Kitabı oku: «Los modelos pedagógicos», sayfa 5
La evaluación
Las preguntas qué, cuándo y cómo evaluar, deben plantearse a nuestro juicio en el marco de la respuesta a una pregunta previa, de la que partiremos en nuestro análisis: evaluar, ¿para qué?, o si se prefiere, ¿qué funciones está llamada a cumplir la evaluación? Como veremos, el qué, el cómo y el cuándo evaluar dan lugar a respuestas sensiblemente distintas según que se refieran a una u otra de las funciones de la evaluación (Coll, 1994, p. 124).
A diario, los individuos tomamos decisiones y en cada una de ellas se involucra la evaluación. La simple elección de cuál fruto comprar en la plaza, un examen médico, un estado de pérdidas y ganancias empresariales o la determinación de una selección de deportistas, implican un proceso evaluativo previo.
Evaluar es formular juicios de valor acerca de un fenómeno conocido, el cual vamos a comparar con unos criterios que hemos establecido de acuerdo a unos fines que nos hemos trazado. Por ello en toda evaluación se requiere determinar los fines e intenciones que buscamos, delimitar los criterios que usaremos al establecer las comparaciones y recoger la información para garantizar que el juicio emitido corresponda a la realidad.
Veamos una parte de las reflexiones y procedimientos involucrados en su elección, a partir de un comentario que en alguna oportunidad escuché al colega y amigo Miguel Ángel González.
La pregunta de partida con la cual inició el profesor aparentemente no tenía ningún vínculo con la escuela: ¿Cómo decidir si un aguacate debe ser comprado o no? A juicio de Miguel Ángel, el comprador debe tener clara su finalidad. En este sentido, el propósito debe preceder a la selección; de lo contrario, ésta carecerá de sentido. No es lo mismo, por ejemplo, adquirir aguacates para preparar una ensalada, adornar una mesa de frutas o para ser consumidos directamente. El comprador deberá adecuar su selección a su finalidad.
Sin embargo, el comprador se enfrenta a frutos de tamaños, formas, precios y colores diferentes; y debe decidir cuál escoger entre ellos. Su finalidad le da los parámetros a tener en cuenta para poder realizar su mejor elección, pero tiene que escoger entre los diversos aguacates que se le presentan. Tendrá, por lo tanto, que comparar los aguacates que se le presenten con un aguacate “ideal”, realizando así una primera preselección y, entre los “aguacates preseleccionados”, escoger aquellos que serán adquiridos. Si ningún aguacate resultara preseleccionado, allí terminaría su evaluación y posiblemente tendría que desplazarse a otro puesto en el cual volvería a iniciar su proceso.
Pero los dos pasos anteriores no bastan, dado que el seleccionador no puede percibir directamente la calidad y por lo tanto tiene que utilizar indicadores indirectos. La blandura, el color y la contextura de la cáscara le darán una pista sobre la calidad de su carne. Sus instrumentos son primitivos y por ello tiene que presionar sus dedos en algunos lugares del fruto escogido aleatoriamente. La experiencia le puede, sin embargo, llevar a privilegiar algunas de ellas. Aún así, su elección es incierta, y dependiendo de su pericia, será menor o mayor la posibilidad de acertar en la selección de los aguacates deseados.
¿De qué depende, finalmente, la calidad del evaluador? A primera vista podría pensarse que de la experiencia, pero esta respuesta “a secas” sería muy simple. Nadie evidentemente podría aprender a evaluar aguacates sin conocerlos y sin haber realizado esta actividad previamente y en repetidas ocasiones. Aun así, ésta no es una condición suficiente para realizar buenas elecciones. Si yo comprara, por ejemplo, los aguacates para un restaurante y posteriormente no validara mi selección previa, la experiencia no me cualificaría como seleccionador. Si yo no me preocupara por mejorar mis instrumentos o por aprender a leer de una manera más fiel y exacta los indicadores externos del fruto, no realizaría elecciones más acertadas. En pocas palabras, si no reflexionamos y evaluamos nuestras evaluaciones, no es posible esperar un aumento en su calidad. Esta es la diferencia entre la práctica y la praxis, y debido al argumento anterior, la escuela debería estar centrada en la praxis y no en la práctica; es decir, en una práctica reflexionada.
