Kitabı oku: «Un abuelo rojo y otro abuelo facha», sayfa 5

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Mi yayo Juan, el derechista, sabe más sobre el trabajo duro y la injusticia social que todos los profesores de Política de la Universidad Autónoma. La guerra destruyó a su familia. La barbarie de los rojos lo convirtió en un niño de derechas. Nunca hemos conseguido averiguar a fondo lo que le ocurrió de pequeño porque mi yayo recuerda al personaje de Big Fish, y cuando no le conviene dar información se inventa cualquier historieta. Es tan hermético para los sucesos de esos años que sospecho que incluso mi yaya se fue a la tumba sin averiguar lo que había pasado con su marido entre 1936 y 1939. Lo que sí sabemos es que, tras la contienda, el padre de mi yayo se deprimió hasta el punto de la invalidez y que mi yayo no había cumplido los doce años cuando empezó a fumar puros. No era ningún marqués: chuperretear el caliqueño en Sueca era el rasgo distintivo del trabajador, pero las peripecias de Juan Ivars tendrán en breve su propio papel estelar.

Para Juan y Virginia la guerra fue el infierno pero mi abuela paterna, Pepita Moreno, ni siquiera recuerda gran cosa de esos tiempos. Sabe que los españoles empezaron a matarse, pero no vio milicianos ni requetés porque la mandaron al campo. Allí se crio a salvo de los bombardeos de la aviación italiana y de las hambrunas que azotaron las ciudades sitiadas de Levante. Hija de un ferroviario totalmente despolitizado, pudo conservar a su padre en perfecto estado de revista después de la contienda. La pobreza que dejó la guerra no sería para ella una fuente de lamentos como para su consuegra, sino una escuela elemental donde aprendió a vivir con muy poco. Si ha quedado en su personalidad algún trauma de aquellos tiempos, solo se nota cuando intenta cebar a sus nietos más allá de todo límite sanitario. A Pepita, la necesidad la hizo ser generosa con los demás, pero al mismo tiempo le enseñó a aprovecharlo todo. Puedes regalarle un pañuelo o un par de pendientes, que ella los guardará en lo profundo de su cómoda y seguirá usando los mismos de hace treinta años. Se jacta de que jamás ha roto un plato ni un vaso de cristal. Si alguna vez suelta una filípica breve sobre la fortuna que tenemos los jóvenes de mi tiempo, es igual de cierto que nunca se ha quejado de lo que a ella le tocó en suerte. Toda su conexión con la política era votar a Izquierda Unida por orden de su hermano Juan Moreno, tan comprometido con la causa proletaria que pasaba a recogerla en el Vespino para llevarla a rastras al colegio electoral. Pero es una mujer sin ideas políticas. Lo único que le importa es que a nosotros nos vaya bien.

La peor parte de la vida dura se la iba a llevar el marido de Pepita, mi abuelo Juan Soto López, al que sí recuerdo contándome los bombardeos de la aviación italiana sobre Águilas. Era muy pequeño cuando tuvo que echarse a la mar en un pesquero hediondo como grumete y esclavo de sus hermanos mayores. Debían de ser unos tipos bastante brutos, porque lo maltrataron sin misericordia hasta que él adquirió la envergadura suficiente para plantarles cara y amenazarlos con tirarlos por la borda. Aunque sus condiciones mejoraron un poco a partir de ese día, la vida de mi abuelo en los barcos de pesca le iba a dejar una marca fatal por el efecto combinado de sal y sol, que se traduciría en una salud permanentemente averiada. Consiguió prosperar sin alcanzar lo que hoy llamamos prosperidad. Tenía un gran cerebro con el que solventó la carencia de dinero y tiempo.

Cuando yo me quejaba por los estudios, él me contaba con orgullo que por las noches, en la bodega ínfima y hedionda y tenebrosa del pesquero, él se las apañó para estudiar un par de libros, sus libros sagrados, que conservaría hasta su muerte. Se presentó como autodidacta al examen de primer mecánico naval, que aprobó con la mejor nota, y más adelante siguió estudiando con ayuda de un marinero al que llamaban Panzamelba para sacarse el título de patrón. Jamás ganaría más dinero que el estrictamente necesario para alimentar a sus dos hijos, pero el estudio le permitiría demostrar lo mucho que valía y formarse una idea propia de las injusticias del mundo.

