Kitabı oku: «Buscando el camino», sayfa 2
Cuando nos invade un temor o intuimos un peligro, tendemos a actuar de manera impulsiva o poco racional; es decir, a veces no pensamos en las consecuencias de una mala reacción y eso fue lo que le sucedió a Víctor cuando finalizados los videos, se empezaba a despejar la sala y aparecieron Toni y Daniel para apuntar los nombres de los que viajarían a las Alpujarras.
Le atenazaba el temor de que Ángela fuera a la excursión con Toni porque conocía cómo actuaba y lo que perseguía exactamente dicho personaje; no en vano, el propio director le había comentado cómo actuaba encandilando con su trato seductor a las señoras usuarias a las que les echaba el ojo. Y Ángela era una de ellas, según los rumores que él mismo había escuchado en corros en este centro social. Por eso Víctor, intuyendo una mala decisión suya, decidió llevarla al rincón más apartado de la sala para dirigirle unas palabras, sabiendo cuánto se jugaba con ello.
—¡No vayas! ¡No te apuntes! A este tipo le importa un cuerno la excursión. Solo pretende ligar contigo.
—¡Víctor! ¿Qué dices? Esta persona y yo solo somos conocidos y se trata nada más que de una salida en grupo.
—¡Sabes que tengo razón! Es un caradura y lo conocen todos en esta casa. Intentará aprovecharse de que tu hija está atendiendo al resto del grupo para llevarte a su terreno. Todos saben lo mujeriego que es.
—¿Pero qué tonterías estás diciendo? —le reprocha ella—. Soy bastante mayorcita para saber cuidarme y no dejarme abusar —contestó en un tono de más indignación—. A todas nos puede gustar que alguien se interese por nosotras, pero ni yo voy por ese camino con Toni ni creo que él vaya detrás de mí. —su desconcierto y cierto malestar por aquellas palabras de Víctor era notable.
—¡Lo siento mucho! —exclamó cabizbajo Víctor, ya más calmado—. Te tengo aprecio y cada vez que te voy conociendo más siento algo especial por ti. Los rumores sobre ese individuo me han puesto nervioso al saber que irías con él.
—No entiendo bien lo que te sucede, ni por qué has reaccionado así, Víctor. Solo sé que yo también te aprecio y que no deseo, para nada, que nos enfademos. Y menos, por niñerías como esta.
—¡Vale, pues que disfrutes de tu viaje el próximo sábado! —le deseó Víctor de manera educada, pero sin ninguna convicción. Y seguidamente, añadió sin pensárselo—. ¡Disculpa mi insistencia, pero tengo que intentarlo! ¡Si te apetece, si tú quisieras, ese día podríamos bajar a la playa y comer en algún chiringuito!
El resto del grupo de café observaba a lo lejos la escena que acababan de protagonizar los dos, haciendo algún comentario, mientras que los voluntarios ultimaban el listado de excursionistas y Víctor recogía el enjambre de cables entre el proyector, el portátil y los altavoces de sonido con la ayuda de su amigo mejicano.
—Ya solo faltas por apuntarte tú, Ángela, recuérdame tus dos apellidos. —Toni daba por descontado que asistiría a la excursión.
—No. Toni, no puedo ir.
—¿Qué dices? ¡Si viene tu hija! ¿Te vas a quedar sola ese día?
—No. ¡Qué disparate! El sábado ya había quedado con un amigo para comer pescadito en Almuñécar. Que lo paséis muy bien y disfrutéis del buen jamón de la zona.
Una sensación de alivio y de relajación invadió a Víctor al seguir la escena con discreción y sin intervenir. Una sonrisa cómplice iluminó su rostro y el de Ángela cuando se miraron de soslayo.
TESIS DOCTORAL DE GABRIEL
Cuando se disponía a guardar el equipo de proyección en el armario del despacho habilitado para tal fin, se encontró por uno de los pasillos al director, el cual le invitó a continuar una de sus habituales charlas en su despacho.
