Kitabı oku: «Viviane Élisabeth Fauville»

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Viviane Élisabeth Fauville

JULIA DECK

Usted es Viviane Élisabeth Fauville, tiene cuarenta y dos años y el 23 de agosto dio a luz a su primera hija, que seguramente será la única. El 30 de septiembre su marido puso fin a dos años de infierno conyugal. Usted se mudó el 15 de octubre, consiguió una niñera, prolongó la licencia por maternidad por motivos de salud y, el lunes 15 de noviembre, o sea ayer, mató a su psicoanalista.

“Julia Deck ahora pertenece a la familia más exclusiva y prestigiosa de la literatura francesa. En el panorama literario actual, su novela destaca por sí misma”.

Le Nouvel Observateur

“Un debut magistralmente concebido, una historia implacable, intrincada e irresistiblemente bien contada”.

La Quinzaine Littéraire

Viviane Élisabeth Fauville

JULIA DECK

Traducción de Magalí Sequera


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Epígrafe

  1

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  3

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  5

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  Sobre la autora

  Página de legales

  Créditos

Estoy, desde que estoy, aquí, y mis apariciones en otros lados han sido ratificadas por terceros.

SAMUEL BECKETT, El innombrable

1

La niña tiene doce semanas, y su respiración la acuna a usted al compás tranquilo y regular de un metrónomo. Las dos están sentadas en una mecedora en medio de un cuarto totalmente vacío. A lo largo de la pared de la derecha se amontonan las cajas que dejaron los de la mudanza. Tres de ellas están abiertas encima de la pila para sacar los objetos de primera necesidad, los enseres de cocina, los productos de aseo, algo de ropa y las cosas de la bebé, que son más que las suyas. La ventana no tiene cortinas. Parece estar clavada en la pared como un boceto, un mero estudio de perspectiva, en el que los rieles y los cables eléctricos que salen de la gare de l’Est representarían las líneas de fuga.

Usted no está del todo segura, pero le parece que hace cuatro o cinco horas hizo algo que no tendría que haber hecho. Intenta rememorar el encadenamiento de sus gestos, de reconstruir el hilo, pero cada vez que captura uno de ellos, en lugar de que el recuerdo se enlace mecánicamente con el siguiente, se desvanece en el agujero que es ahora su memoria.

En realidad, usted ni siquiera está segura de haber regresado hace un rato al otro departamento al que va en secreto desde hace años. Los contornos y los volúmenes, los colores y el estilo se funden a lo lejos. ¿Será que realmente existió ese hombre que la recibía allí? Y, además, si de veras tuviera que reprocharse algo, usted no estaría acá, sin hacer nada. Estaría dando vueltas, pelándose el borde de las uñas, y la culpa paralizaría sus capacidades para decidir. Pero de eso, nada. A pesar de lo borroso de sus recuerdos, se siente muy libre.

Sus caderas se inmovilizan y detienen la mecedora. Usted lleva a la bebé a la habitación contigua. Ese cuarto está un poco más arreglado. A los costados de la ventana hay una cama de una plaza, con la frazada bien tendida debajo de la sábana doblada, y la cuna. Apenas se queja la niña cuando usted la acuesta, y se vuelve a dormir. Usted echa un vistazo alrededor, acomoda la pila de ropa que tapa un baúl de madera ubicado debajo de la ventana, alisa el vestido que cuelga en la parte delantera del perchero metálico donde están también todos sus abrigos y sus pantalones de invierno. Los pulóveres están amontonados sobre la reja encima del perchero, los zapatos de vestir y las botas esperan entre las rueditas.

Las dos habitaciones y la cocina dan a un pasillo. Al fondo está el cuarto de baño, reducto diminuto donde, sentada en el inodoro, sus rodillas dan contra el lavabo y su pie izquierdo, contra el borde de la ducha. Escamas de pintura se desmoronan lentamente desde el cielorraso. Habría sido necesario pintar, pero usted quería instalarse lo antes posible, le dijo al dueño que ya en el departamento usted misma mandaría a hacer los arreglos. A cambio, él le bonificaba un mes de alquiler. Y en cuanto a la cocina, no hay nada que decir. El electrodoméstico de última moda incorporado debajo de la mesada de imitación granito, la plomería rutilante y los azulejos resplandecientes bastan para justificar el altísimo precio mensual.

