Kitabı oku: «Cruz del Eje», sayfa 5

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Día 2

Al día siguiente, emplearon todo su tiempo en localizar y preguntar uno por uno a los funcionarios de aduanas que Corsino había mencionado, sobre los demás fugados. Ninguno había dado muestras claras de adónde se dirigían, ni habían sido identificados. Sólo dos recordaban la figura de Lezama según al retrato que les estaban mostrando. Los demás, al parecer, habían pasado lo suficientemente desapercibidos.

La última de las entrevistas con los aduaneros había tenido lugar en un pequeño pero elegante café, el de “Los Inmortales”, de la calle Corrientes, muy cerca de la Avenida de Mayo. Allí preguntó Colinas a los dos últimos de los aduaneros, que parecían ser los más jóvenes, sobre qué podrían hacer dos solteros esa noche en la primavera de Buenos Aires. Casi al unísono, contestaron lo mismo y sin dudar. Con dinero en sus carteras, no tenían más que cruzar al otro lado de la Avenida de Mayo. Con todo el pesar del mundo, Ochandiano se vio forzado a llevar a Gorgonio a cenar al Armenonville. El gran y hermoso Armenonville.

Buenos Aires es la ciudad de los árboles. Casi como la antigua leyenda de las ardillas, uno podría recorrer la ciudad saltando de copa en copa, sin tocar el suelo. La arboleda de la Avenida de Mayo se confundía con la de aquel local de moda. En el hermoso jardín de verde intenso del Armenón se podía cenar al aire libre oliendo las glicinas. Era una mezcla de patio andaluz y cervecería alemana, que permitía bailar de vez en cuando un tango y— sobre todo— recordaba al Hansen, que había cerrado cinco años antes. El amplio jardín contaba con decenas de reservados, separados por setos naturales de arrayán y al fondo, se divisaba el enorme chalé de estilo europeo imponiendo su personalidad a todo el jardín, cubierto de verdes mirtos tallados en formas acolchadas, curvas ellas de una sensualidad desbordante.

Después de situarles en una mesa discreta, una vez que el maitre se había retirado, Ochandiano pareció sentirse más cómodo y relajado. Miraba a su alrededor, como si quisiera encontrar a alguien entre el abundante público de aquella noche. Se percibía un ambiente especialmente tanguero, en función del espectáculo que mostraba el cartel. Y Gorgonio no ocultaba su entusiasmo:

—Vamos a ver, Ochandiano. No se me escandalice —pensaba en voz alta Gorgonio.

—Si la Duquesa de Norfolk ha dicho que va contra el espíritu británico y el Kaiser lo ha prohibido a sus oficiales, entonces no hay duda. Hay que ver el tango.

—Aquí se puede ver cualquier cosa, Colinas —advertía con pavor mientras miraba a su alrededor.

Mientras decía esto, con temor de ser oído por alguno de los muchos personajes que pululaban entre las mesas, Ochandiano continuó.

—Aquí hay señoritos, chulos, finos y cafishios de postín peleando las minas —ya sabe, las mujeres— a lo más florido del arrabal orillero. No hay lugares así en Madrid, ni creo que en el mismísimo París...—mascullaba Ochandiano, suavizando el tono de su voz.

—El “Armenon” es un espectáculo en sí mismo, Colinas. Es un espectáculo vivo. Nosotros podemos pagar el caro menú para ver evolucionar en escena a verdaderos orilleros con un tango; para ver cómo el bacán de turno se lleva una “mina” a su reservado, o para ver a los músicos zanjando con una puñalada disputas artísticas.

Y cada palabra con la que Ochandiano intentaba disuadir a Gorgonio, sólo conseguía agrandar la sonrisa lasciva de éste.