—Admiraba la capacidad de trabajo que tenía tu padre —le comenta D. Carlos—, porque era una persona inquieta e intelectualmente activa. Sé, por ejemplo, que en asuntos religiosos no era creyente y que mantenía una actitud muy crítica, no hacia Dios, sino más bien hacia la Iglesia. Él reprochaba firmemente el daño que muchos eclesiásticos habían causado a la humanidad a lo largo de los siglos.
—Sí, es verdad, hasta el punto de que escribió una serie de relatos sobre las falsedades que recogían los Evangelios, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento. Es un libreto que encuadernó en aquella época en la que, además, escribió una novela que no llegaría a publicar.
—Me gustaría que en alguna ocasión me leyeras algún párrafo suyo sobre Las Sagradas Escrituras, si no te importa. Ya ves, cuánto talento intelectual acumulaba este hombre. Además —seguía contándole el responsable del centro social—, era un aficionado a la filosofía porque mencionaba escritos y pasajes de autores clásicos, y también se inventaba sus propias frases con mensaje.
—¡Así es! —asiente Víctor—. Guardo todavía como si de un tesoro se tratara, muchos de sus escritos, además de objetos personales, como su ajedrez preferido… También conservo cuadros al óleo que pintaba en su propio despacho. Aunque llegó a asistir a clases con un profesional que vivía en su mismo barrio, la verdad es que ya con anterioridad había dibujado y pintado a su manera. El tema protagonista de los cuadros que conservo es, cómo no, una vez más, el ferrocarril.
—Es que los trenes le marcaron su infancia, la adolescencia y toda su vida de adulto —remarca D. Carlos—. Es lógico que leyera sobre tipos de locomotoras, que aparecieran las estaciones de ferrocarril en sus escritos y que dedicara su tesis doctoral a los carriles de hierro.
—Y yo, su hijo, heredé, igualmente, la afición por todo lo relacionado con los trenes. Llegué a construirle una maqueta con dos circuitos independientes de vía con adornos y complementos tales como, puentes; montañas de cartón decoradas; vegetación artificial; varios edificios de estación elaborados con panel de madera; había iluminación en las casitas de lo que simulaba ser un pueblecito en la lejanía, además de en las farolas instaladas en los andenes de las estaciones. Y los dos circuitos de vía podían converger en una sola si se accionaban unas palancas denominadas “Cambio de Agujas” que estaban situadas a las entradas de las estaciones. Y respecto a su tesis, le leeré algún capítulo otro día que nos veamos.
La afición de Víctor por el ferrocarril la había heredado por línea directa de su padre, aunque también su abuelo había ejercido como ferroviario hasta el momento en el que los vencedores de la Guerra Civil le quitaron la vida, muchos meses después de haber finalizado la contienda.
Decidió realizar una breve referencia de la tesis de su padre para leérsela algún día a D. Carlos. Le causaba emoción manejar aquel trabajo de reconocido prestigio profesional, según afirmaron en su día los miembros del tribunal que le otorgaron el grado de Doctor en Derecho. Tener el libro en sus manos, leer su emotiva dedicatoria y hojear las 443 páginas de su gigantesco trabajo sobre la historia de nuestro ferrocarril, le ocupó gran parte de aquella solitaria tarde en casa.
Historia del Ferrocarril y de su Régimen Jurídico.
Tesis Doctoral para la obtención del Grado de Doctor, presentada por…
Director de la tesis: Doctor D. Antonio… catedrático de Derecho Administrativo.
Fecha: Granada, 1980.
Dedicatoria: A la memoria de mi padre… ejemplar y malogrado ferroviario.