Cuando yo empecé a dejar de ser niño y a conocer a mi abuelo, me di cuenta de que él era lo más parecido a un rojo en mi familia. Su ideología provocaba discusiones a mi alrededor antes de que yo aprendiera lo que significaba. Mi abuelo, mi padre y mi primo Fermín se chillaban unos a otros en las comidas a medida que el consumo de vino aumentaba, y solo ponían término a esas tertulias políticas violentas cuando la sangre de mi abuelo alcanzaba la graduación suficiente para ponerse a recitar canciones de Espronceda o el poema rimado que había compuesto para mi abuela. Por las tardes, el anciano se iba a Comisiones Obreras, donde ayudaba a los sindicalistas como contable. A veces hablaba de Franco y lo hacía con un desprecio tan enorme que podía llegar a cabrearse. Años después de su muerte, yo me daría cuenta de que no detestaba a Franco por una cuestión política, sino por la práctica.

Mi abuelo era un rojo al que nada le gustaba más que repasar el extracto del banco. Fue un hombre humilde que hubiera querido hacerse rico a costa de su trabajo. Cada peseta de sus ahorros era la demostración de que algo había fallado. Odió la dictadura de Franco porque le había impedido amasar fortuna con el trabajo que terminó costándole la salud. No hay una sola persona que haya trabajado en condiciones salvajes toda su vida y que no quiera ser rico. Mi abuelo fue un verdadero proletario.

Pepita, después de enviudar, tuvo un sueño que ilustra perfectamente la clase de juventud que les tocó, y para contarlo he de pedirle prestada su voz:

Ya cuando tu abuelo estaba en el barco últimamente, que era barco de pareja, no se iba fuera como antes. Se iban por la mañana y volvían a lo mejor por la tarde o por la noche. Pero de jóvenes... ¡bu! Se iban a Agadir, a Melilla, a todos esos sitios, y no sabían ni cuándo venían. Y luego, a lo mejor venían con las manos vacías. Entonces no había sueldo, si pillaban bien y si no pillaban o pillaban poco, pues menos, o nada. En esos tiempos no existían los sábados ni los domingos. El único descanso era cuando había mal tiempo. Bueno, pues el sueño que yo tuve era de la época durísima de antes de salir con el barco de pareja, cuando se iba y nadie sabía cuándo iba a volver. Y fíjate lo que me pasa: me desperté llorando de lo feliz que estaba. Fue con la edad que teníamos. Estaba tiempo sin venir, que era lo que pasaba, y entonces dije: voy a ver si los barcos se comunican por radio para saber cuándo viene. Pero entonces entró él, tan joven, tan gracioso, tan formal, con una caja así de grande de pescao. Fíjate qué sueño, ¿eh? Pero era medio sueño y medio recuerdo. Era todo como era en la realidad. Estaba la casa, la mesa, todo. Cuando él entra yo estaba en un lado de la mesa con mi Julia, que era pequeña —a tu padre no lo vi—, y tu abuelo aparece al otro lado de la mesa. Y entonces yo me lancé y le doy un beso y un abrazo y digo yo: qué ganas tenía de verte. Y dice: yo también. Bueno, ¡una cosa natural, natural, natural! Y cuando ya abro los ojos me quedé... Me pegué una panzada de llorar que me hinché. Eso era la realidad de cuando nos vinimos a la casa baja, cuando éramos jóvenes. Así que cuando me despierto y me vi aquí, vieja, en un piso... Y un ratico antes era joven, con la Juli pequeña, el abuelo pues como era, como era de joven, ¡ay qué cosas! Yo creo que cuando las personas se mueren descansan. Eso no lo sabemos, pero tiene que ser así. Ya has cumplido, ya has hecho tu camino. Pues cuando me muera no quiero que nadie sufra, quiero que digáis: ya está contenta con su Juanico. Lo que espero es que seamos jóvenes como en el sueño pero sin que tu abuelo tenga que trabajar. Que sea todo el rato esa alegría de cuando él volvía con la caja de pescao. Le dije: qué ganas tenía de verte. Y él: y yo también.