Con elegante esmoquin y pechera dura, el sexteto de músicos apareció en escena. Era entonces cuando el “Armenón” abría sus encantos en todo su esplendor. Bueno, en casi todo su esplendor. Aquella noche aparecía en el cartel del programa una voz de éxito, un gordito que ya no lo era tanto como cuando había debutado dos o tres años antes, en el mismo local. A decir de Ochandiano, aquel cantor era francés. Y que venía de Montevideo. El ex gordito cantaba bien. Su nombre era francés, pero era realmente oriental —como llaman a los uruguayos en Buenos Aires— y lo hacía bien. Se llamaba Carlos Gardés o Gardel. En fin. El caso es que emprendió un repertorio con canciones camperas de cierto agrado. Al igual que todo lo que le rodeaba, el cantor poseía el encanto de lo nuevo para los oídos y los ojos del ávido Colinas. En cómo prolongaba las vocales, nasalizando y convirtiendo el portamento, un defecto técnico sin perdón, en una cualidad narrativa. Todo lo cual conducía a corroborar sus orígenes franceses. Y cuando no cantaba y se extendía en la presentación de su siguiente tema, Gorgonio no dejaba de hallar encantador el tono añorador en su voz, en cómo la impostaba y en cómo, a fin de cuentas, ese acento dulce, corregía elegantemente la pedantería de su hablar. Así que poco a poco se fue abriendo lugar en la atención de las gentes.

Pero cantó un tema —ese sí— que invadió el sentido de Gorgonio de pronto. Ya no había lugar a dudas de que el origen rufián y canalla del tango le dotaba de un aire enormemente atractivo.

Percanta que me amuraste

en lo mejor de mi vida...

dejándome el alma herida

y espinas en el corazón,

sabiendo que te quería,

que vos eras mi alegría

y mi sueño abrasador...

Gorgonio se dio cuenta de que había casi dejado de respirar durante los versos de aquel tema. Se llamaba “Mi noche triste”.

—Cenemos, pues. Y disfrutemos —se apresuró a decir Gorgonio al terminar aquella pieza, mirando al plato con esperanza. Un segundo después su tenedor se hundió en el tierno y macizo pedazo de carne asada humeante. Al igual que se hundió en el corazón de Gorgonio el recuerdo de Paloma, la golfa adolescente que le trajo al mundo de los adultos una noche de invierno en Valladolid.

—¿Qué ha averiguado del italiano, Gorgonio?— le espetó. Colinas volvió a la realidad.

La interrupción de Ochandiano fue como morder un pedacito de hueso.

—Corsino dice que alguno mencionó la ciudad de Córdoba expresamente.

—Desde luego, eso tiene visos de certeza, habida cuenta de que la variedad de opciones no es tanta. Mendoza, al oeste, les acercaría a Chile. Pero un paso fronterizo siempre tiene cierto riesgo para el que va inseguro y sin papeles claros.

—¿Y el sur, Ochandiano?

—La Patagonia. Mmmm —dudó el navarro.

—Desde luego es segura. Pero desierta. Córdoba es la opción. Militares de prestigio como ellos, seguro no pueden renunciar a sus aspiraciones internándose en zonas desiertas. La mayoría deben haber ido a Córdoba...

Ochandiano se convenció ya de que Colinas no había leído nada de las cartas que le enviara a Valladolid. Si lo hubiese hecho, no habría tenido dudas de que había que ir a Córdoba sin dilación. Pero no se halló con el valor necesario y prefirió dejar por cuenta del instinto canino de Gorgonio seguir el rastro de Lezama.

La pausa que Ochandiano había hecho tuvo razones de peso. Una bellísima dama se acercó a la mesa contigua hasta ocuparla como una reina ocupa su trono y quiso que todos lo supieran. Como respetuosos cortesanos, los comensales del salón hicieron silencio, hasta que la reina ocupó el lugar más destacado del restaurante. El caballero que la acompañaba se movía con pasitos graciosos y cortos. Lucía una cabeza grande, redonda. “Vive para ella.”— pensaron todos los presentes. Y a continuación los hombres añadieron a su pensamiento: “¿Y quién no?”

