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Pili, el picoleto de Atxuri

Antequera, 1 de julio de 200_

13:00 h

Azpilcueta no daba crédito a lo que veían sus ojos. Tampoco a lo que su nariz se empeñaba en indicar. No. El corazón iba a estallar de un momento a otro. La morcilla que el camarero se empeñaba en servir en aquellos cuencos de barro olía a un rancio mortal. Más de una vez se había dicho a sí mismo que era raro. Una excepción en medio todas las reglas que se le ocurrían. Él mismo se lo repetía con frecuencia y los demás procuraban recordárselo cada vez que podían. Que era raro ver a un bilbaíno de Atxuri, vestido con el verde benemérito, en el Cuerpo. Ya era raro por sí que hubiera aceptado sin rechistar destinos que no fueran cerca del País Vasco. Ya era raro que no hubiera seguido el destino familiar, dedicado en cuerpo y alma al fogón y a los delantales blancos. Pero que aquel camarero capullo quisiera colarle morcilla rancia con su apostura de simpático-gracioso, mintiendo debajo del bigotillo aquello de “recién traídas de Burgos”, y no le dieran ganas de sacar la Star reglamentaria y endiñarle a aquel bocazas un tiro entre ceja y ceja. Eso sí que era raro.

Últimamente andaba raro todo él. Se había vuelto más tolerante y compasivo que de costumbre. Pero claro, pensaba él que, en primer lugar, lo del tiro en la frente no hubiera sido bien recibido por sus superiores, pues tenían de él un alto concepto. En lo relativo a las artes culinarias, se entiende. Era un talento que el guardia desplegaba de vez en cuando entre ellos, entre los mandos y sus colegas, preparando platos con maestría. Y regados con un vino misteriosamente exacto para cada ocasión.

—Tranquilo, Jabo. No le des el tiro aquí en público —solía tranquilizarle Emilio Amaya, su compañero de servicio, procurando que el camarero se enterara bien—. El tiro se lo damos luego, de noche. Así no tengo que denunciarte.

Salvo por aquel gracioso con traje de camarero, la vida pasaba delante de sus ojos con la apacibilidad de las vacas en las praderías del norte, ignorantes de la presencia de alguien que observa agazapado en la arboleda. Será por la edad, pensaba para sí Azpilcueta. Pero se mostraba proclive a dejar pasar el episodio y zanjar con un pelillos a la mar el asunto de la morcilla. Venirle a él con material rancio, a él, que había visto la luz casi en Burgos, entre el condado de Treviño y Álava. Así se lo narraba cada vez que podía a un complacido Pepe Toro, el dueño del Nº 1, árbitro y juez de línea en cosas del yantar y también con las cosas del buen hacer hacia el prójimo en Antequera—.

Y el móvil sonó. Sólo faltaba el móvil —pensó— ahora que ya había conseguido, en casa de Toro, enviar a aquel camarero a lo más hondo del olvido.

—Sí, dígame. A sus órdenes, mi comandante.

La voz del comandante Velasco sonaba siempre escueta, militar y casi espartana, por tanto. Pero conseguía transmitir casi la misma frialdad que mostraba también en la comunicación en persona. Sin embargo, hacía notables esfuerzos por aportar la mayor cantidad de datos en el menor espacio posible. Así, el mando puso al corriente a Azpilcueta del sitio a donde debía dirigirse de inmediato.

Javier Aingueru Azpilcueta había crecido en Atxuri correspondientemente rodeado de la realidad dura, sin contemplaciones, de los setenta y ochenta. No había conocido a sus verdaderos padres ya que Javier Azpilcueta Iribarren y su mujer lo habían adoptado cuando tenía cuatro años. El pequeño bar que regentaban allí en los aledaños de Bilbao sus nuevos tutores se convirtió en el mundo sin vallas para el niño. En aquella tasca se encontró el pequeño Aingueru con la luz de los descubrimientos. Cuatro años en la inclusa daban para poca escuela en lo académico, pero mucho de sí en la verdadera escuela de la vida. Los padres dedicaban entonces todo el día a la taberna y poco en realidad a su nuevo hijo. Javier Azpilcueta quiso enderezar las pocas maneras del niño con la disciplina que le habían aplicado a él. Otro de los descubrimientos que hizo tras la barra fue la disciplina de la resignación. Y cada vez que tocaba ración de disciplina, habituado a rehuirla en la institución de donde le habían sacado, el niño solía esconderse bajo el mostrador en sus escapatorias, en una esquina de difícil acceso para los adultos, con lo que conseguía alejarse de las iras de su padre adoptivo. El niño usó el escondite mientras pudo, hasta el día en que el crecimiento lo convirtió en algo imposible.En una de las ocasiones en que el niño descubrió que ya no cabía y su padrastro le había pillado en el intento, le dio la paliza más grande de su vida.