(Transcripción literal de algunos párrafos de las páginas 54 a 56 de la tesis)
Evolución de los primeros ferrocarriles
Jorge STEPHENSON, orgulloso del invento de su máquina de vapor viajera —como él denominó a la primera locomotora— hizo remolcar desde la cuenca minera de Newcastle, el 27 de septiembre de 1825, una sucesión de vagones cargados de carbón y un coche lleno de viajeros, ante la expectación de numeroso público que vitoreaba el nacimiento del primer tren del mundo…
Los primeros ferrocarriles en España
Llegada la noticia a nuestro país, empezó a hacer eco en varias personas que se interesaban por el nuevo medio de transporte, sobre todo, con vistas al comercio vinícola de la baja Andalucía.
Fue el 23 de marzo de 1830 cuando se otorga la primera concesión, concretamente desde Jerez a El Portal, sobre el río Guadalete, de una longitud de 5’8 kilómetros y, más tarde, continuando al Puerto de Santa María; pero esta concesión, al igual que otras sucesivas, no tuvieron efectividad alguna.
Más adelante, en abril de 1845, se otorgó la de Madrid a Aranjuez, y en 1847, las líneas de Barcelona a Mataró y de Sama de Langreo a Gijón y otras de escasa longitud.
Estas compañías son fundadas a base de capital extranjero y técnicos venidos allende el mar. Concretamente, el trayecto Barcelona a Mataró se inauguró con un capital de cinco millones de pesetas. Ello sucedía el 28 de octubre de 1848 ante la gran expectación de numeroso público y la presencia, en el embarcadero de la estación, de los obispos de Barcelona y Puerto Rico, el Capitán General de la Región y demás autoridades, en cuyo andén se había colocado un altar desde donde fueron bendecidas las cuatro primeras locomotoras llamadas “La Cataluña”, “La Barcelona”, “La Besós” y “La Mataró”.
El tren inaugural partió y se fue deteniendo en todas las estaciones entre vítores y aclamaciones, para llegar a Mataró doce horas después. Se cantó un Tedeum, hubo banquete, brindis en abundancia y fiestas. El regreso lo hizo el tren sin parar en treinta y cinco minutos. Este día de la inauguración era sábado y al día siguiente el público llenó todos los trenes que empezaron su servicio regular.
La admiración y entusiasmo que el ferrocarril produjo fue enorme. Se le dedicaron versos y dibujos y los comentarios del público y de la prensa fueron elogiosos. Sin embargo, no faltaron algunas críticas como las de los que hablaban de perjuicios para los viajeros debido a los gases tóxicos que salían por la chimenea de la locomotora. Hubo, incluso, un médico conocido que sostuvo públicamente que «el traqueteo producido por el tren, sería causa de frecuentes enfermedades nerviosas»…
LA CASA DE CAMPO DE LEO
En el término municipal de El Padúl, no muy lejos de la ciudad de Granada, Leo es propietario de una casa de campo en un lugar próximo a las antiguas canteras de piedra, cuya extracción a cielo abierto hirió de muerte el paisaje que las alberga, como puede observarse al contemplar las entrañas de algunas descarnadas montañas. Por suerte, el resto del entorno mantiene aún su natural encanto. Incluso, desde su enorme parcela se puede divisar el pico del Veleta con su manto blanco cuando el cielo es azul, excepto cuando se desprende de él durante los meses de verano.
El terreno de Leo estaba dividido en tres grandes parcelas con distintos niveles. En la de arriba había una antigua alberca de riego que transformó en piscina, con una hilera de cipreses a modo de seto para darle cierta intimidad, puesto que le gustaba bañarse desnudo. En el resto de la misma había, sobre todo, higueras y olivos.