Me pregunto si llegará el momento en que las dos Españas se digan eso mismo, separadas por las ideas pero juntas en la familiaridad. Para disolver la costra que dejó la herida de la guerra es preciso conocer al otro con indulgencia.

Cualquier niño con unos buenos abuelos los considera criaturas extrañas y dadivosas con las que es fácil encariñarse pero a las que resulta difícil ver como personas de verdad. Después de un romance espantoso con una mujer perfectamente descrita en El grito de la lechuza de Patricia Highsmith, hui de Barcelona como un veterano de Vietnam para lamerme las heridas. Mi abuela Pepita ya se había quedado viuda. Unos días antes me había dicho por teléfono que se sentía un poco vieja, así que elegí Águilas como destino curativo y me planté en su casa. La obligué a hacerme la comida todos los días, explicándole que yo tenía que escribir una novela que me habían encargado y no podía pensar en esas cosas. Ella se puso a mis órdenes encantada de tener compañía.

Aquella novela, La conjetura de Perelman, no me gusta especialmente, pero le tengo cariño porque en la página de créditos puse que fue escrita gracias a la beca para jóvenes escritores Pepita Moreno.

Cada día, durante la comida y después viendo la telenovela, manteníamos unas conversaciones que ya no eran entre nieto y abuela sino entre dos personas que se estaban conociendo de verdad. Delante del cojín confortable y cariñoso que me había parecido mi abuela desde que nací, empezó a surgir una mujer fascinante, llena de un ingenioso y diabólico sentido del humor, armada de un concepto de la lealtad absolutamente inspirador. Esta nueva relación con mi abuela me enseñó que, a veces, lo que creemos conocer de sobra está oculto tras nuestras ideas preconcebidas. Trabar una amistad con la Pepita Moreno verdadera fue un flechazo parecido al que se iba a producir en esa misma época entre mi país y yo.

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Una noche de verano más corta que el libro que estaba leyendo y la luz del alba en la página quinientos cincuenta y tres. Una ducha desperdiciando el champú, la toalla limpia y rasposa colgada en el gancho, la loción para después del afeitado y el calor del sol escondiéndose en el interior de un banco de piedra por la noche, y chafar una lata en el suelo de un pisotón, y la siesta con el ventilador girando encima con sus aspas que se agitan como manos porque todas las cosas del mundo saben que me voy a dormir. Los cajones de la casa de mis padres con el viejo dibujo que les hice y que conservan, la calle Arenal de Sol a Ópera vacía un domingo por la mañana, el vecino que no llega a tiempo al ascensor. Un rastro de ropa femenina como miguitas de pan que empieza en el salón y termina en el dormitorio, los zapatos, más adelante la chaqueta, la falda, la camisa, las medias, el sujetador y finalmente las bragas junto a la cama donde ella me está mirando y sonríe. Beber agua con la boca amorrada en el grifo de la cocina, quedarme en Babia cuando mi amigo me habla y que me chille ¡ground control to major Tom! y que nos entre el descojone. El teléfono que se queda sin batería y me doy cuenta al día siguiente. Mi casa, mi casa con Andrea. Encontrar a la primera el libro que busco en la estantería, el mechero en el bolsillo, las farolas de luz amarilla; comprar un granizado de limón con una bola de nata así de grande porque me sale de las narices, invitar a cerveza, hacer un regalo, ir a la farmacia y mirar cómo envuelve las cajitas de medicamento la boticaria con un papel muy fino; y el arco de triunfo que hierve en la boca después de un buen trago de whisky sin hielo, y el humo del cigarrillo que baila encima del teclado del ordenador como si él también quisiera escribir palabras, y pasar la tarde con gente que no se queja y el trabajo terminado, tropezar con un adoquín sin que me haya visto nadie. Pero sobre todo: tardes que se han convertido en noches sin que nos diéramos cuenta porque son una prórroga de nuestra juventud, y bromear, hacer chistes bestias porque estamos contentos y decir barbaridades entre gente risueña que se comporta como si se hubiera abolido la moral...