Unos minutos después, cuando ambos estaban ya sentados, el maitre del local se acercó a la mesa de Ochandiano y Colinas, a traer un ofrecimiento del recién llegado. Una botella de Cabernet—Sauvignon mendocino. Un “Hipólito”, según la etiqueta, de 1911. Agradecieron con una reverencia y continuaron.

Ochandiano no necesitó la interrogación y se dispuso a contestar a la muda pregunta de Gorgonio:

—Ella es Susana Bianco de Verdaguer. El enanito es su marido. El actual subdirector de las líneas de Largos Recorridos del Ferrocarril. Le llaman el Kinoto. Es una historia triste, Colinas...

— ¿Cuántas veces te he dicho que no quiero la leche en taza, amorcito?

Y Kinoto se giró para regresar a la cocina no sin antes tropezar con el zapato de taco alto que Susana se quitaba siempre al vuelo antes de caer en la cama.

Había regresado a las dos de la mañana de esa cita con las amigas y la canasta en el club, en la que se bebía. Claro que con moderación.

—Leche y galletitas, linda.

—He visto a Mr.Langston en el club y me preguntó por vos. Se queja siempre de que no vas por allí.

—Tengo mucho que hacer por acá, linda.

—Te vendría muy bien dejarte ver por el club de vez en cuando. Mirá a Landáburu cómo le ha ido.

—Landáburu es un cretino con un estómago de basurero.— dijo Kinoto con un gesto de náusea, además de añadir— Le chuparía las medias a su sepulturero para que le busque un buen sitio en la fosa común.

—Sí, pero se va a su nuevo destino en Inglaterra en enero, amorcito. Eso es una carrera fulgurante. Con Sir William Leguizamón, querido...

Se observaba que Susana sabía que su marido la amaba con desesperación, y que ella tendría el sol que pidiera y galletitas con leche. Susana ni se molestaba en recomponerse el peinado ni el vestido tras las noches de juerga y desenfreno con Langston o con el mismísimo Landáburu. Tenía el suficiente castigo con saber que él no le concedería el divorcio por nada del mundo. Y que mientras Kinoto siguiera siendo subdirector de Recorridos en los Ferrocarriles, Susana tendría la vida asegurada a buen ritmo.

Toda la compañía sabía lo de Kinoto con Susana. Sabían más bien lo del mote, pero con toda seguridad ignoraban lo de su origen. Jacinto Verdaguer medía uno cincuenta y cinco. Su cabeza redonda y calva tenía una piel de tonos anaranjados que encajaba perfectamente con la descripción. Aunque la verdadera historia traspasaba los límites de la normalidad, si por tal entendemos la vida, desprendida de emoción, sabor y pasión. Los que se suben a la montaña rusa aceptan el riesgo de un encuentro poco afortunado con la ley de la gravedad. Pero, ay, los que prefieren no subirse a ella por miedo, por desear menos de lo que la vida a veces da sin que se lo pidamos. Éstos se aseguran el tránsito salubre por sus caminos, aunque sin el vértigo de las curvas y otras sinuosidades. Así pensaba Kinoto para sí, sobre la posibilidad de que algún día, quizá todavía lejano, Susana quisiera mirarle con los mismos ojos del primer día. Y a ese afán se entregaba con toda la esperanza que su menguado cuerpo y su graciosa figura le permitían.

