Kitabı oku: «Habanera para un condecito»
HABANERA PARA UN
CONDECITO
(Cruz del Eje II)
JUANJO ÁLVAREZ CARRO
HABANERA PARA UN
CONDECITO
(Cruz del Eje II)
EXLIBRIC
ANTEQUERA 2016
HABANERA PARA UN CONDECITO
© Juanjo Álvarez Carro
© De las imágenes de cubierta: José Manuel Patricio Toro
© Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric
Iª edición
© ExLibric, 2016.
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ISBN: 978-84-16110-58-2
Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.
JUANJO ÁLVAREZ CARRO
HABANERA PARA UN
CONDECITO
(Cruz del Eje II)
Índice de contenido
Portada
Título
Copyright
Índice
Prólogo
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 17 de julio de 1947
Martes, 5 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Parte 1 Un mes y medio antes
29 de mayo de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Martes, 5 de agosto de 1947
Martes, 5 de agosto de 1947
Martes, 5 de agosto de 1947
Miércoles, 6 de agosto de 1947
Miércoles, 6 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Miércoles, 6 de agosto de 1947
Jueves, 7 de agosto de 1947
Jueves, 7 de agosto de 1947
Jueves, 7 de agosto de 1947
Jueves, 7 de agosto de 1947
Jueves, 7 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Jueves, 7 de agosto de 1947
Viernes, 8 de agosto de 1947
Viernes, 8 de agosto de 1947
Viernes, 8 de agosto de 1947
Viernes, 8 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Parte 2 Evita en Madrid
Sábado, 9 de agosto de 1947
Sábado, 9 de agosto de 1947
Domingo, 10 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Domingo, 10 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Domingo, 10 de agosto de 1947
Escritos personales de Florián A. Carro y Rubio
Domingo, 10 de agosto de 1947
Domingo, 10 de agosto de 1947
Lunes, 11 de agosto de 1947
Martes, 12 de agosto de 1947
Escritos personales de Florián A. Carro y Rubio
Martes, 12 de agosto de 1947
Martes, 12 de agosto de 1947
Martes, 12 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Martes, 12 de agosto de 1947
Escritos personales de Florián A. Carro y Rubio
Martes, 12 de agosto de 1947
Parte 3 Habanera para un Condecito
Escritos personales de Florián A. Carro y Rubio
Miércoles, 13 de agosto de 1947
Miércoles, 13 de agosto de 1947
Miércoles, 13 de agosto de 1947
Miércoles, 13 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Miércoles,13 de agosto de 1947
Miércoles, 13 de agosto de 1947
Miércoles, 13 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 18 de julio de 1947
Miércoles, 13 de agosto de 1947
Parte 4 Mi Buenos Aires Querido
Jueves, 14 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 19 de julio de 1947
Jueves, 14 de agosto de 1947
Jueves, 14de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 19 de julio de 1947
Escritos personales de Florián A. Carro y Rubio Buenos Aires. 1946
Jueves, 14 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 19 de julio de 1947
Parte 5 La cruz hecha del eje
Escritos personales de Florián A. Carro y Rubio
Escritos personales de Florián A. Carro y Rubio
Viernes, 15 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 19 de julio de 1947
Viernes, 15 de agosto de 1947
Escritos personales de Florián A. Carro y Rubio
Viernes, 15 de agosto de 1947
Viernes, 15 de agosto de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 19 de julio de 1947
GRAN PREMIO BUENOS AIRES-LIMA 20 de julio de 1947
Epílogo
Epitafio del coronel
El barco de agua
Agradecimientos
A Pilar y a mis hijos
A mi abuelo Florián
A los héroes del TC
(Pilotos y copilotos)
Sigamos escribiendo, ahora. Contemos la historia.
Sepamos qué ha traído a esos personajes hasta aquí.
Arturo Pérez-Reverte. Hombres buenos
Un buen piloto es aquel que gana una carrera
conduciendo lo más despacio posible.
Juan Manuel Fangio
Personajes por orden alfabético
Abreu: Policía retirado. Vive en Islas Azores.
Calonge, Jesús: Sastre, activo antifranquista en la posguerra. Primo de Plácido
Calonge, Jesús: Sastre e hijo del anterior.