En la parcela de en medio se encontraba la entrada a la finca con una gran verja de hierro y la casa, de solo planta baja —antiguo habitáculo donde guardaba los aperos de labranza su anterior dueño—. Desde la casa y hasta llegar al fondo de su linde con una malla de red de alambre, se pasaba por varias hileras de naranjos; después por un espacio dedicado a huerta; y, a continuación, por un espacio de terreno dedicado a vides que él mismo había plantado e injertado. Separando esta parcela media con la de arriba, tenía sembrados almendros, y para delimitarla con la de más abajo, había toda una gran hilera de granados —árboles frutales muy apreciados en esta zona—. Además, para diferenciar los tres niveles distintos del terreno, levantó dos muros de piedra, colocándolas él mismo una a una, sin ningún tipo de mezcla. El resultado de su labor fue espectacular, aunque le supuso un enorme esfuerzo.
Por último, en la parcela más baja había sembrado nogales, y había construido una caseta de obra para guardar sus materiales de poda, su tractor y varios toneles de madera que utilizaba para almacenar el vino que elaboraba tras la recogida de la cosecha de la uva.
Todo el espacio que rodeaba la vivienda estaba embellecido con flores y arbustos, siendo el lugar típico para hacer barbacoas y disfrutar de la naturaleza con una gran mesa de jardín y cómodas butacas. Si hacía frío, siempre se podía recurrir a la chimenea que calentaba el interior de su rústico, pero coqueto hogar.
Leo era un enamorado del campo y muy aficionado a la botánica. Conocía cualquier flor, arbusto o árbol sobre los que se le preguntara y dedicaba la mayor parte de su tiempo libre al cuidado de su huerto y de todo su terreno. Si algo le iba mal o si necesitaba pensar, aclararse u organizarse, era fácil encontrarlo: en su terreno de El Padúl.
Leo y Mara habían invitado a comer en la casa de campo a su padre y a su pareja —Norma—, además de a su amigo Víctor. Siempre lo llamaban a él para que le diera conversación a su padre o por si había enfados entre ellos. Llegado el caso, Víctor sabía cómo proceder para aliviar las tensiones.
—Qué agradable lugar para descansar y relajarse. Aquí, en mitad de la naturaleza, con este silencio sería hasta capaz de escribir una novela —comenta Víctor a D. Carlos.
—¡Sí, Víctor! El silencio, la tranquilidad y el aire puro del lugar es verdad que ayudan a sentirte bien, pero ¡ojo! Porque amigo, como esté tocada tu paz interior o tu equilibrio personal, ni un hábitat como este te sacará de un mal rato.
—¡Claro, hasta ahí llego! Vuelve usted a recordarme a mi padre, tan aficionado como era a entrar en profundidades con sus planteamientos filosóficos.
El padre de Leo sonrió con dicha observación y añadió:
—En este momento que tenemos para hablar a solas me gustaría que me ayudaras a comprender mejor a mi hijo porque noto que pasan los años y todavía no terminamos de conectar.
—¡Bueno, yo no lo veo así del todo! —le rebate pausadamente Víctor—. Piense que todos cambiamos y todos tenemos preocupaciones que ocupan nuestra mente y nuestro tiempo. Él lo llama por teléfono con frecuencia —continúa argumentándole a su interlocutor—, quedan para verse, quedan para comer, le cuenta cómo le va con su trabajo y con su pareja, Mara; que, dicho sea de paso, es una mujer excepcional y que le hace mucho bien, en todos los sentidos.
—Si todo eso es cierto, Víctor, pero, por ejemplo, ¿por qué cuando habla alguna vez con su madre, las pocas veces que lo hacen durante el año, siempre termina comentándomelo y me hace sentir culpable de lo insatisfecho que queda? ¿Por qué siento que me culpa a mí de aquella ruptura matrimonial y de no haber tenido nunca a su madre cerca?
Cuando el matrimonio de sus padres se rompió por culpa de una infidelidad de su madre, la cual decidió abandonar el hogar familiar para irse a Barcelona con su amante —un editor de libros—, Leo tenía ya dieciséis años y su padre se refugió en el trabajo de abogado, haciendo acopio de todos los pleitos posibles, muchos de ellos del Turno de Oficio, al que se apuntó para tener ocupado el tiempo y no pensar en su fracaso conyugal. Todo ello condujo a que Leo se sintiera emocionalmente solo, sin el apoyo de su progenitor.