El caso es que el país se encontraba sumido en un momento de tensión general, pues Argentina no estaba ajena a los vientos de revolución. Los disturbios de los ferroviarios en huelga sacudían por entero contra la empresa británica en aquellos años. Una noche, tras una intensa jornada de negociación sindical, los ingleses del Comité salieron a cenar junto a los miembros argentinos de la empresa. Algunos activistas de los trabajadores se habían enterado del lugar elegido para la cena y la casi segura juerga posterior. Sir Thomas Langston era uno de los jerarcas británicos quien, aunque no era precisamente un recién llegado, había conocido aquella misma semana a Susana Bianco de Verdaguer durante la presentación que se hizo a los ingleses de los principales ejecutivos de la empresa ferroviaria. Unas horas después de terminada la cena del Jockey Club de Buenos Aires, a la que habían acudido todos para celebrar el buen fin de aquellas primeras negociaciones, les pillaron a ambos en el coche de Langston, desnudos, con una larga borrachera que dormir. Así, les llevaron al hotel Emperador, para dejarles en el suelo del lujoso vestíbulo rodeados de ramos de flores y botellas de champán y un gran cartel que decía: “Negociamos por ti. Por tu país. Por tu ferrocarril”. Entre las piernas de Susana vaciaron un cesto de kinotos, que había sido el postre elegido aquel día por todos los comensales de aquella cena. Naranjas de la China en almíbar con suave y elegante toque de “Cointreau”...Tuvieron la enorme suerte de ser inmediatamente retirados a una habitación por parte del gerente del hotel, amigo de ambos, Langston y Susana, pero sin evitar la indiscreción de algún miembro del personal.

Antes de pagar la cuenta, Ochandiano se levantó a agradecer la botella de vino. Colinas se sintió incómodo, pues creía que debía participar del agradecimiento. Aún así pudo sentir sobre sí la mirada de ambos hombres, la de ratoncillo que tenía aquel y la de Ochandiano. Mantuvieron una charla larga, durante la que vio cómo Ochandiano negaba con la cabeza varias veces. Por fin, se dieron la mano, dio un beso a Susana Bianco y regresó a la mesa. El navarro pagó con una firma sobre la bandeja del elegante maitre y se dispusieron a partir.

—Es una historia de amor...triste. Lo de este hombre es de una humillación y sumisión suicida, Colinas.

Colinas miraba sorprendido a Ochandiano, con el gesto de alguien que observa incrédulo la ceguera de otros:

—¿Pero es que el amor es otra cosa, Ochandiano?

Día 5

A Córdoba

En la Plaza San Martín, de camino a la estación de Retiro, no había niños jugando con sus ayas, ni abuelos sentados al sol. Aquella mañana se habían concentrado allí cientos de trabajadores de los ferrocarriles para mostrar su descontento con las últimas disposiciones de la empresa inglesa. Bien temprano, Colinas les había oído gritar desde su habitación. Pensó que podría afectar al horario del tren hacia Córdoba que ellos iban a tomar al mediodía. Ya habían tenido que cancelar un tren el día anterior, por riesgo de violencia con los huelguistas, y Colinas había encontrado en aquel retraso un guiño de la providencia. Se entretuvieron en recorrer algunas calles de la ciudad: Corrientes hacía honor a su fama entre los españoles jóvenes: luz, vida nocturna, movimientos por todas partes, tanto en la luz como en las sombras... Y pensó Gorgonio que la humedad de la ciudad de Buenos Aires era insolente. El calor que reinaba en aquella primavera de 1917 prometía un verano de justicia. De repente, sentados en su compartimento, a Gorgonio le asaltó la idea sobre la perspectiva de unas Navidades en medio de aquel tórrido verano austral.

Se levantó y se asomó a la ventana en busca de aire fresco. La máquina Concordia dio un pitido largo y potente para marcar la partida sobre las dos de la tarde. Era poco el retraso, puesto que la policía y el ejército por fin habían disuelto al grupo de manifestantes.

La idea no le entusiasmó en lo más mínimo.

—¿Se hace uno a la idea de la Navidad a 40 grados, Ochandiano?

—Nunca, Colinas.

—Navidad con calor. Madre mía. ¡Qué monstruosidad! —pensó Colinas mientras seguía con la vista las pancartas que enarbolaban los huelguistas en las plataformas de la estación y también en las calles circundantes.