Calonge, Plácido: Suboficial de la Marina retirado.
Carro, Florián: Ex Jefe Político de Cruz del Eje. Narrador de la presente historia.
Colinas y Rubio, Gorgonio: Coronel del Servicio Exterior de información de la Armada.
Coronel Juan Domingo Perón: Presidente de la República Argentina en 1945 y derrocado en 1955.
Darryl, Joyce: Policía Federal de Estados Unidos, destacado en servicios en la embajada USA en Buenos Aires.
Dodero, Alberto: Empresario financiador de Perón.
Dos Torres Benamejí, Jaime: Conde de Dos Torres. Vitivinicultor. Terrateniente. Empresario del vino.
Dos Torres Benamejí-Olmedo, Jaime: Heredero del Conde.
Duarte de Perón, Eva: Esposa del coronel.
Duarte, Juan: Hermano de Eva y secretario de Perón.
Krohn, Franz: Industrial cervecero. Marido de Walda.
Lilian Lagomarsino: Acompañante y asesora de Eva.
López Córdoba, Miguel Ángel: Comisario de policía de Cruz del Eje.
López Rueda/Maeses Durán: Policías de paisano en Madrid.
Pilotos del Gran Premio: Juan y Oscar Gálvez Rojas. Domingo “Toscanito”Marimón, Boris Afanasenko, “El Vasco” Urretavizcaya, Jorge Rodrigo Daly y por supuesto, Juan Manuel “El Chueco” Fangio.
Radeglia, Vittorio: Improvisado secretario presidencial.
Rohwein, Dietrich: Agregado Militar Alemán en Buenos Aires.
Schumboldt, Walda: Secretaria del Partido Nazi en Argentina.
Todos los heroicos Copilotos.
Von Stuessel, Richard: Empresario alemán residente en Argentina desde antes de la 2ª Guerra Mundial.
Von Stuessel, Wilhelm: Primo del anterior. Militar alemán en la Guerra Civil Española.
Prólogo
Mi familia en general se suele sorprender de la memoria que conservo de ciertos hechos y datos de mi infancia en Argentina. Evidentemente, yo no creo que sea así. Lo que ocurre es que conservo imágenes muy vívidas de cosas que considero, como crío, me llamaban mucho la atención. Supongo que por ser capaz de contarlas con una cierta soltura creen que recuerdo más de lo debido.
Uno de los recuerdos que conservo —y atesoro— como el más poderoso es el de haber estado a hombros de alguien en la ruta 38 de Cruz del Eje —probablemente mi abuelo Florián—, mientras las increíblemente ruidosas cupecitas de algún Gran Premio paraban para el control de paso por la ciudad.
Supongo que me aterrorizaban, con el tremendo rugido de aquellos motores V8 sin silenciador —yo no podía tener entonces más de dos o tres años—. Pero aquellas fieras, sucias y abolladas, no mordían. Yo veía cómo los mayores se arremolinaban a su alrededor y las trataban como a dioses. Mientras, yo seguía a hombros, a salvo. De algún modo, creo que con eso se aseguraron mi fidelidad más rotunda. Si no me comían, quería decir entonces que me debían emocionar. Como la música. Profundamente.
Años después, dos accidentes de tráfico con mi familia, uno de ellos bastante grave, acabaron por vacunarme contra el miedo a los coches. Así que conservo el recuerdo de mucha gente de mi ciudad asociado al coche que llevaban. Y, por lo que a mí respecta, aprendí a conducir en un dos caballos a los nueve años. Imagínense, mi hermano César, con once, era mi profesor. Es natural que esa cabra fea y orejona, el Citröen 2CV, sea para mí como un perro fiel al que se recuerda y quiere para toda la vida. Tiernamente.
Como adolescente aficionado, colaboré en la Organización de rallyes y eventos en Escudería Carballiño y Escudería Ourense muchos años. Algo mayor, fui tesorero de la Federación Galega y —cómo no— corrí en rallies en Andalucía, celebrando mis treinta años. Cubría para Onda Cero el perdido —que no enterrado— Rallye de la Comarca de Antequera, en tres de sus ediciones.