Usted saca dos huevos del refrigerador, un bol de la alacena que está arriba de la pileta para hacer un omelette. La gente cree que el omelette tiene que ser liso, pero se equivoca. Es el arte de instilar apenas la clara en la yema, de encontrar su punto. Usted observó muchas veces a su madre preparar un omelette. Estas recomendaciones quedaron grabadas en su memoria, y es lo mínimo, porque en realidad son sus únicos talentos domésticos. Usted tiene estudios, una buena carrera profesional. Estas actividades dejan poco tiempo para que una se vuelva una perfecta ama de casa. Usted lo lamenta, porque en los momentos de angustia le haría caso a cualquiera, y aún hay gente que afirma que así es como una conserva a su marido.

Mientras mezcla los huevos con el tenedor, usted intenta acordarse de lo que hizo hoy. La bebé la despertó a las seis. Se oye una queja suave en el cuarto, todavía oscuro a pesar de no tener persianas. Usted abre un ojo, entona una melodía tonta, uno de esos temas pop que aprendió a los quince años, que son las únicas canciones de cuna que conoce. Luego pone a calentar la mamadera y, mientras tanto, se mete en la ducha, el tiempo que tarda la leche en alcanzar la temperatura adecuada. La niña está en sus brazos en la cocina, come y ambas se quedan pensando en nada. Usted la vuelve a dejar en la cuna por unos minutos para preparar sus cosas, peinarse, sombrear sus párpados. Salen juntas.

La niñera vive en la rue Chaudron. Desde el edificio, en la esquina de las rues Cail y Louis-Blanc, derechito, luego una a la izquierda y otra a la derecha. La niñera se conforma con hacer lo mínimo. Le presta una atención escrupulosa a la limpieza, se ocupa irreprochablemente de la niña y jamás se esfuerza en cortesías inútiles. Está muy bien así. En un mes usted vuelve a trabajar, y la niña se tiene que acostumbrar un poco a vivir sin usted.

Hasta las dos de la tarde usted se ocupa de formalidades administrativas en relación con la mudanza, el divorcio, el subsidio para familias monoparentales. También compra algo de ropa, va a la peluquería, acepta los servicios de la manicura. Antes, a sus amigas que ya eran madres les gustaba repetir que usted, que seguramente nunca lo sería, tenía mucha suerte de poder ocuparse de usted misma. Aunque cambiara su suerte, usted decidió librar a su descendencia de la responsabilidad sobre su belleza ajada.

El omelette está casi listo. Usted lo dobla en medialuna con la espátula y lo desliza en un plato de plástico, golpeteando el borde para que haga ruido ese material extraño que imita tan bien a la porcelana. Lo compró en el supermercado Monoprix de la gare du Nord. Sin mirarlo de cerca, andaba demasiado ocupada en observar con el rabillo del ojo a otro cliente de la sección. Tenía más o menos su edad, y se estaba fijando en los mismos modelos. Usted intentaba adivinar si él también, obligado por la urgencia, había tenido que dejar la vajilla de la familia. No se atrevió a preguntárselo.

En el centro de la medialuna, usted vierte el contenido de una lata de arvejas con zanahorias y lo pone todo en el microondas, pequeña infracción al arte del omelette, y vuelve a lo que hizo esta mañana. Precisamente, cree recordar que fue al departamento de su marido: todavía tiene la llave, y se había dado cuenta de que le faltaban varios objetos.