La anterior disertación sobre el tema bastante prosaico de la selección y la compra de los aguacates nos permite vislumbrar algunos elementos a tener en cuenta en la evaluación educativa.
A primera vista, resalta la complejidad involucrada en el proceso evaluativo. Si para realizar una ensalada es necesario tener en cuenta la finalidad, los parámetros de comparación, las maneras de recoger la información, ¿que no será necesario para evaluar el desarrollo de un ser humano?
¿Para qué evaluar? ¿Qué evaluar y cuándo hacerlo? ¿Cómo y con qué? Y ¿cómo evaluar la evaluación?, son todas ellas preguntas pertinentes en la evaluación educativa.
Una evaluación es un diagnóstico de algo que permite realizar una toma de decisiones. El comprador de aguacates evalúa los frutos para determinar si van a ser adquiridos y en dicho caso cuáles lo serían. Un estado de pérdidas y ganancias empresariales permite describir la situación económica de una empresa, para facilitar la toma de decisiones en lo concerniente a futuras inversiones. ¿Cuáles son por lo tanto las finalidades de la evaluación educativa?
Mediante la evaluación, una institución escolar puede seleccionar el ingreso de un individuo entre un grupo de aspirantes, determinar la promoción de uno de sus miembros, diagnosticar el estado actual en el desarrollo de un proceso, indicar el nivel en el cumplimiento de propósitos o facilitar el proceso de aprehendizaje. A excepción de esta última, en todos las anteriores se realiza un diagnóstico con el fin de tomar, a partir de allí, una decisión. Cuando se realizan controles de lectura buscando que los estudiantes lean, o exámenes para promover el estudio y facilitar la organización de las ideas del estudiante, la evaluación pierde su carácter diagnóstico y se convierte en una herramienta metodológica. En dicho caso, la evaluación no es utilizada para diagnosticar, sino para promover, estimular o facilitar la adquisición de conocimientos. En todas las demás circunstancias la evaluación educativa busca, mediante la realización de un proceso diagnóstico, cualificar la toma de decisiones.
Los teóricos de la evaluación educativa le han asignado a ésta tres grandes finalidades: diagnosticar, formar y “sumar” (De Zubiría y González, 1995).
La selección de aspirantes y la evaluación del cumplimiento de objetos cumplen con una finalidad esencialmente diagnóstica, en tanto que la evaluación para determinar la promoción de un estudiante a un grado superior responde a un interés sumativo. Finalmente, se clasifica como evaluación formativa aquella que permita diagnosticar el estado de un proceso educativo, con el fin de establecer la pertinencia o no de generar modificaciones en él. Faltaría posiblemente por incluir una finalidad metodológica, en la cual el interés estaría centrado en la facilitación del proceso del aprehendizaje.
De otro lado, la pregunta relacionada con el qué evaluar guarda una estrecha relación con la finalidad y los contenidos educativos.
Para seleccionar los participantes en una prueba de atletismo se tienen en cuenta distintos elementos dependiendo de las características de ésta. Posiblemente, para el salto largo, la flexibilidad, la coordinación y la velocidad sean factores dominantes, en tanto que para el lanzamiento de la bala podrían cumplir un papel menor, frente a la fuerza y la corpulencia. ¿Qué evaluaría entonces un seleccionador? La respuesta a este interrogante no puede darse hasta tanto no se tenga clara la finalidad. En algunos deportes, la estatura podría resultar determinante, en otros no; en algunos la fortaleza y el tamaño del cuerpo serían esenciales, en otros pueden convertirse en un obstáculo. La coordinación viso-motora, la capacidad toráxica, el tamaño del fémur e incluso la edad, son variables a tener en cuenta dependiendo del deporte y de la ocupación que se cumple en él. Aun así, se puede afirmar que todo entrenador tendría en cuenta, de un lado, unas capacidades generales que le permitirían ubicar la potencialidad del sujeto seleccionado; de otro, el nivel del desarrollo de éstas, y finalmente un diagnóstico de los saberes o técnicas específicas aprendidas previamente por el aspirante. Teniendo en cuenta la finalidad, le asignará mayor importancia a una u otra.