Se consoló pensando que, a fin de cuentas, el que tuvieran que aguantar el sol de las dos de la tarde Buenos Aires, les aseguraba no tener que llegar bajo el sol tórrido y sofocante que, como le habían anticipado, reinaría en Córdoba a la misma hora del día siguiente.

Los setecientos kilómetros se hacían con una relativa rapidez, puesto que lo llano del terreno permitía a la moderna máquina inglesa hacer una buena media de velocidad.

En su compartimento viajaban tres personas más. Un caballero galés, que no hablaba español y se disculpó por ello durante toda ocasión que podía. Iba acompañado de su esposa, quien sí hablaba algo de español, pero no parecía muy interesada en hacer uso de su conocimiento, ya que se mostraba más preocupada por el calor que hacía en aquel lugar. El tercer viajero era un hombre, cercano a la cincuentena, muy elegante, que pasaba más tiempo ausente del compartimento que en su asiento. Al menos, su equipaje no estaba allí. Tan pronto entraba, debía salír casi con la misma celeridad con que le llamaban.

Durante las primeras horas de viaje había muy escasa actividad en el tren, pero todo cobraba vida al ponerse el sol. Las campanadas de los mozos del tren, anunciando los turnos de cena, daban el pistoletazo de salida a un cambio en las reglas. Los caballeros y las damas habían tenido tiempo de solucionar en sus modernos camarotes las penurias producidas por el calor de las horas diurnas. Algo que no estaba al alcance de los viajeros de segunda y tercera clase. Con el fresco reinante, se abrían todas las puertas y el mayor tránsito de personas, ajetreadas por los movimientos del tren en los pasillos, informaba del comienzo verdadero del viaje, en el que siguiendo unas ordenanzas tácitas, los actos de protocolo se postergaban para esa hora, antes de la cena, ya lejos de los calores crueles de la siesta.

Pero aquel viaje contaba con más pasajeros de los esperados en el Nocturno de Córdoba. Entre ellos se encontraba el gobernador de esa provincia, en compañía de gran parte de su séquito político. Volvían a Córdoba tras mantener una reunión con el presidente Irigoyen, con la Asamblea Nacional, y la Compañía de Ferrocarriles. No sería fácil, por tanto, hacerse con una mesa en el vagón comedor, según las advertencias de Ochandiano. Pero, como había sido él quien había insistido en conseguir billetes para aquel tren, se mostró paciente. Se acercaron al maitre y éste les contestó con poca amabilidad que tendrían que esperar dos horas para acercarse a la posibilidad de matar el gusanillo.

El caballero que había pasado la tarde entrando y saliendo del compartimento, que ocupaba una mesa, se puso de pie para invitar a los dos españoles a la suya. Tras levantarse con modales muy acentuados, ofreció un lugar a los dos despistados. Gorgonio observó que el hombre lucía un traje de exquisita hechura, con los puños de la camisa inmaculadamente almidonados y adornados con unos llamativos gemelos de oro. Gorgonio no pudo resistir el impulso de aceptar sin dudas, ya que era mayor el apetito que la discreción a la que su trabajo le obligaba. Él se sabía un perfecto desconocido y no tenía que mantener tantas precauciones. El cielo, el aire, las llanuras, la amabilidad y la generosidad de sus habitantes eran más grandes en Argentina. La codicia y el apetito eran más grandes en Argentina. También la nube de perfume que rodeaba a José Ramos Ribadulla. Más grandes que el vagón restaurante. Hubo un breve momento de desconcierto durante las presentaciones, pero no dejaba de ser razonable que, siendo todos ellos desconocidos, alguien tuviera que tomar la iniciativa. Ochandiano volvió a mostrarse un tanto nervioso por unos momentos.

En la mesa se descorchó una botella y se sirvieron las copas para los tres. Ochandiano, sin embargo, bebía en silencio mientras pensaba en qué clase de situación se encontraban, entre miradas al exterior oscuro, ya en la provincia de Santa Fe y las frívolas charlas de Colinas, quien se dejaba llevar por la sensualidad. Estaba en Argentina, con vino en la copa y una noche larga en tren.