Asimismo, fue un lujo que me invitaran a estar en el podio cuando el Dakar pasó por Antequera, entrevistando a mis idolatrados Serviá, Kankkunnen, Vatanen o Schlesser.
Hasta el dibujo que ven en la portada es mío y cuelga de la pared de mi casa desde hace veinte años. En fin. Se trata, como ven, de una pasión que nunca perdí y ojalá nunca pierda.
Solamente me faltaba abordar el tema como cuentacuentos.
Quisiera que éste fuera mi homenaje rendido al automovilismo, a cuyo altar asistieron parroquianos destacados como Juan Manuel Fangio. O escritores como Roberto Baricco, que ya lo han hecho con más éxito que este profe de inglés.
No voy a hacerles perder más tiempo, contándoles cosas de Fangio u otros pilotos. Pero sí encontrarán algún párrafo que otro donde intento volcar mi devoción hacia él y hacia su aportación al dominio de nuestros caballos del siglo veinte.
Pero también Fangio como persona. Aunque él nunca lo quiso —era de una modestia absoluta— el rey Fangio tuvo por supuesto sus caballeros de la redonda. Y todos ellos se encaminaron en busca de algún grial raro, aún sin encontrar ni forma definida. Hablo en serio. Eran carreras de diez mil kilómetros en los años cuarenta del siglo pasado. El Dakar actual —en Argentina, por cierto— no llega a los nueve mil, setenta años después.
Así que permítanme, por favor, que termine solamente con un deseo.
Por debajo de los cincuenta, nadie recuerda ya cuando DiStéfano
pedía perdón a los porteros tras marcar gol. O cuando Fangio y otros cedían sus propios coches a quien lo necesitara para terminar una carrera o un campeonato, en detriemento de sí mismos, sólo porque era de caballeros hacerlo. O cuando, en plena carrera, se prestaban ayuda sin mirar a quién. Los Gálvez, Juan y Oscar, competían entre ellos como pilotos, pero eran ante todo hermanos. Y en ello llevaban el triunfo. En la superación de las dificultades.
La victoria final, si la había, era un añadido.
España, por ejemplo, ganó sus primeros títulos mundiales en varios deportes de equipo mucho tiempo después que los conseguidos de forma individual.
Hemos tardado mucho en aprender lo esencial. No nos podemos permitir olvidarlo.
Y, por último, les juro que si supiera tocar el piano como él, en lugar de escribirles el tostón, les tocaría la “Habanera” de Chucho Valdés. O cualquier tango de Pichuco Troilo, cualquiera, o “El barco de agua” de Juan Perro.
Y, con ello, sería la persona más feliz del mundo.
Juanjo Álvarez Carro
GRAN PREMIO
BUENOS AIRES-LIMA
17 de julio de 1947
Tramo: Buenos Aires-Tucumán (1.363 Km)
Frente al estadio de River Plate, en Buenos Aires.
23:43h
—La cancha de River Plate está allí, a dos cuadras —le dice el extranjero que está sentado del lado derecho.
Llevan un rato aparcados, sentados en silencio en el coche sobre la avenida Figueroa Alcorta, el suficiente como para que el sorprendido pasajero que va atrás le pregunte, todavía sudoroso después de la loca carrera por la calle, escapando de la comisaría con lo puesto.
—¿Quién es usted?
—De momento alguien que le está ayudando. Ahora no se preocupe de eso. Cuando lleguemos al estadio verá que hay un pancartón colgado desde un lateral del campo hasta el otro lado de la avenida, donde están todos los coches.
—¿Y qué hago?
Al hombre de atrás le parece que su salvador es americano. No responde a su última pregunta. Mira su reloj continuamente. La oscuridad no le permite verlo bien tampoco.
—¿A quién busco si voy allí? —pregunta el joven desde el asiento de atrás.
—De eso no se preocupe. Cambio de planes. Yo iré con usted. Póngase los zapatos que le he traído y esa chaqueta.
La enorme cantidad de gente parece la de un partido final de campeonato. Junto al coche pasa un grupo muy ruidoso, como una charanga, coreando el nombre del Chueco. Suponen que son paisanos de Fangio, al ver el bombo con el nombre de Balcarce.