Tenía tantas ganas de escribir este capítulo... ¿Sabe usted qué es la despreocupación? Es muy sencillo y muy hermoso: la despreocupación es el estado de gracia que se produce cuando el alma inocente sabe que nadie se va a enfadar. ¿Qué ha sido de ella? O mejor dicho: ¿qué han hecho con ella? Hoy aparece proscrita, está mal vista. A la preocupación corriente y moliente que nos trajo la incertidumbre política y financiera la ha sucedido una especie de ofuscación frívola. Cada día veo a gente que disfruta mostrándose ofendida y preocupada, sé que sus motivaciones son hipócritas porque la preocupación continua no se convierte en acción. Son yonquis de la agitación que fomentan una polémica tras otra armados con sus perfiles en redes sociales, en tertulias, en comentarios de periódicos de internet. Son los que ayer me pedían que firmara una petición para defender a los osos panda, los mismos que mañana lanzarán otra petición para castigarme porque olvidé manifestar mi apoyo a esos animales adorables.

Paseo buscando escenas de despreocupación. Un chico sale a las tres de la tarde de la casa de una mujer que conoció la noche antes. Se ha duchado en ese cuarto de baño exótico mientras ella se quedaba durmiendo en la cama. El chico miraba todas las cosas de ese piso desconocido y se maravillaba como si hubiera descubierto un continente. Usó jabones de mujer y experimentó la victoria masculina y animal de mear en su ducha sin dejar rastro. Se despidieron con más camaradería que cariño, los dos habían conseguido lo que buscaban, no les hacía falta nada más. La escalera por la que el chico subió unas horas antes con la vista fija en el culo de su amante, ahora, a la luz del día, parece otra. Cuenta los pisos en la bajada porque no sabe cuántos subió, y cómo se borran entonces del recuerdo el tedio del ligoteo y el bar, y el ruido y los amigos de ella, y también el borracho peligroso que ladraba en la calle Carretas, el titubeo de la desconocida ante el primer beso, la conversación de circunstancias en el pequeño sofá incómodo, todo se borra, todo se borra al bajar esa escalera salvo el primer vistazo a un cuerpo nuevo, tan esperado que el chico tuvo ganas de gritar ¡tierra! como un marinero en la torre de vigía, y es que a veces nos damos esta revelación como si fuéramos milagros los unos para los otros. El muchacho ha salido a esta calle resplandeciente a las tres de la tarde. Yo lo miro fijamente cuando aparece en el portal, recién duchado, sonriente, triunfal. ¡Es la imagen viva de la despreocupación!

Pero no he llegado a este capítulo para celebrar las despreocupaciones que encuentro todavía. Hoy son cada vez más extrañas y están permanentemente amenazadas por un clima que incita al cabreo como el viento de noviembre anima a ponerse una bufanda. Yo hubiera preferido nacer unas cuantas décadas antes por dos motivos: el primero, que hace años me hubiera sido algo más fácil convencer a mi mujer de que su papel en esta vida es ser mi esclava; el segundo, que tras el desmoronamiento de la despreocupación puedes meterte en un lío estúpido y complejísimo por hacer una broma tonta como esta.