—Es vino mendocino, señor Colinas. No iguala a nuestros riojas, pero se apaña bien.

Tras limpiarse delicadamente con la servilleta, añadió:

—Estoy bromeando. Pero le recomiendo que no se lo deje saber al señor gobernador—dijo señalando al hombre de la mesa contigua.

—O, de lo contrario, se meterá en problemas... Este vino es suyo. De su finca de Mendoza.

—No se preocupe, no quiero por nada del mundo aumentar los problemas que ya tengo. Le ruego que me disculpe, pero creo que no me ha dicho su nombre y ya estoy ocupando su mesa... — no recordaba Colinas haber dicho su nombre en ningún momento, pero no le dio importancia.

—Ramos. Me llamo José Ramos Ribadulla, señor Colinas —y se notaba su grueso acento del ribeiro cada vez que pronunciaba su nombre.

—Usted es gallego, Ramos. Pero no creo que sea de los recién llegados, ¿no?

—Cree bien. Hace unos años que llegué a este país buscando... Bueno, lo que usted, imagino.

—Discúlpeme si exagero, pero no parece que le haya ido mal, señor Ramos.

—No. No me ha ido mal. Aunque he trabajado lo mío, debo decir.

Al pronunciar la última palabra, una voz atravesó el pasillo dando confirmación a lo dicho por Ramos. El gobernador se acercó a la mesa de Ramos y palmeó cariñosamente sobre el hombro del gallego.

—Gallego y trabajador como él solo —dijo el gobernador, mirando a los dos recién llegados.

—Presénteme a sus invitados, Ramos.

—Este es el señor Gorgonio Colinas. Recién llegados a Argentina, él y su socio, el señor Fernando Ochandiano.

—¿De negocios en nuestro país, señores?

—Bueno. Podríamos decir que sí, señor gobernador.

—¿En qué ramo trabajan, señores? Hay muchos sectores en los que nuestro país está demandando grandes ideas y cambios.

—Maquinaria —dijo Colinas, improvisando con una naturalidad que horrorizó a Ochandiano. Bueno, después de todo, lo suyo tenía que ver con la maquinaria…del estado.

—Ya veo, Industria. Mmm —balbució aseverativo, al tiempo que daba cuenta de un trago de su vino.

—Eso es el futuro. Industria que mueva este país pesado y grande —dijo el gobernador sin ocultar el brillo de sus ojos.

—El presidente Irigoyen tiene unas grandes ideas sobre nuestro país, sobre sus gentes. En fin, sean bienvenidos.

—Nuestros intereses apuntan a diversos sectores que son de importancia aquí en Argentina: Vinicultura, azúcar, cosechadoras, ya saben ustedes...—apuntó el gobernador dando la bienvenida a uno de los platos con la mirada.

Ochandiano presenció absorto la disertación de Colinas sobre las maquinarias que iban a empequeñecer a los grandes inventos de la historia. Y resultaba obvio que, al hablar de vinicultura, atraería la atención del gobernador, y se disparó entonces el mecanismo de control de la situación de Colinas, el eficaz funcionario de misiones encubiertas del rey Alfonso. Ochandiano estaba horrorizado

Ramos era un personaje de un magnetismo indiscutible. Mostraba una capacidad para conversar manteniendo, al mismo tiempo, estilo, discreción y buenas maneras, junto a una clarividencia transparente. Lo cual no sólo explicaba porqué se había adueñado de la situación, sino que también demostró por qué se había hecho cargo del comercio local de su ciudad, lo cual incluía hablando de comercio, hasta las almas de algunos feligreses. Es decir, incluso los timberos más empedernidos de la zona, se contaban entre los acólitos de aquel gallego con voz de fanfarrón, quien, sin embargo, había conquistado la amistad de toda suerte de parroquianos. El comisario Sánchez, por ejemplo, quien era un habitué de las timbas de Ramos. El policía hacía la vista gorda con el gallego cada vez que convenía, retirando las patrullas del río, en las inmediaciones de las casa de éste los jueves por la noche. Ese era el día de las grandes partidas de julepe o póquer.