El departamento de la rue Louis-Braille no cambió desde hace un mes. Julien dice que se va a mudar, pero se está demorando. De hecho, no parece pasar mucho tiempo acá. La pileta y el escurridor están vacíos, no hay bolsa en el tacho de basura y la guía de los canales de televisión es de antes de que usted se fuera. Usted recupera una bandeja rectangular, unas toallas y el tostador. En el armario del segundo cuarto –el que iba a ser para la niña–, mientras busca un bolso para meter todo, usted se encuentra con los regalos del casamiento. Y no hay ninguna razón para que ese hombre que no supo amarla, al que usted deseó tanto y que tanto la decepcionó, se quede con los ocho cuchillos de cocina que les regaló su madre para dicha ocasión. Usted metió los cuchillos en su cartera, y ya es algo poder recordarlo. Termina el último bocado del omelette y se va a la cama.

2

A la mañana siguiente, martes 16 de noviembre, lo recuerda todo. El reloj que está al lado de la cama señala las 5:03. Falta más o menos una hora para que se despierte la niña, una hora para encontrar una solución, barrer cuanto se pueda los restos esparcidos por todas partes.

Usted es Viviane Élisabeth Fauville, de casada, Hermant. Tiene cuarenta y dos años, y el 23 de agosto dio a luz a su primera hija, que seguramente será la única. Es encargada de la comunicación de Bétons Biron. La empresa Biron gana mucho dinero, ocupa un edificio de ocho pisos en la rue de Ponthieu, a unas cuadras de la avenue des Champs Élysées. En el vestíbulo, unas recepcionistas blandas y pegajosas como las tiras de plástico de las viejas cortinas de cocina hacen esperar a los visitantes con trivialidades ambiguas.

Su marido, Julien Antoine Hermant, ingeniero civil, nació hace cuarenta y tres años en Nevers. El 30 de septiembre puso fin a dos años de infierno conyugal. Llegó tarde, supuestamente de su oficina de consultoría, y dijo Viviane te dejo, no hay otra salida, Viviane, de todas maneras sabes que te engaño y que ni siquiera es por amor, sino por desesperación.

Usted aguantó con perfecta impasibilidad el golpe que le reventaba las costillas. Apenas se le encorvaron los hombros, el ritmo de la mecedora apenas se alteró, sus dedos apenas se crisparon en los apoyabrazos. Él prosiguió: Viviane, entiéndeme, tú tienes a la niña, yo necesito aire. Y no te puedo dar lo que quieres, a lo mejor esperas demasiado de mi parte; Viviane, por favor, di algo.

Usted contestó no, soy yo la que se va. Quédate con todo, yo me llevo a la niña, no necesitaremos cuota alimentaria. Usted se mudó el 15 de octubre, consiguió una niñera, prolongó la licencia por maternidad por razones de salud y, el lunes 15 de noviembre, o sea ayer, mató a su psicoanalista. No lo mató simbólicamente, como a veces uno puede llegar a matar al padre. Lo mató con un cuchillo marca Henckels Zwilling, gama Twin Perfection, modelo Santoku. “El filo de la cuchilla, con geometría única, ofrece una estabilidad óptima y permite un corte fácil”, indicaba el folleto que leyó en las Galeries Lafayette mientras su madre sacaba la chequera.

Usted recuperó este cuchillo –que forma parte de un conjunto de ocho– en lo de Julien por la mañana. No dudó un segundo en el momento de agarrar el estuche. Lo metió en el fondo de la cartera y deslizó el cierre de un solo tirón. Luego ocurrió algo muy raro. Usted estaba por salir del departamento, ya tenía la mano en el picaporte cuando un velo negro cayó sobre la pieza. De repente ya no era usted la que se iba de los lugares, eran los lugares los que giraban a su alrededor, alzándose de todas partes, piso, paredes, cielorraso chocaban en una repentina inversión de dimensiones. El sudor formaba perlitas en la palma de sus manos, miles de insectos le zumbaban en la cabeza, un ejército hormigueante al asalto de la más mínima parcela de piel libre, trabando salidas, tapándole los ojos, la boca y la nariz.