Cuando me di cuenta de que la despreocupación es lo que desaparece en nuestro devenir cotidiano, sentí una alegría pasajera por el hallazgo que al final solo sirvió para ahondar mi melancolía. Algo tan estrafalario como revisar las bromas ochenteras de Martes y Trece basta para profundizar en las honduras del proceso. Comprendo que el humor de esos cómicos haya perdido la gracia porque nos hemos vuelto más sensibles a determinados vicios de la conducta humana y porque tampoco nos escandaliza ver a un par de maromos con peluca, escote y pelo en el pecho, pero el caso es que tienen una actuación en la que Millán Salcedo representa a una mujer maltratada por su marido. El travesti llora vergonzantemente, guiña el ojo con espasmos, hace pedorretas con la boca y su monólogo quejumbroso termina con un delirio musical de mamachichos al son festivo y patético de «a mí Mario me pega, me pega cada vez más». El número no me pareció gracioso por su contenido, pero me reí a cuenta de su simpática grosería y su incorrección. Acto seguido contemplé la preocupación derivada del miedo a las palabras que reina en nuestros días y pensé que, si un humorista se atreviera hoy con un número de ese calibre, tan desenfadado y de mal gusto, el público no se contentaría con apagar la tele o reírse con incomodidad: una élite de santos desataría una tormenta perfecta sobre su cabeza, sería tachado de inmoral y maltratador de mujeres por esa clase de jurado popular espontáneo que no atiende a razones ni investiga los actos. Se recogerían firmas para exigir a instancias nebulosas que prohibieran el espectáculo, las redes sociales se convertirían en su infierno y no faltarían tertulianos dispuestos a machacarlo como si lo conocieran de toda la vida. Cualquier desviación de su biografía, como haber engañado a una novia del instituto o haber mirado el escote de la dependienta del Pryca, sería presentada como prueba de su complicidad con todos los crímenes del heteropatriarcado. Sus amigos más timoratos lo abandonarían. Ningún papanatas que presumiera de izquierdista se atrevería a manchar su historial dejándose ver con él.

Pero la izquierda no solo ha imitado a la derecha en su atención obsesiva a la pureza de sus historiales. Los tiempos del norteamericano Frank Zappa coinciden en parte con los de los españoles Martes y Trece, y él tuvo una serie de problemas debido a sus palabras que me parecen un juego de niños si los comparo con las consecuencias actuales de una desviación verbal. Entonces la censura era patrimonio del pensamiento conservador, siempre temeroso de la capacidad de las palabras para remover las conciencias dormidas. Sabemos por la biografía de Zappa que en Estados Unidos había agrupaciones religiosas encantadas de suplir el tedio de su castidad con la recogida de firmas contra cualquier músico que resultase molesto a su fanatismo. Siempre encontraban la complacencia de algún senador republicano y un juez jurásico que aupara la denuncia hasta una espectacular comisión pública de investigación, con la prensa conservadora haciendo piruetas, pero el artista solía contar con el amparo de los derechos constitucionales de su país.

En el siglo xxi, colectivos fanáticos como los que persiguieron a Frank Zappa o Prince por decir fuck en sus canciones han servido como modelo de conducta a grupos cuya misión me parece más justa a simple vista. Organizaciones civiles de defensa de la mujer, de los padres divorciados, de los animales, los paralíticos o los palestinos lanzan un día sí y otro también su proclama contra las palabras de alguien que les ha herido (que les ha herido a ellos y no necesariamente a las personas que ellos dicen defender). Hoy montan un boicot contra un profesor de una universidad israelí que viene a dar una charla a España y mañana contra un columnista que ha proferido alguna barbaridad en las páginas de un periódico de provincias. Si aplico la ironía me entra la risa, porque los colectivos de izquierdas y los de derechas están luchando al fin juntos, cada uno desde un lado, en la misión colosal de destruir el lenguaje y encorsetar el pensamiento libre. Pero lo que digo deja de parecerme irónico. Rescato a dos de los personajes insignificantes que han ocupado las primeras planas de los periódicos en los últimos años solo por haber dicho palabras desafortunadas: el edil de un villorrio mierdoso de doscientos habitantes que soltó una barbaridad contra los inmigrantes y un grupo de titiriteros de tercera indignos de tanta atención nacional.

