasta llegar a su parte más alta, coronada por el armazón principal de aspecto redondo y cilíndrico; normativa estricta de construcción debido a su contención de agua. Siendo necesaria su elevación para permitir la presión suficiente a la red de agua. El acceso hacia el alto de la copa se realizaba por medio de una pequeña y estrecha escalerilla de metal bastante segura y adosada firmemente a una de las bases de su contextura.
Sin embargo, siendo su configuración tan imponente y temible, siempre existieron temerarios que entre vasos y copas, después de un fin de semana o fiesta bien regada en la cantina, no se les ocurrió nada mejor que subir a celebrar en lo más alto de la copa. Hasta allá, tuvieron que encaramarse y escalar los especialistas de «alta montaña» para bajarlos, muy asegurados con cuerdas y mosquetones, debido a su estado de intemperancia. No faltó aquel descarado y atrevido que se atrevió a exclamar: «Fácil la subida, mejor la bajada».
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