Aparte de los golpes y el sabor seco y ácido de la sangre, había algo que el muchacho recordaba con claridad de aquel día. Y era una voz. La voz que gritaba desde atrás entre cada fustazo que le atizaba su padre adoptivo. No era su madre, sino que aquella era una voz masculina, “ya está bien, Jabo, ya está bien, por Dios”. Tardó meses en averiguarlo, pero dedujo que aquella voz debía ser la del sargento Oleiros, de la guardia civil. El niño Jabo no lo supo hasta meses después porque Oleiros iba de paisano casi siempre. El mismo hombre que le abordaba a veces en el parque, para preguntarle cómo estaba y que de dónde sacaba aquellas magulladuras que llevaba siempre.

Una tarde en que Aingeru, Ángel, que era el nombre que traía del orfanato, se hallaba escondido en el mostrador, pudo escuchar la violenta conversación de aquel hombre y su padrastro. Fue una conversación de voces y puñetazos en la mesa. Recordaba retazos en los que se oía “Jabo, te voy a denunciar” y “métete en tus cosas y déjanos en paz, txakurra”. Pero aquel hombre no había dejado de preguntar al niño en la plaza y en la salida del colegio, o los domingos en la ría. Incluso más de una vez, le había llevado a su casa para curarle, o a comprarle alguna cosilla para olvidar los acontecimientos…como unos soldaditos, vaqueros e indios de plástico.

Un domingo por la tarde el niño se había escapado de la casa de sus padres e iba con la cara hinchada por el lado izquierdo, con pequeños derrames en la oreja y en la mejilla. El sargento Oleiros se cruzó con el chaval y le invitó a su casa, donde su mujer le hizo una pequeña cura. Cuando terminaron, Oleiros llevó al niño a urgencias para que le echaran un vistazo. Allí una doctora paisana le extendió una certificación para regresar a las siete de la tarde al bar de Azpilcueta. Tras besar al niño, la madre pidió, suplicó y se deshizo en ruegos o disculpas a Oleiros con el fin de que se marchara y les dejara en paz. “Por favor”, añadía la mujer con llanto contenido. El sargento conformó como pudo a la mujer, pero no se marchó sin antes mantener un breve encuentro con Azpilcueta en la acera de la taberna, en el que el niño pudo ver cómo le enseñaba la certificación mientras le susurraba algo al oído.

Varias semanas después, un domingo a las cuatro de la tarde, el juez levantaba el cuerpo del sargento Oleiros, muerto por un disparo en la nuca dos horas antes, mientras bebía una cerveza en la tasca de Azpilcueta. Sin rastro del asesino. En Atxuri, en el durísimo Bilbao de 1981, Aingeru Azpilcueta juró no olvidar nunca, mientras le durara la vida, a aquel hombre que una vez lo había llevado al hospital y a su casa para curarle los golpes de su padre.

Por la rendija de la madera bajo la barra, vio cerrar la puerta al último de los hombres que levantaron el cuerpo de Oleiros. Cuando su madre le convenció para que saliera del escondite, se dio cuenta de que el niño, todavía temblando por lo que acababa de presenciar, sostenía algo en la mano: casi aplastaba con su escasa fuerza a un vaquero de plástico con la estrella de sheriff pintada en plateado.

Pili y Mili

Viernes 2 de julio de 200_

07:45 h

Azpilcueta iba ya montado en su Alfa Romeo hacia el lugar de autos, cuando el sin manos le anunció la llamada del comandante, para pasarle novedades.

—Varón, de unos cuarenta o cuarenta y tantos años, moreno y de complexión fuerte, sin signos aparentes de violencia, más que dos agujeros de entrada de bala, con aspecto de gitano. Ropas caras y un coche igualmente caro. Por lo visto, ni se despeinó con los tiros. Tirado en el asiento trasero del coche…Sí, que le conoces… Se llama Canales. Ya…Ve hasta allí. Los del juez ya van para allá. Llámame en cuanto llegues y veas lo que hay. Yo termino aquí y salgo, ¿vale?

El comandante no se mostraba sorprendido por el acontecimiento —faltaría más a su dilatada trayectoria en la picolicie—, pero sí de que hubiera ocurrido donde ocurriera. En la Colonia de Santa Ana. En la nueva estación del AVE de Antequera.