Cuando la izquierda abrazó el lenguaje políticamente correcto hubo motivos para alarmarse, pero fue mucho más grave lo que pasó a continuación: una vez que este corsé del pensamiento pudrió los cerebros de algunos izquierdistas poderosos, el proceso de la corrección ha degenerado en el dogma, compartido por toda clase de imbéciles de rango inferior, de que determinadas palabras de una persona sin responsabilidad política son una amenaza contra grupos difusos de ciudadanos. Esta es la marmita en la que se cuecen los colectivos españoles actuales. Los grupos fanáticos de la derecha siguen persiguiendo a cualquiera que haga bromas sobre ETA, la patria, Cristo o el aborto, mientras que la nueva tribu de fanáticos de izquierdas se lanza contra cualquiera que se atreva a mofarse de las putas, los negros, los lisiados, los gordos, los subnormales, los pordioseros, las chachas, las bestias de carga, los homosexuales o cualquier otra minoría discriminada. Odian las palabras que yo he elegido para nombrarlos y su odio los incita a perseguir a quienes las usan. Estos presuntos salvadores de la humanidad son los responsables de la erradicación de la despreocupación. Son ellos quienes nos han sumido en la Era del Papanatismo, ellos y la piara de personas dispuestas a ofenderse por lo que otro les ha dicho que les tiene que ofender.

Pero lo más irritante es que este clima de preocupación obsesiva y tensión social permanente es estéril. Los perseguidores de palabras luchan por arrancar del discurso público ciertas conjunciones de sílabas y no las conductas a las que hacen referencia. ¿La prueba? Los movimientos de censura popular que se reproducen por todas partes no han hecho del mundo un lugar más habitable; de hecho, ocurre todo lo contrario: el esplendor de Facebook, Twitter y los fabricantes de teléfonos que han favorecido a los movimientos-por-la-dignidad-de-lo-que-sea es simultáneo a la peor crisis económica y de derechos sociales de la historia occidental. Si antes de esta crisis no existían las redes sociales y no se veían iPads, es hora de que le preguntemos a nuestra última revolución social por qué no nos ha traído un poco más de progreso. El problema es que la respuesta sería tachada inmediatamente de demagógica por los papanatas del libre mercado, sobre los que habría que escribir otro capítulo: los nuevos inventos obedecen a la lógica neoliberal y no a la del progreso científico. Todo lo que rodea a esta revolución digital es rentable y nosotros lo incorporamos a nuestra vida, dejamos que su influjo cambie nuestra forma de estar en sociedad y solo empezamos a preguntarnos si sienta bien a nuestra salud mental después de haber pasado por caja.

Es hora de abandonar el optimismo que sigue rodeando a Google y demás multinacionales de internet, porque el mundo empieza a ser un lugar peor bajo su influencia. ¿Qué nos han dado los nuevos romanos? Nos han dado muchas cosas, los foros de debate, la capacidad de movilización sin moverse del sofá, comprar en el Mercadona sin pisarlo, el porno gratis para acariciarse la polla, los retuits para acariciar el ego, la Wikipedia.

—¿Y la paz?

—¡Que te den por culo!

De entre los escombros de la incomunicación surgió primero un cacareo lleno de esperanzas y palabras de libertad que poco a poco conformó un nuevo totalitarismo. Por primera vez en la historia es un totalitarismo que no necesita caudillo, porque las masas se bastan y se sobran para organizar sus estructuras represivas. Desde que la Tierra fue suplantada por el Planeta Internet, nuestra existencia se rige por dos movimientos, uno de rotación alrededor del egocentrismo y otro de traslación alrededor de la ofensa de los demás. Jonathan Franzen ha tenido la osadía de comparar internet con la República Democrática Alemana en su novela Pureza, traducida para la editorial Salamandra por Enrique de Hériz. Cito:

Cuando concedía entrevistas se había aficionado a dejar caer la palabra «totalitario». Los entrevistadores más jóvenes, que identificaban esa palabra con la vigilancia absoluta, el control total de las mentes y los ejércitos grises que desfilaban con misiles de alcance medio, lo interpretaban como una opinión injusta sobre internet. En realidad, él se refería solo a un sistema del que era imposible abstraerse. La vieja República, sin duda, había demostrado su excelencia en materia de desfiles y vigilancias, pero la esencia de su totalitarismo había sido algo mucho más cotidiano y sutil. Podías cooperar con el sistema u oponerte a él, pero lo único que no podías hacer en ningún caso, tanto si disfrutabas de una vida agradable y protegida como si estabas en la cárcel, era no relacionarte con él. La respuesta a cualquier pregunta, importante o banal, era el socialismo. Si sustituías la palabra «socialismo» por «redes», tenías internet.