Usted se deslizó por el linóleo, con la cabeza en las rodillas para facilitar la irrigación del cerebro. Sacó la botella de agua mineral de su cartera. Tomó unos tragos, le rezó quién sabe a quién esperando que se disipara el miedo. Debajo del tocador, los iris amarillos del gato, los únicos visibles en la oscuridad, la miraban con cautela.

Finalmente, usted recordó que le estaba pagando a un especialista. Cuando disminuyó el temblor de sus dedos, agarró el teléfono celular, recorrió la lista de contactos y seleccionó Psicoanalista.

Él le contesta con su tonito seco, porque está atendiendo y porque es su tonito habitual. El doctor no se molesta con formalidades, van en contra de su ética y perjudican la terapia, se lo repitió miles de veces. Ya tiene bastante suerte de que la reciba de urgencia esta tarde a las 18:30, un turno que se canceló. De todas maneras, le viene repitiendo desde hace meses que debería pasar a tres sesiones por semana.

Usted volvió a su casa para dejar el bolso con el tostador, luego pasó por lo de la niñera. Le preguntó si por esta vez podía cuidar a la niña hasta la noche. Pero no, no le viene nada bien. Se va con su hija, le da de comer y se pasa la tarde en la mecedora buscando una solución.

En realidad ya la encontró, solo intenta hacerse a la idea. Cuando la niña se duerme, lo hace al menos por tres horas. Eso le deja tiempo de sobra para pasar por el distrito 5.°, tiene un viaje directo con la línea 7 del metro. Usted cerrará el gas, desenchufará los artefactos y no cerrará la puerta con llave para facilitarles la entrada a los bomberos en caso de que se declare un incendio, a pesar de todas estas precauciones. Obviamente, todas estas disposiciones no honran su instinto maternal. No se siente para nada orgullosa de ellas, y no le contará alegremente esta escena a su hija de ocho o nueve años cuando ella intente encontrarle las fallas, después de haber entendido, al compararla con los volúmenes de la Bibliothèque rose, que usted no es la madre ideal alabada por las novelas de buena moralidad. No se lo contará a nadie, jamás, usted sabe perfectamente guardarse los secretos.

A la tardecita le da de comer a la niña, la hace dormir y sube la rue de l’Aqueduc hasta el metro. Hay dieciocho estaciones hasta Censier-Daubenton, el trayecto tarda un poco más de media hora. Termina de caer la noche cuando usted sale del metro. En dos minutos, cruzó la plaza y llegó a la rue de la Clef, que está desierta. Tampoco se cruza con nadie al subir al tercer piso del 22 bis. Toca el timbre y, cuando la apertura automática chirría, usted pasa a la sala de espera. Cinco minutos más tarde, se oye un murmullo de despedida y un portazo. La hacen esperar todavía un buen rato mientras alguien parece hacer unas llamadas, fumar un cigarrillo junto a la ventana. Usted hojea distraídamente la única publicación que tiene al alcance de la mano, un Polyeucte de Classiques Garnier cuyas páginas se despegan en abanico de la encuadernación. Nadie hizo nada para apaciguar sus nervios antes de que se levantara el telón y, retrospectivamente, usted piensa que de haber tenido un ejemplar de Paris Match o de Point de vue, si alguien hubiera intentado un poquito aliviarle ese malestar en vez de hundirla en él, a lo mejor usted no habría llegado a este punto.

El doctor la recibe al cabo de quince largos minutos, luciendo una sonrisita de satisfacción. Parecería incluso que esbozó una ligera reverencia al retroceder para dejarla entrar.

Entonces, empieza falsamente cortés, como si estuviera por contarle algo bueno. Pero es una trampa, un recurso probado para que el cliente se deje seducir. Hace mucho que usted conoce esa trampa, y sin embargo es incapaz de resistir a la oscura fuerza del doctor.

Volvió a ocurrir esta mañana, empieza usted. Desapareció mientras estuve embarazada, pero volvió. Me descubrí en el piso, en casa, o sea en casa de mi marido, en mi antiguo departamento. Hay que hacer algo, ya no puedo más, me tengo que ocupar de mi hija.

El doctor dice sí.