—Vamos —ordena el norteamericano, abriendo la puerta para mezclarse con el grupo—. ¡Dese prisa!
El de atrás se baja con un zapato en la mano y el otro sin atar. El americano lo lleva casi a rastras, hasta alcanzar al grupo de la charanga.
El recorrido hasta el Parque de los coches del Gran Premio Buenos Aires-Lima se va haciendo más difícil por la densidad del público que hay esta noche. A las cero horas está prevista la salida del primer participante, el uruguayo Héctor Supicci Sedes. La idea del americano no ha sido muy acertada. Hay una presencia policial masiva, pues el presidente Perón y su mujer asistirán al evento deportivo. El mismísimo Juan Domingo Perón se encargará del banderazo de salida. El joven se consuela pensando que precisamente por eso no lo van a estar buscando a él.
—Venga conmigo —ordena otra vez el americano— ¡Por aquí, hombre!
La carrera para alcanzar el coche desde la comisaría lo ha dejado agotado. Ha estado incomunicado en la celda durante la noche anterior y todo lo que llevan de ese día. Agua y un huevo cocido. Se encuentra cansado y algo desorientado, así que el americano lo tiene que llevar del brazo hacia la entrada del parque de coches, en custodia desde la mañana temprano de ese frío diecisiete de julio.
Enseña una acreditación del New York Times al policía que custodia la entrada, extendida a nombre de dos corresponsales en el mayor evento automovilístico de América de todos los tiempos. Joyce Darryl confía en que conseguirá llegar con su invitado hasta el coche de Fangio o los hermanos Gálvez, y lo intenta de manera urgente y nerviosa. Se aproximan a la valla metálica que cierra el parque. Desde fuera del recinto un hombre les lanza una bolsa de mano.
—Cuando yo le diga, métase entre dos coches y empiece a ponerse la ropa que hay en la bolsa— ordena el americano y el invitado rebusca.
Dentro de la bolsa ve un mono de competición, calzado y también un trescuartos grueso, muchísimo mejor que el traje que lleva puesto, que es muy poca cosa para el frío que hace.
Los coches de Fangio y los Gálvez están entre los primeros. En su largo camino hacia ellos, pues ha usado la puerta para prensa y tiene que cruzar todo el parque hasta los primeros, Darryl y su agotado acompañante pasan junto a un grupo entre periodistas y fotógrafos. Se trata de directivos alemanes de la Müller. El heredero de la familia, el joven Karl, participa en el evento. Su influyente familia, dueña del mayor conglomerado empresarial alemán en Argentina, ha conseguido pases para ellos y sus amigos. Un privilegio que les permite a todos estar dentro del parque de custodia.
Leo Karltenbrunner, el copiloto del muchacho, sin embargo, está ocupado dentro del coche acomodando el equipo, lejos del animado grupo. Ha llegado hace poco al país, enviado por su gobierno como enlace en la legación diplomática. Ha sido recomendado para ello y recibido los parabienes de la familia Müller en su nuevo cometido.
Tanto, que le han encargado acompañar al heredero durante la aventura que recorrerá casi toda América del Sur. Había sido brigada de comunicaciones durante la guerra y uno de los tripulantes del acorazado Admiral Graf Spee que huyó de Argentina cuando se les internó allí, tras la batalla del Río de la Plata. Evidentemente, la ayuda de la familia Müller fue decisiva para la huida.
El americano Darryl no comprende el estado de ansiedad que muestra su invitado, agachándose entre dos coches, al ver a Karltenbrunner.
—Es uno de ellos. No me puede ver.
—Claro que no, tranquilo. No se ponga nervioso. ¿Lo conoce?
—Ese conducía el coche de Rohwein cuando los ví en el hotel Palermo.
Lo que sí comprende Darryl es que no van a tener tiempo de hablar con Fangio o con los Gálvez. Faltan apenas diez minutos para las doce de la noche. Hay que improvisar. Cuando recorre con la mirada el parque cerrado de los vehículos, alcanza a ver uno más largo que los demás. Y recuerda.
—Venga conmigo.
El coche largo es un Plymouth 42, de cuatro puertas y un portaequipajes enorme. Y tiene el capó pintado de verde.