—Estas son cosas de la costa, ¿verdad, Jabo? Pero, en fin. Mira qué te cuento. Parece ser que el tal Canales era una pieza, Azpilcueta… supongo que estás medio informado ya —le contestó el oficial—. Si andabas con los ojos abiertos por la calle, le verías pavonearse con sus colegas, sus hembras y sus coches… Incluso se le vio en alguna revista del corazón con una famosa de Marbella. Vamos, que le iba la discreción. En fin. Te va a acompañar Amaya. Mejor llámale y vente para aquí, lo recoges y os vais para allá juntos. Llévate uno de los C4 del cuerpo. No sea que tu Chiti-chiti-bang-bang os deje tirados.

No era ninguna novedad que el tal Canales era candidato fijo a la muerte que le había tocado. Pero nadie lo hubiera esperado de verdad, porque los tiros en Antequera no eran moneda corriente. Eso era cosa de la costa o de Granada hace unos años, con los italianos y los rusos dando de qué hablar en los telediarios. Pero dos tiros, dos y tan certeros no era nada habitual en estas tierras. Antequera estaba creciendo mucho y muy deprisa, decía todo el mundo… Y Canales, como el bailarín que también llevaba su nombre, se había hecho la estrella del ballet en medio de la coreografía de constructores, bancos, inversores de pelaje vario, especuladores de nueva cosecha, aventureros de diversa índole y, como escenario, la piel de toro de sus entrañas. Alguien como Enrique, del bar “A La Fuerza” le había dicho alguna vez al propio Canales que parecía un predicador de los de negro spiritual, en pleno cántico coral dirigiendo una masa enfervorizada, asintiendo entre aplausos, mientras la parroquia entera se entregaba gritando aleluyas y amén. Dios diría en qué acababa todo aquello. Y, como toda misa, por supuesto, por alta que fuera la fé y el fervor conseguido, llegaría sin duda a su fin.

Amaya y Azpilcueta se llevaban bien. Dentro del cuartel les llamaban Pili y Mili, como las ya olvidadas mellizas de la historia cinematográfica española. Con lo cual, la gracieta del sobrenombre solamente servía para los que tenían más de cuarenta y cinco. Como Amaya se llamaba Emilio y a Azpilcueta solían deformarle el apellido añadiendo una “i” de más, tenía que corregir constantemente a la ciudadanía al respecto, ya que Azpilicueta derivaba entonces fácilmente en “pili”. Y además siempre estaban juntos. Y si había algo de extraño y singular en el picoleto vasco, también lo había en Mili, porque era calé. Así que esas condiciones no deseadas ni lucidas, les convertía en una pareja conocida entre los de verde, dentro y fuera de la provincia de Málaga. Dentro y fuera del ramo del tricornio.

Azpilcueta tomó su móvil y marcó sin bajarse del coche.

—Hola, Mili. Soy tu Pili. Vamos a ser pareja de hechos otra vez. Cuando puedas, acércate al despacho del comandante Velasco, que quiere hablarte y te pondrá en antecedentes, supongo. Yo estoy contigo allí dentro de diez minutos.

Tuvo que esperar a que terminaran de cantar los Take 6 en el CD del Alfa GTV. El coro de 6 voces, cada uno a la suya, era impresionante y no se les debía hacer el feo. Y menos cantando Mary. Cuando terminó la canción, Azpilcueta apagó el contacto, se bajó y cerró el coche. Cuando entró por la puerta del cuartel, a las 8:15, saludó al guardia Narváez, que parecía sacado de una ilustración del siglo diecinueve, con su estatura, barba gris, larga y cuidada.

—Te prometo, Narváez, que cuando me jubile pienso pintarte al óleo y a tamaño natural, de capote y tricornio —le dijo poniendo su mano en el hombro del guardia

—¿Me saco una foto en pose de saludo, mi teniente, por si no llego a ese momento?

Lo de teniente siempre acarreaba el chiste, entre los del ramo milico-picoleto, de qué es lo que se tiene, cuando se es teniente de algo. El algo era fácilmente imaginable: el miembro del capitán. Después de alguna que otra variante del chiste privado sobre el apelativo, se dirigió al despacho del comandante Velasco y encontró al subteniente Emilio Amaya en el pasillo, esperando a que el comandante terminara con una visita. Unos minutos más tarde salió un hombre alto, con aspecto de extranjero y pocas maneras. Los dos guardias entraron a hablar con el comandante que obvió al personaje recién salido y les puso al corriente de las novedades del caso Canales. Con un gesto de la barbilla hacia el hombre, les explicó:

—El nuevo juez. Tenemos que dilucidar, por lo visto, aún si el asunto es para la Policía Nacional o para nosotros. La estación todavía es zona fronteriza... En fin. Id para allá. Que el juez decida allí lo que le parezca oportuno. Pero me juego la paga de este mes a que si lo halló uno de los nuestros en moto, dirá que el muerto, para nosotros.