En educación el problema es mucho más complejo ya que se trabaja en las distintas dimensiones del ser humano y por lo tanto las finalidades tienen que ser más amplias, más integrales y más sociales. Entendiendo con Wallon al hombre como un ser que ama, piensa y actúa, es decir que se desarrolla en una dimensión valorativa, cognoscitiva y praxiológica, la evaluación educativa tiene que dar cuenta de cada uno de estos aspectos y de su integridad. Y en cada una de estas dimensiones deben tenerse en cuenta las capacidades, el desarrollo y los aprehendizajes. El problema es particularmente grave para el docente ya que no ha sido formado para ello y, por consiguiente, no dispone ni de criterios ni de instrumentos que le permitan evaluar las capacidades o el desarrollo cognoscitivo, valorativo y procedimental. Y una evaluación sin finalidades y criterios claros y sin instrumentos –así sea para seleccionar tomates– no puede ser una evaluación de calidad.
Resumiendo, podríamos decir que la evaluación es un elemento del currículo que le permite a la institución educativa realizar un diagnóstico para tomar una decisión. La calidad de la evaluación dependerá entonces de que los fines que se propone cuenten con unos criterios y unos instrumentos adecuados que garanticen que el diagnóstico conduzca a seleccionar la mejor elección. En este sentido, fueron injustas las reiteradas críticas por parte del magisterio a las pruebas oficiales realizadas en Colombia por el ICFES hasta el año 1999 para evaluar la educación básica y media, ya que una evaluación debe ser calificada a partir de la coherencia con su propósito, la calidad de los instrumentos que utiliza y la finalidad para tomar decisiones a partir de ella. Una pedagogía heteroestructurante e informativa sólo puede evaluar informaciones y las pruebas oficiales lo hicieron así, y lo hicieron bien. Otra cosa sería contradecir los lineamientos y propósitos que subyacen a una concepción pedagógica que ha privilegiado la transmisión de informaciones. Pero éste es otro problema10.
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La pedagogía tradicional y el modelo heteroestructurante
Toda educación consiste en un esfuerzo continuado por imponer a un niño modos de ver, de pensar y de actuar, a los que no alcanzaría espontáneamente, y que le son reclamados por la sociedad en su conjunto y por el medio social al que en particular está destinado. (Durkheim, 1912)
La pedagogía tradicional
La pedagogía tradicional ha dominado la mayor parte de instituciones educativas a lo largo de la historia humana y en la mayoría de regiones del mundo; aún así, sólo ha recibido unas pocas líneas de sustentación teórica a lo largo de la historia humana. No ha contado con defensores teóricos, aunque se cuentan por millones sus defensores de hecho. La mayoría de ellos lo hace de manera silenciosa, casi inconscientemente. Y esto no debe extrañarnos ya que así actúa la tradición. Se impone, se establece y se reproduce casi sin darnos cuenta, con el poder oculto de hacernos ver como eterno lo que sólo es temporal11. De allí que no debe extrañarnos que la gran mayoría de maestros oriente su trabajo educativo de manera profundamente tradicional. Es así como según los estudios de Perkins, el 95% de las innovaciones son absorbidas por la Escuela Tradicional antes de cumplir los cinco años (Perkins, 1995). Así mismo y según los registros y seguimientos de las innovaciones realizados por el Convenio Andrés Bello en América Latina, solo el 1% de ellas presentaba programas de investigación y evaluación de manera simultánea (Blanco y Messina, 2000). Sin establecer un estimativo cuantitativo, la conclusión de Del Val es la misma:
Así pues –dice–, podemos afirmar que el tipo de enseñanza que se proporciona en la mayoría de las escuelas, incluidas las de los países más desarrollados, tiene como objetivo la producción de individuos sumisos y contribuye al mantenimiento del orden social; (lo que la escuela ofrece) es, en muchos aspectos, una preparación para el trabajo dependiente y alienado, por lo que limita los cambios sociales y constituye un freno al potencial creativo de los individuos (Delval, 1989).