El joven, urgido el paso por Darryl, olvida la bolsa de mano entre los dos coches.
Martes, 5 de agosto de 1947
Comisaría de Policía de Cruz del Eje
(Córdoba-Rep. Argentina)
—Dígame que los muertos del mes pasado en el dique no tienen nada que ver con usted, don Florián.
Ni hola qué tal, ni tome asiento, ni cómo se encuentra, don Florián.
Se hizo el silencio en la oficina del comisario López. Se le ensombreció el rostro al viejo Florián Carro.
El comisario mira al viejo, más decrépito de lo que lo recordaba, más cansado, trenzando los dedos sarmentosos con un comienzo para su discurso. Los pone sobre su regazo, como el abuelo que espera paciente la pregunta más insólita de un nieto curioso.
Silencio y mirada fija.
Y así es como el joven comisario se apresta a escuchar lo que aquel viejo que tiene delante le va a contar.
—Mire, comisario. Mucho tiempo después de que Gorgonio huyera, quizá cinco o seis años, yo terminé mi mandato como jefe político. Y como ya le he contado antes, comisario, ese era un cargo para hombres de paja, o para paniaguados o para los hampones de turno de la zona, al servicio de los gobernadores…
—Don Florián, yo ya sé quién es usted. —Interrumpió con sonrisa complacida.
—No, no me pregunte usted si yo era lo uno o lo otro porque yo mismo no lo sé, todavía.
El comisario echó una mirada larga al viejo Florián Carro, traje gris marengo, de espiga, y cinturón en el ecuador de la prominente barriga de abuelo. La corbata tenía el escudo del Automóvil Club Argentino reproducido sobre el tejido como estrellitas. Y los zapatos de cuero marrón claro, resplandecientes. Allí, sentado sobre el sillón que había ocupado innumerables veces en el pasado, como cuando venía a ver al comisario López, el viejo, padre del actual.
—Usted nunca fue un títere de nadie, don Florián.
—Sí, amigo mío, pero el cargo político me enseñó muchas cosas —y no está de más recordarlo—. Si le tuviera que contar algo, habría que empezar por la historia de cómo vino y por qué vino Gorgonio Colinas allá por el año 1917.
—Disculpe, don Florián. Le ruego que entienda que estamos averiguando todavía las muertes del otro día en el dique y que no ando con mucho tiempo para narraciones…
—Lo primero que aprendí, comisario —tensó el gesto esta vez— sobre la condición del hombre es que se trata de un mamífero cabrón. ¿Le suena eso de que los valientes no hallan acomodo en la vida sin guerra? ¿O eso de que los simples viven más que los sesudos? ¿Que el valor y el arrojo están reñidos con la templanza y la reflexión?
El comisario cerró los ojos y clavó los pulgares en ellos, con el ceño fruncido. Hacía un acopio de paciencia inusitado.
—Ya. Mi padre me lo decía constantemente; se lo he escuchado a usted miles de veces —admitió el comisario, dispuesto siempre a mostrar consideración por el que podría ser incluso su abuelo.
—Pero todavía queda lo más importante, ¿sabe? Lo más decepcionante que traje conmigo del ejercicio político. Uno se pasa tantos años expuesto al escrutinio público; luchando a diario contra el Poder con mayúsculas… ¿Y qué hay de premio? Nunca, amigo comisario, nunca tendrá la seguridad de hallar a su lado ni a la justicia ni al amor, al final del día. La vida se los dará o se los quitará, con la misma veleidad de una aya vieja y desmemoriada, que castiga al inocente y premia al culpable, sin más miramientos.
—Pero, a ver, don Florián, no se me disperse. Usted sabe que le tengo tanto respeto y aprecio, así que no sé ya cómo pedirle encarecidamente que no nos haga perder el tiempo. Dígame: ¿por qué se va usted a Chile el mes pasado?
—El Automóvil Club Argentino me llamó para pedir que me uniera a un grupo de comisionados e ir montando la intendencia del Gran Premio del Norte.
—¿El Gran Premio de carretera? ¿De autos?