Salieron del cuartel de la Plaza de Castilla a las 8:45 y se acercaron al bar de Enrique, A la Fuerza, a tomarse el primer y único café de la mañana. Allí comentaban la muerte de Canales con horror, ya que era un habitual de las tertulias de los viernes, al mediodía, cuando Enrique traía música en directo para el local. A veces un grupo cubano, a veces una voz y un piano, pero siempre había un aderezo sonoro a las comidas que allí se servían con esmero y sin insultar al paladar del personal. Azpilcueta también iba los viernes, cada vez que podía. Y por supuesto, aquella mañana se comentaban en voz baja las razones posibles para el asesinato, ya que eran bien conocidas las andanzas del Canales más reciente con figuras de Marbella, del toreo, de la construcción y sobre todo, del arte y las antigüedades. Claro que le conocían. Emilio, porque habían estado más de una vez, codo con codo, en alguna boda gitana. Y Azpilcueta tenía una relación agridulce con él. Era primo segundo de Susana. En fin. Vuelta a las relaciones familiares. Una pesadilla para el vasco, después de la no muy lejana experiencia con el hermano de su novia.

Azpilcueta no había querido redundar ante su comandante sobre la cercanía con el muerto. No quería alentar un discurso sobre la precaución que había de tener. El discurso iba de oficio en Velasco, y lo último que deseaba el teniente era un recordatorio profesional. Ni un caso en la familia. Y aún menos en la —casi— familia política. Aunque Azpilcueta y Amaya conocían las actividades de la víctima, sabían que cualquier novedad podía ser de vital ayuda en la investigación y de oficio iba el parar la oreja en la barra de Enrique. Por si las moscas.

El regalo de Canales

Viernes 2 de julio de 200_

10:00 de la mañana

En la Plaza de San Sebastián, junto al quiosco, Luis se subió al Mercedes azul agua de Matt. Aún tuvo que saludar a los tres jubilados que le habían entretenido la espera bajando la luna de la ventanilla y casi bendiciéndoles urbi et orbe. Tardaron ocho minutos en llegar al polígono de la Azucarera, y aparcaron a la sombra de la chimenea. Desde hacía un rato, Luis percibía claramente que Matt se comportaba de un modo extraño. Saltarse las señales de stop, ir en tercera con el motor a punto de echar las bielas por el costado, no eran su costumbre. Ni mascullar ininteligiblemente todo el rato. Matt tuvo que esquivar un coche oscuro, un Opel Astra azul, que no le sonaba de los habituales de la zona, como comentaba entre dientes sin que el Luis alcanzara a entender. También dijo algo de una moto aparcada allí que el día anterior le había adelantado, saliendo de la nada, allí mismo junto a su nave. Cuando se bajaron del coche, Matt miró hacia los lados de la calle, tratando de otear otras presencias antes de entrar, solo que esta vez no era una inclinación peliculera, sino algo más palpable, más real y, por ello, temible.

Bajaron del coche con poco disimulada aprensión, que Matt había conseguido contagiar a Luis. Matt sacó las llaves e hizo sonar su manojo con destreza hasta que localizó la llave. Cuando la giró para abrir, se dio cuenta de que la puerta estaba tan solo encajada con su pasador. Entraron sin hacer mucho ruido, como si Matt temiera que hubiese alguien dentro. A veces, Canales le pedía las llaves del estudio para traerse alguna de sus amiguitas casi adolescentes, muchas de ellas hijas o sobrinas de conocidos, a los que el calé no quería ofender. Por eso no se las llevaba a hoteles ni a pisos, porque quería evitar encuentros desafortunados. Matt imaginó que el Opel bien podía ser de alguna de las niñas, así que entró haciendo el menor ruido posible, y se lanzó a comprobar si estaban solos. Le bastaba con mirar la persiana del cuarto de arriba, en el que Matt tenía su habitación, con una cama amplia, una pequeña cocina y una mesa de oficina que ejercía de refectorio o despacho y lo que hubiera menester. Según estuviese echada o no la persiana, averiguaría si Canales estaba allí. Al comprobar que estaba abierta, dio un suspiro de alivio y dejó a sus piernas y a su aparato respiratorio en libertad de movimientos.