Según los estimativos de Reich, el 85% de las escuelas norteamericanas son de tipo y enfoque tradicional (Reich, 1993). Este autor expresa su preocupación ante el lento cambio de la escuela, por oposición a los rápidos cambios de la economía y la sociedad:
Durante la última década del siglo veinte, si bien la economía se ha modificado sensiblemente, la estructura y la función del sistema educativo norteamericano siguen siendo aproximadamente las mismas. Pero comienza a advertirse una sensación de crisis en torno de la enseñanza, (…) Sin embargo, el quid de la cuestión es que la enseñanza no ha cambiado para peor; sino que simplemente no ha cambiado (Reich, 1993, p. 222).
A ello se debe nuestro interés por indagar por los principios y características de una manera particular de entender y actuar en educación que ha recibido el nombre poco preciso de pedagogía tradicional y que hoy en día resulta ser un enfoque con muy bajo estatus entre los docentes, investigadores y pedagogos, al punto que en una encuesta ubicada en Internet para cerca de 4.000 maestros, tan solo el 17% de los docentes que la respondieron se se identifican en grado alto o muy alto con un modelo tradicional, frente a un 82% que lo hace con los enfoques de la Escuela Activa. Cabe anotar que quienes se identificaron con el modelo tradicional fueron, en gran proporción, docentes que presentaban menor nivel de formación educativa (Ramírez, 2006).
En una primera aproximación, de manera sintética podríamos decir que en la pedagogía tradicional el maestro es el transmisor de los conocimientos y las normas culturalmente construidas y aspira a que, gracias a su función, dichas informaciones y normas estén al alcance de las nuevas generaciones. El maestro “dicta la lección” a un alumno que recibirá las informaciones y las normas transmitidas para aprenderlas e incorporarlas entre sus saberes. El niño obtiene del exterior el conocimiento y las normas que la cultura construyó y gracias a ellos se convierte en hombre.
La férula y el castigo recordarán a los estudiantes que, al mismo tiempo que la “letra con sangre entra”, este método enseña a respetar a los mayores. El aprendizaje es también un acto de autoridad, como lo puede evidenciar todo aquel que tenga en cuenta que un instructor en la Atenas antigua recibía el nombre de “paidotriba” –que en griego quiere decir “golpeador de niños”–, lo cual nos indica claramente la rudeza que suele acompañar el proceso educativo desde tiempos inmemoriales, al tiempo que nos comprueba que los tatarabuelos de los docentes eran en sentido estricto “golpeadores de niños”. (Vaya si algunos maestros y padres siguen conservando la costumbre de ejercer la violencia y justificar el maltrato, aun desde supuestas posturas de “vanguardia” en pedagogía12.)
La disciplina y rudeza con que se impartía la educación en la escuela ateniense serían hoy día envidiadas por el más estricto de los prefectos de disciplina de cualquier colegio tradicional. Un reglamento de policía cuidaba la moderación y la decencia; un magistrado, llamado “sofronista”, vigilaba en las reuniones de los jóvenes el respeto a las conveniencias sociales, y el Arconte-rey espiaba las infracciones al orden, las leyes, la religión y la moral.
Pero aun así, la escuela ateniense era casi “libertaria” comparada con la escuela espartana. En la Esparta antigua, los recién nacidos eran evaluados por una comisión gubernamental y los que tuviesen algún defecto físico o presentaran talla o peso muy inferior al “común”, eran arrojados desde un pico del Taigeto. A los demás, los dejaban dormir al aire libre para garantizar que sólo sobrevivieran los más fuertes. La sociedad y el Estado creían que sólo escogían a los “mejores” y se presuponía que así mantendrían la fortaleza que demandaría la vida. Eran formas organizadas de eugenesia, respetadas social y culturalmente, para cuidar y proteger la raza.