¿Sí qué?, repite usted. Le estoy diciendo que hay que hacer algo, no es ni sí ni no. No vine para revolver tiempos prehistóricos, estoy agotada, necesito ayuda.

Pero usted sabe, señora Fauville, perdón Hermant, usted ya sabe que los síntomas solo son síntomas. Que hay que volver a la fuente, ¿no es cierto, señora Hermant?

Estimado señor, estimado doctor, debo decirle que poco me importa la fuente. Hace tres años que me viene con este cuento, tres años que siempre es lo mismo. Si usted no puede hacer nada por mí, me lo dice, iré entonces a consultar a otro profesional.

¿Sí?

Doctor, usted no me está escuchando. Ya no quiero jugar, digo: “¡Tiempo!”. Usemos otro método, o no tiene sentido que yo venga acá.

Vamos, chantaje.

No tiene nada que ver con el chantaje, usted contesta subiendo el tono. Todo lo contrario. Me gustaría quedarme, me gustaría que funcionara, pero no puedo seguir eternamente sin resultados. No tengo recursos para eso.

¿Recursos?

Sí, recursos, recursos, ahora usted está gritando. Tiempo, dinero, los recursos necesarios. Tengo que pagar el alquiler, las cuentas, a la niñera, mi marido no me va a ayudar, le recuerdo que mi marido me dejó por no sé qué jovencita tonta, en fin, me quedé sola como dicen, sola con mi hija, estamos las dos solas y tenemos que salir adelante.

¿Por qué eligió esto?

Sus dedos se crispan, sus vértebras se aplastan contra el respaldo del sillón. Usted cierra los ojos. Una lluviecita de rabia le sale del rabillo del ojo. Se ve a sí misma un mes y medio atrás, hundida en el fondo de la mecedora en el departamento de la rue Louis-Braille, frente a su marido, que la estaba despidiendo, intentando conservar la sangre fría y tomando inmediatamente la decisión de mudarse, porque era su última oportunidad para adelantársele, para sorprenderlo.

Usted agarra la cartera. Busca pañuelos de papel y encuentra el estuche con los cuchillos, que pesa bastante. Pero estaba tan apurada hace un rato al salir, la idea de dejar sola a su hija la tenía tan preocupada, que no se fijó en lo que contenía. Encuentra los pañuelos, la cartera queda abierta en su regazo.

Yo no elegí nada, fue mi marido quien me dejó.

Pero todos elegimos en forma inconsciente.

Usted sugiere que yo lo empujé a que se fuera.

Yo no sugiero nada, lo dice usted.

Sus brazos temblequean sobre el sillón, las manos le empiezan a temblar.

Mire, señora Hermant, vamos a hacer lo siguiente. Va a volver a tomar estas pastillas durante unos meses, ¿recuerda?, los antidepresivos, y luego los ansiolíticos le van a calmar las crisis. La vez pasada dieron resultados, ¿o no, señora Hermant? Ahí está, ahora le hago la receta. Sea buena, retome el tratamiento, me viene a ver el miércoles y esta vez pasamos a tres sesiones por semana. El lunes a las ocho, ¿le parece bien?

De repente, usted se calma. El doctor encontró la palabra adecuada. Buena. Usted no va a serlo nunca más. Sus dedos hurgan en la cartera, entreabren el estuche, palpan las cuchillas y sacan la más ancha del anillo que la mantiene contra el terciopelo sintético. Usted saca el cuchillo de la cartera, se levanta, da un paso hacia adelante. El doctor sigue sonriendo, esperando lo que viene, como si estuviera mirando un espectáculo. Claro, él tampoco la cree capaz de esto. Siempre vio en usted solo a una burguesa, una vulgar arribista, la típica neurótica a la que se amansa con pastillas blancas o celestes. Por fin se va a dar cuenta de quién es usted. Y efectivamente, a medida que usted se acerca, va desapareciendo la risita, se le paralizan los rasgos, su rostro blando se pone tenso. Pero cuando él toma conciencia de lo que está por pasar, ya es demasiado tarde.