Descorrió varias cortinas, y la nave se llenó de luz. Y de las cortinas se echó a volar una nube de polvo. Matías no tenía problemas por la acumulación, pero Luis lo detestaba. Los rayos de sol se solidificaron con la nube de polvo marcando casi una pirámide de luz en el centro del estudio de grabación. Y el cantaor empezó a estornudar como un poseso. Se dio la vuelta para acercarse a la puerta de la calle, huyendo del polvo. Entre estornudo y estornudo, Luis se tapaba la cara con el pañuelo. Y en su camino hacia la puerta sintió el empujón que acabó por tirarle al suelo. Un hombre había salido a la carrera desde las sombras, justo donde se hallaban los paneles que ocultaban el cuarto de limpieza. No tuvieron tiempo de ver su cara ni sus ropas, Matt por estar bajo el halo de luz y Luis por su ataque de alergia. Tan sólo fueron capaces de oír la moto al arrancar.

Luis había ido a caer encima de un montón de cajas de cartón vacías, destinadas a empaquetar discos compactos. Cuando Matt se acercó a él para ayudarle a levantarse, traía una llave inglesa en la mano, y no dejaba de mirar hacia la penumbra desde la que había salido el hombre, no fuera que hubiese aún más compañía aparte de aquel. Luis solamente pudo hacer un gesto de interrogación con ambas manos, sin poder contener otro estornudo.

—Me parece que tengo un problema —fue la lánguida contestación de Matías.

— ¿Has visto quién era? ¿Le conoces de algo? —quiso saber el Gitanillo.

Negó con candidez y se pasó la mano por la nuca mientras recorría la nave con la mirada desde el fondo hasta el portalón.

— ¡Ay, Matías! ¿En qué andarás tú metido?

—No sé. Quiero que me lo digas tú.

— ¿Yo?—preguntó el Luis, conteniendo una risa que no venía a cuento después de presenciar la huida de aquel intruso.

—Ven. Te voy a enseñar eso.

Matt pidió ayuda a Luis para apartar un poco más el tablero que tapaba la entrada del cuarto de limpieza y desde el que había salido el hombre. Cuando abrió la puerta y encendió la luz, vieron que la figura que Matt escondía allí, estaba totalmente descubierta del envoltorio en el que la habían traído. El papel estaba en el suelo, cubierto por unos cuantos terrones de los que se iban desprendiendo del efebillo y al fondo la manta que le pusiera Matt.

Luis, embelesado, se apartó el pañuelo de la cara, y lo fue dejando caer a medida que la gravedad le iba tirando de la mano hacia abajo. Mientras tanto, no podía quitar sus ojos de aquella aparición. La bombilla cenital se había aliado con el papel y con la manta en el suelo, para crearle a la figura un ambiente posmoderno, que hubiera encajado sin desentonar en el Thyssen.

— ¿Y esto? —preguntó asombrado el Gitanillo.

—No sé, Luis. Me lo trajo tu pariente Canales. Me dijo que le escondiera esto aquí unos días —dijo Matt como si el parentesco le alejara de su situación crítica.

— ¿De dónde lo sacó? ¿Te dijo dónde apareció esto?

—Venía muy nervioso. Yo no había visto así a Canales nunca. Lo sacamos del coche, y lo metimos aquí. Me pidió que no dijera nada a nadie y añadió que ya vendría por él.

—Bueno. La pieza es llamativa, pero Canales sabía de esto algo y no creo que se pusiera nervioso por eso...

—Luis —dijo Matt con mucha formalidad—. Fue anteayer. Canales venía blanco como la cera y sudando. Traía mucha prisa y casi no me dejó ni hablar.

El teléfono móvil de Luis empezó a sonar. Lo sacó del bolsillo y se lo llevó con urgencia al oído.

— ¿Sí?

Pasaron unos diez segundos antes de que Luis hiciera algún sonido como contestación al interlocutor.

— ¿Canales?... ¿Qué me dices, Juan?...

Luis se tapó la boca con la mano y empezó a estrujar los labios, buscando palabras en un gesto de pausa reflexiva.

—Vale —dijo por fin el Gitanillo con la segunda sílaba más lacónica que pudo articular y cortó la llamada. Se acercó a la figura y le palmeó la pierna de bronce. Se volvió hacia Matt y dijo:

—Pues sí que tienes un problema. O lo tenemos, no sé —dijo Luis ahogando la pena con su nudo en la garganta—. Canales ha muerto. Le han dado dos tiros.

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