Los niños que sobrevivían a las pruebas anteriores eran arrebatados a las familias desde los siete años y permanecerían en el ejército hasta cumplir los treinta. En el ejército, donde el niño aprendía a leer y a escribir, a excepción del canto, todas las demás actividades estaban vinculadas con la milicia. Aun así, era prohibido el canto individual porque se consideraba que solo el coro favorecía la disciplina (Montanelli, 1974, p. 69). Y como se sabe, esa palabra es esencial para comprender la Escuela Tradicional ya que todo se justifica a partir de allí, resultando que el golpe, la paliza, el insulto o la tarea se justifican por la necesidad de “disciplinar” a los estudiantes.
Los jóvenes eran reunidos anualmente ante el altar de Artemisa y azotados violentamente, sin permitírseles dar muestras de sufrimiento (lo cual se consideraba como un acto de deshonor13), siendo premiado con el título de “vencedor del altar” el muchacho que permaneciera más impasible durante la “ceremonia” (Ponce, 1970, p. 62). Para estrechar los lazos de compañerismo14 se promovía la homosexualidad.
Al terminar su milicia, los reclutados podían volver a casa, en cuyo caso estaban obligados a buscar esposa y conformar un nuevo hogar. El celibato era castigado con la desnudez aun en invierno (Montanelli, 1974, p. 70). (Podría pensarse que un dicho que ilustra esta postura es el que dice: “O se desnuda en la casa o lo hace en público”.) De todas maneras, siempre se debía permanecer presto a colaborar militarmente con el gobierno, manteniendo su carácter de reservista hasta cumplir los 70 años15.
En la educación romana el grado de doblegamiento de la personalidad, el maltrato y la violación de los derechos humanos, eran claramente menores. En Roma la escuela primaria estaba a cargo de un “ludimagister” que “… era un antiguo esclavo, un viejo soldado, o un pequeño propietario que alquilaban un estrecho local llamado pérgola y abrían allí su botica de instrucción” (Ponce, 1970, 93). En ella, el maestro de primaria enseñaba a deletrear y memorizar leyendas (otra costumbre que ha perdurado con el tiempo).
Así mismo, en la Edad Media las “ayudas didácticas” más utilizadas consistían principalmente en palos o varas para golpear a los muchachos que no atendían o no cumplían con sus obligaciones; costumbre que parece tan generalizada que la usual expresión medieval “vivir bajo la vara” representaba estar en la escuela16 (Kominsky, 1981, 105).
La educación en diversas fases de la historia humana ha actuado –como decía Althusser– como aparato ideológico de Estado o aparato cuya función esencial ha sido la de reproducir las representaciones mentales, sociales y culturales de las clases que están en el poder; de allí que a lo largo de la historia humana las conquistas militares y económicas hayan sido siempre acompañadas por conquistas ideológicas y que a la par con los ejércitos marchen los sacerdotes y los maestros para que la dominación política y militar sea acompañada del dominio ideológico, religioso y mental de los conquistados. Por ello no debe extrañar que Plutarco, refiriéndose a la dominación española por parte de los romanos, haya afirmado que “las armas no los habían sometido sino imperfectamente; y que había sido la educación la que verdaderamente los había domado” (citado por Ponce, 1970, 109). Y los españoles nunca olvidarían esto, al punto que se encargaron de demostrárnoslo a los americanos trece siglos después.
Pero dejemos a un lado el recuento histórico y concentrémonos en las ideas pedagógicas que le subyacen y le dan fuerza a la concepción pedagógica más difundida en el mundo en todas las épocas. En este sentido, posiblemente es Alain el que le dará más coherencia, y el que de manera más sistemática elaborará un discurso teórico que dé soporte a la práctica educativa tradicional.