—Tal vez se podrían allanar vuestros pequeños desencuentros que todavía afloran —le proponía Víctor— hablando una y otra vez, siempre que haya buena predisposición por las dos partes; o exteriorizando cualquier detalle que os marcara a los dos como consecuencia del trauma de la ruptura matrimonial. Ya sé que no suena muy original, pero es que es tan difícil aconsejar sobre esta situación…
—Que sepas que lo he intentado durante años y siempre que hemos tratado el asunto, hemos acabado con desaires y de mal talante —alega un D. Carlos algo afligido.
—¿Por qué no se le ocurrió a usted en aquellos años solicitar ayuda psicológica para Leo? ¿No cree que le habría servido para cortar de raíz tanto sufrimiento inútil?
—Sí, quise hacerlo. Se lo propuse, pero nunca aceptó la idea. No pude avanzar por esa línea —le argumenta cabizbajo.
—Pues de momento, D. Carlos, creo que, por parte de todos sus allegados, no podemos hacer más por ahora. Solo escucharlo cuando quiera hablar de ello y ofrecernos a ayudarlo y colaborar con él cuando nos lo solicite.
Los dos sabían que la mayor consecuencia del trauma familiar en la adolescencia de Leo fue su inicio en el fatídico mundo del alcohol. Nunca llegó tal afición a ser un grave problema, pero sí comenzaba a pasarle factura a su salud. Querían ayudarle a superar esa maldita adicción que el propio protagonista negaba tener, pero no daban con la forma de hacerlo.
Este tipo de reuniones en un ambiente natural y relajado ayudaban mucho a unir a los diversos miembros de una familia que requería todavía bastante atención para llegar a normalizarse. Pero, al menos, había buena predisposición por ambas partes para llegar a lograrlo. Los contactos entre padre e hijo se iban incrementando poco a poco, lo cual facilitaba el que las parejas de ambos se conocieran mejor entre sí.
Por tal motivo, Mara, ante la observación que le hizo Norma —la compañera sentimental de D. Carlos— por su carácter ausente y de ánimo alicaído, se vio obligada a revelar la preocupación que le angustiaba. El motivo no era otro que la salud de su hija.
Alejandra —hija de Mara— de treinta y cinco años de edad, está casada y vive con su marido —Cabo de la “Benemérita”— y su hijo de ocho años en Guadix. Ella posee estudios universitarios —licenciada en Historia—, pero no ejerce ninguna profesión desde que quedó embarazada y dejó su empleo de encargada de biblioteca en la fundación cultural de una entidad bancaria importante.
Alguna influencia debió tener la genética, porque el padre de Alejandra, mucho antes de su divorcio de Mara, ya sufrió importantes crisis psicológicas que terminaron con la ruptura de la pareja. Alejandra fue empeorando progresivamente desde que dio a luz a su hijo, aunque, por suerte, contaba con la atención de un buen marido que la adoraba; y, además, disponía de la ayuda incondicional de sus suegros, residentes en aquella misma localidad.
La intranquilidad y el desasosiego de Mara se justificaban porque durante la última crisis de su hija, Joaquín —su marido— la descubrió infraganti con un bote de somníferos en la mano cuando iban a acostarse.
Los problemas personales que muchas veces arrastramos no tienen solución y hay que aprender a vivir con ellos o hay que sobrellevarlos de la forma menos traumática posible. Cuando un problema de salud serio alcanza a uno de los miembros de la pareja, entra en juego la ayuda de su media naranja, y también la de familiares o amigos, si es que se dispone de ellos, como afortunadamente era el caso de Alejandra. Muchas otras personas en una situación parecida no tienen a nadie que les socorra y deben recurrir a la fe para ayudarles a sobrevivir —en el caso de que sean creyentes—.