—Sí, la carrera que arrancará en Buenos Aires el próximo Noviembre. Desde allí, pasando por San Luis y Mendoza, cruzaría Los Andes por el paso de Uspallata hasta Santiago de Chile. Luego hacia el norte hasta Copiapó y otra vez a Argentina, pasando por Tucumán hasta el Chaco. Desde la ciudad de Resistencia, —fíjese, ¡qué adecuado!— de vuelta a Buenos Aires. Un desafío de más de cinco mil kilómetros.
—Pero, a ver, don Florián. ¿Usted con esta edad, se me fue a hacer mil leguas? —como regañando al abuelo que se ha subido al cerezo.
—Sin ofender, comisario. Uno tiene un pasado y un honor. Y ya ve que estoy de vuelta.
—No quiero ofender. Le pregunto qué pinta usted todavía haciendo servicios al Automóvil Club…
—Ah, bueno. Usted sabe que la policía tiene que hacer de comisarios deportivos para sellar el paso de los pilotos y, de tanto hacerlo, me he hecho aficionado al gran premio. Yo mismo de joven tuve mis pequeños arranques…
—Pero, si hace mucho que usted no es jefe político y…
—Por supuesto, hace ya muchos años, pero, como le digo, me he aficionado profundamente a las carreras y creo en ellas como una forma de unir a nuestro país, comisario. Fíjese que si pudiéramos…
—Por favor, don Florián, ahórreme el discurso. Ya se lo he oído a usted y a mi padre. Miles de sobremesas y partidas de truco.
—Entonces no tengo que explicarle, amigo mío, nada más de lo que nos ocupa —contestaba tramposamente risueño y ufano.
El policía entrevió la misma cara que había visto miles de veces en él, durante las interminables partidas de truco con su padre, casi desde que tenía uso de razón. Una sonrisa bonachona, de ojos pícaros verdes detrás de las gafas de concha nacaradas. La misma cara con que le había felicitado sus cumpleaños, festejado sus regalos de reyes o la caída del primer diente.
—¿De verdad que no tiene usted nada que contarme, don Florián?
—¿Qué voy a tener que contarle, comisario? Nada que le sea útil…
El comisario Miguel López apoyó la espalda y los brazos en su sillón, mientras suspiraba. Abrió el cajón derecho del escritorio y le pasó dos fotografías.
—Mire estas fotos, don Florián. La cena que se ve en la primera, ¿dónde es? Se le ve a usted allí junto a Krohn y Walda.
—En la casa de ellos, a orillas del dique —le da la vuelta a la foto. Mil novecientos cuarenta, escribió alguien. El viejo reconoce con claridad la caligrafía.
—Mire la otra foto. ¿Quiénes son esas personas que están con usted ahí?
—Walda y su marido Krohn, comisario.
—Ya. Pero yo me refiero a los que están más atrás, con usted al fondo.
—El más alto es Gorgonio Colinas. Creo que le suena ese nombre, comisario —se ríe con todos sus dientes el viejo Florián.
—Sabe de sobra que el que me interesa es el más joven, don Florián. A decir del señor Krohn, el culpable.
El comisario le sostuvo la mirada durante otros diez segundos, buscando complicidad. O compasión. O lo que fuera que aquel hombre, casi su padre adoptivo, se dignara concederle.
Luego de un suspiro eterno, en el que se desinflaron todas las cuestiones policiales, todas las obligaciones del cargo, en la mirada del comisario apareció por fin el niño. Se limitó a mirar al veterano jefe político y a mostrar las manos, ofreciéndolas como una tranquera abierta de par en par, disponiéndose a escuchar.
—Vamos a ver, don Florián. Yo le hago una pregunta fácil. La policía federal me dice que pasan ustedes la frontera con Chile, en Puente del Inca. Y en el control policial son ustedes cinco personas. Todos argentinos menos un joven español, creo que aristócrata, según dice el señor Krohn. Y en el control de Portillo, ya del lado chileno, van ustedes solamente cuatro personas, todos comisionados del Automóvil Club. Hasta ahí, todo cierto. ¿El que iba con ustedes, y ahora falta, es el de la foto?
—Era un amigo que nos pidió le lleváramos hasta Santiago, aprovechando nuestro viaje.