Para Alain17 el principal deseo del niño es el de dejar de serlo, lo cual le confiere un gran impulso a su actuación y un inagotable deseo de superación. El niño quiere actuar como adulto; aun así, se complace con el juego y sigue gozando y apreciando su característica de infante. En torno a esta contradicción se desarrollará el proceso educativo que da sustento a la pedagogía tradicional. Las fuerzas del deseo por conquistar la adultez y las de la realidad que la impulsan a las actividades propias de los niños son las que se enfrentarán día a día en cada salón de clase. El papel ideal del maestro debería ser, en este sentido, el de favorecer su deseo “colocando un foso entre el juego y el estudio” y privilegiando el estudio a costa del juego. El niño mismo desea que lo saquen del mundo del juego, porque quiere sentirse adulto; de allí que él “os agradecerá haberlo obligado, os despreciará por haberlo halagado o mimado”. Su deseo inmediato de jugar y divertirse, gracias a la educación bien orientada, cederá ante su deseo mayor y de más largo plazo: el de alcanzar la adultez.
Para conseguir el propósito anterior, el maestro tiene que actuar de una manera severa y exigente ya que el ser humano –para Alain– buscará siempre lo difícil y se esforzará por conseguirlo. Como en la conquista de géneros, sólo aquello que les represente esfuerzo será de su atracción18. Solo así valdrá la pena el esfuerzo, dado que se presupone que sólo lo que exige esfuerzo vale la pena de ser luchado. Gracias a ello el hombre constituye la especie con mayor deseo de superación y la que más obstáculos necesita vencer. Por lo mismo, en la educación es conveniente y necesario tratar con severidad a los estudiantes; colocarles retos difíciles y exigirles el máximo que ellos pueden dar. Prometer a los niños el placer y la facilidad –como harán con tanta frecuencia los educadores innovadores durante el siglo XX– para estos enfoques, es ir contra la naturaleza humana y contra la necesidad de superarse venciendo las dificultades. No hacerlo significará convertir a los niños en adultos “flojos”, irresponsables, incumplidos, indisciplinados y con baja necesidad de logro.
Como puede verse, la Escuela Tradicional presupone que se avanza generando en los estudiantes el Efecto Pigmalión negativo (Terrassier, 2002); es decir, que considera el trato violento y fuerte como condición para que el estudiante se esfuerce y valore la necesidad del estudio. De esta manera, el niño debe demostrar que es capaz de aquello que inicialmente se presupone que no lo es. Todo arte de instruir consiste, para Alain, en lograr que el niño acepte el esfuerzo que ello causa y que se alce a su estado de hombre. Para lograrlo, desde sus primeros años debe acercarse a los grandes modelos humanos en la música y la poesía clásica. Debe imitarlos y aprender de ellos.
Alain no sólo sustenta la rudeza en el trato al niño, sino que justifica la reiteración por parte del maestro y la copia sucesiva por parte del niño como condición para aprender. El principal papel del maestro –comenta– es el de “repetir y hacer repetir”, “corregir y hacer corregir”, en tanto que el estudiante deberá imitar y copiar durante mucho tiempo. Aunque lo que él copia no lo entiende, debe hacerlo ya que es gracias a su reiteración que podrá aprenderlo el día de mañana. Solo así se explican las planas y los ejercicios interminables que se realizan y repiten todos los días, en todas las clases y a todos las horas, ya sea para enseñar o para castigar, dado que tal la diferencia en sentido estricto no existe.
En este sentido resultan injustos los calificativos de pasiva y memorística que con tanta generalidad se utilizan para describir a la Escuela Tradicional. Todo aprendizaje debe permanecer en la memoria y por ello es aprendizaje. El problema es que los aprendizajes tradicionales solo quedan guardados en la memoria de corto plazo, sin modificar con ello las estructuras para pensar, sentir o actuar. Por ello, al referirse a Escuela Tradicional, conceptualmente es más preciso hablar de una escuela rutinaria, mecanicista y concentrada en aprendizajes que no logran modificar las representaciones mentales ni el pensamiento de los estudiantes. Una postura similar sustenta el profesor Coll en el texto referido. Al respecto dice:
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