Usted está a unos centímetros de él, lo domina desde su estatura y sus tacos. Usted levanta la punta del cuchillo a la altura del vientre del médico, torpemente, un poco a tientas, no muy segura de que lo va a lograr. Él abre la boca redonda, un grito se forma en el fondo de su garganta. Usted sabe entonces que no hay que dudar. Le hunde la cuchilla justo debajo de la última costilla, la sumerge hasta la guarnición. Las vísceras son blandas como la manteca. Usted sube hasta el pulmón, pero el hombrecito ya está muerto, yace al pie del sillón y ya no podrá hacer daño.

La mancha de sangre se expande por la camisa celeste. Se extiende pronto sobre el costado izquierdo, luego se vuelve un charco que llega hasta la alfombra. Usted aparta la punta de sus zapatos. No piensa en nada, no tiene ninguna estrategia, pero es posible que el recuerdo de una película o de una novela policial le pase por la cabeza, y le parece mejor que no la vean en los próximos minutos saliendo del consultorio con cara de loca y manchada de sangre. Limpia el cuchillo con el pulóver, el líquido traspasa la lana y le moja la piel de la barriga. Usted descubre en el bolsillo del piloto una bolsita arrugada. Envuelve el cuchillo en ella, se asegura de que no ha olvidado nada y sale de la habitación. Al menos mil pruebas la condenan, pero aunque pasara allí toda la noche a usted le costaría mucho encontrarlas, ya que nunca pensó en perfeccionar sus competencias de asesina.

La rue de la Clef sigue tan vacía como antes. La primera persona con la que se cruza, en la esquina de la rue Monge, es una mujer joven que lleva una baguette debajo del brazo y un niño colgado del otro con mala cara de lunes por la noche. Usted desemboca en el cruce donde está la estación del metro: hay varios bares con terrazas calefaccionadas, y por ende decenas de clientes que no tienen nada mejor que hacer que mirar el tráfico y comentar acerca de los peatones más pintorescos. Usted se mete en el metro.

En el andén, la pantalla indica tres minutos de espera para el próximo tren. Usted se sienta en un sillón naranja, observa a los viajeros que están cerca: tres jóvenes de traje, dos estudiantes con aritos en la nariz, debajo de las cejas, en los lóbulos de sus lindas orejitas, un africano arropado en un amplio traje verde. Espera que la descubran. Se le debe notar en la cara que acaba de matar a un hombre. Y, sin embargo, el africano está enfrascado en un diario gratuito, las estudiantes miran el ir y venir de las ratas entre los rieles, y los demás intercambian informaciones sobre los barómetros mensuales del sector automotor.

El tren entra en la estación. Los pasajeros se aplastan contra las ventanas hasta que se abren las puertas, se derraman sobre el andén, refluyen adentro dócilmente bajo la orden de la señal sonora, y los recién llegados se abren paso a codazos para meterse en el vagón. Usted camina lentamente hacia el centro de la muchedumbre. Unos hombres la miran distraídos, pero su cara parece borrarse de la memoria de ellos en cuanto miran hacia otra parte.

En Stalingrad, el oleaje la arroja fuera del tren y la lleva a la superficie, sobre el boulevard de la Chapelle. Usted llega frente a su edificio en cinco minutos. Hasta el quinto piso no se cruza con nadie, salvo con el tipo blanco del segundo que terminó su caminata y espera a que alguien le abra. Mientras usted busca las llaves en el bolsillo exterior de su cartera, recuerda que no hace falta, que no cerró con llave. Con solo girar el tirador escucha el gorjeo que viene de la cuna: recién se está despertando la bebé. Corre hasta el lavarropas a tirar sus prendas. Totalmente desnuda, debajo de la lámpara también desnuda, usted limpia el cuchillo con detergente, con lavandina, con aguarrás, y lo guarda con los demás en el estuche. Se está calentando la mamadera, usted mece a la niña, que come y se duerme. En la mecedora en medio de la sala vacía, usted se olvida de todo.

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