Todos los presentes en aquella reunión familiar, que transcurría en un entorno tan agradable en plena naturaleza, intentaron animar a una angustiada Mara, especialmente la encantadora Norma, porque también es madre y sufre en sus propias carnes el problema familiar de su hija Nieves, residente en Sevilla.
“LAS MEMORIAS” DE GABRIEL.
Primera Parte
Una de las tareas habituales de Víctor para llenar las largas horas que pasa solo en casa, además de las propias de limpieza y mantenimiento de su hogar, es la de repasar algunos trabajos impresos que dejó su padre “para la posteridad”, como él mismo decía en broma. Era una forma de recordarlo, de constatar su valía intelectual que nunca le reconoció en vida y de sacar a fuera un pesar que le obsesionaba desde hacía tiempo.
Arrastraba cierta carga de culpabilidad porque los últimos momentos de existencia de su padre los pasó en completa soledad en una triste habitación de hospital de menos de diez metros cuadrados, en la que solo había una mesita auxiliar junto a su cama y una ventana que daba a la entrada del edificio. El óbito se había producido a primera hora de la tarde de hacía ya casi seis años, poco después de que decidiera ausentarse un corto espacio de tiempo para desplazarse a su domicilio con el fin de asearse y cambiarse de ropa.
A veces organizaba cajas de documentos y rebuscando fue a dar con un libreto encuadernado de su padre con el título “Memorias”. Nunca se había atrevido a leerlo, ni siquiera a hojearlo, porque le daba la sensación de estar asaltando su intimidad. Pero esta vez se animó a ojear por encima pasajes del final de su infancia; una triste y dura etapa que pasaría junto a sus cinco hermanos y su madre, desde que su padre fuera detenido por falangistas, y, posteriormente, fusilado en 1940, después de finalizada la Guerra Civil, por pertenecer al Frente Nacional.
Mis Memorias
(Gabriel y su familia, Estación de tren de Torredelcampo, provincia de Jaén, 1936)
…La guerra empezó a extenderse también por esta zona. Se abrió un frente de batalla entre Bujalance, Porcuna y Lopera, y desde la estación de ferrocarril de Torredelcampo empezaban a visualizarse los aviones y a sentirse la explosión de las bombas.
Como la estación de tren de Jaén sufría constantes bombardeos, dispusieron que muchos trenes militares se situaran en la de Torredelcampo, convirtiéndose la misma en un polvorín, pues a los pocos días también empezaron a bombardearla tanto de día como de noche, lanzando bengalas para iluminarla.
Algunos trenes eran alcanzados. Otros se salvaban de la mortífera carga al quedar protegidos dentro del túnel que existía a trescientos metros del andén. En dicho túnel se cobijaban, prácticamente las veinticuatro horas del día, mi madre con mis hermanos y mi abuela Antonia, que se había venido con nosotros al quedar viuda.
Ya no tenía atractivo para la gente del pueblo la estación, la cual se había convertido en un campamento militar. En ella quedamos solamente mi padre, el Guardagujas y yo, y no dábamos abasto para recibir y expedir tantos trenes militares. Yo me ocupaba exclusivamente del telégrafo morse y mi padre entraba y salía de la oficina para preguntarme qué tren podía expedir y cuál había de recibir.
De vez en cuando, al sentir la aviación, salíamos corriendo a refugiarnos en los taludes o cunetas que existían al lado de las vías.
Si de Alcaudete nos alejó mi padre para proteger nuestra integridad física, al extenderse la guerra, nos vimos sumidos en ella en Torredelcampo.
Por fin llegaba el fin de la contienda, pero, para nosotros, la tragedia iba a ser peor.