—Ya. ¿Y?
—Que desapareció en una de nuestras paradas. Sencillamente. No supimos más de él. Paramos en una estación de servicio cerca de Portillo. Repostamos nafta, nos sentamos un rato en el restaurante al lado a tomar un bocado y no lo vimos más. Eso es todo.
—¿No pensaron en denunciar la desaparición?
—No se nos pasó por el magín. Desapareció de la misma forma que apareció.
—Acaba de decir usted que era un amigo que les pidió un favor, don Florián.
—Desapareció en un momento en que estábamos todos en el baño. Se llevó consigo todo lo que traía. Lo suyo y nada más. ¿Qué íbamos a denunciar, comisario?
—Dígame, don Florián. ¿Es el de la foto?
El viejo Carro guarda silencio. El comisario vuelve al ataque.
—Resulta que en Chile lo detienen por indocumentado y lo mandan derecho a Buenos Aires. Pero nadie sabe cómo, el muchacho se ha evaporado otra vez misteriosamente, sin rastro alguno. De verdad que me cuesta mucho aceptar que usted no sepa nada de esto…
—Comisario López, estoy dispuesto a explicarle lo que me pregunte. Por respeto a su cargo. Pero también por respeto a la memoria de su padre. Lo único que le pido es que me tenga la paciencia que hubiera tenido él al escuchar.
—No sé si debo hacerlo, don Florián. Esto es de locos.
—Vivimos, vivimos en un país de locos, comisario. El mismo país parece todavía una locura inviable. Pero es el único que tenemos.
El viejo Florián Carro tomó su vaso y dio un sorbo al escocés que su rendido comisario le había escanciado de una petaca. El comisario mete la mano en un sobre grande.
—Gorgonio llevaba encima esto.—El comisario le mostraba tres pasaportes de tres países distintos. —George, Jürgen y, por supuesto, Gorgonio.
—Usted sabe que Gorgonio trabajaba como agregado militar de su embajada, comisario. Es natural…
—Don Florián, son un pasaporte español, otro alemán y otro inglés.
—Déjeme contarle, comisario. Pero también me va tener que permitir que le cuente solamente el quién, el cómo, el cuándo y el dónde. Pero me temo que voy dejar para usted el por qué. Yo no me he atrevido jamás a juzgar a la personas.
—Veo que me está pronunciando el llamadme Ismael. Y además a su ritmo, don Florián.
—Es que usted quiere hechos, comisario, y la vida de las personas son también sentimientos y pensamientos, como los de Ismael en Moby Dick. Y es de justicia que los tengamos en cuenta también. Es lo que he sacado en limpio del cargo político. Y esta historia resume el empeño con que este tipo, Colinas, torcía las cosas que la vida le ponía delante.
—¡Por Dios! —suspira resignado, lanzando los ojos al techo el comisario.
—¿Sabe, comisario? Gorgonio era un tipo luchador, sabedor de que cortar camino era lícito si beneficiaba a más que a los que perjudicaba. Como usted quiere hacer ahora.
—Lo sé. Se lo he oído a usted alguna vez.
—Pero había algo que él no sabía —intuyo que jamás logró comprenderlo— y es que algunos caminos en la vida están para ser recorridos tal como vienen, sin cortar, trazando las incómodas curvas, bajando o subiendo las cuestas al paso que éstas impongan, al fin y al cabo, sin sortear los obstáculos sino afrontándolos sin remedio.
—Así que no me va a dar tregua. Pero no se me vaya por los cerros, don Florián, que le escucho…
—Mire, comisario. Colinas vino aquí hace treinta años, para buscar a un tipo y se quedó. Se quedó a ayudar a los ferroviarios, comisario. Después, con el carajal en los años treinta, los muertos y los torturados… otra vez a echar una mano. Y ahora, el país es un cortijo grande gobernado por Perón. Sobre todo, por su esposa Eva. Y Gorgonio sigue ahí, comisario, como agregado naval de la Embajada de España en Buenos Aires, empeñado en esquivar, torcer, enderezar los desastres de la guerra de su país.
—Colinas es coronel, tengo entendido...
—Sí.
—En la Marina no hay coroneles, don Florián.