[...]

Según su experiencia, había pocas cosas más parecidas entre sí que dos revoluciones. Lo que distinguía una revolución legítima —la científica, por ejemplo— era que, en vez de ufanarse de su condición revolucionaria, se limitaba a ocurrir. Solo las débiles y recelosas, las ilegítimas, tenían que ufanarse.

[...]

Los apparatchiks también eran una tipología nueva. El tono de los nuevos, en sus charlas TED, en sus lanzamientos de productos por medio de PowerPoint, en sus declaraciones ante parlamentos y congresos, en libros de títulos utópicos, era un lisonjero sirope de convicciones oportunas y rendiciones personales que Andreas recordaba bien de la República.

[...]

Los privilegios disponibles en la República eran irrisorios, un teléfono, un apartamento con algo de luz y aire, el importantísimo permiso de viaje, pero quizás no más irrisorios que tener x seguidores en Twitter, un perfil de Facebook muy popular y una aparición de cuatro minutos de vez en cuando en la CNBC. El verdadero atractivo de ser un apparatchik era la seguridad que conlleva encajar. Fuera, el aire olía a azufre, se comía mal, la economía estaba moribunda, el escepticismo proliferaba, mientras que dentro «la victoria contra el enemigo de clase estaba asegurada». Dentro, «el profesor y el ingeniero aprendían a los pies del trabajador alemán». Fuera, la clase media desaparecía más rápido que los glaciares, los xenófobos ganaban elecciones o almacenaban rifles de asalto, las tribus enfrentadas se masacraban religiosamente, mientras que dentro «las nuevas tecnologías disruptivas hacían obsoleta la política tradicional». Dentro, las comunidades descentralizadas ad hoc estaban «reescribiendo las reglas de la creatividad», la revolución «premiaba a quienes asumían y entendían el potencial de las redes». El Nuevo Régimen reciclaba incluso las palabras clave que la antigua República había usado: «colectivo», «colaborativo». En ambos casos se consideraba un axioma la emergencia de «una nueva especie de la humanidad».

Una nueva especie que, por más que oigo el mensaje optimista y machacón de los gurús a los que Franzen llama apparatchiks, a mí me parece más estúpida que la especie obsoleta. Que los entusiastas de los nuevos tiempos vean señales de madurez democrática donde yo veo olas de selfies y machaconería ofendida con ribetes de puerilidad mental, me hace sospechar que esos mesías de la Nueva Era todavía están deslumbrados porque ven demasiado porno a oscuras en la pantalla del iPad. Para mí lo expresó con más gracia y finura que nadie el matemático Ian Malcolm (Jeff Goldblum) de Parque Jurásico cuando dijo: «Que Dios nos asista, porque hemos caído en manos de ingenieros». Ya sabe usted lo que pasó después. Dinosaurios persiguiendo gente. Pienso en esa escena cada vez que un trending topic sirve para masacrar la imagen pública de alguien que ni conozco ni me ha hecho nada, aunque me pueda caer mal.

En fin. Por mucho que los idealistas tecnócratas como Enrique Dans —que, por cierto, se están forrando gracias a sus teorías insustanciales— consideren que la participación masiva de la ciudadanía en los debates en red enriquece el ambiente y acelera el advenimiento de la democracia directa, lo que yo descubro una semana tras otra es a una masa estúpida que se cabrea con gran escándalo por cualquier cosa y se demuestra absolutamente incapaz de cambiar ni lo que tiene más cerca. No, yo no creo que internet nos haya hecho madurar, creo que nos ha provocado un envejecido prematuro sin darnos tiempo a hacernos más sabios. Creo que nos ha vuelto tan irritables como esas señoras que dicen ¡ay Señor, ay Señor! Las ideas estúpidas no son combatidas con el debate sino que tienden a expresarse en soledad, a quedar impunes mientras el desdichado que las parió se enfrenta a un escarmiento público igual de estúpido e irreflexivo.

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