En efecto, el día 28 de marzo de 1939 (yo acababa de cumplir los 14 años) entraban las tropas franquistas en Torredelcampo y, seguidamente, tomaron la estación acompañados de un grupo de falangistas, con un despliegue de fusilería, banderas nacionales y del Glorioso Movimiento amenizando el espectáculo con el canto del Cara al Sol y brazo en alto.
Mi padre estaba pálido. Todos estábamos asustados.
Las que eran íntimas amigas de mi hermana, vestidas de falangistas, le obligaron a cantar el Cara al Sol y, naturalmente, como no lo sabía cantar, la vejaron, la abuchearon y hasta llegaron a agredirla.
A mí me ocurrió algo parecido y fue precisamente mi mejor amigo, Paco, el que capitaneaba la cuadrilla, el que se mofara de mí, obligándome a levantar el brazo al estilo nazi-fascista, preguntándome si había cambiado ya de chaqueta. Luego me hicieron vestir boina roja, me colocaron las cinco flechas y el haz y me llevaron al pueblo, donde en el Ayuntamiento repartían escopetas y fusiles a todos los muchachos que las solicitaban. Naturalmente que a mí me lo denegaron y me echaron de allí con insultos, ya que sabían que era hijo del jefe de estación, peligroso “rojo”.
Tengo que repetir aquí lo que relaté en páginas anteriores.
El “Caudillo y Dictador Franco” lanzó a las ondas de la radio el último parte de guerra, que decía: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado sus últimos objetivos militares las tropas nacionales. La guerra ha terminado. Burgos, 1º de abril de 1939. Año de la Victoria».
Seguidamente, se recibió una orden telegráfica para que todos los ferroviarios regresaran a la misma estación donde les sorprendiera el estallido de la guerra, el 18 de julio de 1936. Cargamos los muebles en un vagón y, al día siguiente, llegábamos en el correo matutino a Alcaudete con los ánimos tirados por tierra y presagiando lo peor.
Y así ocurrió. En la mañana del 26 de abril de 1939 llegó a la estación, procedente del pueblo de Alcaudete, un coche con dos agentes de la Policía Armada (los grises) que esposaron a mi padre y se lo llevaron a la cárcel, o por mejor decir, lo encerraron en un caserón que habilitaron como cárcel, pues no había cabida en aquella para tanto detenido, cuyas habitaciones estaban despejadas de todo mueble, motivo por el cual todos los hombres se encontraban hacinados en el suelo, presentando un cuadro dantesco. Yo tuve la ocasión de comprobarlo porque al día siguiente, en unión de mi hermana, le llevamos un colchón.
La detención se produjo sobre las diez de la mañana, momentos antes de la llegada del correo, en cuyo tren venía a vernos, después de tres años de guerra, un hermano de mi madre —el tío Ramón— vestido de Policía Armada, el cual, enterándose de lo ocurrido y viéndonos a todos llorando, se desplazó al pueblo en el autocar que hacía el servicio de viajeros diariamente, y pudo sacar a mi padre de aquel antro todo el día, invitándole a comer y a pasear por el pueblo. A la noche, tuvo que llevarlo a su encierro.
A los pocos días se llevaron a mi padre desde Alcaudete a la Prisión Provincial de Jaén.
Nuevamente emigramos a casa de mis abuelos maternos en la calle San Andrés de Jaén.
Éramos seis hermanos que pasábamos hambre. Mi madre no tenía ingresos de ninguna clase y mis abuelos maternos eran pobres, a pesar de lo cual, se quitaban un bocado de pan para dárnoslo a nosotros. Los abuelos paternos y mis tías las beatas nos olvidaron totalmente.
Había en Jaén un Inspector de ferrocarriles —un tal D. Ángel— que, a pesar de ser un reconocido falangista valeroso, era muy amigo de mi padre y a mí me quería mucho. Visitó a mi padre en la prisión con frecuencia y le llevaba tabaco.