No era, desde luego, una deferencia del comisario hacia Ramos —quien esas noches introducía a deshora vinos y licores ilegales en las bodegas—. El comisario lo hacía por los jugadores, que solían salir al paseo del río por dos únicas razones: o bien a vomitar las largas horas de partida o a contar estrellas con alguna de las “ahijadas” de Ramos. “Son caballeros —decía— y hay que mantener las formas, ¿no le parece?”—. De esta manera, no había personaje o autoridad en la ciudad ni en la zona de Cruz del Eje que no gozara de la amistad del comerciante y de los lujos con que agasajaba a sus invitados, y que, por tanto, no estuviera bien cogido por los huevos. Estaríamos buenos. El viejo gallego no había abandonado su tierra para irse a diez mil kilómetros de su hogar a ejercer de buen samaritano ni para hacer de contable en balances ajenos en los negocios del nuevo mundo. Faltaría más.

La noche concluyó con el tintineo propio de las copas de champán que, chocando entre sí, decoraban el vaivén del tren. Celebraba el gobernador la reciente entrada de los ferrocarriles en la vida nacional: Los ingleses debían ir pensando en que algún día no muy lejano, todos los trenes iban a ser argentinos. Las licencias de explotación acababan de expirar y las nuevas daban mayor protagonismo a las decisiones argentinas... Eran enormes las extensiones de territorios incomunicados por los ferrocarriles y Córdoba estaba entre las que necesitaban mayor comunicación con la capital, al igual que Mendoza. Tanto en una como en otra, el gobernador mismo poseía campos que esperaban la ocasión de ponerse a trabajar. Y, por encima de todo, incluso por encima de su condición de gobernador de una provincia argentina, sabía que un Laudin como él, apellido de honda estirpe gala, debía mostrarse encantado de que los ingleses se llevaran una patada en el culo.

La intercesión de aquel señor Ramos permitió a Colinas y a Ochandiano disfrutar esa noche de un compartimento para ellos solos. Aquello les ahorró una noche de literas y ruido a la que ya se habían resignado antes de la cena. Gorgonio no dejaba de lucir la tranquilidad de la que siempre había hecho gala. Sin embargo, Ochandiano se hallaba nervioso e inquieto. Aparte de los tropiezos y la torpeza de sus manos para acomodar los equipajes, no pudo conciliar el sueño con la facilidad de Gorgonio. Se levantaba y abría la puerta del estrecho habitáculo con frecuencia, como si quisiera comprobar algo en el pasillo. A veces se aproximaba a la ventana y observaba la oscuridad como si pudiera ver algo en ella. En una de esas veces, Gorgonio levantó la cabeza para mirar a su compañero de viaje y vio que Ochandiano sostenía unas hojas de papel con los pliegues propios de una carta. Durante una de las veces que abrió la puerta del compartimento, habló con alguien que preguntó si había aclarado con Colinas el asunto. Ochandiano pidió al extraño que bajara la voz y que le dejara en paz. Aún sin dormir más que superficialmente, Colinas le advirtió:

—No trabaje tanto, Ochandiano. Se le quebrará la salud— apenas pudo susurrar Colinas con la lengua pesada de las madrugadas.

Ochandiano miró la carta que sostenía en sus manos y dando un suspiro entrecortado se acercó a Colinas.

—Gorgonio. Supongo que hay que hacerlo. ¿Recuerda usted las cartas en su casa antes de partir hacia Madrid?

— Sí, las recuerdo. Le vuelvo a pedir excusas. Me extrañaron mucho, pero en aquellos momentos no tenía tiempo de ponerme a leerlas. ¿Por qué?

—Ya. No, por nada. Duerma, Gorgonio.

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