Dada la situación de miseria en que nos hallábamos, y valiéndose de la mucha influencia que tenía con todas las autoridades fascistas, enseguida me colocó en la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana actualizando, casa por casa de la capital, el padrón catastral de todos los inmuebles, rellenando unos formularios. No me asignaron sueldo alguno pero iba provisto de una credencial que me autorizaba a exigir el pago de una peseta por cada declaración, lo que suponía recaudar al día unas treinta pesetas, cantidad que representaba en esa época una suma importante, y que nos permitía comer a todos, incluido mi pobre padre, en prisión, que lo mantenían, al igual que al resto de los presos, a base de nabos cocidos.
El servicio que yo prestaba era solo por la mañana. Cuando terminaba al mediodía, me aprestaba a llevar a mi madre todo lo recaudado y enseguida preparaba el canasto de mimbre con la comida y mi hermana y yo nos dirigíamos a la prisión para entregarle las viandas al vigilante de la puerta, el cual, con cara de perro, lo introducía dentro después de registrar minuciosamente el contenido del cesto, revolviendo con sus manos sucias todo el contenido para luego, antes de entregarlo a su destinatario, rapiñar y engullirse lo mejor del condumio. ¡Sucios e inhumanos carceleros que trataban a los presos peor que a las ratas!
Terminó la revisión del catastro y nos quedamos sin ingresos. Volvimos a pasar hambre. A mi padre ya no hacía falta alimentarlo, pues en la madrugada del 19 de enero de 1940 lo sacaron, junto a otros compañeros, en un camión y lo asesinaron en las tapias del cementerio civil.
La “Benemérita”, cumpliendo su macabra obligación, culminaba el mandato del Dictador, y la Santa Madre Iglesia también cumplía su catolicísima decisión de no enterrar en su Camposanto a los herejes. Así describe esa Iglesia Santa lo que es el cementerio católico: «Es un lugar bendecido por la Iglesia, destinado a dar sepultura a los cadáveres de los fieles cristianos. En toda población católica debe existir otro lugar cerrado y cercado para enterrar los cadáveres de aquellos a quienes la Iglesia niega la sepultura en el cementerio católico». ¡Ahí es nada la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana!
En efecto, a la hora de costumbre fuimos mi hermana y yo con el canasto de comida y los esbirros de la cárcel le pegaron un puntapié al mismo y nos dijeron, con malos modales y mejor satisfacción, que nuestro malvado padre ya no estaba allí. Llorando, regresamos a casa. ¡Terrible!
Sumidos en la miseria y la desesperación, yo contraje el tifus exantemático (vulgarmente conocido como el piojo verde) y se lo contagié a mi hermanillo Juanito. No nos quería asistir el médico de la Beneficencia Municipal y, cuando iba a fuerza de insistirle mi madre, se enzarzaba con ella recriminándole la condición marxista de mi padre y justificando su fusilamiento como justo castigo. ¡Abominable doctor! Su fanático franquismo e ideas fascistas le volvieron inhumano y hacer olvidar a Hipócrates.
Recuperado de mi tifus, quedé anémico y se me cayó el pelo. Apenas tenía resistencia para mantenerme de pie por falta de alimento. Me colocaron una boina raída de alguien y, el que luego sería mi cuñado, que a la sazón cortejaba a mi hermana, me sacaba cogido del brazo a dar un paseo diario y así me fui entonando.
Como ya tengo referido, a mi padre lo detuvieron en la estación de Alcaudete la mañana del 26 de abril de 1939, llevándoselo a la Prisión de Jaén un par de días después. El día de San Antonio (13 de junio) se celebró un juicio sumarísimo de guerra en el edificio de la Sociedad Económica de Amigos del País (donde yo estudié durante 1937-1938, según tengo relatado) al que yo pude asistir a pesar de mis catorce años, camuflándome con la gente, la mayoría ferroviarios, hasta que durante el curso del interrogatorio me vio mi tío político Ramón, esposo de mi tía Concha, y me sacó a la calle.
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